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viernes, 25 de diciembre de 2009

gotico

literatura novel,poesia,pulp,undergroud,gotica,dark, y etapas oscuras de muchos escritores

http://bloodgothic.blogspot.com

con referencia a: iGoogle (ver en Google Sidewiki)

lunes, 14 de diciembre de 2009

EL NUMERO 13


EL NUMERO 13
Montague Rhodes James
-
Viborg es una de las ciudades de Jutlandia, de mayor prestigio e
importancia. Es sede de un obispado, tiene una hermosa catedral —restaurada
casi en su totalidad—, un encantador parque, un lago bellísimo y muchas
cigüeñas. Hald, a su vez, es uno de los lugares más atractivos de Dinamarca, y
Finderup, también otro donde Marsk Stig asesinó al rey Eric Glipping, el día de
Santa Cecilia del año 1286. En el siglo XVII, abrieron su tumba y dicen que la
calavera de Eric conservaba las huellas de cincuenta y seis mazazos. De todos
modos, mi intención no es exponer una guía turística.
Viborg tiene excelentes hoteles; el Preisler y el Fénix son algunos de los
mejores. Mi primo, personaje principal del relato, la primera vez que visitó
Viborg, se dirigió al León de Oro. Sin embargo, nunca más volvió a alojarse en
ese lugar. Tal vez las páginas siguientes expliquen la razón.
El León de Oro es uno de los pocos edificios de la ciudad que
sobrevivieron al gran incendio de 1726, que devastó la catedral casi en su
totalidad, así como la Sognekirke, la Raadhuus y otras construcciones tan
antiguas como interesantes. El León de Oro es una casa de ladrillo rojo. Su
frente es de ladrillo, con altos gabletes almenados y una leyenda en la parte
superior de la puerta principal. El patio por donde entran los vehículos es de
madera y estuco, de matices blancos y negros.
Cuando mi primo llegó al león de Oro, los últimos rayos del sol hacían
brillar cada detalle de la imponente fachada. El aspecto anticuado del lugar
impactó a mi primo, por lo que pronosticó días placenteros y entretenidos. Esa
posada conservaba todas las características de un lugar clásico de la vieja
Jutlandia.
No eran los negocios, en el sentido vulgar de la palabra, el motivo del viaje
de Mr. Anderson a Viborg. Estaba realizando algunas investigaciones sobre la
historia de la Iglesia en Dinamarca y se había enterado de que el Rigsarkiv de
Viborg conservaba algunos documentos, salvados del incendio, sobre los
últimos días del Catolicismo Romano en ese país.
Por lo tanto, se propuso dedicar el tiempo necesario, tal vez dos o tres
semanas, al examen y copia de esos documentos. En el león de Oro esperaba
contar con una amplia habitación que fuera dormitorio y a la vez estudio. Mr.
Anderson le informó lo que deseaba al posadero y éste, tras meditar unos
instantes, sugirió que lo mejor para conformar al caballero sería que él mismo
visitara los cuartos más amplios y eligiera el más conveniente. Mr. Anderson
aceptó la idea.
El piso superior fue descartado de inmediato: tantas escaleras exigían un
esfuerzo excesivo luego de un día de trabajo; en el segundo piso, no había
cuartos de la amplitud requerida, pero en el primero había dos o tres
habitaciones que se adecuaban con total precisión a las exigencias del caballero,
al menos en cuanto al tamaño.
El posadero recomendó con énfasis la Número 17, pero Mr. Anderson
advirtió que sus ventanas se abrían sólo hacia el muro ciego de la casa vecina,
por lo que durante la tarde, debía ser muy oscura. Prefería, por su parte, la
Número 12 y la Número 14. Las dos daban a la calle y tenían las ventajas de una
iluminación adecuada más una vista agradable, ventajas que aceleraron con
creces la elección.
Eligió, entonces, el cuarto Número 12. Éste tenía, al igual que los cuartos
vecinos, tres ventanas, todas sobre una misma pared. Sus dimensiones eran
poco habituales: el techo era muy alto y su longitud llamaba la atención. Carecía
de chimenea y en su lugar había una antigua estufa de hierro forjado, sobre la
que era posible observar un bajorrelieve que representaba a Abraham
sacrificando a Isaac, con la inscripción: I Bog Mose, Cap. 22 (es decir, Génesis
XXII). No había otro objeto interesante. El único cuadro atractivo era un viejo
grabado en colores de la ciudad, cercano a 1820.
La hora de la cena se acercaba. Cuando Anderson, ya más despabilado
luego de su baño habitual, descendió las escaleras, faltaban unos minutos para
que la campanilla sonase. Dedicó el tiempo que faltaba a observar la nómina de
huéspedes de la posada. Según una costumbre de Dinamarca, los nombres
estaban expuestos en una amplia pizarra, dividida en casilleros que sumaban la
cantidad de habitaciones del lugar, cada uno con el número correspondiente y
el nombre de su huésped. No encontró nada de mucho interés. Se habían
registrado un abogado (o Sagförer), un alemán y algunos viajantes de
Copenhague. El único detalle que generó asombro fue la ausencia del Número
13 en la lista de habitaciones, un detalle que Anderson ya había observado en
otros hoteles que visitó en Dinamarca. Sin embargo, no pudo evitar un
pensamiento: ¿la supersticiosa reacción que suele provocar este número tendría
tanta difusión y vigencia como para que fuera un obstáculo, a punto tal que un
viajero no pudiera instalarse en la habitación con ese número? Decidió
preguntarle al posadero si él o sus colegas, en verdad, se habían encontrado con
muchos huéspedes que rechazaron ocupar el cuarto Número 13.
No pudo contarme nada interesante (yo registro los hechos tal como me
los transmitió) sobre lo ocurrido, durante la cena. El resto de la velada, en la que
se dedicó a ordenar ropas, libros y papeles, tampoco tuvo trascendencia alguna.
Alrededor de las once, decidió irse a acostar, pero tal como le sucede a muchas
personas, le era casi imposible dormir sin haber leído unas páginas. Recordó
entonces que el libro que venía leyendo en el tren, el único que en ese momento
podía conformarlo, estaba en el bolsillo de su abrigo, colgado a la entrada del
comedor.
Tardó un instante en bajar y tomar el libro. Puesto que los corredores
tenían muy buena iluminación, le costó poco hallar el camino de regreso a su
cuarto. Al menos, eso fue lo que creyó. Pero al llegar allí, giró el picaporte, la
puerta se resistió a abrirse y él pudo escuchar, en el interior de la habitación,
pasos que se dirigían hacia la entrada. Por supuesto, se había confundido de
cuarto. ¿El suyo estaba a la derecha o a la izquierda? Miró el número: era el 13.
El suyo, por lo tanto, debía estar a la izquierda, y así nomás fue. Ya en la cama,
leyó como de costumbre un par de páginas, apagó la luz y se dispuso a dormir.
Recién en ese momento reflexionó que, aunque en la pizarra del hotel no había
ningún cuarto con el número 13, existía, indudablemente, en la posada. Se
arrepintió de no haberlo ocupado él mismo. Quizá podría haber favorecido al
propietario ocupándolo y dándole la oportunidad de contar que un distinguido
caballero inglés había vivido en él durante tres semanas con sumo placer.
Aunque, quizás, tenía uso como habitación de servicio o algo por el estilo.
Incluso, seguramente, no era tan amplio ni agradable como su propio cuarto.
Con ojos somnolientos, observó su habitación, bajo la luz del crepúsculo que
daba la lámpara de la calle. Curioso brillo, sin duda, pensó. Las habitaciones
suelen parecer más amplias cuanto menos iluminadas están y este cuarto, por el
contrario, parecía haber disminuido en longitud y aumentado
proporcionalmente en altura. En fin, era más importante dormir que malgastar
el tiempo en reflexiones incoherentes. Así que se dispuso a hacerlo.
Al día siguiente de su llegada, Anderson se dirigió al Rigsarkiv de Viborg.
Lo recibieron, como suele hacerse en Dinamarca, con la mayor amabilidad, y
pusieron a su disposición cuanto necesitaba. Le facilitaron documentos cuya
cantidad e interés superó con creces sus expectativas. Además de los
documentos oficiales, encontró una carpeta con gran cantidad de cartas del
obispo Jörgen Friis, último obispo católico residente en esa sede, que describía
muchos detalles entretenidos y a la vez "íntimos", de la vida privada de
diversos personajes de la época. Abundaban las menciones acerca de cierta casa
de la ciudad, propiedad del obispo, deshabitada. Su inquilino anterior había
provocado un escándalo y esto significó un obstáculo para los partidarios de la
Reforma. Era un ser infame para la ciudad, a causa de sus prácticas, tan secretas
como condenables; sus adversarios decían también que había vendido su alma
al diablo. ¿Qué mejor prueba de la tremenda corrupción e impiedad de la
Iglesia de Babilonia que la protección que el propio obispo brindaba a
Troldmand, esa víbora que se nutría de sangre? El obispo afrontaba con coraje
tales acusaciones: acentuaba su repudio por los adeptos a llevar a cabo dichas
prácticas secretas, y solicitaba a sus opositores que presentaran el caso a un
tribunal eclesiástico, con el fin de que se investigase con la mayor severidad
posible. Nadie más interesado que él en castigar a Mag. Nicolás Francken, si en
verdad era culpable de los delitos que se le imputaban.
Antes de que cerraran el archivo, Anderson apenas tuvo tiempo para
echar una ojeada fugaz a la carta siguiente, escrita por Rasmus Nielsen, el jefe
de los protestantes. Esa lectura le bastó para darse una idea general de su
contenido: los cristianos ya no se sometían a las decisiones de los obispos de
Roma. El tribunal eclesiástico no era ni podía serlo el más competente para
dictaminar sobre una causa de tal gravedad e importancia.
Mr. Anderson abandonó el archivo acompañado por el anciano que lo
organizaba. Mientras caminaban, no pudieron evitar que la conversación girase
en torno a los documentos previamente mencionados.
Herr Scavenius, el archivista de Viborg, si bien estaba muy informado
sobre los documentos que tenía a su cargo, no era un especialista en los que se
referían al período de la Reforma. Tal vez por esa razón se mostró muy atraído
por los comentarios de Anderson. Leería con mucho interés, declaró, el artículo
que Mr. Anderson iba a escribir basándose en esos documentos.
—En cuanto a esa casa del obispo Friis —agregó—, es todo un enigma
conocer el sitio exacto donde pudo haber estado. He estudiado minuciosamente
la topografía de la antigua Viborg, y sin embargo, en el viejo inventario de
propiedades del obispo —datado en 1560, y que está casi completo en nuestro
archivo— falta la parte correspondiente a los bienes que tenía en la ciudad. No
importa. Tal vez algún día pueda encontrarla.
Tras un breve paseo —no recuerdo con precisión por dónde—, Anderson
regresó al León de Oro, donde lo aguardaban su cena, su solitario y su cama. Ya
en el pasillo, recordó que había olvidado comentarle al posadero la ausencia del
cuarto Número 13, pero decidió verificar si existía una habitación con ese
número, antes de alarmar con una alusión.
La respuesta no se demoró. La puerta con su número pintado con toda
claridad de ese estilo, allí estaba. Evidentemente alguien ocupaba el cuarto,
pues al acercarse a la puerta, oyó el rumor de pasos y de voces, o de una sola
voz, tal vez. En cuanto se detuvo un momento para verificar el número, el ruido de pasos cesó de inmediato, al parecer muy cerca de la puerta. Anderson,
asombrado, creyó escuchar una respiración jadeante, como de una persona
profundamente convulsionada. Se dirigió a su cuarto y una vez más se
sorprendió por encontrarlo mucho más pequeño de lo que le había parecido en
el primer momento cuando lo habitó. La pequeña decepción que le hizo sentir
era fácil de remediar: si lo deseaba, podía mudarse a otra habitación. En ese
momento, necesitó un pañuelo que estaba en su maleta. Un sirviente había
colocado la maleta sobre un taburete, contra la pared, en el otro extremo del
cuarto. Pero iba a recibir una sorpresa: la maleta ya no estaba. Indudablemente,
algún sirviente —en un exceso de prudencia— la había guardado luego de
ubicar su contenido en el guardarropa. Allí, sin embargo, no había nada.
Comenzaba a preocuparse. De inmediato descartó la posibilidad de un robo,
pues en Dinamarca rara vez sucede. Era indudable que alguien había cometido
un estúpido error, lo cual eso no es tan raro, por lo que decidió increpar a la
mucama. De todos modos, no era una necesidad urgente y podía esperar hasta
la mañana. Resolvió entonces no molestar a la servidumbre. Fue hasta la
ventana derecha y contempló la calle desierta. Se enfrentó con la pared ciega de
un alto edificio. No había transeúntes, la noche era oscura; nada interesante
despertaba su atención.
Al estar la luz situada a sus espaldas, pudo observar su propia sombra,
reflejada en la pared del edificio de enfrente. A la izquierda también veía la
sombra del huésped del cuarto Número 11, un hombre de barba, que se
paseaba en mangas de camisa y al que descubrió cepillándose el cabello y luego
cubriéndose con una bata de noche. A la derecha se veía la silueta del huésped
del cuarto Número 13. Ésta, tal vez, se presentaba más interesante. Estaba igual
que Mr. Anderson, apoyado en el alféizar de la ventana, contemplando la calle.
Parecía un hombre alto y delgado... ¿o tal vez una mujer? De todos modos, la
persona desconocida se cubría la cabeza con algo parecido a un velo, antes de
irse a la cama. Anderson dedujo que debía tener en la habitación una lámpara
con pantalla roja, porque el reflejo de una luz rojiza danzaba en la pared de
enfrente. Se asomó para ver si podía ver algo, pero sólo distinguió los pliegues
de una tela clara, que parecía blanca, sobre el alféizar.
Al escuchar el ruido de unos pasos que se acercaban por la calle, el
Número 13 pareció darse cuenta de que estaba expuesto a curiosas miradas y,
con gran habilidad y rapidez, se apartó de la ventana; su luz roja se desvaneció.
Anderson, que había estado fumando, dejó la colilla del cigarrillo sobre el
alféizar y se fue a dormir.
A la mañana siguiente lo despertó la mucama, que le traía agua caliente y
todo lo neesario para un baño personal. Anderson se incorporó, y luego de
pensar muy bien sus palabras, dijo, en el danés más correcto que pudo articular:
—No debió mover mi maleta. ¿Dónde está?
Como suele suceder, la criada se echó a reír y salió del cuarto sin decirle
nada.
Anderson, muy irritado, se sentó en la cama, dispuesto a llamarla otra vez.
De repente, fijó su vista en el extremo opuesto de la habitación. Sobre el
taburete estaba su maleta, en el mismo lugar en el que había visto que el
sirviente la dejó al entrar al cuarto por primera vez. Se trató de una ingrata
sorpresa para un hombre que siempre se jactaba de un profundo poder de
percepción. No quiso explicarse por qué la había ignorado la noche anterior. Al
fin de cuentas, era obvio que volvía a estar allí.
La luz del día no sólo le permitió ver la maleta sino comprobar las
verdaderas proporciones del cuarto, incluyendo sus tres ventanas, y verificar
que, después de todo, había elegido correctamente. Mientras terminaba de
vestirse, se asomó a la ventana del medio para ver el estado del tiempo. Y aquí
se llevó una segunda sorpresa. Su distracción, la noche anterior, sin duda había
llegado al extremo. Habría podido jurar que estuvo fumando un cigarrillo,
asomado a la última ventana de la derecha, antes de irse a dormir. Ahora
descubría la colilla sobre el alféizar, pero de la ventana del medio.
Salió de su habitación para ir a desayunar. Estaba retrasado, si bien el
Número 13 lo estaba aún más: sus botas todavía se hallaban al lado de la
puerta. Dedujo que el Número 13 era un hombre, no una mujer. Sin embargo,
en ese instante miró el número de la puerta: era el 14. Sin duda había pasado
junto al Número 13 sin darse cuenta. Tres errores estúpidos en tan sólo doce
horas eran mucho para un hombre metódico y fanático de la precisión, de modo
que volvió para asegurarse. El cuarto vecino al Número 14 era el Número 12, el
suyo. No existía en absoluto un cuarto con el Número 13.
Tras dedicarle unos minutos a repasar cuanto había comido y bebido en
las últimas veinticuatro horas, Anderson decidió olvidarse del asunto. Si la vista
o el cerebro empezaban a fallarle, ya tendría otras oportunidades de saberlo. Si
otra era la explicación, estaba frente a una experiencia llena de interés. De
cualquier modo, convenía estar atento ante cada uno de los acontecimientos.
Durante el día, Anderson continuó el estudio de la correspondencia
episcopal ya mencionada. Y su decepción fue grande cuando descubrió que
estaba incompleta. Sólo pudo hallar una carta más relacionada con el asunto de
Mag. Nicolás Francken, redactada por el obispo Jörgen Friis, quien la dirigía a
Rasmus Nielsen. Decía así:
"De ningún modo podemos aceptar vuestras declaraciones acerca de
nuestro tribunal, por lo que estaremos dispuestos a combatirlos, y si fuera
necesario, hasta el último de los extremos en aquella opinión. No obstante ello,
dado que nuestro fiel y bienamado Mag. Nicolás Francken, a quien se han
atrevido a acusar con cargos tan falsos como maliciosos, ha sido
repentinamente sustraído a nuestro afecto, es evidente que, por esta ocasión, el
caso queda cerrado. Mas en cuanto a vuestras declaraciones, en las que
aseguran que el Apóstol y Evangelista San Juan, en su divino Apocalipsis, cita a
la Sacra Iglesia Romana con el símbolo de la Mujer vestida de púrpura y grana,
sabed que...", etcétera.
A pesar de sus investigaciones, Anderson no encontró respuesta alguna a
esa carta ni tampoco algún dato sobre la forma en que fue "sustraído" el casus
belli. Sólo dedujo que Francken había padecido una muerte súbita. Apenas dos
días mediaban entre la carta de Nielsen, evidentemente redactada cuando
Francken vivía, y la del obispo, por lo que se podía sospechar que había sido
una muerte inesperada.
Anderson visitó Hald durante la tarde y tomó el té en Baekkelund.
Aunque estaba algo nervioso, no descubrió alteración alguna en la vista o en su
mente. Sus experiencias anteriores le habían hecho dudar de eso.
Durante la cena, le tocó sentarse frente al posadero.
—¿Por qué razón —preguntó luego de cambiar una conversación
intrascendenteen la mayoría de los hoteles de este país no existe un cuarto
Número 13? Por lo que veo, aquí sucede lo mismo.
El posadero lo miró sonriendo.
—Es curioso que usted lo haya notado. La verdad, yo mismo me lo
pregunté varias veces. Un hombre erudito, me dije, no debe hacerle caso a tales
supersticiones. Yo estudié aquí, en la escuela secundaria de Viborg, y nuestro
viejo maestro siempre descartaba esas creencias. Hace muchos años que murió.
Era un hombre maravilloso, muy hábil con las manos y con la mente. Recuerdo
a mis compañeros, un día en que nevaba...
Y continuó con sus recuerdos.
—Entonces, ¿usted cree que no hay ninguna razón válida para omitir el
Número 13? —insistió Anderson.
—Por supuesto. Bueno, escuche, mi pobre padre me inició en el oficio.
Primero tuvo un hotel en Aarhuus, y luego, cuando nacimos nosotros, llegó
aquí a Viborg, su ciudad natal. Dirigió el Fénix hasta su muerte, en 1876. Allí
hice mis primeras armas como hotelero, en Silkeborg, y apenas hace dos años
compré esta casa.
Luego detalló en forma minuciosa las características del establecimiento
en el momento en que se hizo cargo.
—Y cuando usted vino aquí, ¿había un cuarto Número 13?
—No, justo iba a decírselo. Usted sabe, en un sitio como éste, atendemos a
viajantes de comercio sobre todo. Y no se le ocurra ofrecerles una habitación
con el Número 13. Preferirían dormir en la calle antes que eso. A mí me importa
un bledo el número de las habitaciones, y a menudo se los he dicho. Ellos
siguen con la idea de que les trae mala suerte. Y se pueden pasar el día
contando cuentos de historias sobre viajantes que han dormido en una
habitación Número 13 y que nunca han vuelto a ser los mismos, o que han
perdido los mejores clientes, o..., bueno, imagínese cosas así... —concluyó el
posadero, tras buscar en vano una frase más.
—Entonces, ¿para qué usa usted el cuarto Número 13? —preguntó
Anderson, y al decirlo sintió una extrema ansiedad, que desentonaba con la
importancia de su pregunta.
—¿El cuarto Número 13? Si acabo de decirle que no hay ningún cuarto con
ese número en esta posada. Pensé que ya se había dado cuenta; además, si
hubiera una habitación Número 13, estaría exactamente al lado de la suya.
—Sí, claro; lo que pasa es que... Sinceramente, anoche me pareció ver una
puerta con el Número 13 en ese pasillo, y estoy casi seguro de no haberme
equivocado también con haberla visto anteanoche.
Herr Kristensen, como Anderson lo esperaba, se echó a reír, y repitió una
y mil veces que en esa posada no había ni hubo jamás una habitación Número
13.
Anderson sintió algo de alivio ante la firmeza de la respuesta, aunque aún
persistían sus dudas. Entonces pensó que la única manera de resolver de una
vez por todas el problema era invitar al posadero, esa noche, a su habitación. Lo
sedujo con algunas fotografías de ciudades inglesas que había traído y con un
buen cigarro.
Herr Kristensen, contento por la invitación, la aceptó con ganas.
Acordaron encontrarse a las diez. Mr. Anderson se retiró en ese momento, para
escribir unas cartas. Aunque lo avergonzara aceptarlo, era innegable que la
existencia o no de ese bendito cuarto Número 13 comenzaba a preocuparlo, a tal
punto que, para regresar a su habitación, lo hizo por el lado del Número 11,
para no tener que cruzar la puerta Número 13 o el lugar que correspondía a la
puerta. Al entrar, inspeccionó con rapidez su habitación, pero no advirtió nada
que no fuera esa idea imprecisa de que estaba más pequeña que de costumbre;
por su maleta no debía preocuparse, la había vaciado y ubicado bajo la cama.
Por un momento logró olvidarse del Número 13 y se puso a escribir.
Sus vecinos no lo molestaban. Sólo se escuchaba, de vez en cuando, el
gemido de una puerta y el ruido de un par de botas arrojadas al pasillo; o el
canto de algún viajante que lo recorría. Sobre la calle mal empedrada se
escuchaba, cada tanto, algún carro, o bien los pasos veloces de algún transeúnte.
Anderson terminó sus cartas y pidió un whisky con soda. Se dirigió hacia
la ventana para observar el edificio de enfrente y las sombras reflejadas sobre su
pared.
Si mal no recordaba, el cuarto Número 14 lo ocupaba un abogado, persona
grave y formal, que muy poco hablaba durante las comidas; por lo general, se
limitaba a revisar una pila de papeles que ubicaba junto a su plato.
Al parecer, tenía el hábito de liberar sus instintos cuando se encontraba
solo. No cabía otra posibilidad para los movimientos con que en ese momento
se divertía. La sombra en la pared de enfrente demostraba, con toda claridad,
que estaba bailando. Una y otra vez, su delgada figura se acercaba a la ventana,
agitaba y alzaba los brazos con gran agilidad, junto a una pierna macilenta.
Debía estar descalzo en un piso que mostraba gran solidez. Ningún ruido
denunciaba sus movimientos. El Sagförer Herr Anders Jensen, bailando a las
diez de la noche en un cuarto de hotel parecía un argumento justo para una
pintura histórica de gran estilo. Los pensamientos de Anderson, tal como los de
Emily en Los misterios de Udolfo comenzaron a "formar por sí mismos los
siguientes versos":
A mi hotel al regresar,
A eso de la hora diez,
Percibe en mí un malestar
El camarero esta vez.
Indiferente, la puerta
Cierro, y tiro el calzado,
No escuchando las reyertas
Que en mis vecinos alertas
Mi feroz danza despierta.
Y como la ley conozco,
De sus comentarios hoscos
Sonrío con desenfado.
Si el posadero no hubiese golpeado a la puerta, sin duda el lector ahora
tendría frente a sí un poema mucho más extenso. A juzgar por el gesto de
asombro que mostró al entrar en la habitación, Herr Kristensen se hallaba
sorprendido, tal como Anderson en otras ocasiones, por algo inusual en el
interior del cuarto. Evitó todo comentario. Demostró gran interés en las
fotografías de Anderson, las que le sirvieron de excusa para retomar aspectos
autobiográficos. Tal vez, la conversación se hubiese encauzado para el tema del
cuarto Número 13 si no fuese que el abogado, de repente, se puso a cantar de
una manera que no podía dejar dudas a nadie de que estaba borracho o
completamente loco. Su voz, aguda y chillona, revelaba un tono agrietado, tal
como si no hubiese cantado desde hacía mucho tiempo. Cantaba hasta llegar a
alturas increíbles, y luego proseguía en un ronco y desgarrado gemido, como el
viento feroz del invierno en el hueco de una chimenea o el de un órgano cuyas
notas saturaban los tubos. Ante sonido tan aterrador, Anderson no dudó de
que, de haber estado solo, se habría acercado al cuarto de algún viajante en
busca de refugio y compañía.
El posadero, boquiabierto, se tiró sobre la silla.
—No entiendo nada —dijo al fin, secándose el sudor de la frente—. Es
aterrador. Ya lo había escuchado antes, pero pensaba que era u n gato.
—¿Estará loco? —preguntó Anderson.
—Seguramente. ¡Pero qué cosa más decadente! Tan buen cliente según
dicen, le va muy bien con los negocios. Y tiene mujer e hijos que mantener...
En ese momento, alguien sacudió la puerta con golpes secos y perentorios
e interrumpió sin esperar la respuesta. Era el abogado, en bata de dormir y con
el cabello despeinado. Demostraba furor.
—Perdón, señor —comenzó—, pero le pediría por favor que dejara de...
Se interrumpió, asombrado, ya que ninguno de los presentes era
responsable de los estruendos y los cantos. Luego de una breve pausa, el salvaje
alarido se repitió con mayor estridencia.
—En nombre de Dios, ¿qué significa esto? —exclamó el abogado—. ¿De
dónde viene? ¿Qué es? ¿Acaso me estoy volviendo loco?
—Viene de su cuarto, Herr Jensen. ¿No habrá un gato o algún animal
encerrado en la chimenea?
Acabó de decir eso, y Anderson comprendió lo inútil de su explicación.
Todo era preferible a guardar un silencio que taladraría ese gemido atroz, o a
contemplar el débil rostro del posadero, que se aferraba, temblando, al respaldo
del sillón.
—Imposible —repuso el abogado—. No hay chimenea allí. Si vine a este
cuarto es porque estaba seguro de que el ruido provenía de aquí. Pero sin duda
viene del cuarto vecino al mío.
—¿No había ninguna puerta entre su habitación y la mía? —inquirió
Anderson, sabiendo lo que preguntaba.
—No, señor —respondió Herr Jensen, seco.
—Por lo menos, esta mañana no la había.
—¡Ah! —dijo Anderson—. ¿Y esta noche?
—No estoy seguro —dudó el abogado.
De pronto, la voz que cantaba o gemía en el cuarto vecino se transformó
en una risa sofocada, un gruñido que estremeció a los tres hombres. Luego,
retornó un absoluto silencio.
—Y bien, ¿usted qué tiene qué decir, Herr Kristensen? —increpó el
abogado—. ¿Qué significa todo esto?
—¡Por Dios! —respondió Kristensen—. ¿Qué quiere que le diga? Yo
tampoco entiendo nada. ¡Ojalá no deba escuchar nunca más un sonido así en
toda mi vida!
—Lo mismo digo —respondió Herr tensen, y murmuró luego algunas
palabras que Anderson reconoció —aunque no podía asegurarlo—: era la
última frase del Salterio, omnis spiritus laudet Dominum.
—Debemos hacer algo —propuso Anderson—. ¿Por qué no vamos los tres
e ingresamos en el cuarto contiguo?
—¡Pero si es el de Herr Jensen! —protestó el posadero—. ¿De qué servirá?
Él acaba de salir de ahí.
—Ya no estoy tan seguro —dijo Jensen—. Creo que este caballero tiene
razón. Tenemos que ir a ver qué pasa.
Las únicas armas de defensa de que disponían eran un bastón y un
paraguas; con ellas, la expedición se agrupó en el pasillo, presa de cierto temor.
En el corredor dominaba un silencio total, aunque por debajo de la puerta de al
lado filtrábase un poco de luz. Anderson y el abogado se acercaron. Jensen, tras
hacer girar el picaporte, arremetió con violencia. Fue en vano: la puerta no se
abrió.
—Herr Kristensen —dijo Jensen—. Será mejor que cuanto antes llame a
varios de sus empleados, los más fuertes, porque debemos aclarar esto.
El posadero aprobó y se alejó rápidamente, deseoso de abandonar el
campo de operaciones. Jensen y Anderson permanecieron en el corredor, sin
dejar de observar la puerta.
—No hay duda, es el Número 13 —dijo el segundo.
—Sí. Ahí está la puerta de mi cuarto, allá la del suyo —repuso Jensen.
—Mi habitación tiene tres ventanas durante el día —comentó Anderson,
ocultando una risa nerviosa.
—¡Por Dios, también la mía! —contestó el abogado, girando hacia la
posición de Anderson. De esa manera, quedó de espaldas a la puerta. Y, en ese
momento, la puerta se entreabrió, y de ella surgió un brazo, envuelto en
harapos amarillentos, aunque se veía la piel desnuda, cubierta por un vello
grisáceo y salvaje. La mano intentó clavarse en el hombro de Jensen.
Anderson tuvo el tiempo de empujar a Jensen a un lado, mientras profería
un grito que llamaba al rechazo y al terror. La puerta volvió a cerrarse y desde
el interior del cuarto, escucharon una risa ahogada.
Jensen no pudo ver nada, pero cuando Anderson, apresuradamente, le
sintetizó lo ocurrido, se mostró muy convulsionado y propuso abandonar la
expedición y encerrarse en uno de los dos cuartos.
En ese momento llegaron el dueño de la posada y dos robustos sirvientes,
los tres muy serios y preocupados. Jensen los recibió con una cantidad de
explicaciones, las que no resultaron estimulantes.
Los hombres abandonaron las barras que habían traído y anunciaron, sin
posibilidad de arrepentirse, que no estaban dispuestos a arriesgar la vida en ese
antro diabólico. El posadero estaba cada vez más nervioso e indeciso: sabía que,
de no desafiar el peligro, se arruinaría, su posada se vendría abajo y tampoco
estaba demasiado decidido a afrontarlo.
Por suerte, Anderson halló una estrategia para reanimar a la tropa
desmoralizada.
—¿Dónde está el tan afamado coraje danés? El enemigo no es un alemán
y, si así lo fuera, somos cinco contra uno.
Tal exhortación estimuló a ambos sirvientes y a Jensen. juntos embistieron
la puerta.
—¡Un momento! —los contuvo Anderson—. No pierdan la cordura.
Usted, Herr Kristensen, quédese aquí, con la lámpara, uno de ustedes rompa la
puerta, pero no entren cuando ceda —ordenó.
Los hombres asintieron. El más joven avanzó hacia la puerta; alzó la barra
de hierro y dio un rotundo golpe a la parte superior. El resultado fue diferente
al que esperaban. No se escuchó el seco crujido de la madera, sino un ruido
sordo y opaco, como si golpearan contra un muro hermético. El hombre tiró a
un costado la herramienta con un grito de dolor, y comenzó a frotarse el codo.
Todos acudieron hacia él. Anderson, luego, miró nuevamente hacia la puerta.
Había desaparecido. Miró otra vez hacia la puerta del corredor, cuyo revoque
mostraba el destrozo profundo producido por la barra. El Número 13 había
dejado de existir.
Todos, por un instante, permanecieron inmóviles ante la pared desnuda.
Desde el patio trasero se escuchó el canto de un gallo, y cuando Anderson giró
la cabeza descubrió a través del ventanal, en el fondo del extenso pasillo, las
primeras luces del alba.
—Tal vez —insinuó el posadero— para esta noche los señores preferirán
otro cuarto... ¿Uno con dos camas?
Ni Jensen ni Anderson rechazaron la propuesta. Luego de la reciente
experiencia, preferían permanecer juntos. Por esa misma razón decidieron que,
cuando cada uno de ellos ingresara en su cuarto para tomar lo que necesitaba
para pasar la noche, el otro lo acompañaría para iluminarlo. Los dos
comprobaron que ambos cuartos, el Número 12 como el Número 14, tenían tres
ventanas.
A la mañana siguiente, los expedicionarios se reunieron en el cuarto
Número 12. El posadero, como es natural, no quería la participación de
extraños, pero a la vez tenía mucho interés en que el misterio se aclarase lo
antes posible. Por lo tanto, había ordenado a los dos sirvientes que por el
momento trabajaran de carpinteros. Movieron los muebles y, tras arrancar
varios tablones, dejaron al descubierto la superficie del piso más cercano al
Número 14.
El lector, por supuesto, pensará que descubrieron un esqueleto, por
ejemplo, el de Mag. Nicolas Francken. No fue así. Sólo encontraron, entre las
vigas que sostenían el piso, una pequeña caja de cobre, que contenía un
pergamino plegado prolijamente, donde había escritas unas veinte líneas. Tanto
Anderson como Jensen, quien se confesó un discreto paleógrafo, se
entusiasmaron con el descubrimiento, que podía facilitar el esclarecimiento de
fenómenos extraordinarios.
Tengo en mi poder un ejemplar de una obra de astrología que jamás he
leído. En su portada tiene una xilografía de Hans Sebald Beham, que representa
a un grupo de sabios reunidos en torno a una mesa. Tal vez este detalle permita
que los especialistas descubran algo. Ahora no está a mi alcance y no puedo
recordar el título. Las páginas blancas del principio y del final llevan una
escritura que aún no he podido descifrar, a pesar de haber transcurrido ya diez
años. Tampoco he podido descubrir en qué sentido debería leerse, y mucho
menos a qué lengua pertenece tal escritura. Anderson y Jensen, tras someter a
un examen el documento encontrado en la caja de cobre, no lograron
conclusiones fehacientes.
Después de dos días de un análisis minucioso, Jensen, el más audaz de los
dos, puso en práctica la hipótesis de que la escritura sea latín o danés antiguo.
Anderson renunció a toda hipótesis y se limitó a donar —en actitud muy
digna— la caja y el pergamino al Museo de la Sociedad Histórica de Viborg.
Escuché este relato de sus propios labios, unos meses más tarde y después
de una visita a la biblioteca, en un bosque próximo a Upsala. En la biblioteca me
había burlado o nos habíamos burlado del contrato en el cual Daniel Salthenius
—posteriormente profesor de hebreo en Könisberg— vendía su alma al diablo.
Anderson, en verdad, no parecía muy entretenido.
—¡Qué muchacho estúpido! —exclamó, refiriéndose a Salthenius, que aún
era estudiante cuando cometió esa torpeza—. No se debe invocar a quien se
desconoce.
Y cuando yo sugerí las interpretaciones habituales, se limitó a encogerse
de hombros, con una queja. Esa misma tarde me contó el episodio que acabo de
relatar, aunque evitó sacar conclusiones y se negó a juzgar la hipótesis que yo
formulé por mi cuenta.

martes, 8 de diciembre de 2009

CRIMEN Y CASTIGO -- 1ª parte -- FEDOR DOSTOIEWSKI



Crimen y Castigo
Fedor Dostoiewski
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PRIMERA PARTE
I

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Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! ‑pensó con una sonrisa extraña‑. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer... "eso"? ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro. Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven. Era, dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido, de una talla que rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente, sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella costumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en que nuestro joven habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos amontonados en aquellos callejones y callejuelas del centro de Petersburgo ponían en el cuadro tintes tan singulares, que ni la figura más chocante podía llamar a nadie la atención.
Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un desprecio tan feroz hacia todo, que, a pesar de su altivez natural un tanto ingenua, exhibía sus harapos sin rubor alguno. Otra cosa habría sido si se hubiese encontrado con alguna persona conocida o algún viejo camarada, cosa que procuraba evitar.
Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó nerviosamente la mano al sombrero cuando un borracho al que transportaban, no se sabe adónde ni por qué, en una carreta vacía que arrastraban al trote dos grandes caballos, le dijo a voz en grito:
‑¡Eh, tú, sombrerero alemán[L1] !
Era un sombrero de copa alta, circular, descolorido por el uso, agujereado, cubierto de manchas, de bordes desgastados y lleno de abolladuras. Sin embargo, no era la vergüenza, sino otro sentimiento, muy parecido al terror, lo que se había apoderado del joven.
‑Lo sabía ‑murmuró en su turbación‑, lo presentía. Nada hay peor que esto. Una nadería, una insignificancia, puede malograr todo el negocio. Sí, este sombrero llama la atención; es tan ridículo, que atrae las miradas. El que va vestido con estos pingajos necesita una gorra, por vieja que sea; no esta cosa tan horrible. Nadie lleva un sombrero como éste. Se me distingue a una versta a la redonda. Te recordarán. Esto es lo importante: se acordarán de él, andando el tiempo, y será una pista... Lo cierto es que hay que llamar la atención lo menos posible. Los pequeños detalles... Ahí está el quid. Eso es lo que acaba por perderle a uno...
No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que tenía que dar desde la puerta de su casa; exactamente setecientos treinta. Los había contado un día, cuando la concepción de su proyecto estaba aún reciente. Entonces ni él mismo creía en su realización. Su ilusoria audacia, a la vez sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios. Ahora, transcurrido un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su irresolución, se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar suyo, a llamar «negocio» a aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo, aunque siguiera dudando de sí mismo.
Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada paso que daba. Con el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un temblor nervioso, llegó, al fin, a un inmenso edificio, una de cuyas fachadas daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido en infinidad de pequeños departamentos habitados por modestos artesanos de toda especie: sastres, cerrajeros... Había allí cocineras, alemanes, prostitutas, funcionarios de ínfima categoría. El ir y venir de gente era continuo a través de las puertas y de los dos patios del inmueble. Lo guardaban tres o cuatro porteros, pero nuestro joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno.
Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha, estrecha y oscura como era propio de una escalera de servicio. Pero estos detalles eran familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le disgustaban: en aquella oscuridad no había que temer a las miradas de los curiosos.
«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a llevar a cabo de verdad el "negocio"?», pensó involuntariamente al llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el oficio de mozos y estaban sacando los muebles de un departamento ocupado ‑el joven lo sabía‑ por un funcionario alemán casado.
«Ya que este alemán se muda -se dijo el joven‑, en este rellano no habrá durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto está más que bien.»
Llamó a la puerta de la vieja. La campanilla resonó tan débilmente, que se diría que era de hojalata y no de cobre. Así eran las campanillas de los pequeños departamentos en todos los grandes edificios semejantes a aquél. Pero el joven se había olvidado ya de este detalle, y el tintineo de la campanilla debió de despertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se estremeció. La debilidad de sus nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha abertura, la inquilina observó al intruso con evidente desconfianza. Sólo se veían sus ojillos brillando en la sombra. Al ver que había gente en el rellano, se tranquilizó y abrió la puerta. El joven franqueó el umbral y entró en un vestíbulo oscuro, dividido en dos por un tabique, tras el cual había una minúscula cocina. La vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer menuda, reseca, de unos sesenta años, con una nariz puntiaguda y unos ojos chispeantes de malicia. Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un rubio desvaído y con sólo algunas hebras grises, estaban embadurnados de aceite. Un viejo chal de franela rodeaba su cuello, largo y descarnado como una pata de pollo, y, a pesar del calor, llevaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. La tos la sacudía a cada momento. La vieja gemía. El joven debió de mirarla de un modo algo extraño, pues los menudos ojos recobraron su expresión de desconfianza.
‑Raskolnikof, estudiante. Vine a su casa hace un mes ‑barbotó rápidamente, inclinándose a medias, pues se había dicho que debía mostrarse muy amable.
‑Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente ‑articuló la vieja, sin dejar de mirarlo con una expresión de recelo.
‑Bien; pues he venido para un negocillo como aquél ‑dijo Raskolnikof, un tanto turbado y sorprendido por aquella desconfianza.
«Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez», pensó, desagradablemente impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar. Después indicó al visitante la puerta de su habitación, mientras se apartaba para dejarle pasar.
‑Entre, muchacho.
La reducida habitación donde fue introducido el joven tenía las paredes revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían ante sus ventanas, adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol poniente iluminaba la habitación.
«Entonces ‑se dijo de súbito Raskolnikof‑, también, seguramente lucirá un sol como éste.»
Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el menor detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de particular. El mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de respaldo curvado, una mesa ovalada colocada ante el sofá, un tocador con espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún valor, que representaban señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la mano. Esto era todo.
En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de limpieza.
«Esto es obra de Lisbeth», pensó el joven.
Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el departamento.
«Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una limpieza semejante», se dijo Raskolnikof. Y dirigió, con curiosidad y al soslayo, una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la segunda habitación, también sumamente reducida, donde estaban la cama y la cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había más piezas en el departamento.
‑¿Qué desea usted? ‑preguntó ásperamente la vieja, que, apenas había entrado en la habitación, se había plantado ante él para mirarle frente a frente.
‑Vengo a empeñar esto.
Y sacó del bolsillo un viejo reloj de plata, en cuyo dorso había un grabado que representaba el globo terrestre y del que pendía una cadena de acero.
‑¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le presté! El plazo terminó hace tres días.
‑Le pagaré los intereses de un mes más. Tenga paciencia.
‑¡Soy yo quien ha de decidir tener paciencia o vender inmediatamente el objeto empeñado, jovencito!
‑¿Me dará una buena cantidad por el reloj, Alena [L2] Ivanovna?
‑¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen amigo. La vez pasada le di dos hermosos billetes por un anillo que podía obtenerse nuevo en una joyería por sólo rublo y medio.
‑Deme cuatro rublos y lo desempeñaré. Es un recuerdo de mi padre. Recibiré dinero de un momento a otro.
‑Rublo y medio, y le descontaré los intereses.
‑¡Rublo y medió! ‑exclamó el joven.
‑Si no le parece bien, se lo lleva.
Y la vieja le devolvió el reloj. Él lo cogió y se dispuso a salir, indignado; pero, de pronto, cayó en la cuenta de que la vieja usurera era su último recurso y de que había ido allí para otra cosa.
‑Venga el dinero‑ dijo secamente.
La vieja sacó unas llaves del bolsillo y pasó a la habitación inmediata.
Al quedar a solas, el joven empezó a reflexionar, mientras aguzaba el oído. Hacía deducciones. Oyó abrir la cómoda.
«Sin duda, el cajón de arriba ‑dedujo‑. Lleva las llaves en el bolsillo derecho. Un manojo de llaves en un anillo de acero. Hay una mayor que las otras y que tiene el paletón dentado. Seguramente no es de la cómoda. Por lo tanto, hay una caja, tal vez una caja de caudales. Las llaves de las cajas de caudales suelen tener esa forma... ¡Ah, qué innoble es todo esto!»
La vieja reapareció.
‑Aquí tiene, amigo mío. A diez kopeks [L3] por rublo y por mes, los intereses del rublo y medio son quince kopeks, que cobro por adelantado. Además, por los dos rublos del préstamo anterior he de descontar veinte kopeks para el mes que empieza, lo que hace un total de treinta y cinco kopeks. Por lo tanto, usted ha de recibir por su reloj un rublo y quince kopeks. Aquí los tiene.
‑Así, ¿todo ha quedado reducido a un rublo y quince kopeks?
‑Exactamente.
El joven cogió el dinero. No quería discutir. Miraba a la vieja y no mostraba ninguna prisa por marcharse. Parecía deseoso de hacer o decir algo, aunque ni él mismo sabía exactamente qué.
‑Es posible, Alena Ivanovna, que le traiga muy pronto otro objeto de plata... Una bonita pitillera que le presté a un amigo. En cuanto me la devuelva...
Se detuvo, turbado.
‑Ya hablaremos cuando la traiga, amigo mío.
‑Entonces, adiós... ¿Está usted siempre sola aquí? ¿No está nunca su hermana con usted? ‑preguntó en el tono más indiferente que le fue posible, mientras pasaba al vestíbulo.
‑¿A usted qué le importa?
‑No lo he dicho con ninguna intención... Usted en seguida... Adiós, Alena Ivanovna.
Raskolnikof salió al rellano, presa de una turbación creciente. Al bajar la escalera se detuvo varias veces, dominado por repentinas emociones. Al fin, ya en la calle, exclamó:
‑¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es posible que yo...? No, todo ha sido una necedad, un absurdo ‑afirmó resueltamente‑. ¿Cómo ha podido llegar a mi espíritu una cosa tan atroz? No me creía tan miserable. Todo esto es repugnante, innoble, horrible. ¡Y yo he sido capaz de estar todo un mes pen...!
Pero ni palabras ni exclamaciones bastaban para expresar su turbación. La sensación de profundo disgusto que le oprimía y le ahogaba cuando se dirigía a casa de la vieja era ahora sencillamente insoportable. No sabía cómo librarse de la angustia que le torturaba. Iba por la acera como embriagado: no veía a nadie y tropezaba con todos. No se recobró hasta que estuvo en otra calle. Al levantar la mirada vio que estaba a la puerta de una taberna. De la acera partía una escalera que se hundía en el subsuelo y conducía al establecimiento. De él salían en aquel momento dos borrachos. Subían la escalera apoyados el uno en el otro e injuriándose. Raskolnikof bajó la escalera sin vacilar. No había entrado nunca en una taberna, pero entonces la cabeza le daba vueltas y la sed le abrasaba. Le dominaba el deseo de beber cerveza fresca, en parte para llenar su vacío estómago, ya que atribuía al hambre su estado. Se sentó en un rincón oscuro y sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió un vaso con avidez.
Al punto experimentó una impresión de profundo alivio. Sus ideas parecieron aclararse.
«Todo esto son necedades ‑se dijo, reconfortado‑. No había motivo para perder la cabeza. Un trastorno físico, sencillamente. Un vaso de cerveza, un trozo de galleta, y ya está firme el espíritu, y el pensamiento se aclara, y la voluntad renace. ¡Cuánta nimiedad!»
Sin embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba contento como el hombre que se ha librado de pronto de una carga espantosa, y recorrió con una mirada amistosa a las personas que le rodeaban. Pero en lo más hondo de su ser presentía que su animación, aquel resurgir de su esperanza, era algo enfermizo y ficticio. La taberna estaba casi vacía. Detrás de los dos borrachos con que se había cruzado Raskolnikof había salido un grupo de cinco personas, entre ellas una muchacha. Llevaban una armónica. Después de su marcha, el local quedó en calma y pareció más amplio.
En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un individuo algo embriagado, un pequeño burgués a juzgar por su apariencia, que estaba tranquilamente sentado ante una botella de cerveza. Tenía un amigo al lado, un hombre alto y grueso, de barba gris, que dormitaba en el banco, completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría los brazos, empezaba a castañetear los dedos, mientras movía el busto sin levantarse de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda tonadilla, haciendo esfuerzos para recordar las palabras.

Durante un año entero acaricié a mi mujer...
Duran...te un año entero a...ca...ricié a mi mu...jer.

O:

En la Podiatcheskaia [L4]
me he vuelto a encontrar con mi antigua...

Pero nadie daba muestras de compartir su buen humor. Su taciturno compañero observaba estas explosiones de alegría con gesto desconfiado y casi hostil.
El tercer cliente tenía la apariencia de un funcionario retirado. Estaba sentado aparte, ante un vaso que se llevaba de vez en cuando a la boca, mientras lanzaba una mirada en torno de él. También este hombre parecía presa de cierta agitación interna.

II

Raskolnikof no estaba acostumbrado al trato con la gente y, como ya hemos dicho últimamente incluso huía de sus semejantes. Pero ahora se sintió de pronto atraído hacia ellos. En su ánimo acababa de producirse una especie de revolución. Experimentaba la necesidad de ver seres humanos. Estaba tan hastiado de las angustias y la sombría exaltación de aquel largo mes que acababa de vivir en la más completa soledad, que sentía la necesidad de tonificarse en otro mundo, cualquiera que fuese y aunque sólo fuera por unos instantes. Por eso estaba a gusto en aquella taberna, a pesar de la suciedad que en ella reinaba. El tabernero estaba en otra dependencia, pero hacía frecuentes apariciones en la sala. Cuando bajaba los escalones, eran sus botas, sus elegantes botas bien lustradas y con anchas vueltas rojas, lo que primero se veía. Llevaba una blusa y un chaleco de satén negro lleno de mugre, e iba sin corbata. Su rostro parecía tan cubierto de aceite como un candado. Un muchacho de catorce años estaba sentado detrás del mostrador; otro más joven aún servía a los clientes. Trozos de cohombro, panecillos negros y rodajas de pescado se exhibían en una vitrina que despedía un olor infecto. El calor era insoportable. La atmósfera estaba tan cargada de vapores de alcohol, que daba la impresión de poder embriagar a un hombre en cinco minutos.
A veces nos ocurre que personas a las que no conocemos nos inspiran un interés súbito cuando las vemos por primera vez, incluso antes de cruzar una palabra con ellas. Esta impresión produjo en Raskolnikof el cliente que permanecía aparte y que tenía aspecto de funcionario retirado. Algún tiempo después, cada vez que se acordaba de esta primera impresión, Raskolnikof la atribuía a una especie de presentimiento. Él no quitaba ojo al supuesto funcionario, y éste no sólo no cesaba de mirarle, sino que parecía ansioso de entablar conversación con él. A las demás personas que estaban en la taberna, sin excluir al tabernero, las miraba con un gesto de desagrado, con una especie de altivo desdén, como a personas que considerase de una esfera y de una educación demasiado inferiores para que mereciesen que él les dirigiera la palabra.
Era un hombre que había rebasado los cincuenta, robusto y de talla media. Sus escasos y grises cabellos coronaban un rostro de un amarillo verdoso, hinchado por el alcohol. Entre sus abultados párpados fulguraban dos ojillos encarnizados pero llenos de vivacidad. Lo que más asombraba de aquella fisonomía era la vehemencia que expresaba ‑y acaso también cierta finura y un resplandor de inteligencia‑, pero por su mirada pasaban relámpagos de locura. Llevaba un viejo y desgarrado frac, del que sólo quedaba un botón, que mantenía abrochado, sin duda con el deseo de guardar las formas. Un chaleco de nanquín dejaba ver un plastrón ajado y lleno de manchas. No llevaba barba, esa barba característica del funcionario, pero no se había afeitado hacía tiempo, y una capa de pelo recio y azulado invadía su mentón y sus carrillos. Sus ademanes tenían una gravedad burocrática, pero parecía profundamente agitado. Con los codos apoyados en la grasienta mesa, introducía los dedos en su cabello, lo despeinaba y se oprimía la cabeza con ambas manos, dando visibles muestras de angustia. Al fin miró a Raskolnikof directamente y dijo, en voz alta y firme:
‑Señor: ¿puedo permitirme dirigirme a usted para conversar en buena forma? A pesar de la sencillez de su aspecto, mi experiencia me induce a ver en usted un hombre culto y no uno de esos individuos que van de taberna en taberna. Yo he respetado siempre la cultura unida a las cualidades del corazón. Soy consejero titular[L5] : Marmeladof, consejero titular. ¿Puedo preguntarle si también usted pertenece a la administración del Estado?
‑No: estoy estudiando ‑repuso el joven, un tanto sorprendido por aquel lenguaje ampuloso y también al verse abordado tan directamente, tan a quemarropa, por un desconocido. A pesar de sus recientes deseos de compañía humana, fuera cual fuere, a la primera palabra que Marmeladof le había dirigido había experimentado su habitual y desagradable sentimiento de irritación y repugnancia hacia toda persona extraña que intentaba ponerse en relación con él.
‑Es decir, que es usted estudiante, o tal vez lo ha sido ‑exclamó vivamente el funcionario‑. Exactamente lo que me había figurado. He aquí el resultado de mi experiencia, señor, de mi larga experiencia.
Se llevó la mano a la frente con un gesto de alabanza para sus prendas intelectuales.
‑Usted es hombre de estudios... Pero permítame...
Se levantó, vaciló, cogió su vaso y fue a sentarse al lado del joven. Aunque embriagado, hablaba con soltura y vivacidad. Sólo de vez en cuando se le trababa la lengua y decía cosas incoherentes. Al verle arrojarse tan ávidamente sobre Raskolnikof, cualquiera habría dicho que también él llevaba un mes sin desplegar los labios.
‑Señor ‑siguió diciendo en tono solemne‑, la pobreza no es un vicio: esto es una verdad incuestionable. Pero también es cierto que la embriaguez no es una virtud, cosa que lamento. Ahora bien, señor; la miseria sí que es un vicio. En la pobreza, uno conserva la nobleza de sus sentimientos innatos; en la indigencia, nadie puede conservar nada noble. Con el indigente no se emplea el bastón, sino la escoba, pues así se le humilla más, para arrojarlo de la sociedad humana. Y esto es justo, porque el indigente se ultraja a sí mismo. He aquí el origen de la embriaguez, señor. El mes pasado, el señor Lebeziatnikof golpeó a mi mujer, y mi mujer, señor, no es como yo en modo alguno. ¿Comprende? Permítame hacerle una pregunta. Simple curiosidad. ¿Ha pasado usted alguna noche en el Neva, en una barca de heno?
‑No, nunca me he visto en un trance así ‑repuso Raskolnikof.
‑Pues bien, yo sí que me he visto. Ya llevo cinco noches durmiendo en el Neva.
Llenó su vaso, lo vació y quedó en una actitud soñadora. En efecto, briznas de heno se veían aquí y allá, sobre sus ropas y hasta en sus cabellos. A juzgar por las apariencias, no se había desnudado ni lavado desde hacía cinco días. Sus manos, gruesas, rojas, de uñas negras, estaban cargadas de suciedad. Todos los presentes le escuchaban, aunque con bastante indiferencia. Los chicos se reían detrás del mostrador. El tabernero había bajado expresamente para oír a aquel tipo. Se sentó un poco aparte, bostezando con indolencia, pero con aire de persona importante. Al parecer, Marmeladof era muy conocido en la casa. Ello se debía, sin duda, a su costumbre de trabar conversación con cualquier desconocido que encontraba en la taberna, hábito que se convierte en verdadera necesidad, especialmente en los alcohólicos que se ven juzgados severamente, e incluso maltratados, en su propia casa. Así, tratan de justificarse ante sus compañeros de orgía y, de paso, atraerse su consideración.
‑Pero di, so fantoche ‑exclamó el patrón, con voz potente‑. ¿Por qué no trabajas? Si eres funcionario, ¿por qué no estás en una oficina del Estado?
‑¿Que por qué no estoy en una oficina, señor?‑dijo Marmeladof, dirigiéndose a Raskolnikof, como si la pregunta la hubiera hecho éste‑ ¿Dice usted que por qué no trabajo en una oficina? ¿Cree usted que esta impotencia no es un sufrimiento para mí? ¿Cree usted que no sufrí cuando el señor Lebeziatnikof golpeó a mi mujer el mes pasado, en un momento en que yo estaba borracho perdido? Dígame, joven: ¿no se ha visto usted en el caso... en el caso de tener que pedir un préstamo sin esperanza?
‑Sí... Pero ¿qué quiere usted decir con eso de «sin esperanza»?
‑Pues, al decir «sin esperanza», quiero decir «sabiendo que va uno a un fracaso». Por ejemplo, usted está convencido por anticipado de que cierto señor, un ciudadano íntegro y útil a su país, no le prestará dinero nunca y por nada del mundo... ¿Por qué se lo ha de prestar, dígame? El sabe perfectamente que yo no se lo devolvería jamás. ¿Por compasión? El señor Lebeziatnikof, que está siempre al corriente de las ideas nuevas, decía el otro día que la compasión está vedada a los hombres incluso para la ciencia, y que así ocurre en Inglaterra, donde impera la economía política. ¿Cómo es posible, dígame, que este hombre me preste dinero? Pues bien, aun sabiendo que no se le puede sacar nada, uno se pone en camino y...
‑Pero ¿por qué se pone en camino? ‑le interrumpió Raskolnikof.
‑Porque uno no tiene adónde ir, ni a nadie a quien dirigirse. Todos los hombres necesitan saber adónde ir, ¿no? Pues siempre llega un momento en que uno siente la necesidad de ir a alguna parte, a cualquier parte. Por eso, cuando mi hija única fue por primera vez a la policía para inscribirse, yo la acompañé... (porque mi hija está registrada como...) ‑añadió entre paréntesis, mirando al joven con expresión un tanto inquieta‑. Eso no me importa, señor ‑se apresuró a decir cuando los dos muchachos se echaron a reír detrás del mostrador, e incluso el tabernero no pudo menos de sonreír‑. Eso no me importa. Los gestos de desaprobación no pueden turbarme, pues esto lo sabe todo el mundo, y no hay misterio que no acabe por descubrirse. Y yo miro estas cosas no con desprecio, sino con resignación... ¡Sea, sea, pues! Ecce Homo. Óigame, joven: ¿podría usted...? No, hay que buscar otra expresión más fuerte, más significativa. ¿Se atrevería usted a afirmar, mirándome a los ojos, que no soy un puerco?
El joven no contestó.
‑Bien ‑dijo el orador, y esperó con un aire sosegado y digno el fin de las risas que acababan de estallar nuevamente‑. Bien, yo soy un puerco y ella una dama. Yo parezco una bestia, y Catalina Ivanovna, mi esposa, es una persona bien educada, hija de un oficial superior. Demos por sentado que yo soy un granuja y que ella posee un gran corazón, sentimientos elevados y una educación perfecta. Sin embargo... ¡Ah, si ella se hubiera compadecido de mí! Y es que los hombres tenemos necesidad de ser compadecidos por alguien. Pues bien, Catalina Ivanovna, a pesar de su grandeza de alma, es injusta..., aunque yo comprendo perfectamente que cuando me tira del pelo lo hace por mi bien. Te repito sin vergüenza, joven; ella me tira del pelo ‑insistió en un tono más digno aún, al oír nuevas risas‑. ¡Ah, Dios mío! Si ella, solamente una vez... Pero, ¡bah!, vanas palabras... No hablemos más de esto... Pues es lo cierto que mi deseo se ha visto satisfecho más de una vez; sí, más de una vez me han compadecido. Pero mi carácter... Soy un bruto rematado.
‑De acuerdo ‑observó el tabernero, bostezando.
Marmeladof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
‑Sí, un bruto... Sepa usted, señor, que me he bebido hasta sus medias. No los zapatos, entiéndame, pues, en medio de todo, esto sería una cosa en cierto modo natural; no los zapatos, sino las medias. Y también me he bebido su esclavina de piel de cabra, que era de su propiedad, pues se la habían regalado antes de nuestro casamiento. Entonces vivíamos en un helado cuchitril. Es invierno; ella se enfría; empieza a toser y a escupir sangre. Tenemos tres niños pequeños, y Catalina Ivanovna trabaja de sol a sol. Friega, lava la ropa, lava a los niños. Está acostumbrada a la limpieza desde su más tierna infancia... Todo esto con un pecho delicado, con una predisposición a la tisis. Yo lo siento de veras. ¿Creen que no lo siento? Cuanto más bebo, más sufro. Por eso, para sentir más, para sufrir más, me entrego a la bebida. Yo bebo para sufrir más profundamente.
Inclinó la cabeza con un gesto de desesperación.
‑Joven ‑continuó mientras volvía a erguirse‑, creo leer en su semblante la expresión de un dolor. Apenas le he visto entrar, he tenido esta impresión. Por eso le he dirigido la palabra. Si le cuento la historia de mi vida no es para divertir a estos ociosos, que, además, ya la conocen, sino porque deseo que me escuche un hombre instruido. Sepa usted, pues, que mi esposa se educó en un pensionado aristocrático provincial, y que el día en que salió bailó la danza del chal ante el gobernador de la provincia y otras altas personalidades. Fue premiada con una medalla de oro y un diploma. La medalla... se vendió hace tiempo. En cuanto al diploma, mi esposa lo tiene guardado en su baúl. Últimamente se lo enseñaba a nuestra patrona. Aunque estaba a matar con esta mujer, lo hacía porque experimentaba la necesidad de vanagloriarse ante alguien de sus éxitos pasados y de evocar sus tiempos felices. Yo no se lo censuro, pues lo único que tiene son estos recuerdos: todo lo demás se ha desvanecido... Sí, es una dama enérgica, orgullosa, intratable. Se friega ella misma el suelo y come pan negro, pero no toleraría de nadie la menor falta de respeto. Aquí tiene usted explicado por qué no consintió las groserías de Lebeziatnikof; y cuando éste, para vengarse, le pegó ella tuvo que guardar cama, no a causa de los golpes recibidos, sino por razones de orden sentimental. Cuando me casé con ella, era viuda y tenía tres hijos de corta edad. Su primer matrimonio había sido de amor. El marido era un oficial de infantería con el que huyó de la casa paterna. Catalina adoraba a su marido, pero él se entregó al juego, tuvo asuntos con la justicia y murió. En los últimos tiempos, él le pegaba. Ella no se lo perdonó, lo sé positivamente; sin embargo, incluso ahora llora cuando lo recuerda, y establece entre él y yo comparaciones nada halagadoras para mi amor propio; pero yo la dejo, porque así ella se imagina, al menos, que ha sido algún día feliz. Después de la muerte de su marido, quedó sola con sus tres hijitos en una región lejana y salvaje, donde yo me encontraba entonces. Vivía en una miseria tan espantosa, que yo, que he visto los cuadros más tristes, no me siento capaz de describirla. Todos sus parientes la habían abandonado. Era orgullosa, demasiado orgullosa. Fue entonces, señor, entonces, como ya le he dicho, cuando yo, viudo también y con una hija de catorce años, le ofrecí mi mano, pues no podía verla sufrir de aquel modo. El hecho de que siendo una mujer instruida y de una familia excelente aceptara casarse conmigo, le permitirá comprender a qué extremo llegaba su miseria. Aceptó llorando, sollozando, retorciéndose las manos; pero aceptó. Y es que no tenía adónde ir. ¿Se da usted cuenta, señor, se da usted cuenta exacta de lo que significa no tener dónde ir? No, usted no lo puede comprender todavía... Durante un año entero cumplí con mi deber honestamente, santamente, sin probar eso ‑y señalaba con el dedo la media botella que tenía delante‑, pues yo soy un hombre de sentimientos. Pero no conseguí atraérmela. Entre tanto, quedé cesante, no por culpa mía, sino a causa de ciertos cambios burocráticos. Entonces me entregué a la bebida... Ya hace año y medio que, tras mil sinsabores y peregrinaciones continuas, nos instalamos en esta capital magnífica, embellecida por incontables monumentos. Aquí encontré un empleo, pero pronto lo perdí. ¿Comprende, señor? Esta vez fui yo el culpable: ya me dominaba el vicio de la bebida. Ahora vivimos en un rincón que nos tiene alquilado Amalia Ivanovna Lipevechsel. Pero ¿cómo vivimos, cómo pagamos el alquiler? Eso lo ignoro. En la casa hay otros muchos inquilinos: aquello es un verdadero infierno. Entre tanto, la hija que tuve de mi primera mujer ha crecido. En cuanto a lo que su madrastra la ha hecho sufrir, prefiero pasarlo por alto. Pues Catalina Ivanovna, a pesar de sus sentimientos magnánimos, es una mujer irascible e incapaz de contener sus impulsos... Sí, así es. Pero ¿a qué mencionar estas cosas? Ya comprenderá usted que Sonia no ha recibido una educación esmerada. Hace muchos años intenté enseñarle geografía e historia universal, pero como yo no estaba muy fuerte en estas materias y, además, no teníamos buenos libros, pues los libros que hubiéramos podido tener..., pues..., ¡bueno, ya no los teníamos!, se acabaron las lecciones. Nos quedamos en Ciro, rey de los persas. Después leyó algunas novelas, y últimamente Lebeziatnikof le prestó La Fisiología, de Lewis. Conoce usted esta obra, ¿verdad? A ella le pareció muy interesante, e incluso nos leyó algunos pasajes en voz alta. A esto se reduce su cultura intelectual. Ahora, señor, me dirijo a usted, por mi propia iniciativa, para hacerle una pregunta de orden privado. Una muchacha pobre pero honesta, ¿puede ganarse bien la vida con un trabajo honesto? No ganará ni quince kopeks al día, señor mío, y eso trabajando hasta la extenuación, si es honesta y no posee ningún talento. Hay más: el consejero de Estado Klopstock Iván Ivanovitch..., ¿ha oído usted hablar de él...?, no solamente no ha pagado a Sonia media docena de camisas de Holanda que le encargó, sino que la despidió ferozmente con el pretexto de que le había tomado mal las medidas y el cuello le quedaba torcido.
»Y los niños, hambrientos...
»Catalina Ivanovna va y viene por la habitación, retorciéndose las manos, las mejillas teñidas de manchas rojas, como es propio de la enfermedad que padece. Exclama:
»‑En esta casa comes, bebes, estás bien abrigado, y lo único que haces es holgazanear.
»Y yo le pregunto: ¿qué podía beber ni comer, cuando incluso los niños llevaban más de tres días sin probar bocado? En aquel momento, yo estaba acostado y, no me importa decirlo, borracho. Pude oír una de las respuestas que mi hija (tímida, voz dulce, rubia, delgada, pálida carita) daba a su madrastra.
»‑Yo no puedo hacer eso, Catalina Ivanovna.
»Ha de saber que Daría Frantzevna, una mala mujer a la que la policía conoce perfectamente, había venido tres veces a hacerle proposiciones por medio de la dueña de la casa.
»‑Yo no puedo hacer eso ‑repitió, remedándola, Catalina Ivanovna‑. ¡Vaya un tesoro para que lo guardes con tanto cuidado!
»Pero no la acuse, señor. No se daba cuenta del alcance de sus palabras. Estaba trastornada, enferma. Oía los gritos de los niños hambrientos y, además, su deseo era mortificar a Sonia, no inducirla... Catalina Ivanovna es así. Cuando oye llorar a los niños, aunque sea de hambre, se irrita y les pega.
»Eran cerca de las cinco cuando, de pronto, vi que Sonetchka se levantaba, se ponía un pañuelo en la cabeza, cogía un chal y salía de la habitación. Eran más de las ocho cuando regresó. Entró, se fue derecha a Catalina Ivanovna y, sin desplegar los labios, depositó ante ella, en la mesa, treinta rublos. No pronunció ni una palabra, ¿sabe usted?, no miró a nadie; se limitó a coger nuestro gran chal de paño verde (tenemos un gran chal de paño verde que es propiedad común), a cubrirse con él la cabeza y el rostro y a echarse en la cama, de cara a la pared. Leves estremecimientos recorrían sus frágiles hombros y todo su cuerpo... Y yo seguía acostado, ebrio todavía. De pronto, joven, de pronto vi que Catalina Ivanovna, también en silencio, se acercaba a la cama de Sonetchka. Le besó los pies, los abrazó y así pasó toda la noche, sin querer levantarse. Al fin se durmieron, las dos, las dos se durmieron juntas, enlazadas... Ahí tiene usted... Y yo... yo estaba borracho.
Marmeladof se detuvo como si se hubiese quedado sin voz. Tras una pausa, llenó el vaso súbitamente, lo vació y continuó su relato.
‑Desde entonces, señor, a causa del desgraciado hecho que le acabo de referir, y por efecto de una denuncia procedente de personas malvadas (Daría Frantzevna ha tomado parte activa en ello, pues dice que la hemos engañado), desde entonces, mi hija Sonia Simonovna figura en el registro de la policía y se ha visto obligada a dejarnos. La dueña de la casa, Amalia Feodorovna[L6] , no hubiera tolerado su presencia, puesto que ayudaba a Daría Frantzevna en sus manejos. Y en lo que concierne al señor Lebeziatnikof..., pues... sólo le diré que su incidente con Catalina Ivanovna se produjo a causa de Sonia. Al principio no cesaba de perseguir a Sonetchka. DespUés, de repente, salió a relucir su amor propio herido. «Un hombre de mi condición no puede vivir en la misma casa que una mujer de esa especie.» Catalina Ivanovna salió entonces en defensa de Sonia, y la cosa acabó como usted sabe. Ahora Sonia suele venir a vernos al atardecer y trae algún dinero a Catalina Ivanovna. Tiene alquilada una habitación en casa del sastre Kapernaumof. Este hombre es cojo y tartamudo, y toda su numerosa familia tartamudea... Su mujer es tan tartamuda como él. Toda la familia vive amontonada en una habitación, y la de Sonia está separada de ésta por un tabique... ¡Gente miserable y tartamuda...! Una mañana me levanto, me pongo mis harapos, levanto los brazos al cielo y voy a visitar a su excelencia Iván Afanassievitch. ¿Conoce usted a su excelencia Iván Afanassievitch? ¿No? Entonces no conoce usted al santo más santo. Es un cirio, un cirio que se funde ante la imagen del Señor... Sus ojos estaban llenos de lágrimas después de escuchar mi relato desde el principio hasta el fin.
»‑Bien, Marmeladof ‑me dijo‑. Has defraudado una vez las esperanzas que había depositado en ti. Voy a tomarte de nuevo bajo mi protección.
ȃstas fueron sus palabras.
»‑Procura no olvidarlo ‑añadió‑. Puedes retirarte.
»Yo besé el polvo de sus botas..., pero sólo mentalmente, pues él, alto funcionario y hombre imbuido de ideas modernas y esclarecidas, no me habría permitido que se las besara de verdad. Volví a casa, y no puedo describirle el efecto que produjo mi noticia de que iba a volver al servicio activo y a cobrar un sueldo.
Marmeladof hizo una nueva pausa, profundamente conmovido. En ese momento invadió la taberna un grupo de bebedores en los que ya había hecho efecto la bebida. En la puerta del establecimiento resonaron las notas de un organillo, y una voz de niño, frágil y trémula, entonó la Petite Ferme[L7] . La sala se llenó de ruidos. El tabernero y los dos muchachos acudieron presurosos a servir a los recién llegados. Marmeladof continuó su relato sin prestarles atención. Parecía muy débil, pero, a medida que crecía su embriaguez, se iba mostrando más expansivo. El recuerdo de su último éxito, el nuevo empleo que había conseguido, le había reanimado y daba a su semblante una especie de resplandor. Raskolnikof le escuchaba atentamente.
‑De esto hace cinco semanas. Pues sí, cuando Catalina Ivanovna y Sonetchka se enteraron de lo de mi empleo, me sentí como transportado al paraíso. Antes, cuando tenía que permanecer acostado, se me miraba como a una bestia y no oía más que injurias; ahora andaban de puntillas y hacían callar a los niños. «¡Silencio! Simón Zaharevitch ha trabajado mucho y está cansado. Hay que dejarlo descansar.» Me daban café antes de salir para el despacho, e incluso nata. Compraban nata de verdad, ¿sabe usted? lo que no comprendo es de dónde pudieron sacar los once rublos y medio que se gastaron en aprovisionar mi guardarropa. Botas, soberbios puños, todo un uniforme en perfecto estado, por once rublos y cincuenta kopeks. En mi primera jornada de trabajo, al volver a casa al mediodía, ¿qué es lo que vieron mis ojos? Catalina Ivanovna había preparado dos platos: sopa y lechón en salsa, manjar del que ni siquiera teníamos idea. Vestidos no tiene, ni siquiera uno. Sin embargo, se había compuesto como para ir de visita. Aun no teniendo ropa, se había arreglado. Ellas saben arreglarse con nada. Un peinado gracioso, un cuello blanco y muy limpio, unos puños, y parecía otra; estaba más joven y más bonita. Sonetchka, mi paloma, sólo pensaba en ayudarnos con su dinero, pero nos dijo: «Me parece que ahora no es conveniente qué os venga a ver con frecuencia. Vendré alguna vez de noche, cuando nadie pueda verme.» ¿Comprende, comprende usted? Después de comer me fui a acostar, y entonces Catalina Ivanovna no pudo contenerse. Hacía apenas una semana había tenido una violenta disputa con Amalia Ivanovna, la dueña de la casa; sin embargo, la invitó a tomar café. Estuvieron dos horas charlando en voz baja.
»‑Simón Zaharevitch ‑dijo Catalina Ivanovna‑ tiene ahora un empleo y recibe un sueldo. Se ha presentado a su excelencia, y su excelencia ha salido de su despacho, ha tendido la mano a Simón Zaharevitch, ha dicho a todos los demás que esperasen y lo ha hecho pasar delante de todos. ¿Comprende, comprende usted? "Naturalmente ‑le ha dicho su excelencia‑, me acuerdo de sus servicios, Simón Zaharevitch, y, aunque usted no se portó como es debido, su promesa de no reincidir y, por otra parte, el hecho de que aquí ha ido todo mal durante su ausencia (¿se da usted cuenta de lo que esto significa?), me induce a creer en su palabra."
»Huelga decir ‑continuó Marmeladof‑ que todo esto lo inventó mi mujer, pero no por ligereza, ni para darse importancia. Es que ella misma lo creía y se consolaba con sus propias invenciones, palabra de honor. Yo no se lo reprocho, no se lo puedo reprochar. Y cuando, hace seis días, le entregué íntegro mi primer sueldo, veintitrés rublos y cuarenta kopeks, me llamó cariñito. "¡Cariñito mío!", me dijo, y tuvimos un íntimo coloquio, ¿comprende? Y dígame, se lo ruego: ¿qué encanto puedo tener yo y qué papel puedo hacer como esposo? Sin embargo, ella me pellizcó la cara y me llamó cariñito.
Marmeladof se detuvo. Intentó sonreír, pero su barbilla empezó a temblar. Sin embargo, logró contenerse. Aquella taberna, aquel rostro de hombre acabado, las cinco noches pasadas en las barcas de heno, aquella botella y, unido a esto, la ternura enfermiza de aquel hombre por su esposa y su familia, tenían perplejo a su interlocutor. Raskolnikof estaba pendiente de sus labios, pero experimentaba una sensación penosa y se arrepentía de haber entrado en aquel lugar.
‑¡Ah, señor, mi querido señor! ‑exclamó Marmeladof, algo repuesto‑. Tal vez a usted le parezca todo esto tan cómico como a todos los demás; tal vez le esté fastidiando con todos estos pequeños detalles, miserables y estúpidos, de mi vida doméstica. Pero le aseguro que yo no tengo ganas de reír, pues siento todo esto. Todo aquel día inolvidable y toda aquella noche estuve urdiendo en mi mente los sueños más fantásticos: soñaba en cómo reorganizaría nuestra vida, en los vestidos que pondrían a los niños, en la tranquilidad que iba a tener mi esposa, en que arrancaría a mi hija de la vida de oprobio que llevaba y la restituiría al seno de la familia... Y todavía soñé muchas cosas más... Pero he aquí, caballero ‑y Marmeladof se estremeció de súbito, levantó la cabeza y miró fijamente a su interlocutor‑, he aquí que al mismo día siguiente a aquel en que acaricié todos estos sueños (de esto hace exactamente cinco días), por la noche, inventé una mentira y, como un ladrón nocturno, robé la llave del baúl de Catalina Ivanovna y me apoderé del resto del dinero que le había entregado. ¿Cuánto había? No lo recuerdo. Pero... ¡miradme todos! Hace cinco días que no he puesto los pies en mi casa, y los míos me buscan, y he perdido mi empleo. El uniforme lo cambié por este traje en una taberna del puente de Egipto. Todo ha terminado.
Se dio un puñetazo en la cabeza, apretó los dientes, cerró los ojos y se acodó en la mesa pesadamente. Poco después, su semblante se transformó y, mirando a Raskolnikof con una especie de malicia intencionada, de cinismo fingido, se echó a reír y exclamó:
‑Hoy he estado en casa de Sonia. He ido a pedirle dinero para beber.¡Ja, ja, ja!
‑¿Y ella te lo ha dado? ‑preguntó uno de los que habían entrado últimamente, echándose también a reír.
‑Esta media botella que ve usted aquí está pagada con su dinero ‑continuó Marmeladof, dirigiéndose exclusivamente a Raskolnikof‑. Me ha dado treinta kopeks, los últimos, todo lo que tenía: lo he visto con mis propios ojos. Ella no me ha dicho nada; se ha limitado a mirarme en silencio... Ha sido una mirada que no pertenecía a la tierra, sino al cielo. Sólo allá arriba se puede sufrir así por los hombres y llorar por ellos sin condenarlos. Sí, sin condenarlos... Pero es todavía más amargo que no se nos condene. Treinta kopeks... ¿Acaso ella no los necesita? ¿No le parece a usted, mi querido señor, que ella ha de conservar una limpieza atrayente? Esta limpieza cuesta dinero; es una limpieza especial. ¿No le parece? Hacen falta cremas, enaguas almidonadas, elegantes zapatos que embellezcan el pie en el momento de saltar sobre un charco. ¿Comprende, comprende usted la importancia de esta limpieza? Pues bien; he aquí que yo, su propio padre, le he arrancado los treinta kopeks que tenía. Y me los bebo, ya me los he bebido. Dígame usted: ¿quién puede apiadarse de un hombre como yo? Dígame, señor: ¿tiene usted piedad de mí o no la tiene? Con franqueza, señor: ¿me compadece o no me compadece? ¡Ja, ja, ja!
Intentó llenarse el vaso, pero la botella estaba vacía.
‑Pero ¿por qué te han de compadecer? ‑preguntó el tabernero, acercándose a Marmeladof.
La sala se llenó de risas mezcladas con insultos. Los primeros en reír e insultar fueron los que escuchaban al funcionario. Los otros, los que no habían prestado atención, les hicieron coro, pues les bastaba ver la cara del charlatán.
‑¿Compadecerme? ¿Por qué me han de compadecer? ‑bramó de pronto Marmeladof, levantándose, abriendo los brazos con un gesto de exaltación, como si sólo esperase este momento‑. ¿Por qué me han de compadecer?, me preguntas. Tienes razón: no merezco que nadie me compadezca; lo que merezco es que me crucifiquen. ¡Sí, la cruz, no la compasión...! ¡Crucifícame, juez! ¡Hazlo y, al crucificarme, ten piedad del crucificado! Yo mismo me encaminaré al suplicio, pues tengo sed de dolor y de lágrimas, no de alegría. ¿Crees acaso, comerciante, que la media botella me ha proporcionado algún placer? Sólo dolor, dolor y lágrimas he buscado en el fondo de este frasco... Sí, dolor y lágrimas... Y los he encontrado, y los he saboreado. Pero nosotros no podemos recibir la piedad sino de Aquel que ha sido piadoso con todos los hombres; de Aquel que todo lo comprende, del único, de nuestro único Juez. Él vendrá el día del Juicio y preguntará: «¿Dónde está esa joven que se ha sacrificado por una madrastra tísica y cruel y por unos niños que no son sus hermanos? ¿Dónde está esa joven que ha tenido piedad de su padre y no ha vuelto la cara con horror ante ese bebedor despreciable?» Y dirá a Sonia: «Ven. Yo te perdoné..., te perdoné..., y ahora te redimo de todos tus pecados, porque tú has amado mucho.» Sí, Él perdonará a mi Sonia, El la perdonará, yo sé que Él la perdonará. Lo he sentido en mi corazón hace unas horas, cuando estaba en su casa... Todos seremos juzgados por Él, los buenos y los malos. Y nosotros oiremos también su verbo. Él nos dirá: «Acercaos, acercaos también vosotros, los bebedores; acercaos, débiles y desvergonzadas criaturas.» Y todos avanzaremos sin temor y nos detendremos ante Él. Y Él dirá: «¡Sois unos cerdos, lleváis el sello de la bestia y como bestias sois, pero venid conmigo también!» Entonces, los inteligentes y los austeros se volverán hacia Él y exclamarán: «Señor, ¿por qué recibes a éstos?» Y Él responderá: «Los recibo, ¡oh sabios!, los recibo, ¡oh personas sensatas!, porque ninguno de ellos se ha considerado jamás digno de este favor.» Y Él nos tenderá sus divinos brazos y nosotros nos arrojaremos en ellos, deshechos en lágrimas..., y lo comprenderemos todo, entonces lo comprenderemos todo..., y entonces todos comprenderán... También comprenderá Catalina Ivanovna... ¡Señor, venga a nos el reino!
Se dejó caer en un asiento, agotado, sin mirar a nadie, como si, en la profundidad de su delirio, se hubiera olvidado de todo lo que le rodeaba.
Sus palabras habían producido cierta impresión. Hubo unos instantes de silencio. Pero pronto estallaron las risas y las invectivas.
‑¿Habéis oído?
¡Viejo chocho!
‑¡Burócrata!
Y otras cosas parecidas.
‑¡Vámonos, señor! ‑exclamó de súbito Marmeladof, levantando la cabeza y dirigiéndose a Raskolnikof‑. Lléveme a mi casa... El edificio Kozel... Déjeme en el patio... Ya es hora de que vuelva al lado de Catalina Ivanovna.
Hacía un rato que Raskolnikof había pensado marcharse, otorgando a Marmeladof su compañía y su sostén. Marmeladof tenía las piernas menos firmes que la voz y se apoyaba pesadamente en el joven. Tenían que recorrer de doscientos a trescientos pasos. La turbación y el temor del alcohólico iban en aumento a medida que se acercaban a la casa.
‑No es a Catalina Ivanovna a quien temo ‑balbuceaba, en medio de su inquietud‑. No es la perspectiva de los tirones de pelo lo que me inquieta. ¿Qué es un tirón de pelos? Nada absolutamente. No le quepa duda de que no es nada. Hasta prefiero que me dé unos cuantos tirones. No, no es eso lo que temo. Lo que me da miedo es su mirada..., sí, sus ojos... Y también las manchas rojas de sus mejillas. Y su jadeo... ¿Ha observado cómo respiran estos enfermos cuando los conmueve una emoción violenta...? También me inquieta la idea de que voy a encontrar llorando a los niños, pues si Sonia no les ha dado de comer, no sé..., yo no sé cómo habrán podido..., no sé, no sé... Pero los golpes no me dan miedo... Le aseguro, señor, que los golpes no sólo no me hacen daño, sino que me proporcionan un placer... No podría pasar sin ellos. Lo mejor es que me pegue... Así se desahoga... Sí, prefiero que me pegue... Hemos llegado... Edificio Kozel... Kozel es un cerrajero alemán, un hombre rico... Lléveme a mi habitación.
Cruzaron el patio y empezaron a subir hacia el cuarto piso. La escalera estaba cada vez más oscura. Eran las once de la noche, y aunque en aquella época del año no hubiera, por decirlo así, noche en Petersburgo, es lo cierto que la parte alta de la escalera estaba sumida en la más profunda oscuridad.
La ahumada puertecilla que daba al último rellano estaba abierta. Un cabo de vela iluminaba una habitación miserable que medía unos diez pasos de longitud. Desde el vestíbulo se la podía abarcar con una sola mirada. En ella reinaba el mayor desorden. Por todas partes colgaban cosas, especialmente ropas de niño. Una cortina agujereada ocultaba uno de los dos rincones más distantes de la puerta. Sin duda, tras la cortina había una cama. En el resto de la habitación sólo se veían dos sillas y un viejo sofá cubierto por un hule hecho jirones. Ante él había una mesa de cocina, de madera blanca y no menos vieja.
Sobre esta mesa, en una palmatoria de hierro, ardía el cabo de vela. Marmeladof tenía, pues, alquilada una habitación. entera y no un simple rincón[L8] , pero comunicaba con otras habitaciones y era como un pasillo. La puerta que daba a las habitaciones, mejor dicho, a las jaulas, del piso de Amalia Lipevechsel, estaba entreabierta. Se oían voces y ruidos diversos. Las risas estallaban a cada momento. Sin duda, había allí gente que jugaba a las cartas y tomaba el té. A la habitación de Marmeladof llegaban a veces fragmentos de frases groseras.
Raskolnikof reconoció inmediatamente a Catalina Ivanovna. Era una mujer horriblemente delgada, fina, alta y esbelta, con un cabello castaño, bello todavía. Como había dicho Marmeladof, sus pómulos estaban cubiertos de manchas rojas. Con los labios secos, la respiración rápida e irregular y oprimiéndose el pecho convulsivamente con las manos, se paseaba por la habitación. En sus ojos había un brillo de fiebre y su mirada tenía una dura fijeza. Aquel rostro trastornado de tísica producía una penosa impresión a la luz vacilante y mortecina del cabo de vela casi consumido.
Raskolnikof calculó que tenía unos treinta años y que la edad de Marmeladof superaba bastante a la de su mujer. Ella no advirtió la presencia de los dos hombres. Parecía sumida en un estado de aturdimiento que le impedía ver y oír.
La atmósfera de la habitación era irrespirable, pero la ventana estaba cerrada. De la escalera llegaban olores nauseabundos, pero la puerta del piso estaba abierta. En fin, la puerta interior, solamente entreabierta, dejaba pasar espesas nubes de humo de tabaco que hacían toser a Catalina Ivanovna; pero ella no se había preocupado de cerrar esta puerta.
El hijo menor, una niña de seis años, dormía sentada en el suelo, con el cuerpo torcido y la cabeza apoyada en el sofá. Su hermanito, que tenía un año más que ella, lloraba en un rincón y los sollozos sacudían todo su cuerpo. Seguramente su madre le acababa de pegar. La mayor, una niña de nueve años, alta y delgada como una cerilla, llevaba una camisa llena de agujeros y, sobre los desnudos hombros, una capa de paño, que sin duda le venía bien dos años atrás, pero que ahora apenas le llegaba a las rodillas. Estaba al lado de su hermanito y le rodeaba el cuello con su descarnado brazo. Al mismo tiempo, seguía a su madre con una mirada temerosa de sus oscuros y grandes ojos, que parecían aún mayores en su pequeña y enjuta carita.
Marmeladof no entró en el piso: se arrodilló ante el umbral y empujó a Raskolnikof hacia el interior. Catalina Ivanovna se detuvo distraídamente al ver ante ella a aquel desconocido y, volviendo momentáneamente a la realidad, parecía preguntarse: ¿Qué hace aquí este hombre? Pero sin duda se imaginó en seguida que iba a atravesar la habitación para dirigirse a otra. Entonces fue a cerrar la puerta de entrada y lanzó un grito al ver a su marido arrodillado en el umbral.
‑¿Ya estás aquí? ‑exclamó, furiosa‑. ¿Ya has vuelto? ¿Dónde está el dinero? ¡Canalla, monstruo! ¿Qué te queda en los bolsillos? ¡Éste no es el traje! ¿Qué has hecho de él? ¿Dónde está el dinero? ¡Habla!
Empezó a registrarle ávidamente. Marmeladof abrió al punto los brazos, dócilmente, para facilitar la tarea de buscar en sus bolsillos. No llevaba encima ni un kopek.
‑¿Dónde está el dinero? ‑siguió vociferando la mujer‑. ¡Señor! ¿Es posible que se lo haya bebido todo? ¡Quedaban doce rublos en el baúl!
En un arrebato de ira, cogió a su marido por los cabellos y le obligó a entrar a fuerza de tirones. Marmeladof procuraba aminorar su esfuerzo arrastrándose humildemente tras ella, de rodillas.
‑¡Es un placer para mí, no un dolor! ¡Un placer, amigo mío! ‑exclamaba mientras su mujer le tiraba del pelo y lo sacudía.
Al fin su frente fue a dar contra el entarimado. La niña que dormía en el suelo se despertó y rompió a llorar. El niño, de pie en su rincón, no pudo soportar la escena: de nuevo empezó a temblar, a gritar, y se arrojó en brazos de su hermana, convulso y aterrado. La niña mayor temblaba como una hoja.
‑¡Todo, todo se lo ha bebido! ‑gritaba, desesperada, la pobre mujer‑. ¡Y estas ropas no son las suyas! ¡Están hambrientos! ‑señalaba a los niños, se retorcía los brazos‑. ¡Maldita vida!
De pronto se encaró con Raskolnikof.
‑¿Y a ti no te da vergüenza? ¡Vienes de la taberna! ¡Has bebido con él! ¡Fuera de aquí!
El joven, sin decir nada, se apresuró a marcharse. La puerta interior acababa de abrirse e iban asomando caras cínicas y burlonas, bajo el gorro encasquetado y con el cigarrillo o la pipa en la boca. Unos vestían batas caseras; otros, ropas de verano ligeras hasta la indecencia. Algunos llevaban las cartas en la mano. Se echaron a reír de buena gana al oír decir a Marmeladof que los tirones de pelo eran para él una delicia. Algunos entraron en la habitación. Al fin se oyó una voz silbante, de mal agüero. Era Amalia Ivanovna Lipevechsel en persona, que se abrió paso entre los curiosos, para restablecer el orden a su manera y apremiar por centésima vez a la desdichada mujer, brutalmente y con palabras injuriosas, a dejar la habitación al mismo día siguiente.
Antes de salir, Raskolnikof había tenido tiempo de Ilevarse la mano al bolsillo, coger las monedas que le quedaban del rublo que había cambiado en la taberna y dejarlo, sin que le viesen, en el alféizar de la ventana. Después, cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y estuvo a punto de volver a subir.
«¡Qué estupidez he cometido! ‑pensó‑. Ellos tienen a Sonia, y yo no tengo quien me ayude.»
Luego se dijo que ya no podía volver a recoger el dinero y que, aunque hubiese podido, no lo habría hecho, y decidió volverse a casa.
«Sonia necesita cremas ‑siguió diciéndose, con una risita sarcástica, mientras iba por la calle‑. Es una limpieza que cuesta dinero. A lo mejor, Sonia está ahora sin un kopek, pues esta caza de hombres, como la de los animales, depende de la suerte. Sin mi dinero, tendrían que apretarse el cinturón. Lo mismo les ocurre con Sonia. En ella han encontrado una verdadera mina. Y se aprovechan... Sí, se aprovechan. Se han acostumbrado. Al principio derramaron unas lagrimitas, pero después se acostumbraron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno.»
Quedó ensimismado. De pronto, involuntariamente, exclamó:
‑Pero ¿y si esto no es verdad? ¿Y si el hombre no es un ser miserable, o, por lo menos, todos los hombres? Entonces habría que admitir que nos dominan los prejuicios, los temores vanos, y que uno no debe detenerse ante nada ni ante nadie. ¡Obrar: es lo que hay que hacer!

III
Al día siguiente se despertó tarde, después de un sueño intranquilo que no le había procurado descanso alguno. Se despertó de pésimo humor y paseó por su buhardilla una mirada hostil. La habitación no tenía más de seis pasos de largo y ofrecía el aspecto más miserable, con su papel amarillo y polvoriento, despegado a trozos, y tan baja de techo, que un hombre que rebasara sólo en unos centímetros la estatura media no habría estado allí a sus anchas, pues le habría cohibido el temor de dar con la cabeza en el techo. Los muebles estaban en armonía con el local. Consistían en tres sillas viejas, más o menos cojas; una mesa pintada, que estaba en un rincón y sobre la cual se veían, como tirados, algunos cuadernos y libros tan cubiertos de polvo que bastaba verlos para deducir que no los habían tocado hacía mucho tiempo, y, en fin, un largo y extraño diván que ocupaba casi toda la longitud y la mitad de la anchura de la pieza y que estaba tapizado de una indiana hecha jirones. Éste era el lecho de Raskolnikof, que solía acostarse completamente vestido y sin más mantas que su vieja capa de estudiante. Como almohada utilizaba un pequeño cojín, bajo el cual colocaba, para hacerlo un poco más alto, toda su ropa blanca, tanto la limpia como la sucia. Ante el diván había una mesita.
No era difícil imaginar una pobreza mayor y un mayor abandono; pero Raskolnikof, dado su estado de espíritu, se sentía feliz en aquel antro. Se había aislado de todo el mundo y vivía como una tortuga en su concha. La simple presencia de la sirvienta de la casa, que de vez en cuando echaba a su habitación una ojeada, le ponía fuera de sí. Así suele ocurrir a los enfermos mentales dominados por ideas fijas.
Hacía quince días que su patrona no le enviaba la comida, y ni siquiera le había pasado por la imaginación ir a pedirle explicaciones, aunque se quedaba sin comer. Nastasia, la cocinera y única sirvienta de la casa, estaba encantada con la actitud del inquilino, cuya habitación había dejado de barrer y limpiar hacía tiempo. Sólo por excepción entraba en la buhardilla a pasar la escoba. Ella fue la que lo despertó aquella mañana.
‑¡Vamos! ¡Levántate ya! ‑le gritó‑. ¿Piensas pasarte la vida durmiendo? Son ya las nueve... Te he traído té. ¿Quieres una taza? Pareces un muerto.
El huésped abrió los ojos, se estremeció ligeramente y reconoció a la sirvienta.
‑¿Me lo envía la patrona? ‑preguntó, incorporándose penosamente.
‑¿Cómo se le ha ocurrido ese disparate?
Y puso ante él una rajada tetera en la que quedaba todavía un poco de té, y dos terrones de azúcar amarillento.
‑Oye, Nastasia; hazme un favor ‑dijo Raskolnikof, sacando de un bolsillo un puñado de calderilla, cosa que pudo hacer porque, como de costumbre, se había acostado vestido‑. Toma y ve a comprarme un panecillo blanco y un poco de salchichón del más barato.
‑El panecillo blanco te lo traeré en seguida pero el salchichón... ¿No prefieres un plato de chtchis[L9] ? Es de ayer y está riquísimo. Te lo guardé, pero viniste demasiado tarde. Palabra que está muy bueno.
Cuando trajo la sopa y Raskolnikof se puso a comer, Nastasia se sentó a su lado, en el diván, y empezó a charlar. Era una campesina que hablaba por los codos y que había llegado a la capital directamente de su aldea.
‑Praskovia Pavlovna quiere denunciarte a la policía ‑dijo.
El frunció las cejas.
‑¿A la policía? ¿Por qué?
‑Porque ni le pagas ni lo vas a hacer: la cosa no puede estar más clara.
‑Es lo único que me faltaba ‑murmuró el joven, apretando los dientes‑. En estos momentos, esa denuncia sería un trastorno para mí. ¡Esa mujer es tonta! ‑añadió en voz alta‑. Hoy iré a hablar con ella.
‑Desde luego, es tonta. Tanto como yo. Pero tú, que eres inteligente, ¿por qué te pasas el día echado así como un saco? Y no se sabe ni siquiera qué color tiene el dinero. Dices que antes dabas lecciones a los niños. ¿Por qué ahora no haces nada?
‑Hago algo ‑replicó Raskolnikof secamente, como hablando a la fuerza.
‑¿Qué es lo que haces?
‑Un trabajo.
‑¿Qué trabajo?
‑Medito ‑respondió el joven gravemente, tras un silencio.
Nastasia empezó a retorcerse. Era un temperamento alegre y, cuando la hacían reír, se retorcía en silencio, mientras todo su cuerpo era sacudido por las mudas carcajadas.
‑¿Has ganado mucho con tus meditaciones? ‑preguntó cuando al fin pudo hablar.
‑No se pueden dar lecciones cuando no se tienen botas. Además, odio las lecciones: de buena gana les escupiría.
‑No escupas tanto: el salivazo podría caer sobre ti.
‑¡Para lo que se paga por las lecciones! ¡Unos cuantos kopeks! ¿Qué haría yo con eso?
Seguía hablando como a la fuerza y parecía responder a sus propios pensamientos.
‑Entonces, ¿pretendes ganar una fortuna de una vez?
Raskolnikof le dirigió una mirada extraña.
‑Sí, una fortuna ‑respondió firmemente tras una pausa.
‑Bueno, bueno; no pongas esa cara tan terrible... ¿Y qué me dices del panecillo blanco? ¿Hay que ir a buscarlo, o no?
‑Haz lo que quieras.
‑¡Ah, se me olvidaba! Llegó una carta para ti cuando no estabas en casa.
‑¿Una carta para mí? ¿De quién?
‑Eso no lo sé. Lo que sé es que le di al cartero tres kopeks. Espero que me los devolverás.
‑¡Tráela, por el amor de Dios! ¡Trae esa carta! ‑exclamó Raskolnikof, profundamente agitado‑. ¡Señor...! ¡Señor...!
Un minuto después tenía la carta en la mano. Como había supuesto, era de su madre, pues procedía del distrito de R. Estaba pálido. Hacía mucho tiempo que no había recibido ninguna carta; pero la emoción que agitaba su corazón en aquel momento obedecía a otra causa.
‑¡Vete, Nastasia! ¡Vete, por el amor de Dios! Toma tus tres kopeks, pero vete en seguida; te lo ruego.
La carta temblaba en sus manos. No quería abrirla en presencia de la sirvienta; deseaba quedarse solo para leerla. Cuando Nastasia salió, el joven se llevó el sobre a sus labios y lo besó. Después estuvo unos momentos contemplando la dirección y observando la caligrafía, aquella escritura fina y un poco inclinada que tan familiar y querida le era; la letra de su madre, a la que él mismo había enseñado a leer y escribir hacía tiempo. Retrasaba el momento de abrirla: parecía experimentar cierto temor. Al fin rasgó el sobre. La carta era larga. La letra, apretada, ocupaba dos grandes hojas de papel por los dos lados.

«Mi querido Rodia ‑decía la carta‑: hace ya dos meses que no te he escrito y esto ha sido para mí tan penoso, que incluso me ha quitado el sueño muchas noches. Perdóname este silencio involuntario. Ya sabes cuánto te quiero. Dunia y yo no tenemos a nadie más que a ti; tú lo eres todo para nosotras: toda nuestra esperanza, toda nuestra confianza en el porvenir. Sólo Dios sabe lo que sentí cuando me dijiste que habías tenido que dejar la universidad hacía ya varios meses por falta de dinero y que habías perdido las lecciones y no tenías ningún medio de vida. ¿Cómo puedo ayudarte yo, con mis ciento veinte rublos anuales de pensión? Los quince rublos que te envié hace cuatro meses, los pedí prestados, con la garantía de mi pensión, a un comerciante de esta ciudad Ilamado Vakruchine. Es una buena persona y fue amigo de tu padre; pero como yo le había autorizado por escrito a cobrar por mi cuenta la pensión, tenía que procurar devolverle el dinero, cosa que acabo de hacer. Ya sabes por qué no he podido enviarte nada en estos últimos meses.
»Pero ahora, gracias a Dios, creo que te podré mandar algo. Por otra parte, en estos momentos no podemos quejarnos de nuestra suerte, por el motivo que me apresuro a participarte. Ante todo, querido Rodia, tú no sabes que hace ya seis semanas que tu hermana vive conmigo y que ya no tendremos que volver a separarnos. Gracias a Dios, han terminado sus sufrimientos. Pero vayamos por orden: así sabrás todo lo ocurrido, todo lo que hasta ahora te hemos ocultado.
»Cuando hace dos meses me escribiste diciéndome que te habías enterado de que Dunia había caído en desgracia en casa de los Svidrigailof, que la trataban desconsideradamente, y me pedías que te lo explicara todo, no me pareció conveniente hacerlo. Si te hubiese contado la verdad, lo habrías dejado todo para venir, aunque hubieras tenido que hacer el mismo camino a pie, pues conozco tu carácter y tus sentimientos y sé que no habrías consentido que insultaran a tu hermana.
»Yo estaba desesperada, pero ¿qué podía hacer? Por otra parte, yo no sabía toda la verdad. El mal estaba en que Dunetchka, al entrar el año pasado en casa de los Svidrigailof como institutriz, había pedido por adelantado la importante cantidad de cien rublos, comprometiéndose a devolverlos con sus honorarios. Por lo tanto, no podía dejar la plaza hasta haber saldado la deuda. Dunia (ahora ya puedo explicártelo todo, mi querido Rodia) había pedido esta suma especialmente para poder enviarte los sesenta rublos que entonces necesitabas con tanta urgencia y que, efectivamente, te mandamos el año pasado. Entonces te engañamos diciéndote que el dinero lo tenía ahorrado Dunia. No era verdad; la verdad es la que te voy a contar ahora, en primer lugar porque nuestra suerte ha cambiado de pronto por la voluntad de Dios, y también porque así tendrás una prueba de lo mucho que te quiere tu hermana y de la grandeza de su corazón.
»El señor Svidrigailof empezó por mostrarse grosero con ella, dirigiéndole toda clase de burlas y expresiones molestas, sobre todo cuando estaban en la mesa... Pero no quiero extenderme sobre estos desagradables detalles: no conseguiría otra cosa que irritarte inútilmente, ahora que ya ha pasado todo.
»En resumidas cuentas, que la vida de Dunetchka era un martirio, a pesar de que recibía un trato amable y bondadoso de Marfa Petrovna, la esposa del señor Svidrigailof, y de todas las personas de la casa. La situación de Dunia era aún más penosa cuando el señor Svidrigailof bebía más de la cuenta, cediendo a los hábitos adquiridos en el ejército.
»Y esto fue poco comparado con lo que al fin supimos. Figúrate que Svidrigailof, el muy insensato, sentía desde hacía tiempo por Dunia una pasión que ocultaba bajo su actitud grosera y despectiva. Tal vez estaba avergonzado y atemorizado ante la idea de alimentar, él, un hombre ya maduro, un padre de familia, aquellas esperanzas licenciosas e involuntarias hacia Dunia; tal vez sus groserías y sus sarcasmos no tenían más objeto que ocultar su pasión a los ojos de su familia. Al fin no pudo contenerse y, con toda claridad, le hizo proposiciones deshonestas. Le prometió cuanto puedas imaginarte, incluso abandonar a los suyos y marcharse con ella a una ciudad lejana, o al extranjero si lo prefería. Ya puedes suponer lo que esto significó para tu hermana. Dunia no podía dejar su puesto, no sólo porque no había pagado su deuda, sino por temor a que Marfa Petrovna sospechara la verdad, lo que habría introducido la discordia en la familia. Además, incluso ella habría sufrido las consecuencias del escándalo, pues demostrar la verdad no habría sido cosa fácil.
»Aún había otras razones para que Dunia no pudiera dejar la casa hasta seis semanas después. Ya conoces a Dunia, ya sabes que es una mujer inteligente y de carácter firme. Puede soportar las peores situaciones y encontrar en su ánimo la entereza necesaria para conservar la serenidad. Aunque nos escribíamos con frecuencia, ella no me había dicho nada de todo esto para no apenarme. El desenlace sobrevino inesperadamente. Marfa Petrovna sorprendió un día en el jardín, por pura casualidad, a su marido en el momento en que acosaba a Dunia, y lo interpretó todo al revés, achacando la culpa a tu hermana. A esto siguió una violenta escena en el mismo jardín. Marfa Petrovna llegó incluso a golpear a Dunia: no quiso escucharla y estuvo vociferando durante más de una hora. Al fin la envió a mi casa en una simple carreta, a la que fueron arrojados en desorden sus vestidos, su ropa blanca y todas sus cosas: ni siquiera le permitió hacer el equipaje. Para colmo de desdichas, en aquel momento empezó a diluviar, y Dunia, después de haber sufrido las más crueles afrentas, tuvo que recorrer diecisiete verstas [L10] en una carreta sin toldo y en compañía de un mujik. Dime ahora qué podía yo contestar a tu carta, qué podía contarte de esta historia.
»Estaba desesperada. No me atrevía a decirte la verdad, ya que con ello sólo habría conseguido apenarte y desatar tu indignación. Además, ¿qué podías hacer tú? Perderte: esto es lo único. Por otra parte, Dunetchka me lo había prohibido. En cuanto a llenar una carta de palabras insulsas cuando mi alma estaba henchida de dolor, no me sentía capaz de hacerlo.
»Desde que se supo todo esto, fuimos el tema preferido por los murmuradores de la ciudad, y la cosa duró un mes entero. No nos atrevíamos ni siquiera a ir a cumplir con nuestros deberes religiosos, pues nuestra presencia era acogida con cuchicheos, miradas desdeñosas e incluso comentarios en voz alta. Nuestros amigos se apartaron de nosotras, nadie nos saludaba, e incluso sé de buena tinta que un grupo de empleadillos proyectaba contra nosotras la mayor afrenta: embadurnar con brea la puerta de nuestra casa[L11] . Por cierto que el casero nos había exigido que la desalojáramos.
»Y todo por culpa de Marfa Petrovna, que se había apresurado a difamar a Dunia por toda la ciudad. Venía casi a diario a esta población, en la que conoce a todo el mundo. Es una charlatana que se complace en contar historias de familia ante el primero que llega, y, sobre todo, en censurar a su marido públicamente, cosa que no me parece ni medio bien. Así, no es extraño que le faltara el tiempo para ir pregonando el caso de Dunia, no sólo por la ciudad, sino por toda la comarca.
»Caí enferma. Tu hermana fue más fuerte que yo. ¡Si hubieras visto la entereza con que soportaba su desgracia y procuraba consolarme y darme ánimos! Es un ángel...
»Pero la misericordia divina ha puesto fin a nuestro infortunio.
»El señor Svidrigailof ha recobrado la lucidez. Torturado por el remordimiento y compadecido sin duda de la suerte de tu hermana, ha presentado a Marfa Petrovna las pruebas más convincentes de la inocencia de Dunia: una carta que Dunetchka le había escrito antes de que la esposa los sorprendiera en el jardín, para evitar las explicaciones de palabra y demostrarle que no quería tener ninguna entrevista con él. En esta carta, que quedó en poder del señor Svidrigailof al salir de la casa Dunetchka, ésta le reprochaba vivamente y con sincera indignación la vileza de su conducta para con Marfa Petrovna, le recordaba que era un hombre casado y padre de familia y le hacía ver la indignidad que cometía persiguiendo a una joven desgraciada e indefensa. En una palabra, querido Rodia, que esta carta respira tal nobleza de sentimientos y está escrita en términos tan conmovedores, que lloré cuando la leí, e incluso hoy no puedo releerla sin derramar unas lágrimas. Además, Dunia pudo contar al fin con el testimonio de los sirvientes, que sabían más de lo que el señor Svidrigailof suponía.
»María Petrovna quedó por segunda vez estupefacta, como herida por un rayo, según su propia expresión, pero no dudó ni un momento de la inocencia de Dunia, y al día siguiente, que era domingo, lo primero que hizo fue ir a la iglesia e implorar a la Santa Virgen le diera fuerzas para soportar su nueva desgracia y cumplir con su deber. Acto seguido vino a nuestra casa y nos refirió todo lo ocurrido, llorando amargamente. En un arranque de remordimiento, se arrojó en los brazos de Dunia y le suplicó que la perdonara. Después, sin pérdida de tiempo, recorrió las casas de la ciudad, y en todas partes, entre sollozos y en los términos más halagadores, rendía homenaje a la inocencia, a la nobleza de sentimientos y a la integridad de la conducta de Dunia. No contenta con esto, mostraba y leía a todo el mundo la carta escrita por Dunetchka al señor Svidrigailof. E incluso dejaba sacar copias, cosa que me parece una exageración. Recorrió las casas de todas sus amistades, en lo cual empleó varios días. Ello dio lugar a que algunas de sus relaciones se molestaran al ver que daba preferencia a otros, lo que consideraban una injusticia. Al fin se determinó con toda exactitud el orden de las visitas, de modo que cada uno pudo saber de antemano el día que le tocaba el turno. En toda la ciudad se sabía dónde tenía que leer Marfa Petrovna la carta tal o cual día, y el vecindario adquirió la costumbre de reunirse en la casa favorecida, sin excluir aquellas familias que ya habían escuchado la lectura en su propio hogar y en el de otras familias amigas. Yo creo que en todo esto hay mucha exageración, pero así es el carácter de Marfa Petrovna. Por otra parte, es lo cierto que ella ha rehabilitado por completo a Dunetchka. Toda la vergüenza de esta historia ha caído sobre el señor Svidrigailof, a quien ella presenta como único culpable, y tan inflexiblemente, que incluso siento compasión de él. A mi juicio, la gente es demasiado severa con este insensato.
»Inmediatamente llovieron sobre Dunia ofertas para dar lecciones, pero ella las ha rechazado todas. Todo el mundo se ha apresurado a testimoniarle su consideración. Yo creo que a esto hay que atribuir principalmente el acontecimiento inesperado que va a cambiar, por decirlo así, nuestra vida. Has de saber, querido Rodia, que Dunia ha recibido una solicitud de matrimonio y la ha aceptado, lo que me apresuro a comunicarte. Aunque esto se ha hecho sin consultarte, espero que nos perdonarás, pues ya comprenderás que no podíamos retrasar nuestra decisión hasta que recibiéramos tu respuesta. Por otra parte, no habrías podido juzgar con acierto las cosas desde tan lejos.
»He aquí cómo ha ocurrido todo:
»El prometido de tu hermana, Piotr Petrovitch Lujine, es consejero de los Tribunales y pariente lejano de Marfa Petrovna. Por mediación de ella, y después de intervenir activamente en este asunto, nos transmitió su deseo de entablar conocimiento con nosotras. Le recibimos cortésmente, tomamos café y, al día siguiente mismo, nos envió una carta en la que nos hacía su petición con finas expresiones y solicitaba una respuesta rápida y categórica. Es un hombre activo y que está siempre ocupadísimo. Ha de partir cuanto antes para Petersburgo y debe aprovechar el tiempo.
»Al principio, como comprenderás, nos quedamos atónitas, pues no esperábamos en modo alguno una solicitud de esta índole, y tu hermana y yo nos pasamos el día reflexionando sobre la cuestión. Es un hombre digno y bien situado. Presta servicios en dos departamentos y posee una pequeña fortuna. Verdad es que tiene ya cuarenta y cinco años, pero su presencia es tan agradable, que estoy segura de que todavía gusta a las mujeres. Es austero y sosegado, aunque tal vez un poco altivo. Pero es muy posible que esto último sea tan sólo una apariencia engañosa.
»Ahora una advertencia, querido Rodia: cuando lo veas en Petersburgo, cosa que ocurrirá muy pronto, no te precipites a condenarlo duramente, siguiendo tu costumbre, si ves en él algo que te disguste. Te digo esto en un exceso de previsión, pues estoy segura de que producirá en ti una impresión favorable. Por lo demás, para conocer a una persona, hay que verla y observarla atentamente durante mucho tiempo, so pena de dejarte llevar de prejuicios y cometer errores que después no se reparan fácilmente.
»Todo induce a creer que Piotr Petrovitch es un hombre respetable a carta cabal. En su primera visita nos dijo que era un espíritu realista, que compartía en muchos puntos la opinión de las nuevas generaciones y que detestaba los prejuicios. Habló de otras muchas cosas, pues parece un poco vanidoso y le gusta que le escuchen, lo cual no es un crimen, ni mucho menos. Yo, naturalmente, no comprendí sino una pequeña parte de sus comentarios, pero Dunia me ha dicho que, aunque su instrucción es mediana, parece bueno e inteligente. Ya conoces a tu hermana, Rodia: es una muchacha enérgica, razonable, paciente y generosa, aunque posee (de esto estoy convencida) un corazón apasionado. Indudablemente, el motivo de este matrimonio no es, por ninguna de las dos partes, un gran amor; pero Dunia, además de inteligente, es una mujer de corazón noble, un verdadero ángel, y se impondrá el deber de hacer feliz a su marido, el cual, por su parte, procurará corresponderle, cosa que, hasta el momento, no tenemos motivo para poner en duda, pese a que el matrimonio, hay que confesarlo, se ha concretado con cierta precipitación. Por otra parte, siendo él tan inteligente y perspicaz, comprenderá que su felicidad conyugal dependerá de la que proporcione a Dunetchka.
»En lo que concierne a ciertas disparidades de genio, de costumbres arraigadas, de opiniones (cosas que se ven en los hogares más felices), Dunetchka me ha dicho que está segura de que podrá evitar que ello sea motivo de discordia, que no hay que inquietarse por tal cosa, pues ella se siente capaz de soportar todas las pequeñas discrepancias, con tal que las relaciones matrimoniales sean sinceras y justas. Además, las apariencias son engañosas muchas veces. A primera vista, me ha parecido un tanto brusco y seco; pero esto puede proceder precisamente de su rectitud y sólo de su rectitud.
»En su segunda visita, cuando ya su petición había sido aceptada, nos dijo, en el curso de la conversación, que antes de conocer a Dunia ya había resuelto casarse con una muchacha honesta y pobre que tuviera experiencia de las dificultades de la vida, pues considera que el marido no debe sentirse en ningún caso deudor de la mujer y que, en cambio, es muy conveniente que ella vea en él un bienhechor. Sin duda, no me expreso con la amabilidad y delicadeza con que él se expresó, pues sólo he retenido la idea, no las palabras. Además, habló sin premeditación alguna, dejándose llevar del calor de la conversación, tanto, que él mismo trató después de suavizar el sentido de sus palabras. Sin embargo, a mí me parecieron un tanto duras, y así se lo dije a Dunetchka; pero ella me contestó con cierta irritación que una cosa es decir y otra hacer, lo que sin duda es verdad. Dunia no pudo pegar ojo la noche que precedió a su respuesta y, creyendo que yo estaba dormida, se levantó y estuvo varias horas paseando por la habitación. Finalmente se arrodilló delante del icono y oró fervorosamente. Por la mañana me dijo que ya había decidido lo que tenía que hacer.
»Ya te he dicho que Piotr Petrovitch se trasladará muy pronto a Petersburgo, adonde le llaman intereses importantísimos, pues quiere establecerse allí como abogado. Hace ya mucho tiempo que ejerce y acaba de ganar una causa importante. Si ha de trasladarse inmediatamente a Petersburgo es porque ha de seguir atendiendo en el senado a cierto trascendental asunto. Por todo esto, querido Rodia, este señor será para ti sumamente útil, y Dunia y yo hemos pensado que puedes comenzar en seguida tu carrera y considerar tu porvenir asegurado. ¡Oh, si esto llegara a realizarse! Sería una felicidad tan grande, que sólo la podríamos atribuir a un favor especial de la Providencia. Dunia sólo piensa en esto. Ya hemos insinuado algo a Piotr Petrovitch. El, mostrando una prudente reserva, ha dicho que, no pudiendo estar sin secretario, preferiría, naturalmente, confiar este empleo a un pariente que a un extraño, siempre y cuando aquél fuera capaz de desempeñarlo. (¿Cómo no has de ser capaz de desempeñarlo tú?) Sin embargo, manifestó al mismo tiempo el temor de que, debido a tus estudios, no dispusieras del tiempo necesario para trabajar en su bufete. Así quedó la cosa por el momento, pero Dunia sólo piensa en este asunto. Vive desde hace algunos días en un estado febril y ha forjado ya sus planes para el futuro. Te ve trabajando con Piotr Petrovitch e incluso llegando a ser su socio, y eso sin dejar tus estudios de Derecho. Yo estoy de acuerdo en todo con ella, Rodia, y comparto sus proyectos y sus esperanzas, pues la cosa me parece perfectamente realizable, a pesar de las evasivas de Piotr Petrovitch, muy explicables, ya que él todavía no te conoce.
»Dunia está segura de que conseguirá lo que se propone, gracias a su influencia sobre su futuro esposo, influencia que no le cabe duda de que llegará a tener. Nos hemos guardado mucho de dejar traslucir nuestras esperanzas ante Piotr Petrovitch, sobre todo la de que llegues a ser su socio algún día. Es un hombre práctico y no le habría parecido nada bien lo que habría juzgado como un vano ensueño. Tampoco le hemos dicho ni una palabra de nuestra firme esperanza de que te ayude materialmente cuando estés en la universidad, y ello por dos razones. La primera es que a él mismo se le ocurrirá hacerlo, y lo hará del modo más sencillo, sin frases altisonantes. Sólo faltaría que hiciera un feo sobre esta cuestión a Dunetchka, y más aún teniendo en cuenta que tú puedes llegar a ser su colaborador, su brazo derecho, por decirlo así, y recibir esta ayuda no como una limosna, sino como un anticipo por tu trabajo. Así es como Dunetchka desea que se desarrolle este asunto, y yo comparto enteramente su parecer.
»La segunda razón que nos ha movido a guardar silencio sobre este punto es que deseo que puedas mirarle de igual a igual en vuestra próxima entrevista. Dunia le ha hablado de ti con entusiasmo, y él ha respondido que a los hombres hay que conocerlos antes de juzgarlos, y que no formará su opinión sobre ti hasta que te haya tratado.
»Ahora te voy a decir una cosa, mi querido Rodia. A mí me parece, por ciertas razones (que desde luego no tienen nada que ver con el carácter de Piotr Petrovitch y que tal vez son solamente caprichos de vieja), a mí me parece, repito, que lo mejor sería que, después del casamiento, yo siguiera viviendo sola en vez de instalarme en casa de ellos. Estoy completamente segura de que él tendrá la generosidad y la delicadeza de invitarme a no vivir separada de mi hija, y sé muy bien que, si todavía no ha dicho nada, es porque lo considera natural; pero yo no aceptaré. He observado en más de una ocasión que los yernos no suelen tener cariño a sus suegras, y yo no sólo no quiero ser una carga para nadie, sino que deseo vivir completamente libre mientras me queden algunos recursos y tenga hijos como Dunetchka y tú.
»Procuraré vivir cerca de vosotros, pues aún tengo que decirte lo más agradable, Rodia. Precisamente por serlo lo he dejado para el final de la carta. Has de saber, querido hijo, que seguramente nos volveremos a reunir los tres muy pronto, y podremos abrazarnos tras una separación de tres años. Está completamente decidido que Dunia y yo nos traslademos a Petersburgo. No puedo decirte la fecha exacta de nuestra salida, pero puedo asegurarte que está muy próxima: tal vez no tardemos más de ocho días en partir. Todo depende de Piotr Petrovitch, que nos avisará cuando tenga casa. Por ciertas razones, desea que la boda se celebre cuanto antes, lo más tarde antes de la cuaresma de la Asunción[L12] .
»¡Qué feliz seré cuando pueda estrecharte contra mi corazón! Dunia está loca de alegría ante la idea de volver a verte. Me ha dicho (en broma, claro es) que esto habría sido motivo suficiente para decidirla a casarse con Piotr Petrovitch. Es un ángel.
»No quiere añadir nada a mi carta, pues tiene tantas y tantas cosas que decirte, que no siente el deseo de empuñar la pluma, ya que escribir sólo unas líneas sería en este caso completamente inútil. Me encarga te envíe mil abrazos.
»Aunque estemos en vísperas de reunirnos, uno de estos días te enviaré algún dinero, la mayor cantidad que pueda. Ahora que todos saben por aquí que Dunetchka se va a casar con Piotr Petrovitch, nuestro crédito se ha reafirmado de súbito, y puedo asegurarte que Atanasio Ivanovitch está dispuesto a prestarme hasta setenta y cinco rublos, que devolveré con mi pensión. Por lo tanto, te podré mandar veinticinco o, tal vez treinta. Y aún te enviaría más si no temiese que me faltara para el viaje. Aunque Piotr Petrovitch haya tenido la bondad de encargarse de algunos de los gastos del traslado (de nuestro equipaje, incluido el gran baúl, que enviará por medio de sus amigos, supongo), tenemos que pensar en nuestra llegada a Petersburgo, donde no podemos presentarnos sin algún dinero para atender a nuestras necesidades, cuando menos durante los primeros días.
»Dunia y yo lo tenemos ya todo calculado al céntimo. El billete no nos resultará caro. De nuestra casa a la estación de ferrocarril más próxima sólo hay noventa verstas, y ya nos hemos puesto de acuerdo con un mujik que nos llevará en su carro. Después nos instalaremos alegremente en un departamento de tercera. Yo creo que podré mandarte, no veinticinco, sino treinta rublos.
»Basta ya. He llenado dos hojas y no dispongo de más espacio. Ya te lo he contado todo, ya estás informado del cúmulo de acontecimientos de estos últimos meses. Y ahora, mi querido Rodia, te abrazo mientras espero que nos volvamos a ver y te envío mi bendición maternal. Quiere a Dunia, quiere a tu hermana, Rodia, quiérela como ella te quiere a ti; ella, cuya ternura es infinita; ella, que te ama más que a sí misma. Es un ángel, y tú, toda nuestra vida, toda nuestra esperanza y toda nuestra fe en el porvenir. Si tú eres feliz, lo seremos nosotras también. ¿Sigues rogando a Dios, Rodia, crees en la misericordia de nuestro Creador y de nuestro Salvador? Sentiría en el alma que te hubieras contaminado de esa enfermedad de moda que se llama ateísmo. Si es así, piensa que ruego por ti. Acuérdate, querido, de cuando eras niño; entonces, en presencia de tu padre, que aún vivía, tú balbuceabas tus oraciones sentado en mis rodillas. Y todos éramos felices.
»Hasta pronto. Te envío mil abrazos.
»Te querrá mientras viva

» PULQUERIA RASKOLNIKOVA.»

Durante la lectura de esta carta, las lágrimas bañaron más de una vez el rostro de Raskolnikof, y cuando hubo terminado estaba pálido, tenía las facciones contraídas y en sus labios se percibía una sonrisa densa, amarga, cruel. Apoyó la cabeza en su mezquina almohada y estuvo largo tiempo pensando. Su corazón latía con violencia, su espíritu estaba lleno de turbación. Al fin sintió que se ahogaba en aquel cuartucho amarillo que más que habitación parecía un baúl o una alacena. Sus ojos y su cerebro reclamaban espacio libre. Cogió su sombrero y salió. Esta vez no temía encontrarse con la patrona en la escalera. Había olvidado todos sus problemas. Tomó el bulevar V., camino de Vasilievski Ostrof[L13] . Avanzaba con paso rápido, como apremiado por un negocio urgente. Como de costumbre, no veía nada ni a nadie y susurraba palabras sueltas, ininteligibles. Los transeúntes se volvían a mirarle. Y se decían: Está bebido.»

IV

La carta de su madre le había trastornado, pero Raskolnikof no había vacilado un instante, ni siquiera durante la lectura, sobre el punto principal. Acerca de esta cuestión, ya había tornado una decisión irrevocable: «Ese matrimonio no se llevará a cabo mientras yo viva. ¡Al diablo ese señor Lujine!»
«La cosa no puede estar más clara ‑pensaba, sonriendo con aire triunfal y malicioso, como si estuviese seguro de su éxito‑. No, mamá; no, Dunia; no conseguiréis engañarme... Y todavía se disculpan de haber decidido la cosa por su propia cuenta y sin pedirme consejo. ¡Claro que no me lo han pedido! Creen que es demasiado tarde para romper el compromiso. Ya veremos si se puede romper o no. ¡Buen pretexto alegan! Piotr Petrovitch está siempre tan ocupado, que sólo puede casarse a toda velocidad, como un ferrocarril en marcha. No, Dunetchka, lo veo todo claro; sé muy bien qué cosas son esas que me tienes que decir, y también lo que pensabas aquella noche en que ibas y venias por la habitación, y lo que confiaste, arrodillada ante la imagen que siempre ha estado en el dormitorio de mamá: la de la Virgen de Kazán[L14] . La subida del Gólgota es dura, muy dura... Decís que el asunto está definitivamente concertado. Tú, Avdotia [L15] Romanovna, has decidido casarte con un hombre de negocios, un hombre práctico que posee cierto capital (que ha amasado ya cierta fortuna: esto suena mejor e impone más respeto). Trabaja en dos departamentos del Estado y comparte las ideas de las nuevas generaciones (como dice mamá), y, según Dunetchka, parece un hombre bueno. Este parece es lo mejor: Dunetchka se casa impulsada por esta simple apariencia. ¡Magnifico, verdaderamente magnifico!
»... Me gustaría saber por qué me habla mamá de las nuevas generaciones. ¿Lo habrá hecho sencillamente para caracterizar al personaje o con la segunda intención de que me sea simpático el señor Lujine...? ¡Las muy astutas! Otra cosa que me gustaría aclarar es hasta qué punto han sido francas una con otra aquel día decisivo, aquella noche y después de aquella noche. ¿Hablarían claramente o comprenderían las dos, sin necesidad de decírselo, que tanto una como otra tenían una sola idea, un solo sentimiento y que las palabras eran inútiles? Me inclino por esta última hipótesis: es la que la carta deja entrever.
»A mamá le pareció un poco seco, y la pobre mujer, en su ingenuidad, se apresuró a decírselo a Dunia. Y Dunia, naturalmente, se enfadó y respondió con cierta brusquedad. Es lógico. ¿Cómo no perder la calma ante estas ingenuidades cuando la cosa está perfectamente clara y ya no es posible retroceder? ¿Y por qué me dirá: quiere a Dunia, Rodia, porque ella te quiere a ti más que a su propia vida? ¿No será que la tortura secretamente el remordimiento por haber sacrificado su hija a su hijo? "Tú eres toda nuestra vida, toda nuestra esperanza para el porvenir." ¡Oh mama...!»
Su irritación crecía por momentos. Si se hubiera encontrado en aquel instante con el señor Lujine, estaba seguro de que lo habría matado.
«Cierto ‑prosiguió, cazando al vuelo los pensamientos que cruzaban su imaginación‑, cierto que para conocer a un hombre es preciso observarlo largo tiempo y de cerca, pero el carácter del señor Lujine es fácil de descifrar. Lo que más me ha gustado es el calificativo de hombre de negocios y eso de que parece bueno. ¡Vaya si lo es! ¡Encargarse de los gastos de transporte del equipaje, incluso el gran baúl...! ¡Qué generosidad! Y ellas, la prometida y la madre, se ponen de acuerdo con un mujik para trasladarse a la estación en una carreta cubierta (también yo he viajado así). Esto no tiene importancia: total, de la casa a la estación sólo hay noventa verstas. Después se instalarán alegremente en un vagón de tercera para recorrer un millar de verstas. Esto me parece muy natural, porque cada cual procede de acuerdo con los medios de que dispone. Pero usted, señor Lujine, ¿qué piensa de todo esto? Ella es su prometida, ¿no? Sin embargo, no se ha enterado usted de que la madre ha pedido un préstamo con la garantía de su pensión para atender a los gastos del viaje. Sin duda, usted ha considerado el asunto como un simple convenio comercial establecido a medias con otra persona y en el que, por lo tanto, cada socio debe aportar la parte que le corresponde. Ya lo dice el proverbio: "El pan y la sal, por partes iguales; los beneficios, cada uno los suyos. Pero usted sólo ha pensado en barrer hacia dentro: los billetes son bastante más caros que el transporte del equipaje, y es muy posible que usted no tenga que pagar nada por enviarlo. ¿Es que no ven ellas estas cosas o es que no quieren ver nada? ¡Y dicen que están contentas! ¡Cuando pienso que esto no es sino la flor del árbol y que el fruto ha de madurar todavía! Porque lo peor de todo no es la cicatería, la avaricia que demuestra la conducta de ese hombre, sino el carácter general del asunto. Su proceder da una idea de lo que será el marido, una idea clara...
»¡Como si mama tuviera el dinero para arrojarlo por la ventana! ¿Con qué llegará a Petersburgo? Con tres rublos, o dos pequeños billetes, como los que mencionaba el otro día la vieja usurera... ¿Cómo cree que podrá vivir en Petersburgo? Pues es el caso que ha visto ya, por ciertos indicios, que le será imposible estar en casa de Dunia, ni siquiera los primeros días después de la boda. Ese hombre encantador habrá dejado escapar alguna palabrita que debe de haber abierto los ojos a mamá, a pesar de que ella se niegue a reconocerlo con todas sus fuerzas. Ella misma ha dicho que no quiere vivir con ellos. Pero ¿con qué cuenta? ¿Pretende acaso mantenerse con los ciento veinte rublos de la pensión, de los que hay que deducir el préstamo de Atanasio Ivanovitch? En nuestra pequeña ciudad desgasta la poca vista que le queda tejiendo prendas de lana y bordando puños, pero yo sé que esto no añade más de veinte rublos al año a los ciento veinte de la pensión; lo sé positivamente. Por lo tanto, y a pesar de todo, ellas fundan sus esperanzas en los sentimientos generosos del señor Lujine. Creen que él mismo les ofrecerá su apoyo y les suplicará que lo acepten. ¡Sí, si...! Esto es muy propio de dos almas románticas y hermosas. Os presentan hasta el último momento un hombre con plumas de pavo real y no quieren ver más que el bien, nunca el mal, aunque esas plumas no sean sino el reverso de la medalla; no quieren llamar a las cosas por su nombre por adelantado; la sola idea de hacerlo les resulta insoportable. Rechazan la verdad con todas sus fuerzas hasta el momento en que el hombre por ellas idealizado les da un puñetazo en la cara. Me gustaría saber si el señor Lujine está condecorado. Estoy seguro de que posee la cruz de Santa Ana y se adorna con ella en los banquetes ofrecidos por los hombres de empresa y los grandes comerciantes. También la lucirá en la boda, no me cabe duda... En fin, ¡que se vaya al diablo!
»Esto tiene un pase en mamá, que es así, pero en Dunia es inexplicable. Te conozco bien, mi querida Dunetchka. Tenías casi veinte años cuando te vi por última vez, y sé perfectamente cómo es tu carácter. Mamá dice en su carta que Dunetchka posee tal entereza, que es capaz de soportarlo todo. Esto ya lo sabía yo: hace dos años y medio que sé que Dunetchka es capaz de soportarlo todo. El hecho de que haya podido soportar al señor Svidrigailof y todas las complicaciones que este hombre le ha ocasionado demuestra que, en efecto, es una mujer de gran entereza. Y ahora se imagina, lo mismo que mamá, que podrá soportar igualmente a ese señor Lujine que sustenta la teoría de la superioridad de las esposas tomadas en la miseria y para las que el marido aparece como un bienhechor, cosa que expone (es un detalle que no hay que olvidar) en su primera entrevista. Admitamos que las palabras se le han escapado, a pesar de ser un hombre razonable (seguramente no se le escaparon, ni mucho menos, aunque él lo dejara entrever así en las explicaciones que se apresuró a dar). Pero ¿qué se propone Dunia? Se ha dado cuenta de cómo es este hombre y sabe que habrá de compartir su vida con él, si se casa. Sin embargo, es una mujer que viviría de pan duro y agua, antes que vender su alma y su libertad moral: no las sacrificaría a las comodidades, no las cambiaría por todo el oro del mundo, y mucho menos, naturalmente, por el señor Lujine. No, la Dunia que yo conozco es distinta a la de la carta, y estoy seguro de que no ha cambiado. En verdad, su vida era dura en casa de Svidrigailof; no es nada grato pasar la existencia entera sirviendo de institutriz por doscientos rublos al año; pero estoy convencido de que mi hermana preferiría trabajar con los negros de un hacendado o con los sirvientes letones de un alemán del Báltico, que envilecerse y perder la dignidad encadenando su vida por cuestiones de interés con un hombre al que no quiere y con el que no tiene nada en común. Aunque el señor Lujine estuviera hecho de oro puro y brillantes, Dunia no se avendría a ser su concubina legítima. ¿Por qué, pues, lo ha aceptado?
»¿Qué misterio es éste? ¿Dónde está la clave del enigma? La cosa no puede estar más clara: ella no se vendería jamás por sí misma, por su bienestar, ni siquiera por librarse de la muerte. Pero lo hace por otro; se vende por un ser querido. He aquí explicado el misterio: se dispone a venderse por su madre y por su hermano... Cuando se llega a esto, incluso violentamos nuestras más puras convicciones. La persona pone en venta su libertad, su tranquilidad, su conciencia. "Perezca yo con tal que mis seres queridos sean felices." Es más, nos elaboramos una casuística sutil y pronto nos convencemos a nosotros mismos de que nuestra conducta es inmejorable, de que era necesaria, de que la excelencia del fin justifica nuestro proceder. Así somos. La cosa está clara como la luz.
»Es evidente que en este caso sólo se trata de Rodion Romanovitch Raskolnikof: él ocupa el primer plano. ¿Cómo proporcionarle la felicidad, permitirle continuar los estudios universitarios, asociarlo con un hombre bien situado, asegurar su porvenir? Andando el tiempo, tal vez llegue a ser un hombre rico, respetado, cubierto de honores, e incluso puede terminar su vida en plena celebridad... ¿Qué dice la madre? ¿Qué ha de decir? Se trata de Rodia, del incomparable Rodia, del primogénito. ¿Cómo no ha de sacrificar al hijo mayor la hija, aunque esta hija sea una Dunia? ¡Oh adorados e injustos seres! Aceptarían sin duda incluso la suerte de Sonetchka, Sonetchka Marmeladova, la eterna Sonetchka, que durará tanto como el mundo. Pero ¿habéis medido bien la magnitud del sacrificio? ¿Sabéis lo que significa? ¿No es demasiado duro para vosotras? ¿Es útil? ¿Es razonable? Has de saber, Dunetchka, que la suerte de Sonia no es más terrible que la vida al lado del señor Lujine. Mamá ha dicho que no es éste un matrimonio de amor. ¿Y qué ocurrirá si, además de no haber amor, tampoco hay estimación, pues, por el contrario, ya existe la antipatía, el horror, el desprecio? ¿Qué me dices a esto...? Habrá que conservar la "limpieza". Sí, eso es. ¿Comprendéis lo que esta limpieza significa? ¿Sabéis que para Lujine esta limpieza no difiere en nada de la de Sonetchka? E incluso es peor, pues, bien mirado, en tu caso, Dunetchka, hay cierta esperanza de comodidades, de cosas superfluas, cierta compensación, en fin, mientras que en el caso de Sonetchka se trata simplemente de no morirse de hambre. Esta "limpieza" cuesta cara, Dunetchka, muy cara. ¿Y qué sucederá si el sacrificio es superior a tus fuerzas, si te arrepientes de lo que has hecho? Entonces todo serán lágrimas derramadas en secreto, maldiciones y una amargura infinita, porque, en fin de cuentas, tú no eres una Marfa Petrovna. ¿Y qué será de mamá entonces? Ten presente que ya se siente inquieta y atormentada. ¿Qué será cuando vea las cosas con toda claridad? ¿Y yo? ¿Qué será de mí? Porque, en realidad, no habéis pensado en mí. ¿Por qué? Yo no quiero vuestro sacrificio, Dunetchka; no lo quiero, mamá. Esta boda no se llevará a cabo mientras yo viva. ¡No, no lo consentiré!»
De pronto volvió a la realidad y se detuvo.
«Dices que la boda no se celebrará, pero ¿qué harás para impedirla? Y ¿con qué derecho te opondrás? Tú les dedicarás toda tu vida, todo tu porvenir, pero cuando hayas terminado los estudios y estés situado. Ya sabemos lo que eso significa: no son más que castillos en el aire... Ahora, inmediatamente, ¿qué harás? Pues es ahora cuando has de hacer algo, ¿no comprendes? ¿Y qué es lo que haces? Las arruinas, pues si te han podido mandar dinero ha sido porque una ha pedido un préstamo sobre su pensión y la otra un anticipo en sus honorarios. ¿Cómo las librarás de los Atanasio Ivanovitch y de los Svidrigailof, tú, futuro millonario de imaginación, Zeus de fantasía que te irrogas el derecho de disponer de su destino? En diez años, tu madre habrá tenido tiempo para perder la vista haciendo labores y llorando, y la salud a fuerza de privaciones. ¿Y qué me dices de tu hermana? ¡Vamos, trata de imaginarte lo que será tu hermana dentro de diez años o en el transcurso de estos diez años! ¿Has comprendido?»
Se torturaba haciéndose estas preguntas y, al mismo tiempo, experimentaba una especie de placer. No podían sorprenderle, porque no eran nuevas para él: eran viejas cuestiones familiares que ya le habían hecho sufrir cruelmente, tanto, que su corazón estaba hecho jirones. Hacía ya tiempo que había germinado en su alma esta angustia que le torturaba. Luego había ido creciendo, amasándose, desarrollándose, y últimamente parecía haberse abierto como una flor y adoptado la forma de una espantosa, fantástica y brutal interrogación que le atormentaba sin descanso y le exigía imperiosamente una respuesta.
La carta de su madre había caído sobre él como un rayo. Era evidente que ya no había tiempo para lamentaciones ni penas estériles. No era ocasión de ponerse a razonar sobre su impotencia, sino que debía obrar inmediatamente y con la mayor rapidez posible. Había que tomar una determinación, una cualquiera, costara lo que costase. Había que hacer esto o...
‑¡Renunciar a la verdadera vida! ‑exclamó en una especie de delirio‑. Aceptar el destino con resignación, aceptarlo tal como es y para siempre, ahogar todas las aspiraciones, abdicar definitivamente el derecho de obrar, de vivir, de amar...
«¿Comprende usted lo que significa no tener adónde ir?» Éstas habían sido las palabras pronunciadas por Marmeladof la víspera y de las que Raskolnikof se había acordado súbitamente, porque «todo hombre debe tener un lugar adonde ir».
De pronto se estremeció. Una idea que había cruzado su mente el día anterior acababa de acudir nuevamente a su cerebro. Pero no era la vuelta de este pensamiento lo que le había sacudido. Sabía que la idea tenía que volver, lo presentía, lo esperaba. No obstante, no era exactamente la misma que la de la víspera. La diferencia consistía en que la del día anterior, idéntica a la de todo el mes último, no era más que un sueño, mientras que ahora... ahora se le presentaba bajo una forma nueva, amenazadora, misteriosa. Se daba perfecta cuenta de ello. Sintió como un golpe en la cabeza; una nube se extendió ante sus ojos.
Dirigió una rápida mirada en torno de él como si buscase algo. Experimentaba la necesidad de sentarse. Su vista erraba en busca de un banco. Estaba en aquel momento en el bulevar K..., y el banco se ofreció a sus ojos, a unos cien pasos de distancia. Aceleró el paso cuanto le fue posible, pero por el camino le ocurrió una pequeña aventura que absorbió su atención durante unos minutos. Estaba mirando el banco desde lejos, cuando advirtió que a unos veinte pasos delante de él había una mujer a la que empezó por no prestar más atención que a todas las demás cosas que había visto hasta aquel momento en su camino. ¡Cuántas veces entraba en su casa sin acordarse ni siquiera de las calles que había recorrido! Incluso se había acostumbrado a ir por la calle sin ver nada. Pero en aquella mujer había algo extraño que sorprendía desde el primer momento, y poco a poco se fue captando la atención de Raskolnikof. Al principio, esto ocurrió contra su voluntad e incluso le puso de mal humor, pero en seguida la impresión que le había dominado empezó a cobrar una fuerza creciente. De súbito le acometió el deseo de descubrir lo que hacia tan extraña a aquella mujer.
Desde luego, a juzgar por las apariencias, debía de ser una muchacha, una adolescente. Iba con la cabeza descubierta, sin sombrilla, a pesar del fuerte sol, y sin guantes, y balanceaba grotescamente los brazos al andar. Llevaba un ligero vestido de seda, mal ajustado al cuerpo, abrochado a medias y con un desgarrón en lo alto de la falda, en el talle. Un jirón de tela ondulaba a su espalda. Llevaba sobre los hombros una pañoleta y avanzaba con paso inseguro y vacilante.
Este encuentro acabó por despertar enteramente la atención de Raskolnikof. Alcanzó a la muchacha cuando llegaron al banco, donde ella, más que sentarse, se dejó caer y, echando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos como si estuviera rendida de fatiga. Al observarla de cerca, advirtió que su estado obedecía a un exceso de alcohol. Esto era tan extraño, que Raskolnikof se preguntó en el primer momento si no se habría equivocado. Estaba viendo una carita casi infantil, de unos dieciséis años, tal vez quince, una carita orlada de cabellos rubios, bonita, pero algo hinchada y congestionada. La chiquilla parecía estar por completo inconsciente; había cruzado las piernas, adoptando una actitud desvergonzada, y todo parecía indicar que no se daba cuenta de que estaba en la calle.
Raskolnikof no se sentó, pero tampoco quería marcharse. Permanecía de pie ante ella, indeciso.
Aquel bulevar, poco frecuentado siempre, estaba completamente desierto a aquella hora: alrededor de la una de la tarde. Sin embargo, a unos cuantos pasos de allí, en el borde de la calzada, había un hombre que parecía sentir un vivo deseo de acercarse a la muchacha, por un motivo a otro. Sin duda había visto también a la joven antes de que llegara al banco y la había seguido, pero Raskolnikof le había impedido llevar a cabo sus planes. Dirigía al joven miradas furiosas, aunque a hurtadillas, de modo que Raskolnikof no se dio cuenta, y esperaba con impaciencia el momento en que el desharrapado joven le dejara el campo libre.
Todo estaba perfectamente claro. Aquel señor era un hombre de unos treinta años, bien vestido, grueso y fuerte, de tez roja y boca pequeña y encarnada, coronada por un fino bigote.
Al verle, Raskolnikof experimentó una violenta cólera. De súbito le acometió el deseo de insultar a aquel fatuo.
‑Diga, Svidrigailof: ¿qué busca usted aquí? ‑exclamó cerrando los puños y con una sonrisa mordaz.
‑¿Qué significa esto? ‑exclamó el interpelado con arrogancia, frunciendo las cejas y mientras su semblante adquiría una expresión de asombro y disgusto.
‑¡Largo de aquí! Esto es lo que significa.
‑¿Cómo te atreves, miserable...?
Levantó su fusta. Raskolnikof se arrojó sobre él con los puños cerrados, sin pensar en que su adversario podía deshacerse sin dificultad de dos hombres como él. Pero en este momento alguien le sujetó fuertemente por la espalda. Un agente de policía se interpuso entre los dos rivales.
‑¡Calma, señores! No se admiten riñas en los lugares públicos.
Y preguntó a Raskolnikof, al reparar en su destrozado traje:
‑¿Qué le ocurre a usted? ¿Cómo se llama?
Raskolnikof lo examinó atentamente. El policía tenía una noble cara de soldado y lucía mostachos y grandes patillas. Su mirada parecía llena de inteligencia.
‑Precisamente es usted el hombre que necesito ‑gritó el joven cogiéndole del brazo‑. Soy Raskolnikof, antiguo estudiante... Digo que lo necesito por usted ‑añadió dirigiéndose al otro‑ Venga, guardia; quiero que vea una cosa...
Y sin soltar el brazo del policía lo condujo al banco.
‑Venga... Mire... Está completamente embriagada. Hace un momento se paseaba por el bulevar. Sabe Dios lo que será, pero desde luego, no tiene aspecto de mujer alegre profesional. Yo creo que la han hecho beber y se han aprovechado de su embriaguez para abusar de ella. ¿Comprende usted? Después la han dejado libre en este estado. Observe que sus ropas están desgarradas y mal puestas. No se ha vestido ella misma, sino que la han vestido. Esto es obra de unas manos inexpertas, de unas manos de hombre; se ve claramente. Y ahora mire para ese lado. Ese señor con el que he estado a punto de llegar a las manos hace un momento es un desconocido para mí: es la primera vez que le veo. Él la ha visto como yo, hace unos instantes, en su camino, se ha dado cuenta de que estaba bebida, inconsciente, y ha sentido un vivo deseo de acercarse a ella y, aprovechándose de su estado, llevársela Dios sabe adónde. Estoy seguro de no equivocarme. No me equivoco, créame. He visto cómo la acechaba. Yo he desbaratado sus planes, y ahora sólo espera que me vaya. Mire: se ha retirado un poco y, para disimular, está haciendo un cigarrillo. ¿Cómo podríamos librar de él a esta pobre chica y llevarla a su casa? Piense a ver si se le ocurre algo.
El agente comprendió al punto la situación y se puso a reflexionar. Los propósitos del grueso caballero saltaban a la vista; pero había que conocer los de la muchacha. El agente se inclinó sobre ella para examinar su rostro desde más cerca y experimentó una sincera compasión.
‑¡Qué pena! ‑exclamó, sacudiendo la cabeza‑. Es una niña. Le han tendido un lazo, no cabe duda... Oiga, señorita, ¿dónde vive?
La muchacha levantó sus pesados párpados, miró con una expresión de aturdimiento a los dos hombres a hizo un gesto como para rechazar sus preguntas.
‑Oiga, guardia ‑dijo Raskolnikof, buscando en sus bolsillos, de donde extrajo veinte kopeks‑. Aquí tiene dinero. Tome un coche y llévela a su casa. ¡Si pudiéramos averiguar su dirección...!
‑Señorita ‑volvió a decir el agente, cogiendo el dinero‑: voy a parar un coche y la acompañaré a su casa. ¿Adónde hay que llevarla? ¿Dónde vive?
‑¡Dejadme en paz! ¡Qué pelmas! ‑exclamó la muchacha, repitiendo el gesto de rechazar a alguien.
‑Es lamentable. ¡Qué vergüenza! ‑se dolió el agente, sacudiendo la cabeza nuevamente con un gesto de reproche, de piedad y de indignación‑. Ahí está la dificultad ‑añadió, dirigiéndose a Raskolnikof y echándole por segunda vez una rápida mirada de arriba abajo. Sin duda le extrañaba que aquel joven andrajoso diera dinero‑. ¿La ha encontrado usted lejos de aquí? ‑le preguntó.
‑Ya le he dicho que ella iba delante de mí por el bulevar. Se tambaleaba y, apenas ha llegado al banco, se ha dejado caer.
‑¡Qué cosas tan vergonzosas se ven hoy en este mundo, Señor! ¡Tan joven, y ya bebida! No cabe duda de que la han engañado. Mire: sus ropas están llenas de desgarrones. ¡Ah, cuánto vicio hay hoy por el mundo! A lo mejor es hija de casa noble venida a menos. Esto es muy corriente en nuestros tiempos. Parece una muchacha de buena familia.
De nuevo se inclinó sobre ella. Tal vez él mismo era padre de jóvenes bien educadas que habrían podido pasar por señoritas de buena familia y finos modales.
‑Lo más importante ‑exclamó Raskolnikof, agitado‑, lo más importante es no permitir que caiga en manos de ese malvado. La ultrajaría por segunda vez; sus pretensiones son claras como el agua. ¡Mírelo! El muy granuja no se va.
Hablaba en voz alta y señalaba al desconocido con el dedo. Éste lo oyó y pareció que iba a dejarse llevar de la cólera, pero se contuvo y se limitó a dirigirle una mirada desdeñosa. Luego se alejó lentamente una docena de pasos y se detuvo de nuevo.
‑No permitir que caiga en sus manos ‑repitió el agente, pensativo‑. Desde luego, eso se podría conseguir. Pero tenemos que averiguar su dirección. De lo contrario... Oiga, señorita. Dígame...
Se había inclinado de nuevo sobre ella. De súbito, la muchacha abrió los ojos por completo, miró a los dos hombres atentamente y, como si la luz se hiciera repentinamente en su cerebro, se levantó del banco y emprendió a la inversa el camino por donde había venido.
‑¡Los muy insolentes! ‑murmuró‑. ¡No me los puedo quitar de encima!
Y agitó de nuevo los brazos con el gesto del que quiere rechazar algo. Iba con paso rápido y todavía inseguro. El elegante desconocido continuó la persecución, pero por el otro lado de la calzada y sin perderla de vista.
‑No se inquiete ‑dijo resueltamente el policía, ajustando su paso al de la muchacha‑: ese hombre no la molestará. ¡Ah, cuánto vicio hay por el mundo! ‑repitió, y lanzó un suspiro.
En ese momento, Raskolnikof se sintió asaltado por un impulso incomprensible.
‑¡Oiga! ‑gritó al noble bigotudo.
El policía se volvió.
‑¡Déjela! ¿A usted qué? ¡Deje que se divierta! ‑y señalaba al perseguidor‑. ¿A usted qué?
El agente no comprendía. Le miraba con los ojos muy abiertos.
Raskolnikof se echó a reír.
‑¡Bah! ‑exclamó el agente mientras sacudía la mano con ademán desdeñoso.
Y continuó la persecución del elegante señor y de la muchacha.
Sin duda había tomado a Raskolnikof por un loco o por algo peor.
Cuando el joven se vio solo se dijo, indignado:
«Se lleva mis veinte kopeks. Ahora hará que el otro le pague también y le dejará la muchacha: así terminará la cosa. ¿Quién me ha mandado meterme a socorrerla? ¿Acaso esto es cosa mía? Sólo piensan en comerse vivos unos a otros. ¿A mí qué me importa? Tampoco sé cómo me he atrevido a dar esos veinte kopeks. ¡Como si fueran míos...!»
A pesar de estas extrañas palabras, tenía el corazón oprimido. Se sentó en el banco abandonado. Sus pensamientos eran incoherentes. Por otra parte, pensar, fuera en lo que fuere, era para él un martirio en aquel momento. Hubiera deseado olvidarlo todo, dormirse, después despertar y empezar una nueva vida.
«¡Pobre muchacha! ‑se dijo mirando el pico del banco donde había estado sentada‑. Cuando vuelva en sí, llorará y su madre se enterará de todo. Primero, su madre le pegará, después la azotará cruelmente, como a un ser vil, y acto seguido, a lo mejor, la echará a la calle. Aunque no la eche, una Daría Frantzevna cualquiera acabará por olfatear la presa, y ya tenemos a la pobre muchacha rodando de un lado a otro... Después el hospital (así ocurre siempre a las que tienen madres honestas y se ven obligadas a hacer las cosas discretamente), y después... después... otra vez al hospital. Dos o tres años de esta vida, y ya es un ser acabado; sí, a los dieciocho o diecinueve años, ya es una mujer agotada... ¡Cuántas he visto así! ¡Cuántas han llegado a eso! Sí, todas empiezan como ésta... Pero ¡qué me importa a mí! Un tanto por ciento al año ha de terminar así y desaparecer. Dios sabe dónde..., en el infierno, sin duda, para garantizar la tranquilidad de los demás... ¡Un tanto por ciento! ¡Qué expresiones tan finas, tan tranquilizadoras, tan técnicas, emplea la gente...! Un tanto por ciento; no hay, pues, razón, para inquietarse... Si se dijera de otro modo, la cosa cambiaria..., la preocupación sería mayor...
»¿Y si Dunetchka se viera englobada en este tanto por ciento, si no el año que corre, el que viene?
»Pero, a todo esto, ¿adónde voy?‑pensó de súbito‑. ¡Qué raro! Yo he salido de casa para ir a alguna parte; apenas he terminado de leer, he salido para... ¡Ahora me acuerdo: iba a Vasilievski Ostrof, a casa de Rasumikhine! Pero ¿para qué? ¿A santo de qué se me ha ocurrido ir a ver a Rasumikhine? ¡Qué cosa tan extraordinaria!»
Ni él mismo comprendía sus actos. Rasumikhine era uno de sus antiguos compañeros de universidad. Hay que advertir que Raskolnikof, cuando estudiaba, vivía aparte de los demás alumnos, aislado, sin ir a casa de ninguno de ellos ni admitir sus visitas. Sus compañeros le habían vuelto pronto la espalda. No tomaba parte en las reuniones, en las polémicas ni en las diversiones de sus condiscípulos. Estudiaba con un ahínco, con un ardor que le había atraído la admiración de todos, pero ninguno le tenía afecto. Era pobre en extremo, orgulloso, altivo, y vivía encerrado en si mismo como si guardara un secreto. Algunos de sus compañeros juzgaban que los consideraba como niños a los que superaba en cultura y conocimientos y cuyas ideas e intereses eran muy inferiores a los suyos.
Sin embargo, había hecho amistad con Rasumikhine. Por lo menos, se mostraba con él más comunicativo, más franco que con los demás. Y es que era imposible comportarse con Rasumikhine de otro modo. Era un muchacho alegre, expansivo y de una bondad que rayaba en el candor. Pero este candor no excluía los sentimientos profundos ni la perfecta dignidad. Sus amigos lo sabían, y por eso lo estimaban todos. Estaba muy lejos de ser torpe, aunque a veces se mostraba demasiado ingenuo. Tenía una cara expresiva; era alto y delgado, de cabello negro, e iba siempre mal afeitado. Hacía sus calaveradas cuando se presentaba la ocasión, y se le tenía por un hércules. Una noche que recorría las calles en compañía de sus camaradas había derribado de un solo puñetazo a un gendarme que media como mínimo uno noventa de estatura. Del mismo modo que podía beber sin tasa, era capaz de observar la sobriedad más estricta. Unas veces cometía locuras imperdonables; otras mostraba una prudencia ejemplar.
Rasumikhine tenía otra característica notable: ninguna contrariedad le turbaba; ningún revés le abatía. Podría haber vivido sobre un tejado, soportar el hambre más atroz y los fríos más crueles. Era extremadamente pobre, tenía que vivir de sus propios recursos y nunca le faltaba un medio a otro de ganarse la vida. Conocía infinidad de lugares donde procurarse dinero..., trabajando, naturalmente.
Se le había visto pasar todo un invierno sin fuego, y él decía que esto era agradable, ya que se duerme mejor cuando se tiene frió. Había tenido también que dejar la universidad por falta de recursos, pero confiaba en poder reanudar sus estudios muy pronto, y procuraba por todos los medios mejorar su situación pecuniaria.
Hacía cuatro meses que Raskolnikof no había ido a casa de Rasumikhine. Y Rasumikhine ni siquiera conocía la dirección de su amigo. Un día, hacía unos dos meses, se habían encontrado en la calle, pero Raskolnikof se había desviado e incluso había pasado a la otra acera. Rasumikhine, aunque había reconocido perfectamente a su amigo, había fingido no verle, a fin de no avergonzarle.

V

No hace mucho ‑pensó‑ me propuse, en efecto, ir a pedir a Rasumikhine que me proporcionara trabajo (lecciones a otra cosa cualquiera); pero ahora ¿qué puede hacer por mí? Admitamos que me encuentre algunas lecciones e incluso que se reparta conmigo sus últimos kopeks, si tiene alguno, de modo que yo no pueda comprarme unas botas y adecentar mi traje, pues no voy a presentarme así a dar lecciones. Pero ¿qué haré después con unos cuantos kopeks? ¿Es esto acaso lo que yo necesito ahora? ¡Es sencillamente ridículo que vaya a casa de Rasumikhine!»
La cuestión de averiguar por qué se dirigía a casa de Rasumikhine le atormentaba más de lo que se confesaba a sí mismo. Buscaba afanosamente un sentido siniestro a aquel acto aparentemente tan anodino.
«¿Se puede admitir que me haya figurado que podría arreglarlo todo con la exclusiva ayuda de Rasumikhine, que en él podía hallar la solución de todos mis graves problemas?», se preguntó sorprendido.
Reflexionaba, se frotaba la frente. Y he aquí que de pronto ‑cosa inexplicable‑, después de estar torturándose la mente durante largo rato, una idea extraordinaria surgió en su cerebro.
«Iré a casa de Rasumikhine ‑se dijo entonces con toda calma, como el que ha tomado una resolución irrevocable‑; iré a casa de Rasumikhine, cierto, pero no ahora...; iré a su casa al día siguiente del hecho, cuando todo haya terminado y todo haya cambiado para mí.»
Repentinamente, Raskolnikof volvió en sí.
«Después del hecho ‑se dijo con un sobresalto‑. Pero este hecho ¿se llevará a cabo, se realizará verdaderamente?»
Se levantó del banco y echó a andar con paso rápido. Casi corría, con la intención de volver a su casa. Pero al pensar en su habitación experimentó una impresión desagradable. Era en su habitación, en aquel miserable tabuco, donde había madurado la «cosa», hacía ya más de un mes. Raskolnikof dio media vuelta y continuó su marcha a la ventura.
Un febril temblor nervioso se había apoderado de él. Se estremecía. Tenía frío a pesar de que el calor era insoportable. Cediendo a una especie de necesidad interior y casi inconsciente, hizo un gran esfuerzo para fijar su atención en las diversas cosas que veía, con objeto de librarse de sus pensamientos; pero el empeño fue vano: a cada momento volvía a caer en su delirio. Estaba absorto unos instantes, se estremecía, levantaba la cabeza, paseaba la mirada a su alrededor y ya no se acordaba de lo que estaba pensando hacía unos segundos. Ni siquiera reconocía las calles que iba recorriendo. Así atravesó toda la isla Vasilievski, llegó ante el Pequeño Neva, pasó el puente y desembocó en las islas menores.
En el primer momento, el verdor y la frescura del paisaje alegraron sus cansados ojos, habituados al polvo de las calles, a la blancura de la cal, a los enormes y aplastantes edificios. Aquí la atmósfera no era irrespirable ni pestilente. No se veía ni una sola taberna... Pero pronto estas nuevas sensaciones perdieron su encanto para él, que otra vez cayó en un malestar enfermizo.
A veces se detenía ante alguno de aquellos chalés graciosamente incrustados en la verde vegetación. Miraba por la verja y veía a lo lejos, en balcones y terrazas, mujeres elegantemente compuestas y niños que correteaban por el jardín. Lo que más le interesaba, lo que atraía especialmente sus miradas, eran las flores. De vez en cuando veía pasar elegantes jinetes, amazonas, magníficos carruajes. Los seguía atentamente con la mirada y los olvidaba antes de que hubieran desaparecido.
De pronto se detuvo y contó su dinero. Le quedaban treinta kopeks... «Veinte al agente de policía, tres a Nastasia por la carta. Por lo tanto, ayer dejé en casa de los Marmeladof de cuarenta y siete a cincuenta...» Sin duda había hecho estos cálculos por algún motivo, pero lo olvidó apenas sacó el dinero del bolsillo y no volvió a recordarlo hasta que, al pasar poco después ante una tienda de comestibles, un tabernucho más bien, notó que estaba hambriento.
Entró en el figón, se bebió una copa de vodka y dio algunos bocados a un pastel que se llevó para darle fin mientras continuaba su paseo. Hacía mucho tiempo que no había probado el vodka, y la copita que se acababa de tomar le produjo un efecto fulminante. Las piernas le pesaban y el sueño le rendía. Se propuso volver a casa, pero, al llegar a la isla Petrovski[L16] , hubo de detenerse: estaba completamente agotado.
Salió, pues, del camino, se internó en los sotos, se dejó caer en la hierba y se quedó dormido en el acto.
Los sueños de un hombre enfermo suelen tener una nitidez extraordinaria y se asemejan a la realidad hasta confundirse con ella. Los sucesos que se desarrollan son a veces monstruosos, pero el escenario y toda la trama son tan verosímiles y están llenos de detalles tan imprevistos, tan ingeniosos, tan logrados, que el durmiente no podría imaginar nada semejante estando despierto, aunque fuera un artista de la talla de Pushkin o Turgueniev. Estos sueños no se olvidan con facilidad, sino que dejan una impresión profunda en el desbaratado organismo y el excitado sistema nervioso del enfermo.
Raskolnikof tuvo un sueño horrible. Volvió a verse en el pueblo donde vivió con su familia cuando era niño[L17] . Tiene siete años y pasea con su padre por los alrededores de la pequeña población, ya en pleno campo. Está nublado, el calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él conserva en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura de un bosque.
A unos cuantos pasos del último jardín de la población hay una taberna, una gran taberna que impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo atemorizaba, cuando pasaba ante ella con su padre. Estaba siempre llena de clientes que vociferaban, reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con voces desgarradas, y llegaban muchas veces a las manos. En las cercanías de la taberna vagaban siempre hombres borrachos de caras espantosas. Cuando el niño los veía, se apretaba convulsivamente contra su padre y temblaba de pies a cabeza. No lejos de allí pasaba un estrecho camino eternamente polvoriento. ¡Qué negro era aquel polvo! El camino era tortuoso y, a unos trescientos pasos de la taberna, se desviaba hacia la derecha y contorneaba el cementerio.
En medio del cementerio se alzaba una iglesia de piedra, de cúpula verde. El niño la visitaba dos veces al año en compañía de su padre y de su madre para oír la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, muerta hacía ya mucho tiempo y a la que no había conocido. La familia llevaba siempre, en un plato envuelto con una servilleta, el pastel de los muertos[L18] , sobre el que había una cruz formada con pasas. Raskolnikof adoraba esta iglesia, sus viejas imágenes desprovistas de adornos, y también a su viejo sacerdote de cabeza temblorosa. Cerca de la lápida de su abuela había una pequeña tumba, la de su hermano menor, muerto a los seis meses y del que no podía acordarse porque no lo había conocido. Si sabía que había tenido un hermano era porque se lo habían dicho. Y cada vez que iba al cementerio, se santiguaba piadosamente ante la pequeña tumba, se inclinaba con respeto y la besaba.
Y ahora he aquí el sueño.
Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikof se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres.
Pero ahora ‑cosa extraña‑ la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con la balalaika en la mano y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
‑¡Subid, subid todos! ‑grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara mofletuda y tez de un rojo de zanahoria‑. Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
‑¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
‑¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante carreta!
‑¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
‑¡Subid! ¡Os llevaré a todos! ‑vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante.
‑El caballo bayo ‑dice a grandes voces‑ se lo llevó hace poco Mathiev, y esta bestezuela es una verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de honor. No se gana el pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré galopar.
Empuña el látigo y se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
‑Ya lo oís: dice que lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! ‑exclamó una voz burlona entre la multitud.
‑¿Galopar? Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado.
‑Por lo menos, os llevará a buena marcha.
‑¡No lo compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo que necesita esta calamidad!
Todos suben a la carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas.
La muchedumbre que rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante la idea de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los jóvenes que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se oye el grito de U ¡Arre! y el caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime, encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña en la pobre bestia, obstinado en verla galopar.
‑¡Dejadme subir también a mí, hermanos! ‑grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.
‑¡Sube! ¡Subid! ‑grita Mikolka‑. ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes... ¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.
‑Papá, papaíto ‑exclama Rodia‑. ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?
‑Vámonos, vámonos ‑responde el padre‑. Están borrachos... Así se divierten, los muy imbéciles... Vámonos..., no mires...
E intenta llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de si, corre hacia la carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza a tirar nuevamente... Está a punto de caer.
‑¡Pegadle hasta matarlo! ‑ruge Mikolka‑. ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo!
‑¡Tú no eres cristiano: eres un demonio! ‑grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz añade:
‑¿Dónde se ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
‑¡Lo vas a matar! ‑vocifera un tercero.
‑¡Id al diablo! El animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos! ¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por la lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sostiene sobre sus patas...!
Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.
‑Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! ‑vocifera Mikolka.
‑¡Cantemos una canción, camaradas! ‑dice una voz en la carreta‑. El estribillo tenéis que repetirlo todos.
Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodia se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos..., ¡en los ojos...! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus lágrimas. Uno de los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
‑¡El diablo te lleve! ‑vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las dos manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.
‑¡Lo vas a matar! ‑grita uno de los espectadores.
‑Seguro que lo mata ‑dice otro.
‑¿Acaso no es mío? ‑ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
‑¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? ‑gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez, luego por cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar con el caballo de un solo golpe.
‑¡Es duro de pelar! ‑exclama uno de los espectadores.
‑Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora ‑dice otro de los curiosos.
‑¡Coge un hacha! ‑sugiere un tercero‑. ¡Hay que acabar de una vez!
‑¡No decís más que tonterías! ‑brama Mikolka‑. ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se ve en sus manos una barra de hierro.
‑¡Cuidado! ‑exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
‑¡Acabemos con él! ‑ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran ‑látigos, palos, estacas‑ y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
‑¡Ya está! ‑dice una voz entre la multitud.
‑Se había empeñado en no galopar.
‑¡Es mío! ‑exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no tener otra victima a la que golpear.
‑Desde luego, tú no crees en Dios ‑dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.
‑Ven, ven ‑le dice‑. Vámonos a casa.
‑Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? ‑gime Rodia. Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.
‑Están borrachos ‑responde el padre‑. Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que hacer.
Rodia le rodea con sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por recobrar la respiración, intenta gritar... Se despierta.
Raskolnikof se despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados sus cabellos. Se levantó horrorizado, jadeante...
‑¡Bendito sea Dios! ‑exclamó‑. No ha sido más que un sueño.
Se sentó al pie de un árbol y respiró profundamente.
«Pero ¿qué me ocurre? Debo de tener fiebre. Este sueño horrible lo demuestra.»
Tenía el cuerpo acartonado; en su alma todo era oscuridad y turbación. Apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre las manos.
«¿Es posible, Señor, es realmente posible que yo coja un hacha y la golpee con ella hasta partirle el cráneo? ¿Es posible que me deslice sobre la sangre tibia y viscosa, para forzar la cerradura, robar y ocultarme con el hacha, temblando, ensangrentado? ¿Es posible, Señor?»
Temblaba como una hoja...
«Pero ¿a qué pensar en esto? ‑prosiguió, profundamente sorprendido‑. Ya estaba convencido de que no sería capaz de hacerlo. ¿Por qué, pues, atormentarme así...? Ayer mismo, cuando hice el... ensayo, comprendí perfectamente que esto era superior a mis fuerzas. ¿Qué necesidad tengo de volver e interrogarme? Ayer, cuando bajaba aquella escalera, me decía que el proyecto era vil, horrendo, odioso. Sólo de pensar en él me sentía aterrado, con el corazón oprimido... No, no tendría valor; no lo tendría aunque supiera que mis cálculos son perfectos, que todo el plan forjado este último mes tiene la claridad de la luz y la exactitud de la aritmética... Nunca, nunca tendría valor... ¿Para qué, pues, seguir pensando en ello?»
Se levantó, lanzó una mirada de asombro en todas direcciones, como sorprendido de verse allí, y se dirigió al puente. Estaba pálido y sus ojos brillaban. Sentía todo el cuerpo dolorido, pero empezaba a respirar más fácilmente. Notaba que se había librado de la espantosa carga que durante tanto tiempo le había abrumado. Su alma se había aligerado y la paz reinaba en ella.
«Señor ‑imploró‑, indícame el camino que debo seguir y renunciaré a ese maldito sueño.»
Al pasar por el puente contempló el Neva y la puesta del sol, hermosa y flamígera. Pese a su debilidad, no sentía fatiga alguna. Se diría que el temor que durante el mes último se había ido formando poco a poco en su corazón se había reventado de pronto. Se sentía libre, ¡libre! Se había roto el embrujo, la acción del maleficio había cesado.
Más adelante, cuando Raskolnikof recordaba este período de su vida y todo lo sucedido durante él, minuto por minuto, punto por punto, sentía una mezcla de asombro e inquietud supersticiosa ante un detalle que no tenía nada de extraordinario, pero que había influido decisivamente en su destino.
He aquí el hecho que fue siempre un enigma para él.
¿Por qué, aun sintiéndose fatigado tan extenuado, que debió regresar a casa por el camino más corto y más directo, había dado un rodeo por la plaza del Mercado Central, donde no tenía nada que hacer? Desde luego, esta vuelta no alargaba demasiado su camino, pero era completamente inútil. Cierto que infinidad de veces había regresado a su casa sin saber las calles que había recorrido; pero ¿por qué aquel encuentro tan importante para él, a la vez que tan casual, que había tenido en la plaza del Mercado (donde no tenía nada que hacer), se había producido entonces, a aquella hora, en aquel minuto de su vida y en tales circunstancias que todo ello había de ejercer la influencia más grave y decisiva en su destino? Era para creer que el propio destino lo había preparado todo de antemano.
Eran cerca de las nueve cuando llegó a la plaza del Mercado Central. Los vendedores ambulantes, los comerciantes que tenían sus puestos al aire libre, los tenderos, los almacenistas, recogían sus cosas o cerraban sus establecimientos. Unos vaciaban sus cestas, otros sus mesas y todos guardaban sus mercancías y se disponían a volver a sus casas, a la vez que se dispersaban los clientes. Ante los bodegones que ocupaban los sótanos de los sucios y nauseabundos inmuebles de la plaza, y especialmente a las puertas de las tabernas, hormigueaba una multitud de pequeños traficantes y vagabundos.
Cuando salía de casa sin rumbo fijo, Raskolnikof frecuentaba esta plaza y las callejas de los alrededores. Sus andrajos no atraían miradas desdeñosas: allí podía presentarse uno vestido de cualquier modo, sin temor a llamar la atención. En la esquina del callejón K., un matrimonio de comerciantes vendía artículos de mercería expuestos en dos mesas: carretes de hilo, ovillos de algodón, pañuelos de indiana... También se estaban preparando para marcharse. Su retraso se debía a que se habían entretenido hablando con una conocida que se había acercado al puesto. Esta conocida era Elisabeth Ivanovna, o Lisbeth, como la solían llamar, hermana de Alena Ivanovna, viuda de un registrador, la vieja Alena, la usurera cuya casa había visitado Raskolnikof el día anterior para empeñar su reloj y hacer un «ensayo». Hacía tiempo que tenía noticias de esta Lisbeth, y también ella conocía un poco a Raskolnikof.
Era una doncella de treinta y cinco años, desgarbada, y tan tímida y bondadosa que rayaba en la idiotez. Temblaba ante su hermana mayor, que la tenía esclavizada; la hacía trabajar noche y día, e incluso llegaba a pegarle.
Plantada ante el comerciante y su esposa, con un paquete en la mano, los escuchaba con atención y parecía mostrarse indecisa. Ellos le hablaban con gran animación. Cuando Raskolnikof vio a Lisbeth experimentó un sentimiento extraño, una especie de profundo asombro, aunque el encuentro no tenía nada de sorprendente.
‑Usted y nadie más que usted, Lisbeth Ivanovna, ha de decidir lo que debe hacer ‑decía el comerciante en voz alta‑. Venga mañana a eso de las siete. Ellos vendrán también.
‑¿Mañana? ‑dijo Lisbeth lentamente y con aire pensativo, como si no se atreviera a comprometerse.
‑¡Qué miedo le tiene a Alena Ivanovna! ‑exclamó la esposa del comerciante, que era una mujer de gran desenvoltura y voz chillona‑. Cuando la veo ponerse así, me parece estar mirando a una niña pequeña. Al fin y al cabo, esa mujer que la tiene en un puño no es más que su medio hermana.
‑Le aconsejo que no diga nada a su hermana ‑continuó el marido‑. Créame. Venga a casa sin pedirle permiso. La cosa vale la pena. Su hermana tendrá que reconocerlo.
‑Tal vez venga.
‑De seis a siete. Los vendedores enviarán a alguien y usted resolverá.
‑Le daremos una taza de té ‑prometió la vendedora.
‑Bien, vendré ‑repuso Lisbeth, aunque todavía vacilante.
Y empezó a despedirse con su calma característica.
Raskolnikof había dejado ya tan atrás al matrimonio y su amiga, que no pudo oír ni una palabra más. Había acortado el paso insensiblemente y había procurado no perder una sola sílaba de la conversación. A la sorpresa del primer momento había sucedido gradualmente un horror que le produjo escalofríos. Se había enterado, de súbito y del modo más inesperado, de que al día siguiente, exactamente a las siete, Lisbeth, la hermana de la vieja, la única persona que la acompañaba, habría salido y, por lo tanto, que a las siete del día siguiente la vieja ¡estaría sola en la casa!
Raskolnikof estaba cerca de la suya. Entró en ella como un condenado a muerte. No intentó razonar. Además, no habría podido.
Sin embargo, sintió súbitamente y con todo su ser, que su libre albedrío y su voluntad ya no existían, que todo acababa de decidirse irrevocablemente.
Aunque hubiera esperado durante años enteros una ocasión favorable, aunque hubiera intentado provocarla, no habría podido hallar una mejor y que ofreciese más probabilidades de éxito que la que tan inesperadamente acababa de venírsele a las manos.
Y aún era menos indudable que el día anterior no le habría sido fácil averiguar, sin hacer preguntas sospechosas y arriesgadas, que al día siguiente, a una hora determinada, la vieja contra la que planeaba un atentado estaría completamente sola en su casa.

VI

Raskolnikof se enteró algún tiempo después, por pura casualidad, de por qué el matrimonio de comerciantes había invitado a Lisbeth a ir a su casa. El asunto no podía ser más sencillo e inocente. Una familia extranjera venida a menos quería vender varios vestidos. Como esto no podía hacerse con provecho en el mercado, buscaban una vendedora a domicilio. Lisbeth se dedicaba a este trabajo y tenía una clientela numerosa, pues procedía con la mayor honradez: ponía siempre el precio más limitado, de modo que con ella no había lugar a regateos. Hablaba poco y, como ya hemos dicho, era humilde y tímida.
Pero, desde hacía algún tiempo, Raskolnikof era un hombre dominado por las supersticiones. Incluso era fácil descubrir en él los signos indelebles de esta debilidad. En el asunto que tanto le preocupaba se sentía especialmente inclinado a ver coincidencias sorprendentes, fuerzas extrañas y misteriosas. El invierno anterior, un estudiante amigo suyo llamado Pokorev le había dado, poco antes de regresar a Karkov, la dirección de la vieja Alena Ivanovna, por si tenía que empeñar algo. Pasó mucho tiempo sin que tuviera necesidad de ir a visitarla, pues con sus lecciones podía ir viviendo mal que bien. Pero, hacía seis semanas, había acudido a su memoria la dirección de la vieja. Tenía dos cosas para empeñar: un viejo reloj de plata de su padre y un anillo con tres piedrecillas rojas que su hermana le había entregado en el momento de separarse, para que tuviera un recuerdo de ella. Decidió empeñar el anillo. Cuando vio a Alena Ivanovna, aunque no sabía nada de ella, sintió una repugnancia invencible.
Después de recibir dos pequeños billetes, Raskolnikof entró en una taberna que encontró en el camino. Se sentó, pidió té y empezó a reflexionar. Acababa de acudir a su mente, aunque en estado embrionario, como el polluelo en el huevo, una idea que le interesó extraordinariamente.
Una mesa casi vecina a la suya estaba ocupada por un estudiante al que no recordaba haber visto nunca y por un joven oficial. Habían estado jugando al billar y se disponían a tomar el té. De improviso, Raskolnikof oyó que el estudiante daba al oficial la dirección de Alena Ivanovna y empezaba a hablarle de ella. Esto le llamó la atención: hacía sólo un momento que la había dejado, y ya estaba oyendo hablar de la vieja. Sin duda, esto no era sino una simple coincidencia, pero su ánimo estaba dispuesto a entregarse a una impresión obsesionante y no le faltó ayuda para ello. El estudiante empezó a dar a su amigo detalles acerca de Alena Ivanovna.
‑Es una mujer única. En su casa siempre puede uno procurarse dinero. Es rica como un judío y podría prestar cinco mil rublos de una vez. Sin embargo, no desprecia las operaciones de un rublo. Casi todos los estudiantes tenemos tratos con ella. Pero ¡qué miserable es!
Y empezó a darle detalles de su maldad. Bastaba que uno dejara pasar un día después del vencimiento, para que se quedara con el objeto empeñado.
‑Da por la prenda la cuarta parte de su valor y cobra el cinco y hasta el seis por ciento de interés mensual.
El estudiante, que estaba hablador, dijo también que la usurera tenía una hermana, Lisbeth, y que la menuda y horrible vieja la vapuleaba sin ningún miramiento, a pesar de que Lisbeth medía aproximadamente un metro ochenta de altura.
‑¡Una mujer fenomenal! ‑exclamó el estudiante, echándose a reír.
Desde este momento, el tema de la charla fue Lisbeth. El estudiante hablaba de ella con un placer especial y sin dejar de reír. El oficial, que le escuchaba atentamente, le rogó que le enviara a Lisbeth para comprarle alguna ropa interior que necesitaba.
Raskolnikof no perdió una sola palabra de la conversación y se enteró de ciertas cosas: Lisbeth era medio hermana de Alena (tuvieron madres diferentes) y mucho más joven que ella, pues tenía treinta y cinco años. La vieja la hacía trabajar noche y día. Además de que guisaba y lavaba la ropa para su hermana y ella, cosía y fregaba suelos fuera de casa, y todo lo que ganaba se lo entregaba a Alena. No se atrevía a aceptar ningún encargo, ningún trabajo, sin la autorización de la vieja. Sin embargo, Alena ‑Lisbeth lo sabía‑ había hecho ya testamento y, según él, su hermana sólo heredaba los muebles. Dinero, ni un céntimo: lo legaba todo a un monasterio del distrito de N. para pagar una serie perpetua de oraciones por el descanso de su alma.
Lisbeth procedía de la pequeña burguesía del tchin[L19] . Era una mujer desgalichada, de talla desmedida, de piernas largas y torcidas y pies enormes, como toda su persona, siempre calzados con zapatos ligeros. Lo que más asombraba y divertía al estudiante era que Lisbeth estaba continuamente encinta.
‑Pero ¿no has dicho que no vale nada? ‑inquirió el oficial.
‑Tiene la piel negruzca y parece un soldado disfrazado de mujer, pero no puede decirse que sea fea. Su cara no está mal, y menos sus ojos. La prueba es que gusta mucho. Es tan dulce, tan humilde, tan resignada... La pobre no sabe decir a nada que no: hace todo lo que le piden... ¿Y su sonrisa? ¡Ah, su sonrisa es encantadora!
‑Ya veo que a ti también te gusta ‑dijo el oficial, echándose a reír.
‑Por su extravagancia. En cambio, a esa maldita vieja, la mataría y le robaría sin ningún remordimiento, ¡palabra! ‑exclamó con vehemencia el estudiante.
El oficial lanzó una nueva carcajada, y Raskolnikof se estremeció. ¡Qué extraño era todo aquello!
‑Oye ‑dijo el estudiante, cada vez más acalorado‑, quiero exponerte una cuestión seria. Naturalmente, he hablado en broma, pero escucha. Por un lado tenemos una mujer imbécil, vieja, enferma, mezquina, perversa, que no es útil a nadie, sino que, por el contrario, es toda maldad y ni ella misma sabe por qué vive. Mañana morirá de muerte natural... ¿Me sigues? ¿Comprendes?
‑Sí ‑afirmó el oficial, observando atentamente a su entusiasmado amigo.
‑Continúo. Por otro lado tenemos fuerzas frescas, jóvenes, que se pierden, faltas de sostén, por todas partes, a miles. Cien, mil obras útiles se podrían mantener y mejorar con el dinero que esa vieja destina a un monasterio. Centenares, tal vez millares de vidas, se podrían encauzar por el buen camino; multitud de familias se podrían salvar de la miseria, del vicio, de la corrupción, de la muerte, de los hospitales para enfermedades venéreas..., todo con el dinero de esa mujer. Si uno la matase y se apoderara de su dinero para destinarlo al bien de la humanidad, ¿no crees que el crimen, el pequeño crimen, quedaría ampliamente compensado por los millares de buenas acciones del criminal? A cambio de una sola vida, miles de seres salvados de la corrupción. Por una sola muerte, cien vidas. Es una cuestión puramente aritmética. Además, ¿qué puede pesar en la balanza social la vida de una anciana esmirriada, estúpida y cruel? No más que la vida de un piojo o de una cucaracha. Y yo diría que menos, pues esa vieja es un ser nocivo, lleno de maldad, que mina la vida de otros seres. Hace poco le mordió un dedo a Lisbeth y casi se lo arranca.
‑Sin duda -admitió el oficial‑, no merece vivir. Pero la Naturaleza tiene sus derechos.
‑¡Alto! A la Naturaleza se la corrige, se la dirige. De lo contrario, los prejuicios nos aplastarían. No tendríamos ni siquiera un solo gran hombre. Se habla del deber, de la conciencia, y no tengo nada que decir en contra, pero me pregunto qué concepto tenemos de ellos. Ahora voy a hacerte otra pregunta.
‑No, perdona; ahora me toca a mí; yo también tengo algo que preguntarte.
‑Te escucho.
‑Pues bien, la pregunta es ésta. Has hablado con elocuencia, pero dime: ¿serías capaz de matar a esa vieja con tus propias manos?
‑¡Claro que no! Estoy hablando en nombre de la justicia. No se trata de mí.
‑Pues yo creo que si tú no te atreves a hacerlo, no puedes hablar de justicia... Ahora vamos a jugar otra partida.
Raskolnikof se sentía profundamente agitado. Ciertamente, aquello no eran más que palabras, una conversación de las más corrientes sostenida por gente joven. Más de una vez había oído charlas análogas, con algunas variantes y sobre temas distintos. Pero ¿por qué había oído expresar tales pensamientos en el momento mismo en que ideas idénticas habían germinado en su cerebro? ¿Y por qué, cuando acababa de salir de casa de Alena Ivanovna con aquella idea embrionaria en su mente, había ido a sentarse al lado de unas personas que estaban hablando de la vieja?
Esta coincidencia le parecía siempre extraña. La insignificante conversación de café ejerció una influencia extraordinaria sobre él durante todo el desarrollo del plan. Ciertamente, pareció haber intervenido en todo ello la fuerza del destino.

Al regresar de la plaza se dejó caer en el diván y estuvo inmóvil una hora entera. Entre tanto, la oscuridad había invadido la habitación. No tenía velas. Por otra parte, ni siquiera pensó en encender una luz. Más adelante, nunca pudo recordar si había pensado algo en aquellos momentos. Finalmente, sintió de nuevo escalofríos de fiebre y pensó con satisfacción que podía acostarse en el diván sin tener que quitarse la ropa. Pronto se sumió en un sueño pesado como el plomo.
Durmió largamente y casi sin soñar. A las diez de la mañana siguiente, Nastasia entró en la habitación. No conseguía despertarlo. Le llevaba pan y un poco de té en su propia tetera, como el día anterior.
‑¡Eh! ¿Todavía acostado? ‑gritó, indignada‑. ¡No haces más que dormir!
Raskolnikof se levantó con un gran esfuerzo. Le dolía la cabeza. Dio una vuelta por el cuarto y volvió a echarse en el diván.
‑¿Otra vez a dormir? ‑exclamó Nastasia‑. ¿Es que estás enfermo?
Raskolnikof no contestó.
‑¿Quieres té?
‑Más tarde ‑repuso el joven penosamente. Luego cerró los ojos y se volvió de cara a la pared.
Nastasia estuvo un momento contemplándolo.
‑A lo mejor está enfermo de verdad -murmuró mientras se marchaba.
A las dos volvió a aparecer con la sopa. Él estaba todavía acostado y no había probado el té. Nastasia se sintió incluso ofendida y empezó a zarandearlo.
‑¿A qué viene tanta modorra? ‑gruñó, mirándole con desprecio.
Él se sentó en el diván, pero no pronunció ni una palabra. Permaneció con la mirada fija en el suelo.
‑¡Bueno! Pero ¿estás enfermo o qué? ‑preguntó Nastasia.
Esta segunda pregunta quedó tan sin respuesta como la primera.
‑Debes salir ‑dijo Nastasia tras un silencio‑. Te conviene tomar un poco el aire. Comerás, ¿verdad?
‑Más tarde ‑balbuceó débilmente Raskolnikof‑. Ahora vete.
Y reforzó estas palabras con un ademán.
Ella permaneció todavía un momento en el cuarto, mirándolo con un gesto de compasión. Luego se fue.
Minutos después, Raskolnikof abrió los ojos, contempló largamente la sopa y el té, cogió la cuchara y empezó a comer.
Dio tres o cuatro cucharadas, sin apetito, maquinalmente. Se le había calmado el dolor de cabeza. Cuando terminó de comer se echó de nuevo en el diván. Pero no pudo dormir y se quedó inmóvil, de bruces, con la cabeza hundida en la almohada. Soñaba, y su sueño era extraño. Se imaginaba estar en África, en Egipto... La caravana con la que iba se había detenido en un oasis. Los camellos estaban echados, descansando. Las palmeras que los rodeaban balanceaban sus tupidos penachos. Los viajeros se disponían a comer, pero Raskolnikof prefería beber agua de un riachuelo que corría cerca de él con un rumoreo cantarín. El aire era deliciosamente fresco. El agua, fría y de un azul maravilloso, corría sobre un lecho de piedras multicolores y arena blanca con reflejos dorados...
De súbito, las campanadas de un reloj resonaron claramente en su oído. Se estremeció, volvió a la realidad, levantó la cabeza y miró hacia la ventana. Entonces recobró por completo la lucidez y se levantó precipitadamente, como si lo arrancaran del diván. Se acercó a la puerta de puntillas, la entreabrió cautelosamente y aguzó el oído, tratando de percibir cualquier ruido que pudiera llegar de la escalera.
Su corazón latía con violencia. En la escalera reinaba la calma más absoluta; la casa entera parecía dormir... La idea de que había estado sumido desde el día anterior en un profundo sueño, sin haber hecho nada, sin haber preparado nada, le sorprendió: su proceder era absurdo, incomprensible. Sin duda, eran las campanadas de las seis las que acababa de ofr... Súbitamente, a su embotamiento y a su inercia sucedió una actividad extraordinaria, desatinada y febril. Sin embargo, los preparativos eran fáciles y no exigían mucho tiempo. Raskolnikof procuraba pensar en todo, no olvidarse de nada. Su corazón seguía latiendo con tal violencia, que dificultaba su respiración. Ante todo, había que preparar un nudo corredizo y coserlo en el forro del gabán. Trabajo de un minuto. Introdujo la mano debajo de la almohada, sacó la ropa interior que había puesto allí y eligió una camisa sucia y hecha jirones. Con varias tiras formó un cordón de unos cinco centímetros de ancho y treinta y cinco de largo. Lo dobló en dos, se quitó el gabán de verano, de un tejido de algodón tupido y sólido (el único sobretodo que tenla) y empezó a coser el extremo del cordón debajo del sobaco izquierdo. Sus manos temblaban. Sin embargo, su trabajo resultó tan perfecto, que cuando volvió a ponerse el gabán no se veía por la parte exterior el menor indicio de costura. El hilo y la aguja se los había procurado hacía tiempo y los guardaba, envueltos en un papel, en el cajón de su mesa. Aquel nudo corredizo, destinado a sostener el hacha, constituía un ingenioso detalle de su plan. No era cosa de ir por la calle con un hacha en la mano. Por otra parte, si se hubiese limitado a esconder el hacha debajo del gabán, sosteniéndola por fuera, se habría visto obligado a mantener continuamente la mano en el mismo sitio, lo cual habría llamado la atención. El nudo corredizo le permitía llevar colgada el hacha y recorrer así todo el camino, sin riesgo alguno de que se le cayera. Además, llevando la mano en el bolsillo del gabán, podría sujetar por un extremo el mango del hacha e impedir su balanceo. Dada la amplitud de la prenda, que era un verdadero saco, no había peligro de que desde el exterior se viera lo que estaba haciendo aquella mano.
Terminada esta operación, Raskolnikof introdujo los dedos en una pequeña hendidura que había entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo objeto que desde hacía tiempo tenía allí escondido. No se trataba de ningún objeto de valor, sino simplemente de un trocito de madera pulida del tamaño de una pitillera. Lo había encontrado casualmente un día, durante uno de sus paseos, en un patio contiguo a un taller. Después le añadió una planchita de hierro, delgada y pulida de tamaño un poco menor, que también, y aquel mismo día, se había encontrado en la calle. Juntó ambas cosas, las ató firmemente con un hilo y las envolvió en un papel blanco, dando al paquetito el aspecto más elegante posible y procurando que las ligaduras no se pudieran deshacer sin dificultad. Así apartaría la atención de la vieja de su persona por unos instantes, y él podría aprovechar la ocasión. La planchita de hierro no tenía más misión que aumentar el peso del envoltorio, de modo que la usurera no pudiera sospechar, aunque sólo fuera por unos momentos, que la supuesta prenda de empeño era un simple trozo de madera. Raskolnikof lo había guardado todo debajo del diván, diciéndose que ya lo retiraría cuando lo necesitara.
Poco después oyó voces en el patio.
‑¡Ya son más de las seis!
‑¡Dios mío, cómo pasa el tiempo!
Corrió a la puerta, escuchó, cogió su sombrero y empezó a bajar la escalera cautelosamente, con paso silencioso, felino... Le faltaba la operación más importante: robar el hacha de la cocina. Hacía ya tiempo que había elegido el hacha como instrumento. Él tenía una especie de podadera, pero esta herramienta no le inspiraba confianza, y todavía desconfiaba más de sus fuerzas. Por eso había escogido definitivamente el hacha.
Respecto a estas resoluciones, hemos de observar un hecho sorprendente: a medida que se afirmaban, le parecían más absurdas y monstruosas. A pesar de la lucha espantosa que se estaba librando en su alma, Raskolnikof no podía admitir en modo alguno que sus proyectos llegaran a realizarse.
Es más, si todo hubiese quedado de pronto resuelto, si todas las dudas se hubiesen desvanecido y todas las dificultades se hubiesen allanado, él, seguramente, habría renunciado en el acto a su proyecto, por considerarlo disparatado, monstruoso. Pero quedaban aún infinidad de puntos por dilucidar, numerosos problemas por resolver. Procurarse el hacha era un detalle insignificante que no le inquietaba lo más mínimo. ¡Si todo fuera tan fácil! Al atardecer, Nastasia no estaba nunca en casa: o pasaba a la de algún vecino o bajaba a las tiendas. Y siempre se dejaba la puerta abierta. Estas ausencias eran la causa de las continuas amonestaciones que recibía de su dueña. Así, bastaría entrar silenciosamente en la cocina y coger el hacha; y después, una hora más tarde, cuando todo hubiera terminado, volver a dejarla en su sitio. Pero esto último tal vez no fuera tan fácil. Podía ocurrir que cuando él volviera y fuese a dejar el hacha en su sitio, Nastasia estuviera ya en la casa. Naturalmente, en este caso, él tendría que subir a su aposento y esperar una nueva ocasión. Pero ¿y si ella, entre tanto, advertía la desaparición del hacha y la buscaba primero y después empezaba a dar gritos? He aquí cómo nacen las sospechas o, cuando menos, cómo pueden nacer.
Sin embargo, esto no eran sino pequeños detalles en los que no quería pensar. Por otra parte, no tenía tiempo. Sólo pensaba en la esencia del asunto: los puntos secundarios los dejaba para el momento en que se dispusiera a obrar. Pero esto último le parecía completamente imposible. No concebía que pudiera dar por terminadas sus reflexiones, levantarse y dirigirse a aquella casa. Incluso en su reciente «ensayo» (es decir, la visita que había hecho a la vieja para efectuar un reconocimiento definitivo en el lugar de la acción) distó mucho de creer que obraba en serio. Se había dicho: «Vamos a ver. Hagamos un ensayo, en vez de limitarnos a dejar correr la imaginación.» Pero no había podido desempeñar su papel hasta el último momento: habíase indignado contra sí mismo. No obstante, parecía que desde el punto de vista moral se podía dar por resuelto el asunto. Su casuística, cortante como una navaja de afeitar, había segado todas las objeciones. Pero cuando ya no pudo encontrarlas dentro de él, en su espíritu, empezó a buscarlas fuera, con la obstinación propia de su esclavitud mental, deseoso de hallar un garfio que lo retuviera.
Los imprevistos y decisivos acontecimientos del día anterior lo gobernaban de un modo poco menos que automático. Era como si alguien le llevara de la mano y le arrastrara con una fuerza irresistible, ciega, sobrehumana; como si un pico de sus ropas hubiera quedado prendido en un engranaje y él sintiera que su propio cuerpo iba a ser atrapado por las ruedas dentadas.
Al principio ‑de esto hacía ya bastante tiempo‑, lo que más le preocupaba era el motivo de que todos los crímenes se descubrieran fácilmente, de que la pista del culpable se hallara sin ninguna dificultad. Raskolnikof llegó a diversas y curiosas conclusiones. Según él, la razón de todo ello estaba en la personalidad del criminal más que en la imposibilidad material de ocultar el crimen.
En el momento de cometer el crimen, el culpable estaba afectado de una pérdida de voluntad y raciocinio, a los que sustituía una especie de inconsciencia infantil, verdaderamente monstruosa, precisamente en el momento en que la prudencia y la cordura le eran más necesarias. Atribuía este eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad a una enfermedad que se desarrollaba lentamente, alcanzaba su máxima intensidad poco antes de la perpetración del crimen, se mantenía en un estado estacionario durante su ejecución y hasta algún tiempo después (el plazo dependía del individuo), y terminaba al fin, como terminan todas las enfermedades.
Raskolnikof se preguntaba si era esta enfermedad la que motivaba el crimen, o si el crimen, por su misma naturaleza, llevaba consigo fenómenos que se confundían con los síntomas patológicos. Pero era incapaz de resolver este problema.
Después de razonar de este modo, se dijo que él estaba a salvo de semejantes trastornos morbosos y que conservaría toda su inteligencia y toda su voluntad durante la ejecución del plan, por la sencilla razón de que este plan no era un crimen. No expondremos la serie de reflexiones que le Ilevaron a esta conclusión. Sólo diremos que las dificultades puramente materiales, el lado práctico del asunto, le preocupaba muy poco.
«Bastaría ‑se decía‑ que conserve toda mi fuerza de voluntad y toda mi lucidez en el momento de llevar la empresa a la práctica. Entonces es cuando habrá que analizar incluso los detalles más ínfimos.»
Pero este momento no llegaba nunca, por la sencilla razón de que Raskolnikof no se sentía capaz de tomar una resolución definitiva. Así, cuando sonó la hora de obrar, todo le pareció extraordinario, imprevisto como un producto del azar.
Antes de que terminara de bajar la escalera, ya le había desconcertado un detalle insignificante. Al llegar al rellano donde se hallaba la cocina de su patrona, cuya puerta estaba abierta como de costumbre, dirigió una mirada furtiva al interior y se preguntó si, aunque Nastasia estuviera ausente, no estaría en la cocina la patrona. Y aunque no estuviera en la cocina, sino en su habitación, ¿tendría la puerta bien cerrada? Si no era así, podría verle en el momento en que él cogía el hacha.
Tras estas conjeturas, se quedó petrificado al ver que Nastasia estaba en la cocina y, además, ocupada. Iba sacando ropa de un cesto y tendiéndola en una cuerda. Al aparecer Raskolnikof, la sirvienta se volvió y le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido. Él pasó fingiendo no haberse dado cuenta de nada. No cabía duda: se había quedado sin hacha. Este contratiempo le abatió profundamente.
«¿De dónde me había sacado yo -me preguntaba mientras bajaba los últimos escalones‑ que era seguro que Nastasia se abría marchado a esta hora?» Estaba anonadado; incluso experimentaba un sentimiento de humillación. Su furor le llevaba a mofarse de sí mismo. Una cólera sorda, salvaje, hervía en él.
Al llegar a la entrada se detuvo indeciso. La idea de irse a pasear sin rumbo no le seducía; la de volver a su habitación, todavía menos. «¡Haber perdido una ocasión tan magnífica!», murmuró, todavía inmóvil y vacilante, ante la oscura garita del portero, cuya puerta estaba abierta. De pronto se estremeció. En el interior de la garita, a dos pasos de él, debajo de un banco que había a la izquierda, brillaba un objeto... Raskolnikof miró en torno de él. Nadie. Se acercó a la puerta andando de puntillas, bajó los dos escalones que había en el umbral y llamó al portero con voz apagada.
«No está. Pero no debe de andar muy lejos, puesto que ha dejado la puerta abierta.»
Se arrojó sobre el hacha (pues era un hacha el brillante objeto), la sacó de debajo del banco, donde estaba entre dos leños, la colgó inmediatamente en el nudo corredizo, introdujo las manos en los bolsillos del gabán y salió de la garita. Nadie le había visto.
«No es mi inteligencia la que me ayuda, sino el diablo», se dijo con una sonrisa extraña.
Esta feliz casualidad le enardeció extraordinariamente. Ya en la calle, echó a andar tranquilamente, sin apresurarse, con objeto de no despertar sospechas. Apenas miraba a los transeúntes y, desde luego, no fijaba su vista en ninguno; su deseo era pasar lo más inadvertido posible.
De súbito se acordó de que su sombrero atraía las miradas de la gente.
«¡Qué estúpido he sido! Anteayer tenía dinero: habría podido comprarme una gorra.»
Y añadió una imprecación que le salió de lo más hondo.
Su mirada se dirigió casualmente al interior de una tienda y vio un reloj que señalaba las siete y diez minutos. No había tiempo que perder. Sin embargo, tenía que dar un rodeo, pues quería entrar en la casa por la parte posterior.
Cuando últimamente pensaba en la situación en que se hallaba en aquel momento, se figuraba que se sentiría aterrado. Pero ahora veía que no era así: no experimentaba miedo alguno. Por su mente desfilaban pensamientos, breves, fugitivos, que no tenían nada que ver con su empresa. Cuando pasó ante los jardines Iusupof[L20] , se dijo que en sus plazas se debían construir fuentes monumentales para refrescar la atmósfera, y seguidamente empezó a conjeturar que si el Jardín de Verano se extendiera hasta el Campo de Marte e incluso se uniera al parque Miguel, la ciudad ganaría mucho con ello. Luego se hizo una pregunta sumamente interesante: ¿por qué los habitantes de las grandes poblaciones tienen la tendencia, incluso cuando no los obliga la necesidad, a vivir en los barrios desprovistos de jardines y fuentes, sucios, llenos de inmundicias y, en consecuencia, de malos olores? Entonces recordó sus propios paseos por la plaza del Mercado y volvió momentáneamente a la realidad.
«¡Qué cosas tan absurdas se le ocurren a uno! lo mejor es no pensar en nada.»
Sin embargo, seguidamente, como en un relámpago de lucidez, se dijo:
«Así les ocurre, sin duda, a los condenados a muerte: cuando los llevan al lugar de la ejecución, se aferran mentalmente a todo lo que ven en su camino[L21] ».
Pero rechazó inmediatamente esta idea.
Ya estaba cerca. Ya veía la casa. Allí estaba su gran puerta cochera...
En esto, un reloj dio una campanada.
«¿Las siete y media ya? Imposible. Ese reloj va adelantado.»
Pero también esta vez tuvo suerte. Como si la cosa fuera intencionada, en el momento en que él llegó ante la casa penetraba por la gran puerta un carro cargado de heno. Raskolnikof se acercó a su lado derecho y pudo entrar sin que nadie lo viese. Al otro lado del carro había gente que disputaba: oyó sus voces. Pero ni nadie le vio a él ni él vio a nadie. Algunas de las ventanas que daban al gran patio estaban abiertas, pero él no levantó la vista: no se atrevió... La escalera que conducía a casa de Alena Ivanovna estaba a la derecha de la puerta. Raskolnikof se dirigió a ella y se detuvo, con la mano en el corazón, como si quisiera frenar sus latidos. Aseguró el hacha en el nudo corredizo, aguzó el oído y empezó a subir, paso a paso sigilosamente. No había nadie. Las puertas estaban cerradas. Pero al llegar al segundo piso, vio una abierta de par en par. Pertenecía a un departamento deshabitado, en el que trabajaban unos pintores. Estos hombres ni siquiera vieron a Raskolnikof. Pero él se detuvo un momento y se dijo: «Aunque hay dos pisos sobre éste, habría sido preferible que no estuvieran aquí esos hombres.»
Continuó en seguida la ascensión y llegó al cuarto piso. Allí estaba la puerta de las habitaciones de la prestamista. El departamento de enfrente seguía desalquilado, a juzgar por las apariencias, y el que estaba debajo mismo del de la vieja, en el tercero, también debía de estar vacío, ya que de su puerta había desaparecido la tarjeta que Raskolnikof había visto en su visita anterior. Sin duda, los inquilinos se habían mudado.
Raskolnikof jadeaba. Estuvo un momento vacilando. «¿No será mejor que me vaya?» Pero ni siquiera se dio respuesta a esta pregunta. Aplicó el oído a la puerta y no oyó nada: en el departamento de Alena Ivanovna reinaba un silencio de muerte. Su atención se desvió entonces hacia la escalera: permaneció un momento inmóvil, atento al menor ruido que pudiera llegar desde abajo...
Luego miró en todas direcciones y comprobó que el hacha estaba en su sitio. Seguidamente se preguntó: «¿No estaré demasiado pálido..., demasiado trastornado? ¡Es tan desconfiada esa vieja! Tal vez me convendría esperar hasta tranquilizarme un poco.» Pero los latidos de su corazón, lejos de normalizarse, eran cada vez más violentos... Ya no pudo contenerse: tendió lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla y tiró. Un momento después insistió con violencia.
No obtuvo respuesta, pero no volvió a llamar: además de no conducir a nada, habría sido una torpeza. No cabía duda de que la vieja estaba en casa; pero era suspicaz y debía de estar sola. Empezaba a conocer sus costumbres...
Aplicó de nuevo el oído a la puerta y... ¿Sería que sus sentidos se habían agudizado en aquellos momentos (cosa muy poco probable), o el ruido que oyó fue perfectamente perceptible? De lo que no le cupo duda es de que percibió que una mano se apoyaba en el pestillo, mientras el borde de un vestido rozaba la puerta. Era evidente que alguien hacía al otro lado de la puerta lo mismo que él estaba haciendo por la parte exterior. Para no dar la impresión de que quería esconderse, Raskolnikof movió los pies y refunfuñó unas palabras. Luego tiró del cordón de la campanilla por tercera vez, sin violencia alguna, discretamente, con objeto de no dejar traslucir la menor impaciencia. Este momento dejaría en él un recuerdo imborrable. Y cuando, más tarde, acudía a su imaginación con perfecta nitidez, no comprendía cómo había podido desplegar tanta astucia en aquel momento en que su inteligencia parecía extinguirse y su cuerpo paralizarse... Un instante después oyó que descorrían el cerrojo.

VII

Como en su visita anterior, Raskolnikof vio que la puerta se entreabría y que en la estrecha abertura aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con desconfianza desde la sombra.
En este momento, el joven perdió la sangre fría y cometió una imprudencia que estuvo a punto de echarlo todo a perder.
Temiendo que la vieja, atemorizada ante la idea de verse a solas con un hombre cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador, intentara cerrar la puerta, Raskolnikof lo impidió mediante un fuerte tirón. La usurera quedó paralizada, pero no soltó el pestillo aunque poco faltó para que cayera de bruces. Después, viendo que la vieja permanecía obstinadamente en el umbral, para no dejarle el paso libre, él se fue derecho a ella. Alena Ivanovna, aterrada, dio un salto atrás e intentó decir algo. Pero no pudo pronunciar una sola palabra y se quedó mirando al joven con los ojos muy abiertos.
‑Buenas tardes, Alena Ivanovna ‑empezó a decir en el tono más indiferente que le fue posible adoptar. Pero sus esfuerzos fueron inútiles: hablaba con voz entrecortada, le temblaban las manos‑. Le traigo..., le traigo... una cosa para empeñar... Pero entremos: quiero que la vea a la luz.
Y entró en el piso sin esperar a que la vieja lo invitara. Ella corrió tras él, dando suelta a su lengua.
‑¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Qué desea?
‑Ya me conoce usted, Alena Ivanovna. Soy Raskolnikof... Tenga; aquí tiene aquello de que le hablé el otro día.
Le ofrecía el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Lo observó con mirada penetrante, con un gesto de desconfianza e indignación. Pasó un minuto. Raskolnikof incluso creyó descubrir un chispazo de burla en aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese adivinado todo.
Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto, que habría huido si aquel mudo examen se hubiese prolongado medio minuto más.
‑¿Por qué me mira así, como si no me conociera? ‑exclamó Raskolnikof de pronto, indignado también‑. Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me dirigiré a otra parte. No tengo por qué perder el tiempo.
Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta pareció ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.
‑¡Es que lo has presentado de un modo!
Y, mirando el paquetito, preguntó:
‑¿Qué me traes?
‑Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.
Alena Ivanovna tendió la mano.
‑Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos le tiemblan. ¿Estás enfermo?
‑Tengo fiebre ‑repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y añadió, con un visible esfuerzo‑: ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come?
Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La usurera le quitó el paquetito de las manos.
‑Pero ¿qué es esto? ‑volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.
‑Una pitillera... de plata... Véala.
‑Pues no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado bien!
Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a Raskolnikof y olvidándose de él momentáneamente.
Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas.
‑Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! ‑exclamó la vieja, volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.
No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.
Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.
La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.
Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves. Conservaba plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía vértigos. Más adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con gran atención y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de sangre... Pronto encontró las llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que él ya había visto.
Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta acolchada confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a otra pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí... Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó..., pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba muerta.
Se inclinó sobre el cadáver para examinarlo de cerca y observó que tenía el cráneo abierto. Iba a tocarlo con el dedo, pero cambió de opinión: esta prueba era innecesaria.
Sobre el entarimado se había formado un charco de sangre. En esto, Raskolnikof vio un cordón en el cuello de la vieja y empezó a tirar de él; pero era demasiado resistente y no se rompía. Además, estaba resbaladizo, impregnado de sangre... Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco lo consiguió: se enganchaba en alguna parte. Perdiendo la paciencia, pensó utilizar el hacha: partiría el cordón descargando un hachazo sobre el cadáver. Pero no se decidió a cometer esta atrocidad. Al fin, tras dos minutos de tanteos, logró cortarlo, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el cuerpo de la muerta. Un instante después, el cordón estaba en sus manos.
Como había supuesto, era una bolsita lo que pendía del cuello de la vieja. También colgaban del cordón una medallita esmaltada y dos cruces, una de madera de ciprés y otra de cobre. La bolsita era de piel de camello; rezumaba grasa y estaba repleta de dinero. Raskolnikof se la guardó en el bolsillo sin abrirla. Arrojó las cruces sobre el cuerpo de la vieja y, esta vez cogiendo el hacha, volvió precipitadamente al dormitorio.
Una impaciencia febril le impulsaba. Cogió las llaves y reanudó la tarea. Pero sus tentativas de abrir los cajones fueron infructuosas, no tanto a causa del temblor de sus manos como de los continuos errores que cometía. Veía, por ejemplo, que una llave no se adaptaba a una cerradura, y se obstinaba en introducirla. De pronto se dijo que aquella gran llave dentada que estaba con las otras pequeñas en el llavero no debía de ser de la cómoda (se acordaba de que ya lo había pensado en su visita anterior), sino de algún cofrecillo, donde tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.
Se separó, pues, de la cómoda y se echó en el suelo para mirar debajo de la cama, pues sabía que era allí donde las viejas solían guardar sus riquezas. En efecto, vio un arca bastante grande ‑de más de un metro de longitud‑, tapizada de tafilete rojo. La llave dentada se ajustaba perfectamente a la cerradura.
Abierta el arca, apareció un paño blanco que cubría todo el contenido. Debajo del paño había una pelliza de piel de liebre con forro rojo. Bajo la piel, un vestido de seda, y debajo de éste, un chal. Más abajo sólo había, al parecer, trozos de tela.
Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo.
«Como la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo.»
De pronto cambió de expresión y se dijo, aterrado:
«¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?»
Pero cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un reloj de oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo aparecieron joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados todavía: pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Algunas de estas joyas estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel de periódico en doble, y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo: introdujo la mano y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su gabán sin abrir los paquetes ni los estuches.
Pero de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un rumor de pasos en la habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de espanto... No, todo estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. Pero de súbito percibió un débil grito, o, mejor, un gemido sordo, entrecortado, que se apagó en seguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte. Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De pronto se levantó empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina. En esta habitación estaba Lisbeth. Tenía en las manos un gran envoltorio y contemplaba atónita el cadáver de su hermana. Estaba pálida como una muerta y parecía no tener fuerzas para gritar. Al ver aparecer a Raskolnikof, empezó a temblar como una hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no pudo; abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno. Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskolnikof en silencio, aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó sobre ella con el hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron con una de esas muecas que solemos observar en los niños pequeños cuando ven algo que les asusta y empiezan a gritar sin apartar la vista de lo que causa su terror.
Era tan cándida la pobre Lisbeth y estaba tan aturdida por el pánico, que ni siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si quisiera apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio. Lisbeth se desplomó. Raskolnikof perdió por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio, después lo dejó caer y corrió al vestíbulo.
Su terror iba en aumento, sobre todo después de aquel segundo crimen que no había proyectado, y sólo pensaba en huir. Si en aquel momento hubiese sido capaz de ver las cosas más claramente, de advertir las dificultades, el horror y lo absurdo de su situación; si hubiese sido capaz de prever los obstáculos que tenía que salvar y los crímenes que aún habría podido cometer para salir de aquella casa y volver a la suya, acaso habría renunciado a la lucha y se habría entregado, pero no por cobardía, sino por el horror que le inspiraban sus crímenes. Esta sensación de horror aumentaba por momentos. Por nada del mundo habría vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las dos habitaciones interiores.
Sin embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros pensamientos. Incluso llegó a caer en una especie de delirio. A veces se olvidaba de las cosas esenciales y fijaba su atención en los detalles más superfluos. Sin embargo, como dirigiera una mirada a la cocina y viese que debajo de un banco había un cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. Sus manos estaban manchadas de sangre, pegajosas. Introdujo el hacha en el cubo; después cogió un trozo de jabón que había en un plato agrietado sobre el alféizar de la ventana y se lavó.
Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos tres minutos frotando el mango, que había recibido salpicaduras de sangre. Lo secó todo con un trapo puesto a secar en una cuerda tendida a través de la cocina, y luego examinó detenidamente el hacha junto a la ventana. Las huellas acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía húmedo.
Después de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su gabán, inspeccionó sus pantalones, su americana, sus botas, tan minuciosamente como le permitió la escasa luz que había en la cocina.
A simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio sospechoso. Sólo las botas estaban manchadas de sangre. Mojó un trapo y las lavó. Pero sabía que no veía bien y que tal vez no percibía manchas perfectamente visibles.
Luego quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un pensamiento angustioso: se decía que tal vez se había vuelto loco, que no se hablaba en disposición de razonar ni de defenderse, que sólo podía ocuparse en cosas que le conducían a la perdición.
«¡Señor! ¡Dios mío! Es preciso huir, huir...» Y corrió al vestíbulo. Entonces sintió el terror más profundo que había sentido en toda su vida. Permaneció un momento inmóvil, como si no pudiera dar crédito a sus ojos: la puerta del piso, la que daba a la escalera, aquella a la que había llamado hacía unos momentos, la puerta por la cual había entrado, estaba entreabierta, y así había estado durante toda su estancia en el piso... Sí, había estado abierta. La vieja se había olvidado de cerrarla, o tal vez no fue olvido, sino precaución... Lo chocante era que él había visto a Lisbeth dentro del piso... ¿Cómo no se le ocurrió pensar que si había entrado sin llamar, la puerta tenía que estar abierta? ¡No iba a haber entrado filtrándose por la pared!
Se arrojó sobre la puerta y echó el cerrojo.
«Acabo de hacer otra tontería. Hay que huir, hay que huir...»
Descorrió el cerrojo, abrió la puerta y aguzó el oído. Así estuvo un buen rato. Se oían gritos lejanos. Sin duda llegaban del portal. Dos fuertes voces cambiaban injurias.
«¿Qué hará ahí esa gente?»
Esperó. Al fin las voces dejaron de oírse, cesaron de pronto. Los que disputaban debían de haberse marchado.
Ya se disponía a salir, cuando la puerta del piso inferior se abrió estrepitosamente, y alguien empezó a bajar la escalera canturreando.
«Pero ¿por qué harán tanto ruido?», pensó.
Cerró de nuevo la puerta, y de nuevo esperó. Al fin todo quedó sumido en un profundo silencio. No se oía ni el rumor más leve. Pero ya iba a bajar, cuando percibió ruido de pasos. El ruido venía de lejos, del principio de la escalera seguramente. Andando el tiempo, Raskolnikof recordó perfectamente que, apenas oyó estos pasos, tuvo el presentimiento de que terminarían en el cuarto piso, de que aquel hombre se dirigía a casa de la vieja. ¿De dónde nació este presentimiento? ¿Acaso el ruido de aquellos pasos tenía alguna particularidad significativa? Eran lentos, pesados, regulares...
Los pasos llegaron al primer piso. Siguieron subiendo. Eran cada vez más perceptibles. Llegó un momento en que incluso se oyó un jadeo asmático... Ya estaba en el tercer piso... «¡Viene aquí, viene aquí...!» Raskolnikof quedó petrificado.. Le parecía estar viviendo una de esas pesadillas en que nos vemos perseguidos por enemigos implacables que están a punto de alcanzarnos y asesinarnos, mientras nosotros nos sentimos como clavados en el suelo, sin poder hacer movimiento alguno para defendernos.
Las pisadas se oían ya en el tramo que terminaba en el cuarto piso. De pronto, Raskolnikof salió de aquel pasmo que le tenía inmóvil, volvió al interior del departamento con paso rápido y seguro, cerró la puerta y echó el cerrojo, todo procurando no hacer ruido.
El instinto lo guiaba. Una vez bien cerrada la puerta, se quedó junto a ella, encogido, conteniendo la respiración.
El desconocido estaba ya en el rellano. Se encontraba frente a Raskolnikof, en el mismo sitio desde donde el joven había tratado de percibir los ruidos del interior hacía un rato, cuando sólo la puerta lo separaba de la vieja.
El visitante respiró varias veces profundamente.
«Debe de ser un hombre alto y grueso», pensó Raskolnikof llevando la mano al mango del hacha. Verdaderamente, todo aquello parecía un mal sueño. El desconocido tiró violentamente del cordón de la campanilla.
Cuando vibró el sonido metálico, al visitante le pareció oír que algo se movía dentro del piso, y durante unos segundos escuchó atentamente. Volvió a llamar, volvió a escuchar y, de pronto, sin poder contener su impaciencia, empezó a sacudir la puerta, asiendo firmemente el tirador.
Raskolnikof miraba aterrado el cerrojo, que se agitaba dentro de la hembrilla, dando la impresión de que iba a saltar de un momento a otro. Un siniestro horror se apoderó de él.
Tan violentas eran las sacudidas, que se comprendían los temores de Raskolnikof. Momentáneamente concibió la idea de sujetar el cerrojo, y con él la puerta, pero desistió al comprender que el otro podía advertirlo. Perdió por completo la serenidad; la cabeza volvía a darle vueltas. «Voy a caer», se dijo. Pero en aquel momento oyó que el desconocido empezaba a hablar, y esto le devolvió la calma.
‑¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? ‑murmuró‑. ¡El diablo las lleve! A las dos: a Alena Ivanovna, la vieja bruja, y a Lisbeth Ivanovna, la belleza idiota... ¡Abrid de una vez, mujerucas...! Están durmiendo, no me cabe duda.
Estaba desesperado. Tiró del cordón lo menos diez veces más y tan fuerte como pudo. Se veía claramente que era un hombre enérgico y que conocía la casa.
En este momento se oyeron, ya muy cerca, unos pasos suaves y rápidos. Evidentemente, otra persona se dirigía al piso cuarto. Raskolnikof no oyó al nuevo visitante hasta que estaban llegando al descansillo.
‑No es posible que no haya nadie ‑dijo el recién llegado con voz sonora y alegre, dirigiéndose al primer visitante, que seguía haciendo sonar la campanilla‑. Buenas tardes, Koch.
«Un hombre joven, a juzgar por su voz», se dijo Raskolnikof inmediatamente.
‑No sé qué demonios ocurre ‑repuso Koch‑. Hace un momento casi echo abajo la puerta... ¿Y usted de qué me conoce?
‑¡Qué mala memoria! Anteayer le gané tres partidas do billar, una tras otra, en el Gambrinus.
‑¡Ah, sí!
‑¿Y dice usted que no están? ¡Qué raro! Hasta me pared imposible. ¿Adónde puede haber ido esa vieja? Tengo que hablar con ella.
‑Yo también tengo que hablarle, amigo mío.
‑¡Qué le vamos a hacer! ‑exclamó el joven‑. Nos tendremos que ir por donde hemos venido. ¡Y yo que creía que saldría de aquí con dinero!
‑¡Claro que nos tendremos que marchar! Pero ¿por qué me citó? Ella misma me dijo que viniera a esta hora. ¡Con la caminata que me he dado para venir de mi casa aquí! ¿Dónde diablo estará? No lo comprendo. Esta bruja decrépita no se mueve nunca de casa, porque apenas puede andar. ¡Y, de pronto, se le ocurre marcharse a dar un paseo!
‑¿Y si preguntáramos al portero?
‑¿Para qué?
‑Para saber si está en casa o cuándo volverá.
‑¡Preguntar, preguntar...! ¡Pero si no sale nunca!
Volvió a sacudir la puerta.
‑¡Es inútil! ¡No hay más solución que marcharse!
‑¡Oiga! ‑exclamó de pronto el joven‑. ¡Fíjese bien! La puerta cede un poco cuando se tira.
‑Bueno, ¿y qué?
‑Esto demuestra que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¿Lo oye resonar cuando se mueve la puerta?
‑¿Y qué?
‑Pero ¿no comprende? Esto prueba que una de ellas está en la casa. Si hubieran salido las dos, habrían cerrado con llave por fuera; de ningún modo habrían podido echar el cerrojo por dentro... ¿Lo oye, lo oye? Hay que estar en casa para poder echar el cerrojo, ¿no comprende? En fin, que están y no quieren abrir.
‑¡Sí! ¡Claro! ¡No cabe duda! ‑exclamó Koch, asombrado‑. Pero ¿qué demonio estarán haciendo?
Y empezó a sacudir la puerta furiosamente.
‑¡Déjelo! Es inútil ‑dijo el joven‑. Hay algo raro en todo esto. Ha llamado usted muchas veces, ha sacudido violentamente la puerta, y no abren. Esto puede significar que las dos están desvanecidas o...
‑¿O qué?
‑Lo mejor es que vayamos a avisar al portero para que vea lo que ocurre.
‑Buena idea.
Los dos se dispusieron a bajar.
‑No ‑dijo el joven‑; usted quédese aquí. Iré yo a buscar al portero.
‑¿Por qué he de quedarme?
‑Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
‑Bien, me quedaré.
‑Óigame: estoy estudiando para juez de instrucción. Aquí hay algo que no está claro; esto es evidente..., ¡evidente!
Después de decir esto en un tono lleno de vehemencia, el joven empezó a bajar la escalera a grandes zancadas.
Cuando se quedó solo, Koch llamó una vez más, discretamente, y luego, pensativo, empezó a sacudir la puerta para convencerse de que el cerrojo estaba echado. Seguidamente se inclinó, jadeante, y aplicó el ojo a la cerradura. Pero no pudo ver nada, porque la llave estaba puesta por dentro.
En pie ante la puerta, Raskolnikof asía fuertemente el mango del hacha. Era presa de una especie de delirio. Estaba dispuesto a luchar con aquellos hombres si conseguían entrar en el departamento. Al oír sus golpes y sus comentarios, más de una vez había estado a punto de poner término a la situación hablándoles a través de la puerta. A veces le dominaba la tentación de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso deseaba que entrasen en el piso. «¡Que acaben de una vez! p, pensaba.
‑Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? ‑murmuró el de fuera.
Habían pasado ya varios minutos y nadie subía. Koch empezaba a perder la calma.
‑Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? ‑gruñó.
Al fin, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso lento, pesado, ruidoso.
«¿Qué hacer, Dios mío
Raskolnikof descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. No se percibía el menor ruido. Sin más vacilaciones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y empezó a bajar. Inmediatamente ‑sólo había bajado tres escalones‑ oyó gran alboroto más abajo. ¿Qué hacer? No había ningún sitio donde esconderse... Volvió a subir a toda prisa.
‑¡Eh, tú! ¡Espera!
El que profería estos gritos acababa de salir de uno de los pisos inferiores y corría escaleras abajo, no ya al galope, sino en tromba.
‑¡Mitri, Mitri, Miiitri! ‑vociferaba hasta desgañitarse‑. ¿Te has vuelto loco? ¡Así vayas a parar al infierno!
Los gritos se apagaron; los últimos habían llegado ya de la entrada. Todo volvió a quedar en silencio. Pero, transcurridos apenas unos segundos, varios hombres que conversaban a grandes voces empezaron a subir tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la sonora voz del joven de antes.
Comprendiendo que no los podía eludir, se fue resueltamente a su encuentro.
«¡Sea lo que Dios quiera! Si me paran, estoy perdido, y si S me dejan pasar, también, pues luego se acordarán de mí.»
El encuentro parecía inevitable. Ya sólo les separaba un piso. Pero, de pronto..., ¡la salvación! Unos escalones más abajo, a su derecha, vio un piso abierto y vacío. Era el departamento del segundo, donde trabajaban los pintores. Como si lo hubiesen hecho adrede, acababan de salir. Seguramente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y alborotando. Los techos estaban recién pintados. En medio de una de las habitaciones había todavía una cubeta, un bote de pintura y un pincel. Raskolnikof se introdujo en el piso furtivamente y se escondió en un rincón. Tuvo el tiempo justo. Los hombres estaban ya en el descansillo. No se detuvieron: siguieron subiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar a voces. Raskolnikof esperó un momento. Después salió de puntillas y se lanzó velozmente escaleras abajo.
Nadie en la. escalera; nadie en el portal. Salió rápidamente y dobló hacia la izquierda.
Sabía perfectamente que aquellos hombres estarían ya en el departamento de la vieja, que les habría sorprendido encontrar abierta la puerta que hacía unos momentos estaba cerrada; que estarían examinando los cadáveres; que en seguida habrían deducido que el criminal se hallaba en el piso cuando ellos llamaron, y que acababa de huir. Y tal vez incluso sospechaban que se había ocultado en el departamento vacío cuando ellos subían.
Sin embargo, Raskolnikof no se atrevía a apresurar el paso; no se atrevía aunque tendría que recorrer aún un centenar de metros para llegar a la primera esquina.
«Si entrara en un portal ‑se decía‑ y me escondiese en la escalera... No, sería una equivocación... ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomara un coche? ¡Tampoco, tampoco...!»
Las ideas se le embrollaban en el cerebro. Al fin vio una callejuela y penetró en ella más muerto que vivo. Era evidente que estaba casi salvado. Allí corría menos riesgo de infundir sospechas. Además, la estrecha calle estaba llena de transeúntes, entre los que él era como un grano de arena,
Pero la tensión de ánimo le había debilitado de tal modo que apenas podía andar. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su semblante; su cuello estaba empapado.
‑¡Vaya merluza, amigo! ‑le gritó una voz cuando desembocaba en el canal.
Había perdido por completo la cabeza; cuanto más andaba, más turbado se sentía.
Al llegar al malecón y verlo casi vacío, el miedo de llamar la atención le sobrecogió, y volvió a la callejuela. Aunque estaba a punto de caer desfallecido, dio un rodeo para llegar a su casa.
Cuando cruzó la puerta, aún no había recobrado la presencia de ánimo. Ya en la escalera, se acordó del hacha. Aún tenía que hacer algo importantísimo: dejar el hacha en su sitio sin llamar la atención.
Raskolnikof no estaba en situación de comprender que, en vez de dejar el hacha en el lugar de donde la había cogido, era preferible deshacerse de ella, arrojándola, por ejemplo, al patio de cualquier casa.
Sin embargo, todo salió a pedir de boca. La puerta de la garita estaba cerrada, pero no con llave. Esto parecía indicar que el portero estaba allí. Sin embargo, Raskolnikof había perdido hasta tal punto la facultad de razonar, que se fue hacia la garita y abrió la puerta.
Si en aquel momento hubiese aparecido el portero y le hubiera preguntado: «¿Qué desea?», él, seguramente, le habría devuelto el hacha con el gesto más natural.
Pero la garita estaba vacía como la vez anterior, y Raskolnikof pudo dejar el hacha debajo del banco, entre los leños, exactamente como la encontró.
Inmediatamente subió a su habitación, sin encontrar a nadie en la escalera. La puerta del departamento de la patrona estaba cerrada.
Ya en su aposento, se echó vestido en el diván y quedó sumido en una especie de inconsciencia que no era la del sueño. Si alguien hubiese entrado entonces en el aposento, Raskolnikof, sin duda, se habría sobresaltado y habría proferido un grito. Su cabeza era un hervidero de retazos de ideas, pero él no podía captar ninguno, por mucho que se empeñaba en ello.


SEGUNDA PARTE



I

Raskolnikof permaneció largo tiempo acostado. A veces, salía a medias de su letargo y se percataba de que la noche estaba muy avanzada, pero no pensaba en levantarse. Cuando el día apuntó, él seguía tendido de bruces en el diván, sin haber logrado sacudir aquel sopor que se había adueñado de todo su ser.
De la calle llegaron a su oído gritos estridentes y aullidos ensordecedores. Estaba acostumbrado a oírlos bajo su ventana todas las noches a eso de las dos. Esta vez el escándalo lo despertó. «Ya salen los borrachos de las tabernas ‑se dijo‑ Deben de ser más de las dos.»
Y dio tal salto, que parecía que le habían arrancado del diván.
«¿Ya las dos? ¿Es posible?»
Se sentó y, de pronto, acudió a su memoria todo lo ocurrido.
En los primeros momentos creyó volverse loco. Sentía un frío glacial, pero esta sensación procedía de la fiebre que se había apoderado de él durante el sueño. Su temblor era tan intenso, que en la habitación resonaba el castañeteo de sus dientes. Un vértigo horrible le invadió. Abrió la puerta y estuvo un momento escuchando. Todo dormía en la casa. Paseó una mirada de asombro sobre sí mismo y por todo cuanto le rodeaba. Había algo que no comprendía. ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado pasar el pestillo de la puerta? Además, se había acostado vestido e incluso con el sombrero, que se le había caído y estaba allí, en el suelo, al lado de su almohada.
«Si alguien entrara, creería que estoy borracho, pero...»
Corrió a la ventana. Había bastante claridad. Se inspeccionó cuidadosamente de pies a cabeza. Miró y remiró sus ropas. ¿Ninguna huella? No, así no podía verse. Se desnudó, aunque seguía temblando por efecto de la fiebre, y volvió a examinar sus ropas con gran atención. Pieza por pieza, las miraba por el derecho y por el revés, temeroso de que le hubiera pasado algo por alto. Todas las prendas, hasta la más insignificante, las examinó tres veces.
Lo único que vio fue unas gotas de sangre coagulada en los desflecados bordes de los bajos del pantalón. Con un cortaplumas cortó estos flecos.
Se dijo que ya no tenía nada más que hacer. Pero de pronto se acordó de que la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del arca de la vieja estaban todavía en sus bolsillos. Aún no había pensado en sacarlos para esconderlos; no se le había ocurrido ni siquiera cuando había examinado las ropas.
En fin, manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos vació los bolsillos sobre la mesa y luego los volvió del revés para convencerse de que no había quedado nada en ellos. Acto seguido se lo llevó todo a un rincón del cuarto, donde el papel estaba roto y despegado a trechos de la pared. En una de las bolsas que el papel formaba introdujo el montón de menudos paquetes. «Todo arreglado» , se dijo alegremente. Y se quedó mirando con gesto estúpido la grieta del papel, que se había abierto todavía más.
De súbito se estremeció de pies a cabeza.
‑¡Señor! ¡Dios mío! ‑murmuró, desesperado‑. ¿Qué he hecho? ¿Qué me ocurre? ¿Es eso un escondite? ¿Es así como se ocultan las cosas?
Sin embargo, hay que tener en cuenta que Raskolnikof no había pensado para nada en aquellas joyas. Creía que sólo se apoderaría de dinero, y esto explica que no tuviera preparado ningún escondrijo. «¿Pero por qué me he alegrado?‑se preguntó‑. ¿No es un disparate esconder así las cosas? No cabe duda de que estoy perdiendo la razón.»
Sintiéndose en el límite de sus fuerzas, se sentó en el diván. Otra vez recorrieron su cuerpo los escalofríos de la fiebre. Maquinalmente se apoderó de su destrozado abrigo de estudiante, que tenía al alcance de la mano, en una silla, y se cubrió con él. Pronto cayó en un sueño que tenía algo de delirio.
Perdió por completo la noción de las cosas; pero al cabo de cinco minutos se despertó, se levantó de un salto y se arrojó con un gesto de angustia sobre sus ropas.
«¿Cómo puedo haberme dormido sin haber hecho nada? El nudo corredizo está todavía en el sitio en que lo cosí. ¡Haber olvidado un detalle tan importante, una prueba tan evidente!» Arrancó el cordón, lo deshizo e introdujo las tiras de tela debajo de su almohada, entre su ropa interior.
«Me parece que esos trozos de tela no pueden infundir sospechas a nadie. Por lo menos, así lo creo», se dijo de pie en medio de la habitación.
Después, con una atención tan tensa que resultaba dolorosa, empezó a mirar en todas direcciones para asegurarse de que no se le había olvidado nada. Ya se sentía torturado por la convicción de que todo le abandonaba, desde la memoria a la más simple facultad de razonar.
«¿Es esto el comienzo del suplicio? Sí, lo es.»
Los flecos que había cortado de los bajos del pantalón estaban todavía en el suelo, en medio del cuarto, expuestos a las miradas del primero que llegase.
‑Pero ¿qué me pasa? ‑exclamó, confundido.
En este momento le asaltó una idea extraña: pensó que acaso sus ropas estaban llenas de manchas de sangre y que él no podía verlas debido a la merma de sus facultades. De pronto se acordó de que la bolsita estaba manchada también. «Hasta en mi bolsillo debe de haber sangre, ya que estaba húmeda cuando me la guardé.» Inmediatamente volvió del revés el bolsillo y vio que, en efecto, había algunas manchas en el forro. Un suspiro de alivio salió de lo más hondo de su pecho y pensó, triunfante: «La razón no me ha abandonado completamente: no he perdido la memoria ni la facultad de reflexionar, puesto que he caído en este detalle. Ha sido sólo un momento de debilidad mental producido por la fiebre.» Y arrancó todo el forro del bolsillo izquierdo del pantalón.
En este momento, un rayo de sol iluminó su bota izquierda, y Raskolnikof descubrió, a través de un agujero del calzado, una mancha acusadora en el calcetín. Se quitó la bota y comprobó que, en efecto, era una mancha de sangre: toda la puntera del calcetín estaba manchada... «Pero ¿qué hacer? ¿Dónde tirar los calcetines, los flecos, el bolsillo...?»
En pie en medio de la habitación, con aquellas piezas acusadoras en las manos, se preguntaba:
«¿Debo de echarlo todo en la estufa? No hay que olvidar que las investigaciones empiezan siempre por las estufas. ¿Y si lo quemara aquí mismo...? Pero ¿cómo, si no tengo cerillas? lo mejor es que me lo lleve y lo tire en cualquier parte. Sí, en cualquier parte y ahora mismo.» Y mientras hacía mentalmente esta afirmación, se sentó de nuevo en el diván. Luego, en vez de poner en práctica sus propósitos, dejó caer la cabeza en la almohada. Volvía a sentir escalofríos. Estaba helado. De nuevo se echó encima su abrigo de estudiante.
Varias horas estuvo tendido en el diván. De vez en cuando pensaba: «Sí, hay que ir a tirar todo esto en cualquier parte, para no pensar más en ello. Hay que ir inmediatamente.» Y más de una vez se agitó en el diván con el propósito de levantarse, pero no le fue posible. Al fin un golpe violento dado en la puerta le sacó de su marasmo.
‑¡Abre si no te has muerto! ‑gritó Nastasia sin dejar de golpear la puerta con el puño‑. Siempre está tumbado. Se pasa el día durmiendo como un perro. ¡Como lo que es! ¡Abre ya! ¡Son más de las diez!
‑Tal vez no esté ‑dijo una voz de hombre.
«La voz del portero ‑se dijo al punto Raskolnikof‑. ¿Qué querrá de mí?»
Se levantó de un salto y quedó sentado en el diván. El corazón le latía tan violentamente, que le hacía daño.
‑Y echado el pestillo ‑observó Nastasia‑. Por lo visto, tiene miedo de que se lo lleven... ¿Quieres levantarte y abrir de una vez?
«¿Qué querrán? ¿Qué hace aquí el portero? ¡Se ha descubierto todo, no cabe duda! ¿Debo abrir o hacerme el sordo? ¡Así cojan la peste!»
Se levantó a medias, tendió el brazo y tiró del pestillo. La habitación era tan estrecha, que podía abrir la puerta sin dejar el diván.
No se había equivocado: eran Nastasia y el portero.
La sirvienta le dirigió una mirada extraña. Raskolnikof miraba al portero con desesperada osadía. Éste presentaba al joven un papel gris, doblado y burdamente lacrado.
‑Esto han traído de la comisaría.
‑¿De qué comisaría?
‑De la comisaría de policía. ¿De qué comisaría ha de ser?
‑Pero ¿qué quiere de mí la policía?
‑¿Yo qué sé? Es una citación y tiene que ir.
Miró fijamente a Raskolnikof, pasó una mirada por el aposento y se dispuso a marcharse.
‑Tienes cara de enfermo ‑dijo Nastasia, que no quitaba ojo a Raskolnikof. Al oír estas palabras, el portero volvió la cabeza, y la sirvienta le dijo‑: Tiene fiebre desde ayer.
Raskolnikof no contestó. Tenía aún el pliego en la mano, sin abrirlo.
‑Quédate acostado ‑dijo Nastasia, compadecida, al ver que Raskolnikof se disponía a levantarse‑. Si estás enfermo, no vayas. No hay prisa.
Tras una pausa, preguntó:
‑¿Qué tienes en la mano?
Raskolnikof siguió la mirada de la sirvienta y vio en su mano derecha los flecos del pantalón, los calcetines y el bolsillo. Había dormido así. Más tarde recordó que en las vagas vigilias que interrumpían su sueño febril apretaba todo aquello fuertemente con la mano y que volvía a dormirse sin abrirla.
‑¡Recoges unos pingajos y duermes con ellos como si fueran un tesoro!
Se echó a reír con su risa histérica. Raskolnikof se apresuró a esconder debajo del gabán el triple cuerpo del delito y fijó en la doméstica una mirada retadora.
Aunque en aquellos momentos fuera incapaz de discurrir con lucidez, se dio cuenta de que estaba recibiendo un trato muy distinto al que se da a una persona a la que van a detener.
Pero... ¿por qué le citaba la policía?
‑Debes tomar un poco de té. Voy a traértelo. ¿Quieres? Ha sobrado.
‑No, no quiero té ‑balbuceó‑. Voy a ver qué quiere la policía. Ahora mismo voy a presentarme.
‑¡Pero si no podrás ni bajar la escalera!
‑He dicho que voy.
‑Allá tú.
Salió detrás del portero. Inmediatamente, Raskolnikof se acercó a la ventana y examinó a la luz del día los calcetines y los flecos.
«Las manchas están, pero apenas se ven: el barro y el roce de la bota las ha esfumado. El que no lo sepa, no las verá. Por lo tanto y afortunadamente, Nastasia no las ha podido ver: estaba demasiado lejos.»
Entonces abrió el pliego con mano temblorosa. Hubo de leerlo y releerlo varias veces para comprender lo que decía. Era una citación redactada en la forma corriente, en la que se le indicaba que debía presentarse aquel mismo día, a las nueve y media, en la comisaría del distrito.
«¡Qué cosa más rara! ‑se dijo mientras se apoderaba de él una dolorosa ansiedad‑. No tengo nada que ver con la policía, y me cita precisamente hoy. ¡Señor, que termine esto cuanto antes!»
Iba a arrodillarse para rezar, pero, en vez de hacerlo, se echó a reír. No se reía de los rezos, sino de sí mismo. Empezó a vestirse rápidamente.
«Si he de morir, ¿qué le vamos a hacer?»
Y se dijo inmediatamente:
«He de ponerme los calcetines. El polvo de las calles cubrirá las manchas.»
Apenas se hubo puesto el calcetín ensangrentado, se lo quitó con un gesto de horror e inquietud. Pero en seguida recordó que no tenía otros, y se lo volvió a poner, echándose de nuevo a reír.
«¡Bah! esto no son más que prejuicios. Todo es relativo en este mundo: los hábitos, las apariencias..., todo, en fin.»
Sin embargo, temblaba de pies a cabeza.
«Ya está; ya lo tengo puesto y bien puesto.»
Pronto pasó de la hilaridad a la desesperación.
«¡Esto es superior a mis fuerzas!»
Las piernas le temblaban.
‑¿De miedo? ‑barbotó.
Todo le daba vueltas; le dolía la cabeza a consecuencia de la fiebre.
«¡Esto es una celada! Quieren atraerme, cogerme desprevenido ‑pensó mientras se dirigía a la escalera‑. Lo peor es que estoy aturdido, que puedo decir lo que no debo.»
Ya en la escalera, recordó que las joyas robadas estaban aún donde las había puesto, detrás del papel despegado y roto de la pared de la habitación.
«Tal vez hagan un registro aprovechando mi ausencia.»
Se detuvo un momento, pero era tal la desesperación que le dominaba, era su desesperación. Tan cínica, tan profunda, que hizo un gesto de impotencia y continuó su camino.
«¡Con tal que todo termine rápidamente...!»
El calor era tan insoportable como en los días anteriores. Hacía tiempo que no había caído ni una gota de agua. Siempre aquel polvo aquellos montones de cal y de ladrillos que obstruían las calles. Y el hedor de las tiendas llenas de suciedad, y de las tabernas, y aquel hervidero de borrachos, buhoneros, coches de alquiler...
El fuerte sol le cegó y le produjo vértigos. Los ojos le dolían hasta el extremo de que no podía abrirlos. (Así les ocurre en los días de sol a todos los que tienen fiebre.)
Al llegar a la esquina de la calle que había tomado el día anterior dirigió una mirada furtiva y angustiosa a la casa... y volvió enseguida los ojos.
«Si me interrogan, tal vez confiese», pensaba mientras se iba acercando a la comisaría.
La comisaría se había trasladado al cuarto piso de una casa nueva situada a unos trescientos metros de su alojamiento. Raskolnikof había ido una vez al antiguo local de la policía, pero de esto hacía mucho tiempo.
Al cruzar la puerta vio a la derecha una escalera, por la que bajaba un mujik con un cuaderno en la mano.
«Debe de ser un ordenanza. Por lo tanto, esa escalera conduce a la comisaría.»
‑ Y, aunque no estaba seguro de ello, empezó a subir. No quería preguntar a nadie.
«Entraré, me pondré de rodillas y lo confesaré todo», pensaba mientras se iba acercando al cuarto piso.
La escalera, pina y dura, rezumaba suciedad. Las cocinas de los cuatro pisos daban a ella y sus puertas estaban todo el día abiertas de par en par. El calor era asfixiante. Se veían subir y bajar ordenanzas con sus carpetas debajo del brazo, agentes y toda suerte de individuos de ambos sexos que tenían algún asunto en la comisaría. La puerta de las oficinas estaba abierta. Raskolnikof entró y se detuvo en la antesala, donde había varios mujiks. El calor era allí tan insoportable como en la escalera. Además, el local estaba recién pintado y se desprendía de él un olor que daba náuseas.
Después de haber esperado un momento, el joven pasó a la pieza contigua. Todas las habitaciones eran reducidas y bajas de techo. La impaciencia le impedía seguir esperando y le impulsaba a avanzar. Nadie le prestaba la menor atención. En la segunda dependencia trabajaban varios escribientes que no iban mucho mejor vestidos que él. Todos tenían un aspecto extraño. Raskolnikof se dirigió a uno de ellos.
‑¿Qué quieres?
El joven le mostró la citación.
‑¿Es usted estudiante? ‑preguntó otro, tras haber echado una ojeada al papel.
‑Sí, estudiaba.
El escribiente lo observó sin ningún interés. Era un hombre de cabellos enmarañados y mirada vaga. Parecía dominado por una idea fija.
«Por este hombre no me enteraré de nada. Todo le es indiferente», pensó Raskolnikof.
‑Vaya usted al secretario ‑dijo el escribiente, señalando con el dedo la habitación del fondo.
Raskolnikof se dirigió a ella. Esta pieza, la cuarta, era sumamente reducida y estaba llena de gente. Las personas que había en ella iban un poco mejor vestidas que las que el joven acababa de ver. Entre ellas había dos mujeres. Una iba de luto y vestía pobremente. Estaba sentada ante el secretario y escribía lo que él le dictaba. La otra era de formas opulentas y cara colorada. Vestía ricamente y llevaba en el pecho un broche de gran tamaño. Estaba aparte y parecía esperar algo. Raskolnikof presentó el papel al secretario. Éste le dirigió una ojeada y dijo:
‑¡Espere!
Después siguió dictando a la dama enlutada.
El joven respiró. «No me han llamado por lo que yo creía», se dijo. Y fue recobrándose poco a poco.
Luego pensó: «La menor torpeza, la menor imprudencia puede perderme... Es lástima que no circule más aire aquí. Uno se ahoga. La cabeza me da más vueltas que nunca y soy incapaz de discurrir.»
Sentía un profundo malestar y temía no poder vencerlo. Trataba de fijar su pensamiento en cuestiones indiferentes, pero no lo conseguía. Sin embargo, el secretario le interesaba vivamente. Se dedicó a estudiar su fisonomía. Era un joven de unos veintidós años, pero su rostro, cetrino y lleno de movilidad, le hacía parecer menos joven. Iba vestido a la última moda. Una raya que era una obra de arte dividía en dos sus cabellos, brillantes de cosmético. Sus dedos, blancos y perfectamente cuidados, estaban cargados de sortijas. En su chaleco pendían varias cadenas de oro. Con gran desenvoltura, cambió unas palabras en francés con un extranjero que se hallaba cerca de él.
‑Siéntese, Luisa Ivanovna ‑dijo después a la gruesa, colorada y ricamente ataviada señora, que permanecía en pie, como si no se atreviera a sentarse, aunque tenía una silla a su lado.
‑Ich danke [L22] ‑respondió Luisa lvanovna en voz baja.
Se sentó con un frufrú de sedas. Su vestido, azul pálido guarnecido de blancos encajes, se hinchó en torno de ella como un globo y llenó casi la mitad de la pieza, a la vez que un exquisito perfume se esparcía por la habitación. Pero ella parecía avergonzada de ocupar tanto espacio y oler tan bien. Sonreía con una expresión de temor y timidez y daba muestras de intranquilidad.
Al fin la dama enlutada se levantó, terminado el asunto que la había llevado allí.
En este momento entró ruidosamente un oficial, con aire resuelto y moviendo los hombros a cada paso. Echó sobre la mesa su gorra, adornada con una escarapela, y se sentó en un sillón. La dama lujosamente ataviada se apresuró a levantarse apenas le vio, y empezó a saludarle con un ardor extraordinario, y aunque él no le prestó la menor atención, ella no osó volver a sentarse en su presencia. Este personaje era el ayudante del comisario de policía. Ostentaba unos grandes bigotes rojizos que sobresalían horizontalmente por los dos lados de su cara. Sus facciones, extremadamente finas, sólo expresaban cierto descaro.
Miró a Raskolnikof al soslayo e incluso con una especie de indignación. Su aspecto era por demás miserable, pero su actitud no tenía nada de modesta.
Raskolnikof cometió la imprudencia de sostener con tanta osadía aquella mirada, que el funcionario se sintió ofendido.
‑¿Qué haces aquí tú? ‑exclamó éste, asombrado sin duda de que semejante desharrapado no bajara los ojos ante su mirada fulgurante.
‑He venido porque me han llamado ‑repuso Raskolnikof‑. He recibido una citación.
‑Es ese estudiante al que se reclama el pago de una deuda ‑se apresuró a decir el secretario, levantando la cabeza de sus papeles‑. Aquí está ‑y presentó un cuaderno a Raskolnikof, señalándole lo que debía leer.
«¿Una deuda...? ¿Qué deuda? ‑pensó Raskolnikof‑. El caso es que ya estoy seguro de que no se me llama por... aquello.»
Se estremeció de alegría. De súbito experimentó un alivio inmenso, indecible, un bienestar inefable.
‑Pero ¿a qué hora le han dicho que viniera? ‑le gritó el ayudante, cuyo mal humor había ido en aumento‑. Le han citado a las nueve y media, y son ya más de las once.
‑No me han entregado la citación hasta hace un cuarto de hora ‑repuso Raskolnikof en voz no menos alta. Se había apoderado de él una cólera repentina y se entregaba a ella con cierto placer‑. ¡Bastante he hecho con venir enfermo y con fiebre!
‑¡No grite, no grite!
‑Yo no grito; estoy hablando como debo. Usted es el que grita. Soy estudiante y no tengo por qué tolerar que se dirijan a mí en ese tono.
Esta respuesta irritó de tal modo al oficial, que no pudo contestar en seguida: sólo sonidos inarticulados salieron de sus contraídos labios. Después saltó de su asiento.
‑¡Silencio! ¡Está usted en la comisaría! Aquí no se admiten insolencias.
‑¡También usted está en la comisaría! ‑replicó Raskolnikof‑, y, no contento con proferir esos gritos, está fumando, lo que es una falta de respeto hacia todos nosotros.
Al pronunciar estas palabras experimentaba un placer indescriptible.
El secretario presenciaba la escena con una sonrisa. El fogoso ayudante pareció dudar un momento.
‑¡Eso no le incumbe a usted! ‑respondió al fin con afectados gritos‑. Lo que ha de hacer es prestar la declaración que se le pide. Enséñele el documento, Alejandro Grigorevitch. Se ha presentado una denuncia contra usted. ¡Usted no paga sus deudas! ¡Buen pájaro está hecho!
Pero Raskolnikof ya no le escuchaba: se había apoderado ávidamente del papel y trataba, con visible impaciencia, de hallar la clave del enigma. Una y otra vez leyó el documento, sin conseguir entender ni una palabra.
‑Pero ¿qué es esto? ‑preguntó al secretario.
‑Un efecto comercial cuyo pago se le reclama. Ha de entregar usted el importe de la deuda, más las costas, la multa, etcétera, o declarar por escrito en qué fecha podrá hacerlo. Al mismo tiempo, habrá de comprometerse a no salir de la capital, y también a no vender ni empeñar nada de lo que posee hasta que haya pagado su deuda. Su acreedor, en cambio, tiene entera libertad para poner en venta los bienes de usted y solicitar la aplicación de la ley.
‑¡Pero si yo no debo nada a nadie!
‑Ese punto no es de nuestra incumbencia. A nosotros se nos ha remitido un efecto protestado de ciento quince rublos, firmado por usted hace nueve meses en favor de la señora Zarnitzine, viuda de un asesor escolar, efecto que esta señora ha enviado al consejero Tchebarof en pago de una cuenta. En vista de ello, nosotros le hemos citado a usted para tomarle declaración.
‑¡Pero si esa señora es mi patrona!
‑¡Y eso qué importa!
El secretario le miraba con una sonrisa de superioridad e indulgencia, como a un novicio que empieza a aprender a costa suya lo que significa ser deudor. Era como si le dijese: «¿Eh? ¿Qué te ha parecido?»
Pero ¿qué importaban en aquel momento a Raskolnikof las reclamaciones de su patrona? ¿Valía la pena que se inquietara por semejante asunto, y ni siquiera que le prestara la menor atención? Estaba allí leyendo, escuchando, respondiendo, incluso preguntando, pero todo lo hacía maquinalmente. Todo su ser estaba lleno de la felicidad de sentirse a salvo, de haberse librado del temor que hacía unos instantes lo sobrecogía. Por el momento, había expulsado de su mente el análisis de su situación, todas las preocupaciones y previsiones temerosas. Fue un momento de alegría absoluta, animal.
Pero de pronto se desencadenó una tormenta en el despacho. El ayudante del comisario, todavía bajo los efectos de la afrenta que acababa de sufrir y deseoso de resarcirse, empezó de improviso a poner de vuelta y media a la dama del lujoso vestido, la cual, desde que le había visto entrar, no cesaba de mirarle con una sonrisa estúpida.
‑Y tú, bribona ‑le gritó a pleno pulmón, después de comprobar que la señora de luto se había marchado ya‑, ¿qué ha pasado en tu casa esta noche? Dime: ¿qué ha pasado? Habéis despertado a todos los vecinos con vuestros gritos, vuestras risas y vuestras borracheras. Por lo visto, te has empeñado en ir a la cárcel. Te lo ha advertido lo menos diez veces. La próxima vez te lo diré de otro modo. ¡No haces caso! ¡Eres una ramera incorregible!
Raskolnikof se quedó tan estupefacto al ver tratar de aquel modo a la elegante dama, que se le cayó el papel que tenía en la mano. Sin embargo, no tardó en comprender el porqué de todo aquello, y la cosa le pareció sobremanera divertida. Desde este momento escuchó con interés y haciendo esfuerzos por contener la risa. Su tensión nerviosa era extraordinaria.
‑Bueno, bueno, Ilia Petrovitch... ‑empezó a decir el secretario, pero enseguida se dio cuenta de que su intervención sería inútil: sabía por experiencia que cuando el impetuoso oficial se disparaba, no había medio humano de detenerle.
En cuanto a la bella dama, la tempestad que se había desencadenado sobre ella empezó por hacerla temblar, pero ‑cosa extraña‑ a medida que las invectivas iban lloviendo sobre su cabeza, su cara iba mostrándose más amable, y más encantadora la sonrisa que dirigía al oficial. Multiplicaba las reverencias y esperaba impaciente el momento en que su censor le permitiera hablar.
‑En mi casa no hay escándalos ni pendencias, señor capitán ‑se apresuró a decir tan pronto como le fue posible (hablaba el ruso fácilmente, pero con notorio acento alemán)‑. Ni el menor escándalo ‑ella decía «echkándalo»‑. Lo que ocurrió fue que un caballero llegó embriagado a mi casa... Se lo voy a contar todo, señor capitán. La culpa no fue mía. Mi casa es una casa seria, tan seria como yo, señor capitán. Yo no quería «echkándalos»... Él vino como una cuba y pidió tres botellas ‑la alemana decía «potellas»‑. Después levantó las piernas y empezó a tocar el piano con los pies, cosa que está fuera de lugar en una casa seria como la mía. Y acabó por romper el piano, lo cual no me parece ni medio bien. Así se lo dije, y él cogió la botella y empezó a repartir botellazos a derecha e izquierda. Entonces llamé al portero, y cuando Karl llegó, él se fue hacia Karl y le dio un puñetazo en un ojo. También recibió Enriqueta. En cuanto a mí, me dio cinco bofetadas. En vista de esta forma de conducirse, tan impropia de una casa seria, señor capitán, yo empecé a protestar a gritos, y él abrió la ventana que da al canal y empezó a gruñir como un cerdo. ¿Comprende, señor capitán? ¡Se puso a hacer el cerdo en la ventana! Entonces, Karl empezó a tirarle de los faldones del frac para apartarlo de la ventana y..., se lo confieso, señor capitán..., se le quedó un faldón en las manos. Entonces empezó a gritar diciendo que man mouss [L23] pagarle quince rublos de indemnización, y yo, señor capitán, le di cinco rublos por seis Rock[L24] . Como usted ve, no es un cliente deseable. Le doy mi palabra, señor capitán, de que todo el escándalo lo armó él. Y, además, me amenazó con contar en los periódicos toda la historia de mi vida.
‑Entonces, ¿es escritor?
‑Sí, señor, y un cliente sin escrúpulos que se permite, aun sabiendo que está en una casa digna...
‑Bueno, bueno; siéntate. Ya te he dicho mil veces...
‑Ilia Petrovitch... ‑repitió el secretario, con acento significativo.
El ayudante del comisario le dirigió una rápida mirada y vio que sacudía ligeramente la cabeza.
‑En fin, mi respetable Luisa Ivanovna ‑continuó el oficial‑, he aquí mi última palabra en lo que a ti concierne. Como se produzca un nuevo escándalo en lu digna casa, te haré enchiquerar, como soléis decir los de tu noble clase. ¿Has entendido...? ¿De modo que el escritor, el literato, aceptó cinco rublos por su faldón en tu digna casa? ¡Bien por los escritores! ‑dirigió a Raskolnikof una mirada despectiva‑. Hace dos días, un señor literato comió en una taberna y pretendió no pagar. Dijo al tabernero que le compensaría hablando de él en su próxima sátira. Y también hace poco, en un barco de recreo, otro escritor insultó groseramente a la respetable familia, madre a hija, de un consejero de Estado. Y a otro lo echaron a puntapiés de una pastelería. Así son todos esos escritores, esos estudiantes, esos charlatanes... En fin, Luisa Ivanovna, ya puedes marcharte. Pero ten cuidado, porque no te perderé de vista. ¿Entiendes?
Luisa Ivanovna empezó a saludar a derecha e izquierda calurosamente, y así, haciendo reverencias, retrocedió hasta la puerta. Allí tropezó con un gallardo oficial, de cara franca y simpática, encuadrada por dos soberbias patillas, espesas y rubias. Era el comisario en persona: Nikodim Fomitch. Al verle, Luisa Ivanovna se apresuró a inclinarse por última vez hasta casi tocar el suelo y salió del despacho con paso corto y saltarín.
‑Eres el rayo, el trueno, el relámpago, la tromba, el huracán ‑dijo el comisario dirigiéndose amistosamente a su ayudante‑. Te han puesto nervioso y tú te has dejado llevar de los nervios. Desde la escalera lo he oído.
‑No es para menos ‑replicó en tono indiferente Ilia Petrovitch llevándose sus papeles a otra mesa, con su característico balanceo de hombros‑. Juzgue usted mismo. Ese señor escritor, mejor dicho, estudiante, es decir, antiguo estudiante, no paga sus deudas, firma pagarés y se niega a dejar la habitación que tiene alquilada. Por todo ello se le denuncia, y he aquí que este señor se molesta porque enciendo un cigarrillo en su presencia. ¡Él, que sólo comete villanías! Ahí lo tiene usted. Mírelo; mire qué aspecto tan respetable tiene.
‑La pobreza no es un vicio, mi buen amigo ‑respondió el comisario‑. Todos sabemos que eres inflamable como la pólvora. Algo en su modo de ser te habrá ofendido y no has podido contenerte. Y usted tampoco ‑añadió dirigiéndose amablemente a Raskolnikof‑. Pero usted no le conoce. Es un hombre excelente, créame, aunque explosivo como la pólvora. Sí, una verdadera pólvora: se enciende, se inflama, arde y todo pasa: entonces sólo queda un corazón de oro. En el regimiento le llamaban el «teniente Pólvora».
‑¡Ah, qué regimiento aquél! ‑exclamó Ilia Petrovitch, conmovido por los halagos de su jefe aunque seguía enojado.
Raskolnikof experimentó de súbito el deseo de decir a todos algo desagradable.
‑Escúcheme, capitán ‑dijo con la mayor desenvoltura, dirigiéndose al comisario‑. Póngase en mi lugar. Estoy dispuesto a presentarle mis excusas si en algo le he ofendido, pero hágase cargo: soy un estudiante enfermo y pobre, abrumado por la miseria ‑así lo dijo: «abrumado»‑. Tuve que dejar la universidad, porque no podía atender a mis necesidades. Pero he de recibir dinero: me lo enviarán mi madre y mi hermana, que residen en el distrito de ... Entonces pagaré. Mi patrona es una buena mujer, pero está tan indignada al ver que he perdido los alumnos que tenía y que no le pago desde hace cuatro meses, que ni siquiera me da mi ración de comida. En cuanto a su reclamación, no la comprendo. Me exige que le pague en seguida. ¿Acaso puedo hacerlo? Juzguen ustedes mismos.
‑Todo eso no nos incumbe ‑volvió a decir el secretario.
‑Permítame, permítame. Estoy completamente de acuerdo con usted, pero permítame que les dé ciertas explicaciones.
Raskolnikof seguía dirigiéndose al comisario y no al secretario. También procuraba atraerse la atención de Ilia Petrovitch, que, afectando una actitud desdeñosa, pretendía demostrarle que no le escuchaba, sino que estaba absorto en el examen de sus papeles.
‑Permítame explicarle que hace tres años, desde que llegué de mi provincia, soy huésped de esa señora, y que al principio..., no tengo por qué ocultarlo..., al principio le prometí casarme con su hija. Fue una promesa simplemente verbal. Yo no estaba enamorado, pero la muchacha no me disgustaba... Yo era entonces demasiado joven... Mi patrona me abrió un amplio crédito, y empecé a llevar una vida... No tenía la cabeza bien sentada.
‑Nadie le ha dicho que refiera esos detalles íntimos, señor ‑le interrumpió secamente Ilia Petrovitch, con una satisfacción mal disimulada‑. Además, no tenemos tiempo para escucharlos.
Para Raskolnikof fue muy difícil seguir hablando, pero lo hizo fogosamente.
‑Permítame, permítame explicar, sólo a grandes rasgos, cómo ha ocurrido todo esto, aunque esté de acuerdo con usted en que mis palabras son inútiles... Hace un año murió del tifus la muchacha y yo seguí hospedándome en casa de la señora Zarnitzine.‑ Y cuando mi patrona se trasladó a la casa donde ahora habita, me dijo amistosamente que tenía entera confianza en mí; pero que desearía que le firmase un pagaré de ciento quince rublos, cantidad que, según mis cálculos, le debía... Permítame... Ella me aseguró que, una vez en posesión del documento, seguiría concediéndome un crédito ilimitado y que jamás, jamás..., repito sus palabras..., pondría el pagaré en circulación. Y ahora que no tengo lecciones ni dinero para comer, me exige que le pague... Es inexplicable.
‑Esos detalles patéticos no nos interesan, señor ‑dijo Ilia Petrovitch con ruda franqueza‑. Usted ha de limitarse a prestar la declaración y a firmar el compromiso escrito que se le exige. La historia de sus amores y todas esas tragedias y lugares comunes no nos conciernen en absoluto.
‑No hay que ser tan duro ‑murmuró el comisario, yendo a sentarse en su mesa y empezando a firmar papeles. Parecía un poco avergonzado.
‑Escriba usted ‑dijo el secretario a Raskolnikof.
‑¿Qué he de escribir? ‑preguntó ásperamente el denunciado.
‑Lo que yo le dicte.
Raskolnikof creyó advertir que el joven secretario se mostraba más desdeñoso con él después de su confesión; pero, cosa extraña, a él ya no le importaban lo más mínimo los juicios ajenos sobre su persona. Este cambio de actitud se había producido en Raskolnikof súbitamente, en un abrir y cerrar de ojos. Si hubiese reflexionado, aunque sólo hubiera sido un minuto, se habría asombrado, sin duda, de haber podido hablar como lo había hecho con aquellos funcionarios, a los que incluso obligó a escuchar sus confidencias. ¿A qué se debería su nuevo y repentino estado de ánimo? Si en aquel momento apareciese la habitación llena no de empleados de la policía, sino de sus amigos más íntimos, no habría sabido qué decirles, no habría encontrado una sola palabra sincera y amistosa en el gran vacío que se había hecho en su alma. Le había invadido una lúgubre impresión de infinito y terrible aislamiento. No era el bochorno de haberse entregado a tan efusivas confidencias ante Ilia Petrovitch, ni la actitud jactanciosa y triunfante del oficial, lo que había producido semejante revolución en su ánimo. ¡Qué le importaba ya su bajeza! ¡Qué le importaban las arrogancias, los oficiales, las alemanas, las diligencias, las comisarías...! Aunque le hubiesen condenado a morir en la hoguera, no se habría inmutado. Es más: apenas habría escuchado la sentencia. Algo nuevo, jamás sentido y que no habría sabido definir, se había producido en su interior. Comprendía, sentía con todo su ser que ya no podría conversar sinceramente con nadie, hacer confidencia alguna, no sólo a los empleados de la comisaría, sino ni siquiera a sus parientes más próximos: a su madre, a su hermana... Nunca había experimentado una sensación tan extraña ni tan cruel, y el hecho de que él se diera cuenta de que no se trataba de un sentimiento razonado, sino de una sensación, la más espantosa y torturante que había tenido en su vida, aumentaba su tormento.
El secretario de la comisaría empezó a dictarle la fórmula de declaración utilizada en tales casos. «No siéndome posible pagar ahora, prometo saldar mi deuda en... (tal fecha). Igualmente, me comprometo a no salir de la capital, a no vender mis bienes, a no regalarlos...»
‑¿Qué le pasa que apenas puede escribir? La pluma se le cae de las manos ‑dijo el secretario, observando a Raskolnikof atentamente‑. ¿Está usted enfermo?
‑Si... Me ha dado un mareo... Continúe.
‑Ya está. Puede firmar.
El secretario tomó la hoja de manos de Raskolnikof y se volvió hacia los que esperaban.
Raskolnikof entregó la pluma, pero, en vez de levantarse, apoyó los codos en la mesa y hundió la cabeza entre las manos. Tenía la sensación de que le estaban barrenando el cerebro. De súbito le acometió un pensamiento incomprensible: levantarse, acercarse al comisario y referirle con todo detalle el episodio de la vieja; luego llevárselo a su habitación y mostrarle las joyas escondidas detrás del papel de la pared. Tan fuerte fue este impulso que se levantó dispuesto a llevar a cabo el propósito, pero de pronto se dijo: «¿No será mejor que lo piense un poco, aunque sea un minuto...? No, lo mejor es no pensarlo y quitarse de encima cuanto antes esta carga.
Pero se detuvo en seco y quedó clavado en el sitio. El comisario hablaba acaloradamente con Ilia Petrovitch. Raskolnikof le oyó decir:
‑Es absurdo. Habrá que ponerlos en libertad a los dos. Todo contradice semejante acusación. Si hubiesen cometido el crimen, ¿con qué fin habrían ido a buscar al portero? ¿Para delatarse a sí mismos? ¿Para desorientar? No, es un ardid demasiado peligroso. Además, a Pestriakof, el estudiante, le vieron los dos porteros y una tendera ante la puerta en el momento en que llegó. Iba acompañado de tres amigos que le dejaron pero en cuya presencia preguntó al portero en qué piso vivía la vieja. ¿Habría hecho esta pregunta si hubiera ido a la casa con el propósito que se le atribuye? En cuanto a Koch, estuvo media hora en la orfebrería de la planta baja antes de subir a casa de la vieja. Eran exactamente las ocho menos cuarto cuando subió. Reflexionemos...
‑Permítame. ¿Qué explicación puede darse a la contradicción en que han incurrido? Afirman que llamaron, que la puerta estaba cerrada. Sin embargo, tres minutos después, cuando vuelven a subir con el portero, la puerta está abierta.
‑Ésa es la cuestión principal. No cabe duda de que el asesino estaba en el piso y había echado el cerrojo. Seguro que lo habrían atrapado si Koch no hubiese cometido la tontería de abandonar la guardia para bajar en busca de su amigo. El asesino aprovechó ese momento para deslizarse por la escalera y escapar ante sus mismas narices. Koch está aterrado; no cesa de santiguarse y decir que si se hubiese quedado junto a la puerta del piso, el asesino se habría arrojado sobre él y le habría abierto la cabeza de un hachazo. Va a hacer cantar un Tedeum...
‑¿Y nadie ha visto al asesino?
‑¿Cómo quiere usted que lo vieran? ‑dijo el secretario, que desde su puesto estaba atento a la conversación‑. Esa casa es un arca de Noé.
‑La cosa no puede estar más clara ‑dijo el comisario, en un tono de convicción.
‑Por el contrario, está oscurísima ‑replicó Ilia Petrovitch.
Raskolnikof cogió su sombrero y se dirigió a la puerta. Pero no llegó a ella...
Cuando volvió en sí, se vio sentado en una silla. Alguien le sostenía por el lado derecho. A su izquierda, otro hombre le presentaba un vaso amarillento lleno de un líquido del mismo color. El comisario, Nikodim Fomitch, de pie ante él, le miraba fijamente. Raskolnikof se levantó.
‑¿Qué le ha pasado? ¿Está enfermo? ‑le preguntó el comisario secamente.
‑Apenas podía sostener la pluma hace un momento, cuando escribía su declaración ‑observó el secretario, volviendo a sentarse y empezando de nuevo a hojear papeles.
‑¿Hace mucho tiempo que está usted enfermo? ‑gritó Ilia Petrovitch desde su mesa, donde también estaba hojeando papeles. Se había acercado como todos los demás, a Raskolnikof y le había examinado durante su desvanecimiento. Cuando vio que volvía en sí, se apresuró a regresar a su puesto.
‑Desde anteayer ‑balbuceó Raskolnikof.
‑¿Salió usted ayer?
‑Sí.
‑¿Aun estando enfermo?
‑Sí.
‑¿A qué hora?
‑De siete a ocho.
‑Permítame que le pregunte dónde estuvo.
‑En la calle.
‑He aquí una contestación clara y breve.
Raskolnikof había dado estas respuestas con voz dura y entrecortada. Estaba pálido como un lienzo. Sus grandes ojos, negros y ardientes, no se abatían ante la mirada de Ilia Petrovitch.
‑Apenas puede tenerse en pie, y tú todavía... ‑empezó a decir el comisario.
‑No se preocupe ‑repuso Ilia Petrovitch con acento enigmático.
Nikodim Fomitch iba a decir algo más, pero su mirada se encontró casualmente con la del secretario, que estaba fija en él, y esto fue suficiente para que se callara. Se hizo un silencio general, repentino y extraño.
‑Ya no le necesitamos ‑dijo al fin Ilia Petrovitch‑. Puede usted marcharse.
Raskolnikof se fue. Apenas hubo salido, la conversación se reanudó entre los policías con gran vivacidad. La voz del comisario se oía más que las de sus compañeros. Parecía hacer preguntas.
Ya en la calle, Raskolnikof recobró por completo la calma.
«Sin duda, van a hacer un registro, y en seguida ‑se decía mientras se encaminaba a su alojamiento‑. ¡Los muy canallas! Sospechan de mí.»
Y el terror que le dominaba poco antes volvió a apoderarse de él enteramente.

II
Y si el registro se ha efectuado ya? También podría ser que me encontrase con la policía en casa.»
Pero en su habitación todo estaba en orden y no había nadie. Nastasia no había tocado nada.
«Señor, ¿cómo habré podido dejar las joyas ahí?»
Corrió al rincón, introdujo la mano detrás del papel, retiró todos los objetos y fue echándolos en sus bolsillos. En total eran ocho piezas: dos cajitas que contenían pendientes o algo parecido (no se detuvo a mirarlo); cuatro pequeños estuches de tafilete; una cadena de reloj envuelta en un trozo de papel de periódico, y otro envoltorio igual que, al parecer, contenía una condecoración. Raskolnikof repartió todo esto por sus bolsillos, procurando que no abultara demasiado, cogió también la bolsita y salió de la habitación, dejando la puerta abierta de par en par.
Avanzaba con paso rápido y firme. Estaba rendido, pero conservaba la lucidez mental. Temía que la policía estuviera ya tomando medidas contra él; que al cabo de media hora, o tal vez sólo de un cuarto, hubiera decidido seguirle. Por lo tanto, había que apresurarse a hacer desaparecer aquellos objetos reveladores. No debía cejar en este propósito mientras le quedara el menor residuo de fuerzas y de sangre fría... ¿Adónde ir...? Este punto estaba ya resuelto. «Arrojaré las cosas al canal y el agua se las tragará, de modo que no quedará ni rastro de este asunto.» Así lo había decidido la noche anterior, en medio de su delirio, e incluso había intentado varias veces levantarse para llevar a cabo cuanto antes la idea.
Sin embargo, la ejecución de este plan presentaba grandes dificultades. Durante más de media hora se limitó a errar por el malecón del canal, inspeccionando todas las escaleras que conducían al agua. En ninguna podía llevar a la práctica su propósito. Aquí había un lavadero lleno de lavanderas, allí varias barcas amarradas a la orilla. Además, el malecón estaba repleto de transeúntes. Se le podía ver desde todas partes, y a quien lo viera le extrañaría que un hombre bajara las escaleras expresamente para echar una cosa al agua. Por añadidura, los estuches podían quedar flotando, y entonces todo el mundo los vería. Lo peor era que las personas con que se cruzaba le miraban de un modo singular, como si él fuera lo único que les interesara. «¿Por qué me mirarán así? ‑se decía‑. ¿O todo será obra de mi imaginación?»
Al fin pensó que acaso sería preferible que se dirigiera al Neva. En sus malecones había menos gente. Allí llamaría menos la atención, le sería más fácil tirar las joyas y ‑detalle importantísimo‑ estaría más lejos de su barrio.
De pronto se preguntó, asombrado, por qué habría estado errando durante media hora ansiosamente por lugares peligrosos, cuando se le ofrecía una solución tan clara. Había perdido media hora entera tratando de poner en práctica un plan insensato forjado en un momento de desvarío. Cada vez era más propenso a distraerse, su memoria vacilaba, y él se daba cuenta de ello. Había que apresurarse.
Se dirigió al Neva por la avenida V. Pero por el camino tuvo otra idea. ¿Por qué ir al Neva? ¿Por qué arrojar los objetos al agua? ¿No era preferible ir a cualquier lugar lejano, a las islas, por ejemplo, buscar un sitio solitario en el interior de un bosque y enterrar las cosas al pie de un árbol, anotando cuidadosamente el lugar donde se hallaba el escondite? Aunque sabía que en aquel momento era incapaz de razonar lógicamente, la idea le pareció sumamente práctica.
Pero estaba escrito que no había de llegar a las islas. Al desembocar en la plaza que hay al final de la avenida V. vio a su izquierda la entrada de un gran patio protegido por altos muros. A la derecha había una pared que parecía no haber estado pintada nunca y que pertenecía a una casa de altura considerable. A la izquierda, paralela a esta pared, corría una valla de madera que penetraba derechamente unos veinte pasos en el patio y luego se desviaba hacia la izquierda. Esta empalizada limitaba un terreno desierto y cubierto de materiales. Al fondo del patio había un cobertizo cuyo techo rebasaba la altura de la valla. Este cobertizo debía de ser un taller de carpintería, de guarnicionería o algo similar. Todo el suelo del patio estaba cubierto de un negro polvillo de carbón.
«He aquí un buen sitio para tirar las joyas ‑pensó‑. Después se va uno, y asunto concluido.»
Advirtiendo que no había nadie, penetró en el patio. Cerca de la puerta, ante la empalizada, había uno de esos canalillos que suelen verse en los edificios donde hay talleres. En la valla, sobre el canal, alguien había escrito con tiza y con las faltas de rigor: «Proivido acer aguas menores.» Desde luego, Raskolnikof no pensaba llamar la atención deteniéndose allí. Pensó: «Podría tirarlo todo aquí, en cualquier parte, y marcharme.
Miró nuevamente en todas direcciones y se llevó la mano al bolsillo. Pero en ese momento vio cerca del muro exterior, entre la puerta y el pequeño canal, una enorme piedra sin labrar, que debía de pesar treinta kilos largos. Del otro lado del muro, de la calle, llegaba el rumor de la gente, siempre abundante en aquel lugar. Desde fuera nadie podía verle, a menos que se asomara al patio. Sin embargo, esto podía suceder; por lo tanto, había que obrar rápidamente.
Se inclinó sobre la piedra, la cogió con ambas manos por la parte de arriba, reunió todas sus fuerzas y consiguió darle la vuelta. En el suelo apareció una cavidad. Raskolnikof vació en ella todo lo que llevaba en los bolsillos. La bolsita fue lo último que depositó. Sólo el fondo de la cavidad quedó ocupado. Volvió a rodar la piedra y ésta quedó en el sitio donde antes estaba. Ahora sobresalía un poco más; pero Raskolnikof arrastró hasta ella un poco de tierra con el pie y todo quedó como si no se hubiera tocado.
Salió y se dirigió a la plaza. De nuevo una alegría inmensa, casi insoportable, se apoderó momentáneamente de él. No había quedado ni rastro. «¿Quién podrá pensar en esa piedra? ¿A quién se le ocurrirá buscar debajo? Seguramente está ahí desde que construyeron la casa, y Dios sabe el tiempo que permanecerá en ese sitio todavía. Además, aunque se encontraran las joyas, ¿quién pensaría en mí? Todo ha terminado. Ha desaparecido hasta la última prueba.» Se echó a reír. Sí, más tarde recordó que se echó a reír con una risita nerviosa, muda, persistente. Aún se reía cuando atravesó la plaza. Pero su hilaridad cesó repentinamente cuando llegó al bulevar donde días atrás había encontrado a la jovencita embriagada.
Otros pensamientos acudieron a su mente. Le aterraba la idea de pasar ante el banco donde se había sentado a reflexionar cuando se marchó la muchacha. El mismo temor le infundía un posible nuevo encuentro con el gendarme bigotudo al que había entregado veinte kopeks. «¡El diablo se lo lleve!
Siguió su camino, lanzando en todas direcciones miradas coléricas y distraídas. Todos sus pensamientos giraban en torno a un solo punto, cuya importancia reconocía. Se daba perfecta cuenta de que por primera vez desde hacía dos meses se enfrentaba a solas y abiertamente con el asunto.
«¡Que se vaya todo al diablo! ‑se dijo de pronto, en un arrebato de cólera‑. El vino está escanciado y hay que beberlo. El demonio se lleve a la vieja y a la nueva vida... ¡Qué estúpido es todo esto, Señor! ¡Cuántas mentiras he dicho hoy! ¡Y cuántas bajezas he cometido! ¡En qué miserables vulgaridades he incurrido para atraerme la benevolencia del detestable Ilia Petrovitch! Pero, ¡bah!, qué importa. Me río de toda esa gente y de las torpezas que yo haya podido cometer. No es esto lo que debo pensar ahora...»
De súbito se detuvo; acababa de planteársele un nuevo problema, tan inesperado como sencillo, que le dejó atónito. «Si, como crees, has procedido en todo este asunto como un hombre inteligente y no como un imbécil, si perseguías una finalidad claramente determinada, ¿cómo se explica que no hayas dirigido ni siquiera una ojeada al interior de la bolsita, que no te hayas preocupado de averiguar lo que ha producido ese acto por el que has tenido que afrontar toda suerte de peligros y horrores? Hace un momento estabas dispuesto a arrojar al agua esa bolsa, esas joyas que ni siquiera has mirado... ¿Qué explicación puedes dar a esto?»
Todas estas preguntas tenían un sólido fundamento. Lo sabia desde antes de hacérselas. La noche en que había resuelto tirarlo todo al agua había tomado esta decisión sin vacilar, como si hubiese sido imposible obrar de otro modo. Sí, sabía todas estas cosas y recordaba hasta los menores detalles. Sabía que todo había de ocurrir como estaba ocurriendo; lo sabía desde el momento mismo en que había sacado los estuches del arca sobre la cual estaba inclinado... Sí, lo sabía perfectamente.
«La causa de todo es que estoy muy enfermo ‑se dijo al fin sombríamente‑. Me torturo y me hiero a mí mismo. Soy incapaz de dirigir mis actos. Ayer, anteayer y todos estos días no he hecho más que martirizarme... Cuando esté curado, ya no me atormentaré. Pero ¿y si no me curo nunca? ¡Señor, qué harto estoy de toda esta historia...!»
Mientras así reflexionaba, proseguía su camino. Anhelaba librarse de estas preocupaciones, pero no sabía cómo podría conseguirlo. Una sensación nueva se apoderó de él con fuerza irresistible, y su intensidad aumentaba por momentos. Era un desagrado casi físico, un desagrado pertinaz, rencoroso, por todo lo que encontraba en su camino, por todas las cosas y todas las personas que lo rodeaban. Le repugnaban los transeúntes, sus caras, su modo de andar, sus menores movimientos. Sentía deseos de escupirles a la cara, estaba dispuesto a morder a cualquiera que le hablase.
Al llegar al malecón del Pequeño Neva, en Vasilievski Ostrof, se detuvo en seco cerca del puente.
«May vive en esa casa ‑pensó‑. Pero ¿qué significa esto? Mis pies me han traído maquinalmente a la vivienda de
Rasumikhine. Lo mismo me ocurrió el otro día. Esto es verdaderamente chocante. ¿He venido expresamente o estoy agua por obra del azar? Pero esto poco importa. El caso es que dije que vendría a casa de Rasumikhine "al día siguiente". Pues bien, ya he venido. ¿Acaso tiene algo de particular que le haga una visita?»
Subió al quinto piso. En él habitaba Rasumikhine.
Se hallaba éste escribiendo en su habitación. Él mismo fue a abrir. No se habían visto desde hacía cuatro meses. Llevaba una bata vieja, casi hecha jirones. Sus pies sólo estaban protegidos por unas pantuflas. Tenía revuelto el cabello. No se había afeitado ni lavado. Se mostró asombrado al ver a Raskolnikof.
‑¿De dónde sales? ‑exclamó mirando a su amigo de pies a cabeza. Después lanzó un silbido‑. ¿Tan mal te van las cosas? Evidentemente, hermano, nos aventajas a todos en elegancia ‑añadió, observando los andrajos de su camarada‑. Siéntate; pareces cansado.
Y cuando Raskolnikof se dejó caer en el diván turco, tapizado de una tela vieja y rozada (un diván, entre paréntesis, peor que el suyo), Rasumikhine advirtió que su amigo parecía no encontrarse bien.
‑Tú estás enfermo, muy enfermo. ¿Te has dado cuenta?
Intentó tomarle el pulso, pero Raskolnikof retiró la mano.
‑¡Bah! ¿Para qué? ‑dijo‑ He venido porque... me he quedado sin lecciones..., y yo quisiera... No, no me hacen falta para nada las lecciones.
Rasumikhine le observaba atentamente.
‑¿Sabes una cosa, amigo? Estás delirando.
‑Nada de eso; yo no deliro ‑replicó Raskolnikof levantándose.
Al subir a casa de Rasumikhine no había tenido en cuenta que iba a verse frente a frente con su amigo, y una entrevista, con quienquiera que fuese, le parecía en aquellos momentos lo más odioso del mundo. Apenas hubo franqueado la puerta del piso, sintió una cólera ciega contra Rasumikhine.
‑¡Adiós! ‑exclamó dirigiéndose a la puerta.
‑¡Espera, hombre, espera! ¿Estás loco?
‑¡Déjame! ‑dijo Raskolnikof retirando bruscamente la mano que su amigo le había cogido.
‑Entonces, ¿a qué diablos has venido? Has perdido el juicio. Esto es una ofensa para mí. No consentiré que te vayas así.
‑Bien, escucha. He venido a tu casa porque no conozco a nadie más que a ti para que me ayude a volver a empezar. Tú eres mejor que todos los demás, es decir, más inteligente, más comprensivo... Pero ahora veo que no necesito nada, ¿entiendes?, absolutamente nada... No me hacen falta los servicios ni la simpatía de los demás... Estoy solo y me basto a mí mismo... Esto es todo. Déjame en paz.
‑¡Pero escucha un momento, botarate! ¿Es que te has vuelto loco? Puedes hacer lo que quieras, pero yo tampoco tengo lecciones y me río de eso. Estoy en tratos con el librero Kheruvimof, que es una magnífica lección en su género. Yo no lo cambiaría por cinco lecciones en familias de comerciantes. Ese hombre publica libritos sobre ciencias naturales, pues esto se vende como el pan. Basta buscar buenos títulos. Me has llamado imbécil más de una vez, pero estoy seguro de que hay otros más tontos que yo. Mi editor, que es poco menos que analfabeto, quiere seguir la corriente de la moda, y yo, naturalmente, le animo... Mira, aquí hay dos pliegos y medio de texto alemán. Puro charlatanismo, a mi juicio. Dicho en dos palabras, la cuestión que estudia el autor es la de si la mujer es un ser humano. Naturalmente, él opina que sí y su labor consiste en demostrarlo elocuentemente. Kheruvimof considera que este folleto es de actualidad en estos momentos en que el feminismo está de moda, y yo me encargo de traducirlo. Podrá convertir en seis los dos pliegos y medio de texto alemán. Le pondremos un título ampuloso que llene media página y se venderá a cincuenta kopeks el ejemplar. Será un buen negocio. Se me paga la traducción a seis rublos el pliego, o sea quince rublos por todo el trabajo. Ya he cobrado seis por adelantado. Cuando terminemos este folleto traduciremos un libro sobre las ballenas, y para después ya hemos elegido unos cuantos chismes de Les Confessions. También los traduciremos. Alguien ha dicho a Kheruvimof que Rousseau es una especie de Radiscev[L25] . Naturalmente, yo no he protestado. ¡Que se vayan al diablo...! Bueno, ¿quieres traducir el segundo pliego del folleto Es la mujer un ser humano? Si quieres, coge inmediatamente el pliego, plumas, papel (todos estos gastos van a cargo del editor), y aquí tienes tres rublos: como yo he recibido seis adelantados por toda la traducción, a ti te corresponden tres. Cuando hayas traducido el pliego, recibirás otros tres. Pero que te conste que no tienes nada que agradecerme. Por el contrario, apenas te he visto entrar, he pensado en tu ayuda. En primer lugar, yo no estoy muy fuerte en ortografía, y en segundo, mis conocimientos del alemán son más que deficientes. Por eso me veo obligado con frecuencia a inventar, aunque me consuelo pensando que la obra ha de ganar con ello. Es posible que me equivoque... Bueno,¿aceptas?
Raskolnikof cogió en silencio el pliego de texto alemán y los tres rublos y se marchó sin pronunciar palabra. Rasumikhine le siguió con una mirada de asombro. Cuando llegó a la primera esquina, Raskolnikof volvió repentinamente sobre sus pasos y subió de nuevo al alojamiento de su amigo. Ya en la habitación, dejó el pliego y los tres rublos en la mesa y volvió a marcharse, sin desplegar los labios.
Rasumikhine perdió al fin la paciencia.
‑¡Decididamente, te has vuelto loco! ‑vociferó‑. ¿Qué significa esta comedia? ¿Quieres volverme la cabeza del revés? ¿Para qué demonio has venido?
‑No necesito traducciones ‑murmuró Raskolnikof sin dejar de bajar la escalera.
‑Entonces, ¿qué es lo que necesitas? ‑le gritó Rasumikhine desde el rellano.
Raskolnikof siguió bajando en silencio.
‑Oye, ¿dónde vives?
No obtuvo respuesta.
‑¡Vete al mismísimo infierno!
Pero Raskolnikof estaba ya en la calle. Iba por el puente de Nicolás, cuando una aventura desagradable le hizo volver en sí momentáneamente. Un cochero cuyos caballos estuvieron a punto de arrollarlo le dio un fuerte latigazo en la espalda después de haberle dicho a gritos tres o cuatro veces que se apartase. Este latigazo despertó en él una ira ciega. Saltó hacia el pretil (sólo Dios sabe por qué hasta entonces había ido por medio de la calzada) rechinando los dientes. Todos los que estaban cerca se echaron a reír.
‑¡Bien hecho!
‑¡Estos granujas!
‑Conozco a estos bribones. Se hacen el borracho, se meten bajo las ruedas y uno tiene que pagar daños y perjuicios.
‑Algunos viven de eso.
Aún estaba apoyado en el pretil, frotándose la espalda, ardiendo de ira, siguiendo con la mirada el coche que se alejaba, cuando notó que alguien le ponía una moneda en la mano. Volvió la cabeza y vio a una vieja cubierta con un gorro y calzada con borceguíes de piel de cabra, acompañada de una joven ‑su hija sin duda‑ que llevaba sombrero y una sombrilla verde.
‑Toma esto, hermano, en nombre de Cristo.
Él tomó la moneda y ellas continuaron su camino. Era una pieza de veinte kopeks. Se comprendía que, al ver su aspecto y su indumentaria, le hubieran tomado por un mendigo. La generosa ofrenda de los veinte kopeks se debía, sin duda, a que el latigazo había despertado la compasión de las dos mujeres.
Apretando la moneda con la mano, dio una veintena de pasos más y se detuvo de cara al río y al Palacio de Invierno. En el cielo no había ni una nube, y el agua del Neva ‑cosa extraordinaria‑ era casi azul. La cúpula de la catedral de San Isaac [L26] (aquél era precisamente el punto de la ciudad desde donde mejor se veía) lanzaba vivos reflejos. En el transparente aire se distinguían hasta los menores detalles de la ornamentación de la fachada.
El dolor del latigazo iba desapareciendo, y Raskolnikof, olvidándose de la humillación sufrida. Una idea, vaga pero inquietante, le dominaba. Permanecía inmóvil, con la mirada fija en la lejanía. Aquel sitio le era familiar. Cuando iba a la universidad tenía la costumbre de detenerse allí, sobre todo al regresar (lo había hecho más de cien veces), para contemplar el maravilloso panorama. En aquellos momentos experimentaba una sensación imprecisa y confusa que le llenaba de asombro. Aquel cuadro esplendoroso se le mostraba frío, algo así como ciego y sordo a la agitación de la vida... Esta triste y misteriosa impresión que invariablemente recibía le desconcertaba, pero no se detenía a analizarla: siempre dejaba para más adelante la tarea de buscarle una explicación...
Ahora recordaba aquellas incertidumbres, aquellas vagas sensaciones, y este recuerdo, a su juicio, no era puramente casual. El simple hecho de haberse detenido en el mismo sitio que antaño, como si hubiese creído que podía tener los mismos pensamientos e interesarse por los mismos espectáculos que entonces, e incluso que hacía poco, le parecía absurdo, extravagante y hasta algo cómico, a pesar de que la amargura oprimía su corazón. Tenía la impresión de que todo este pasado, sus antiguos pensamientos e intenciones, los fines que había perseguido, el esplendor de aquel paisaje que tan bien conocía, se había hundido hasta desaparecer en un abismo abierto a sus pies... Le parecía haber echado a volar y ver desde el espacio como todo aquello se esfumaba.
Al hacer un movimiento maquinal, notó que aún tenía en su mano cerrada la pieza de veinte kopeks. Abrió la mano, estuvo un momento mirando fijamente la moneda y luego levantó el brazo y la arrojó al río.
Inmediatamente emprendió el regreso a su casa. Tenía la impresión de que había cortado, tan limpiamente como con unas tijeras, todos los lazos que le unían a la humanidad, a la vida...
Caía la noche cuando llegó a su alojamiento. Por lo tanto, había estado vagando durante más de seis horas. Sin embargo, ni siquiera recordaba por qué calles había pasado. Se sentía tan fatigado como un caballo después de una carrera. Se desnudó, se tendió en el diván, se echó encima su viejo sobretodo y se quedó dormido inmediatamente.
La oscuridad era ya completa cuando le despertó un grito espantoso. ¡Qué grito, Señor...! Y después... Jamás había oído Raskolnikof gemidos, aullidos, sollozos, rechinar de dientes, golpes, como los que entonces oyó. Nunca habría podido imaginarse un furor tan bestial.
Se levantó aterrado y se sentó en el diván, trastornado por el horror y el miedo. Pero los golpes, los lamentos, las invectivas eran cada vez más violentos. De súbito, con profundo asombro, reconoció la voz de su patrona. La viuda lanzaba ayes y alaridos. Las palabras salían de su boca anhelantes; debía de suplicar que no le pegasen más, pues seguían golpeándola brutalmente. Esto sucedía en la escalera. La voz del verdugo no era sino un ronquido furioso; hablaba con la misma rapidez, y sus palabras, presurosas y ahogadas, eran igualmente ininteligibles.
De pronto, Raskolnikof empezó a temblar como una hoja. Acababa de reconocer aquella voz. Era la de Ilia Petrovitch. Ilia Petrovitch estaba allí tundiendo a la patrona. La golpeaba con los pies, y su cabeza iba a dar contra los escalones; esto se deducía claramente del sonido de los golpes y de los gritos de la víctima.
Todo el mundo se conducía de un modo extraño. La gente acudía a la escalera, atraída por el escándalo, y allí se aglomeraba. Salían vecinos de todos los pisos. Se oían exclamaciones, ruidos de pasos que subían o bajaban, portazos...
«¿Pero por qué le pegan de ese modo? ¿Y por qué lo consienten los que lo ven?», se preguntó Raskolnikof, creyendo haberse vuelto loco.
Pero no, no se había vuelto loco, ya que era capaz de distinguir los diversos ruidos...
Por lo tanto, pronto subirían a su habitación. «Porque, seguramente, todo esto es por lo de ayer... ¡Señor, Señor...!»
Intentó pasar el pestillo de la puerta, pero no tuvo fuerzas para levantar el brazo. Por otra parte, ¿para qué? El terror helaba su alma, la paralizaba... Al fin, aquel escándalo que había durado diez largos minutos se extinguió poco a poco. La patrona gemía débilmente. Ilia Petrovitch seguía profiriendo juramentos y amenazas. Después, también él enmudeció y ya no se le volvió a oír.
«¡Señor! ¿Se habrá marchado? No, ahora se va. Y la patrona también, gimiendo, hecha un mar de lágrimas...»
Un portazo. Los inquilinos van regresando a sus habitaciones. Primero lanzan exclamaciones, discuten, se interpelan a gritos; después sólo cambian murmullos. Debían de ser muy numerosos; la casa entera debía de haber acudido.
¿Qué significa todo esto, Señor? ¿Para qué, en nombre del cielo, habrá venido este hombre aquí?»
Raskolnikof, extenuado, volvió a echarse en el diván. Pero no consiguió dormirse. Habría transcurrido una media hora, y era presa de un horror que no había experimentado jamás, cuando, de pronto, se abrió la puerta y una luz iluminó el aposento. Apareció Nastasia con una bujía y un plato de sopa en las manos. La sirvienta lo miró atentamente y, una vez segura de que no estaba dormido, depositó la bujía en la mesa y luego fue dejando todo lo demás: el pan, la sal, la cuchara, el plato.
‑Seguramente no has comido desde ayer. Te has pasado el día en la calle aunque ardías de fiebre.
‑Oye, Nastasia: ¿por qué le han pegado a la patrona?
Ella lo miró fijamente.
‑¿Quién le ha pegado?
‑Ha sido hace poco..., cosa de una media hora... En la escalera... Ilia Petrovitch, el ayudante del comisario de policía, le ha pegado. ¿Por qué? ¿A qué ha venido...?
Nastasia frunció las cejas y le observó en silencio largamente. Su inquisitiva mirada turbó a Raskolnikof e incluso llegó a atemorizarle.
‑¿Por qué no me contestas, Nastasia? ‑preguntó con voz débil y acento tímido.
‑Esto es la sangre ‑murmuró al fin la sirvienta, como hablando consigo misma.
‑¿La sangre? ¿Qué sangre? ‑balbuceó él, palideciendo y retrocediendo hacia la pared.
Nastasia seguía observándole.
‑Nadie le ha pegado a la patrona ‑lijo con voz firme y severa.
Él se quedó mirándola, sin respirar apenas.
‑Lo he oído perfectamente ‑murmuró con mayor apocamiento aún‑. No estaba dormido; estaba sentado en el diván, aquí mismo... lo he estado oyendo un buen rato... El ayudante del comisario ha venido... Todos los vecinos han salido a la escalera...
‑Aquí no ha venido nadie. Es la sangre lo que te ha trastornado. Cuando la sangre no circula bien, se cuaja en el hígado y uno delira... Bueno, ¿vas a comer o no?
Raskolnikof no contestó. Nastasia, inclinada sobre él, seguía observándole atentamente y no se marchaba.
‑Dame agua, Nastasiuchka.
Ella se fue y reapareció al cabo de dos minutos con un cantarillo. Pero en este punto se interrumpieron los pensamientos de Raskolnikof. Pasado algún tiempo, se acordó solamente de que había tomado un sorbo de agua fresca y luego vertido un poco sobre su pecho. Inmediatamente perdió el conocimiento.

III
Sin embargo, no estuvo por completo inconsciente durante su enfermedad: era el suyo un estado febril en el que cierta lucidez se mezclaba con el delirio. Andando el tiempo, recordó perfectamente los detalles de este período. A veces le parecía ver varias personas reunidas alrededor de él. Se lo querían llevar. Hablaban de él y disputaban acaloradamente. Después se veía solo: inspiraba horror y todo el mundo le había dejado. De vez en cuando, alguien se atrevía a entreabrir la puerta y le miraba y le amenazaba. Estaba rodeado de enemigos que le despreciaban y se mofaban de él. Reconocía a Nastasia y veía a otra persona a la que estaba seguro de conocer, pero que no recordaba quién era, lo que le llenaba de angustia hasta el punto de hacerle llorar. A veces le parecía estar postrado desde hacía un mes; otras, creía que sólo llevaba enfermo un día. Pero el... suceso lo había olvidado completamente. Sin embargo, se decía a cada momento que había olvidado algo muy importante que debería recordar, y se atormentaba haciendo desesperados esfuerzos de memoria. Pasaba de los arrebatos de cólera a los de terror. Se incorporaba en su lecho y trataba de huir, pero siempre había alguien cerca que le sujetaba vigorosamente. Entonces él caía nuevamente en el diván, agotado, inconsciente. Al fin volvió en sí.
Eran las diez de la mañana. El sol, como siempre que hacía buen tiempo, entraba a aquella hora en la habitación, trazaba una larga franja luminosa en la pared de la derecha e iluminaba el rincón inmediato a la puerta. Nastasia estaba a su cabecera. Cerca de ella había un individuo al que Raskolnikof no conocía y que le observaba atentamente. Era un mozo que tenía aspecto de cobrador. La patrona echó una mirada al interior por la entreabierta puerta. Raskolnikof se incorporó.
‑¿Quién es, Nastasia? ‑preguntó, señalando al mozo.
‑¡Ya ha vuelto en sí! ‑exclamó la sirvienta.
‑¡Ya ha vuelto en sí! ‑repitió el desconocido.
Al oír estas palabras, la patrona cerró la puerta y desapareció. Era tímida y procuraba evitar los diálogos y las explicaciones. Tenía unos cuarenta años, era gruesa y fuerte, de ojos oscuros, cejas negras y aspecto agradable. Mostraba esa bondad propia de las personas gruesas y perezosas y era exageradamente pudorosa.
‑¿Quién es usted?‑preguntó Raskolnikof al supuesto cobrador.
Pero en este momento la puerta se abrió y dio paso a Rasumikhine, que entró en la habitación inclinándose un poco, por exigencia de su considerable estatura.
‑¡Esto es un camarote! ‑exclamó‑. Estoy harto de dar cabezadas al techo. ¡Y a esto llaman habitación...! ¡Bueno, querido; ya has recobrado la razón, según me ha dicho Pachenka!
‑Acaba de recobrarla ‑dijo la sirvienta.
‑Acaba de recobrarla ‑repitió el mozo como un eco, con cara risueña.
‑¿Y usted quién es? ‑le preguntó rudamente Rasumikhine‑. Yo me llamo Vrasumivkine y no Rasumikhine, como me llama todo el mundo. Soy estudiante, hijo de gentilhombre, y este señor es amigo mío. Ahora diga quién es usted.
‑Soy un empleado de la casa Chelopaief y he venido para cierto asunto.
‑Entonces, siéntese.
Al decir esto, Rasumikhine cogió una silla y se sentó al otro lado de la mesa.
‑Has hecho bien en volver en ti ‑siguió diciendo‑. Hace ya cuatro días que no te alimentas: lo único que has tomado ha sido unas cucharadas de té. Te he mandado a Zosimof dos veces. ¿Te acuerdas de Zosimof? Te ha reconocido detenidamente y ha dicho que no tienes nada grave: sólo un trastorno nervioso a consecuencia de una alimentación deficiente. «Falta de comida ‑dijo‑. Esto es lo único que tiene. Todo se arreglará.» Está hecho un tío ese Zosimof. Es ya un médico excelente... Bueno ‑dijo dirigiéndose al mozo‑, no quiero hacerle perder más tiempo. Haga el favor de explicarme el motivo de su visita... Has de saber, Rodia, que es la segunda vez que la casa Chelopaief envía un empleado. Pero la visita anterior la hizo otro. ¿Quién es el que vino antes que usted?
‑Sin duda, usted se refiere al que vino anteayer. Se llama Alexis Simonovitch y, en efecto, es otro empleado de la casa.
‑Es un poco más comunicativo que usted, ¿no le parece?
‑Desde luego, y tiene más capacidad que yo.
‑¡Laudable modestia! Bien; usted dirá.
‑Se trata ‑dijo el empleado, dirigiéndose a Raskolnikof‑ de que, atendiendo a los deseos de su madre, Atanasio Ivanovitch Vakhruchine, de quien usted, sin duda, habrá oído hablar más de una vez, le ha enviado cierta cantidad por mediación de nuestra oficina. Si está usted en posesión de su pleno juicio le entregaré treinta y cinco rublos que nuestra casa ha recibido de Atanasio Ivanovitch, el cual ha efectuado el envío por indicación de su madre. Sin duda, ya estaría usted informado de esto.
‑Sí, sí..., ya recuerdo... Vakhruchine... ‑murmuró Raskolnikof, pensativo.
‑¿Oye usted? ‑‑exclamó Rasumikhine‑. Conoce a Vakhruchine. Por lo tanto, está en su cabal juicio. Por otra parte, advierto que también usted es un hombre capacitado. Continúe. Da gusto oír hablar con sensatez.
‑Pues sí, ese Vakhruchine que usted recuerda es Atanasio Ivanovitch, el mismo que ya otra vez, atendiendo a los deseos de su madre, le envió dinero de este mismo modo. Atanasio Ivanovitch no se ha negado a prestarle este servicio y ha informado del asunto a Simón Simonovitch, rogándole le haga entrega de treinta y cinco rublos. Aquí están.
‑Emplea usted expresiones muy acertadas. Yo adoro también a esa madre. Y ahora juzgue usted mismo: ¿está o no en posesión de sus facultades mentales?
‑Le advierto que eso está fuera de mi incumbencia. Aquí se trata de que me eche una firma.
‑Se la echará. ¿Es un libro donde ha de firmar?
‑Sí, aquí lo tiene.
‑Traiga... Vamos, Rodia; un pequeño esfuerzo. Incorpórate; yo te sostendré. Coge la pluma y pon tu nombre. En nuestros días, el dinero es la más dulce de las mieles.
‑No vale la pena ‑dijo Raskolnikof rechazando la pluma.
‑¿Qué es lo que no vale la pena?
‑Firmar. No quiero firmar.
‑¡Ésa es buena! En este caso, la firma es necesaria.
‑Yo no necesito dinero.
‑¿Que no necesitas dinero? Hermano, eso es una solemne mentira. Sé muy bien que el dinero te hace falta... Le ruego que tenga un poco de paciencia. Esto no es nada... Tiene sueños de grandeza. Estas cosas le ocurren incluso cuando su salud es perfecta. Usted es un hombre de buen sentido. Entre los dos le ayudaremos, es decir, le llevaremos la mano, y firmará. ¡Hala, vamos!
‑Puedo volver a venir.
‑No, no. ¿Para qué tanta molestia...? ¡Usted es un hombre de buen sentido...! ¡Vamos, Rodia; no entretengas a este señor! ¡Ya ves que está esperando!
Y se dispuso a coger la mano de su amigo.
‑Deja ‑dijo Raskolnikof‑. Firmaré.
Cogió la pluma y firmó en el libro. El empleado entregó el dinero y se marchó.
‑¡Bravo! Y ahora, amigo, ¿quieres comer?
‑Sí.
‑¿Hay sopa, Nastasia?
‑Sí; ayer sobró.
‑¿Está hecha con pasta de sopa y patatas?
‑Sí.
‑Lo sabía. Tráenos también té.
‑Bien.
Raskolnikof contemplaba esta escena con profunda sorpresa y una especie de inconsciente pavor. Decidió guardar silencio y esperar el desarrollo de los acontecimientos.
«Me parece que no deliro ‑pensó‑. Todo esto tiene el aspecto de ser real. p
Dos minutos después llegó Nastasia con la sopa y anunció que en seguida les serviría el té. Con la sopa había traído no sólo dos cucharas y dos platos, sino, cosa que no ocurría desde hacía mucho tiempo, el cubierto completo, con sal, pimienta, mostaza para la carne... Hasta estaba limpio el mantel.
‑Nastasiuchka, Prascovia Pavlovna nos haría un bien si nos mandara dos botellitas de cerveza. Sería un buen final.
‑¡Sabes cuidarte! ‑rezongó la sirvienta. Y salió a cumplir el encargo.
Raskolnikof seguía observando lo que ocurría en su presencia, con inquieta atención y fuerte tensión de ánimo. Entre tanto, Rasumikhine se había instalado en el diván, junto a él. Le rodeó el cuello con su brazo izquierdo tan torpemente como lo habría hecho un oso y, aunque tal ayuda era innecesaria, empezó a llevar a la boca de Raskolnikof, con la mano derecha, cucharadas de sopa, después de soplar sobre ellas para enfriarlas. Sin embargo, la sopa estaba apenas tibia. Raskolnikof sorbió ávidamente una, dos, tres cucharadas. Entonces, súbitamente, Rasumikhine se detuvo y dijo que, para darle más, tenía que consultar a Zosimof.
En esto llegó Nastasia con las dos botellas de cerveza.
‑¿Quieres té, Rodia? ‑preguntó Rasumikhine.
‑Sí.
‑Corre en busca del té, Nastasia; pues, en lo que concierne a esta pócima, me parece que podemos pasar por alto las reglas de la facultad... ¡Ah! ¡Llegó la cerveza!
Se sentó a la mesa, acercó a él la sopa y el plato de carne y empezó a devorar con tanto apetito como si no hubiera comido en tres días.
‑Ahora, amigo Rodia, como aquí, en tu habitación, todos los días ‑masculló con la boca llena‑. Ha sido cosa de Pachenka, tu amable patrona. Yo, como es natural, no le llevo la contraria. Pero aquí llega Nastasia con el té. ¡Qué lista es esta muchacha! ¿Quieres cerveza, Nastenka?
‑No gaste bromas.
‑¿Y té?
‑¡Hombre, eso...!
‑Sírvete... No, espera. Voy a servirte yo. Déjalo todo en la mesa.
Inmediatamente se posesionó de su papel de anfitrión y llenó primero una taza y después otra. Seguidamente dejó su almuerzo y fue a sentarse de nuevo en el diván. Otra vez rodeó la cabeza del enfermo con un brazo, la levantó y empezó a dar a su amigo cucharaditas de té, sin olvidarse de soplar en ellas con tanto esmero como si fuera éste el punto esencial y salvador del tratamiento.
Raskolnikof aceptaba en silencio estas solicitudes. Se sentía lo bastante fuerte para incorporarse, sentarse en el diván, sostener la cucharilla y la taza, e incluso andar, sin ayuda de nadie; pero, llevado de una especie de astucia, misteriosa e instintiva, se fingía débil, e incluso algo idiotizado, sin dejar de tener bien agudizados la vista y el oído.
Pero llegó un momento en que no pudo contener su mal humor: después de haber tomado una decena de cucharaditas de té, libertó su cabeza con un brusco movimiento, rechazó la cucharilla y dejó caer la cabeza en la almohada (ahora dormía con verdaderas almohadas rellenas de plumón y cuyas fundas eran de una blancura inmaculada). Raskolnikof observó este detalle y se sintió vivamente interesado.
‑Es necesario que Pachenka nos envíe hoy mismo la frambuesa en dulce para prepararle un jarabe ‑dijo Rasumikhine volviendo a la mesa y reanudando su interrumpido almuerzo.
‑¿Pero de dónde sacará las frambuesas? ‑preguntó Nastasia, que mantenía un platillo sobre la palma de su mano, con todos los dedos abiertos, y vertía el té en su boca, gota a gota haciéndolo pasar por un terrón de azúcar que sujetaba con los labios.
‑Pues las sacará, sencillamente, de la frutería, mi querida Nastasia... No puedes figurarte, Rodia, las cosas que han pasado aquí durante tu enfermedad. Cuando saliste corriendo de mi casa como un ladrón, sin decirme dónde vivías, decidí buscarte hasta dar contigo, para vengarme. En seguida empecé las investigaciones. ¡Lo que corrí, lo que interrogué...! No me acordaba de tu dirección actual, o tal vez, y esto es lo más probable, nunca la supe. De tu antiguo domicilio, lo único que recordaba era que estaba en el edificio Kharlamof, en las Cinco Esquinas... ¡Me harté de buscar! Y al fin resultó que no estaba en el edificio Kharlamof, sino en la casa Buch. ¡Nos armamos a veces unos líos con los nombres...! Estaba furioso. Al día siguiente se me ocurrió ir a las oficinas de empadronamiento, y cuál no sería mi sorpresa al ver que al cabo de dos minutos me daban tu dirección actual. Estás inscrito.
‑¿Inscrito yo?
‑¡Claro! En cambio, no pudieron dar las señas del general Kobelev, que solicitaron mientras yo estaba allí. En fin, abreviemos. Apenas llegué allí, se me informó de todo lo que te había ocurrido, de todo absolutamente. Sí, lo sé todo. Se lo puedes preguntar a Nastasia. He trabado conocimiento con el comisario Nikodim Fomitch, me han presentado a Ilia Petrovitch, y conozco al portero, y al secretario Alejandro Grigorevitch Zamiotof. Finalmente, cuento con la amistad de Pachenka. Nastasia es testigo.
‑La has engatusado.
Y, al decir esto, la sirvienta sonreía maliciosamente.
‑Debes echar el azúcar en el té en vez de beberlo así, Nastasia Nikiphorovna.
‑¡Oye, mal educado[L27] ! ‑replicó Nastasia. Pero en seguida se echó a reír de buena gana. Cuando se hubo calmado continuó‑: Soy Petrovna y no Nikiphorovna.
‑Lo tendré presente... Pues bien, amigo Rodia, dicho en dos palabras, yo me propuse cortar de cuajo, utilizando medios heroicos, cuantos prejuicios existían acerca de mi persona, pues es el caso que Pachenka tuvo conocimiento de mis veleidades... Por eso no esperaba que fuese tan... complaciente. ¿Qué opinas tú de todo esto?
Raskolnikof no contestó: se limitó a seguir fijando en él una mirada llena de angustia.
‑Sí, está incluso demasiado bien informada ‑dijo Rasumikhine, sin que le afectara el silencio de Raskolnikof y como si asintiera a una respuesta de su amigo‑. Conoce todos los detalles.
‑¡Qué frescura! ‑exclamó Nastasia, que se retorcía de risa oyendo las genialidades de Rasumikhine.
‑El mal está, querido Rodia, en que desde el principio seguiste una conducta equivocada. Procediste con ella con gran torpeza. Esa mujer tiene un carácter lleno de imprevistos. En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Pero es incomprensible que hayas llegado a obligarla a retirarte la comida... ¿Y qué decir del pagaré? Sólo no estando en te juicio pudiste firmarlo. ¡Y ese proyecto de matrimonio con Natalia Egorovna...! Ya ves que estoy al corriente de todo... Pero advierto que estoy tocando un punto delicado... Perdóname; soy un asno... Y, ya que hablamos de esto, ¿no opinas que Prascovia Pavlovna es menos necia de lo que parece a primera vista?
‑Sí ‑respondió Raskolnikof entre dientes y volviendo la cabeza, pues había comprendido que era más prudente dar la impresión de que aceptaba el diálogo.
‑¿Verdad que sí? ‑exclamó Rasumikhine, feliz ante el hecho de que Raskolnikof le hubiera contestado‑. Pero esto no quiere decir que sea inteligente. No, ni mucho menos. Tiene un carácter verdaderamente raro. A mí me desorienta a veces, palabra. No cabe duda de que ya ha cumplido los cuarenta, y dice que tiene treinta y seis, aunque bien es verdad que su aspecto autoriza el embuste. Por lo demás, te juro que yo sólo puedo juzgarla desde un punto de vista intelectual, puramente metafísico, por decirlo así. Pues nuestras relaciones son las más singulares del mundo. Yo no las comprendo... En fin, volvamos a nuestro asunto. Cuando ella vio que dejabas la universidad, que no dabas lecciones, que ibas mal vestido, y, por otra parte, cuando ya no te pudo considerar como persona de la familia, puesto que su hija había muerto, la inquietud se apoderó de ella. Y tú, para acabar de echarlo a perder, empezaste a vivir retirado en tu rincón. Entonces ella decidió que te fueras de su casa. Ya hacía tiempo que esta idea rondaba su imaginación. Y te hizo firmar ese pagaré que, según le aseguraste, pagaría tu madre...
‑Esto fue una vileza mía ‑declaró Raskolnikof con voz clara y vibrante‑. Mi madre está poco menos que en la miseria. Mentí para que siguiera dándome habitación y comida.
‑Es un proceder muy razonable. Lo que te echó todo a perder fue la conducta del señor Tchebarof, consejero y hombre de negocios. Sin su intervención, Pachenka no habría dado ningún paso contra ti: es demasiado tímida para eso. Pero el hombre de negocios no conoce la timidez, y lo primero que hizo fue preguntar: «¿Es solvente el firmante del efecto?» Contestación: «Sí, pues tiene una madre que con su pensión de ciento veinte rublos pagará la deuda de su Rodienka, aunque para ello haya de quedarse sin comer; y también tiene una hermana que se vendería como esclava por él.» En esto se basó el señor Tchebarof... Pero ¿por qué te alteras? Conozco toda la historia. Comprendo que te expansionaras con Prascovia Pavlovna cuando veías en ella a tu futura suegra, pero..., te lo digo amistosamente, ahí está el quid de la cuestión. El hombre honrado y sensible se entrega fácilmente a las confidencias, y el hombre de negocios las recoge para aprovecharse. En una palabra, ella endosó el pagaré a Tchebarof, y éste no vaciló en exigir el pago. Cuando me enteré de todo esto, me propuse, obedeciendo a la voz de mi conciencia, arreglar el asunto un poco a mi modo, pero, entre tanto, se estableció entre Pachenka y yo una corriente de buena armonía, y he puesto fin al asunto atacándolo en sus raíces, por decirlo así. Hemos hecho venir a Tchebarof, le hemos tapado la boca con una pieza de diez rublos y él nos ha devuelto el pagaré. Aquí lo tienes; tengo el honor de devolvértelo. Ahora solamente eres deudor de palabra. Tómalo.
Rasumikhine depositó el documento en la mesa. Raskolnikof le dirigió una mirada y volvió la cabeza sin desplegar los labios. Rasumikhine se molestó.
‑Ya veo, querido Rodia, que vuelves a las andadas. Confiaba en distraerte y divertirte con mi charla, y veo que no consigo sino irritarte.
‑¿Eres tú el que no conseguía reconocer durante mi delirio?‑preguntó Raskolnikof, tras un breve silencio y sin volver la cabeza.
‑Sí, mi presencia incluso te horrorizaba. El día que vine acompañado de Zamiotof te produjo verdadero espanto.
‑¿Zamiotof, el secretario de la comisaría? ¿Por qué lo trajiste?
Para hacer estas preguntas, Raskolnikof se había vuelto con vivo impulso hacia Rasumikhine y le miraba fijamente.
‑Pero ¿qué te pasa? Te has turbado. Deseaba conocerte. ¡Habíamos hablado tanto de ti! Por él he sabido todas las cosas que te he contado. Es un excelente muchacho, Rodia, y más que excelente..., dentro de su género, claro es. Ahora somos muy amigos; nos vemos casi todos los días. Porque, ¿sabes una cosa? Me he mudado a este barrio. Hace poco. Oye, ¿te acuerdas de Luisa Ivanovna?
‑¿He hablado durante mi delirio?
‑¡Ya lo creo!
‑¿Y qué decía?
‑Pues ya lo puedes suponer: esas cosas que dice uno cuando no está en su juicio... Pero no perdamos tiempo. Hablemos de nuestro asunto.
Se levantó y cogió su gorra.
‑¿Qué decía?
‑¡Mira que eres testarudo! ¿Acaso temes haber revelado algún secreto? Tranquilízate: no has dicho ni una palabra de tu condesa. Has hablado mucho de un bulldog, de pendientes, de cadenas de reloj, de la isla Krestovsky, de un portero... Nikodim Fomitch a Ilia Petrovitch estaban también con frecuencia en tus labios. Además, parecías muy preocupado por una de tus botas, seriamente preocupado. No cesabas de repetir, gimoteando: «Dádmela; la quiero. El mismo Zamiotof empezó a buscarla por todas partes, y no le importó traerte esa porquería con sus manos, blancas, perfumadas y llenas de sortijas. Cuando recibiste esa asquerosa bota te calmaste. La tuviste en tus manos durante veinticuatro horas. No fue posible quitártela. Todavía debe de estar en el revoltijo de tu ropa de cama. También reclamabas unos bajos de pantalón deshilachados. ¡Y en qué tono tan lastimero los pedías! Había que oírte. Hicimos todo lo posible por averiguar de qué bajos se trataba. Pero no hubo medio de entenderte... Y vamos ya a nuestro asunto. Aquí tienes tus treinta y cinco rublos. Tomo diez, y dentro de un par de horas estaré de vuelta y te explicaré lo que he hecho con ellos. He de pasar por casa de Zosimof. Hace rato que debería haber venido, pues son más de las once... Y tú, Nastenka, no te olvides de subir frecuentemente durante mi ausencia, para ver si quiere agua o alguna otra cosa. El caso es que no le falte nada... A Pachenka ya le daré las instrucciones oportunas al pasar.
‑Siempre le llama Pachenka, el muy bribón ‑dijo Nastasia apenas hubo salido el estudiante.
Acto seguido abrió la puerta y se puso a escuchar. Pero muy pronto, sin poder contenerse, se fue a toda prisa escaleras abajo. Sentía gran curiosidad por saber lo que Rasumikhine decía a la patrona. Pero lo cierto era que el joven parecía haberla subyugado.
Apenas cerró Nastasia la puerta y se fue, el enfermo echó a sus pies la cubierta y saltó al suelo. Había esperado con impaciencia angustiosa, casi convulsiva, el momento de quedarse solo para poder hacer lo que deseaba. Pero ¿qué era lo que deseaba hacer? No conseguía acordarse.
«Señor: sólo quisiera saber una cosa. ¿Lo saben todo o lo ignoran todavía? Tal vez están aleccionados y no dan a entender nada porque estoy enfermo. Acaso me reserven la sorpresa de aparecer un día y decirme que lo saben todo desde hace tiempo y que sólo callaban porque... Pero ¿qué iba yo a hacer? Lo he olvidado. Parece hecho adrede. Lo he olvidado por completo. Sin embargo, estaba pensando en ello hace apenas un minuto...»
Permanecía en pie en medio de la habitación y miraba a su alrededor con un gesto de angustia. Luego se acercó a la puerta, la abrió, aguzó el oído... No, aquello no estaba allí... De súbito creyó acordarse y, corriendo al rincón donde el papel de la pared estaba desgarrado, introdujo su mano en el hueco y hurgó... Tampoco estaba allí. Entonces se fue derecho a la estufa, la abrió y buscó entre las cenizas.
¡Allí estaban los bajos deshilachados del pantalón y los retales del forro del bolsillo! Por lo tanto, nadie había buscado en la estufa. Entonces se acordó de la bota de que Rasumikhine acababa de hablarle. Ciertamente estaba allí, en el diván, cubierta apenas por la colcha, pero era tan vieja y estaba tan sucia de barro, que Zamiotof no podía haber visto nada sospechoso en ella.
«Zamiotof..., la comisaría... ¿Por qué me habrán citado? ¿Dónde está la citación...? Pero ¿qué digo? ¡Si fue el otro día cuando tuve que ir...! También entonces examiné la bota... ¿Para qué habrá venido Zamiotof? ¿Por qué lo habrá traído Rasumikhine?»
Estaba extenuado. Volvió a sentarse en el diván.
«¿Pero qué me sucede? ¿Estoy delirando todavía o todo esto es realidad? Yo creo que es realidad... ¡Ahora me acuerdo de una cosa! ¡Huir, hay que huir, y cuanto antes...! Pero ¿adónde? Además ¿dónde está mi ropa? No tengo botas tampoco... Ya sé: me las han quitado, las han escondido... Pero ahí está mi abrigo. Sin duda se ha librado de las investigaciones... Y el dinero está sobre la mesa, afortunadamente... ¡Y el pagaré...! Cogeré el dinero y me iré a alquilar otra habitación, donde no puedan encontrarme... Sí, pero ¿y la oficina de empadronamiento? Me descubrirán. Rasumikhine daría conmigo... Es mejor irse lejos, fuera del país, a América... Desde allí me reiré de ellos... Cogeré el pagaré: en América me será útil... ¿Qué más me llevaré...? Creen que estoy enfermo y que no me puedo marchar... ¡Ja, ja, ja...! He leído en sus ojos que lo saben todo... Lo que me inquieta es tener que bajar esta escalera... Porque puede estar vigilada la salida, y entonces me daría de manos a boca con los agentes... Pero ¿qué hay allí? ¡Caramba, té! ¡Y cerveza, media botella de cerveza fresca!»
Cogió la botella, que contenía aún un buen vaso de cerveza, y se la bebió de un trago. Experimentó una sensación deliciosa, pues el pecho le ardía. Pero un minuto después ya se le había subido la bebida a la cabeza. Un ligero y no desagradable estremecimiento le recorrió la espalda. Se echó en el diván y se cubrió con la colcha. Sus pensamientos, ya confusos e incoherentes, se enmarañaban cada vez más. Pronto se apoderó de él una dulce somnolencia. Apoyó voluptuosamente la cabeza en la almohada, se envolvió con la colcha que había sustituido a la vieja y destrozada manta, lanzó un débil suspiro y se sumió en un profundo y saludable sueño.
Le despertó un ruido de pasos, abrió los ojos y vio a Rasumikhine, que acababa de abrir la puerta y se había detenido en el umbral, vacilante. Raskolnikof se levantó inmediatamente y se quedó mirándole con la expresión del que trata de recordar algo. Rasumikhine exclamó:
‑¡Ya veo que estás despierto...! Bueno, aquí me tienes...
Y gritó, asomándose a la escalera:
‑¡Nastasia, sube el paquete!
Luego añadió, dirigiéndose a Raskolnikof:
‑Te voy a presentar las cuentas.
‑¿Qué hora es? ‑preguntó el enfermo, paseando a su alrededor una mirada inquieta.
‑Has echado un buen sueño, amigo. Deben de ser las seis de la tarde. Has dormido más de seis horas.
‑¡Seis horas durmiendo, Señor...!
‑No hay ningún mal en ello. Por el contrario, el sueño es beneficioso. ¿Acaso tenías algún negocio urgente? ¿Una cita? Para eso siempre hay tiempo. Hace ya tres horas que estoy esperando que té despiertes. He pasado dos veces por aquí y seguías durmiendo. También he ido dos veces a casa de Zosimof. No estaba... Pero no importa: ya vendrá... Además, he tenido que hacer algunas cosillas. Hoy me he mudado de domicilio, Ilevándome a mi tío con todo lo demás..., pues has de saber que tengo a mi tío en casa. Bueno, ya hemos hablado bastante de cosas inútiles. Vamos a lo que interesa. Trae el paquete, Nastasia... ¿Y tú cómo estás, amigo mío?
‑Me siento perfectamente. Ya no estoy enfermo... Oye, Rasumikhine: ¿hace mucho tiempo que estás aquí?
‑Ya té he dicho que hace tres horas que estoy esperando que té despiertes.
‑No, me refiero a antes.
‑¿Cómo a antes?
‑¿Desde cuándo vienes aquí?
‑Ya te lo he dicho. ¿Lo has olvidado?
Raskolnikof quedó pensativo. Los acontecimientos de la jornada se le mostraban como a través de un sueño. Todos sus esfuerzos de memoria resultaban infructuosos. Interrogó a Rasumikhine con la mirada.
‑Sí, lo has olvidado ‑dijo Rasumikhine‑. Ya me había parecido a mí que no estabas en tus cabales cuando te hablé de eso... Pero el sueño té ha hecho bien. De veras: tienes mejor cara. Ya verás como recobras la memoria en seguida. Entre tanto, echa una mirada aquí, grande hombre.
Y empezó a deshacer aquel paquete que, al parecer, era para él cosa importante.
‑Te aseguro, mi fraternal amigo, que era esto lo que más me interesaba. Pues es preciso convertirte en lo que se llama un hombre. Empecemos por arriba. ¿Ves esta gorra? ‑preguntó sacando del paquete una bastante bonita, pero ordinaria y que no debía de haberle costado mucho‑. Permíteme que te la pruebe.
‑No, ahora no; después ‑rechazó Raskolnikof, apartando a su amigo con un gesto de impaciencia.
‑No, amigo Rodia; debes obedecer; después sería demasiado tarde. Ten en cuenta que, como la he comprado a ojo, no podría dormir esta noche preguntándome si te vendría bien o no.
Se la probó y lanzó un grito triunfal.
‑¡Te está perfectamente! Cualquiera diría que está hecha a la medida. El cubrecabezas, amigo mío, es lo más importante de la vestimenta. Mi amigo Tolstakof se descubre cada vez que entra en un lugar público donde todo el mundo permanece cubierto. La gente atribuye este proceder a sentimientos serviles, cuando lo único cierto es que está avergonzado de su sombrero, que es un nido de polvo. ¡Es un hombre tan tímido...! Oye, Nastenka, mira estos dos cubrecabezas y dime cuál prefieres, si este palmón ‑cogió de un rincón el deformado sombrero de su amigo, al que llamaba palmón por una causa que sólo él conocía‑ o esta joya... ¿Sabes lo que me ha costado, Rodia? A ver si lo aciertas... ¿A ti qué te parece, Nastasiuchka? ‑preguntó a la sirvienta, en vista de que su amigo no contestaba.
‑Pues no creo que te haya costado menos de veinte kopeks.
‑¿Veinte kopeks, calamidad? ‑exclamó Rasumikhine, indignado‑. Hoy por veinte kopeks ni siquiera a ti se lo podría comprar... ¡Ochenta kopeks...! Pero la he comprado con una condición: la de que el año que viene, cuando ya esté vieja, te darán otra gratis. Palabra de honor que éste ha sido el trato... Bueno, pasemos ahora a los Estados Unidos, como Ilamábamos a esta prenda en el colegio. He de advertirte que estoy profundamente orgulloso del pantalón.
Y extendió ante Raskolnikof unos pantalones grises de una frágil tela estival.
‑Ni una mancha, ni un boquete; aunque usados, están nuevos. El chaleco hace juego con el pantalón, como exige la moda. Bien mirado, debemos felicitamos de que estas prendas no sean nuevas, pues así son más suaves, más flexibles... Ahora otra cosa, amigo Rodia. A mi juicio, para abrirse paso en el mundo hay que observar las exigencias de las estaciones. Si uno no pide espárragos en invierno, ahorra unos cuantos rublos. Y lo mismo pasa con la ropa. Estamos en pleno verano: por eso he comprado prendas estivales. Cuando llegue el otoño necesitarás ropa de más abrigo. Por lo tanto, habrás de dejar ésta, que, por otra parte, estará hecha jirones... Bueno, adivina lo que han costado estas prendas. ¿Cuánto te parece? ¡Dos rublos y veinticinco kopeks! Además, no lo olvides, en las mismas condiciones que la gorra: el año próximo te lo cambiarán gratuitamente. El trapero Fediaev no vende de otro modo. Dice que el que va a comprarle una vez no ha de volver jamás, pues lo que compra le dura toda la vida... Ahora vamos con las botas. ¿Qué té parecen? Ya se ve que están usadas, pero durarán todavía lo menos dos meses. Están confeccionadas en el extranjero. Un secretario de la Embajada de Inglaterra se deshizo de ellas la semana pasada en el mercado. Sólo las había llevado seis días, pero necesitaba dinero. He dado por ellas un rublo y medio. No son caras, ¿verdad?
‑Pero ¿y si no le vienen bien?‑preguntó Nastasia.
‑¿No venirle bien estas botas? Entonces, ¿para qué me he llevado esto? ‑replicó Rasumikhine, sacando del bolsillo una agujereada y sucia bota de Raskolnikof‑. He tomado mis precauciones. Las he medido con esta porquería. He procedido en todo concienzudamente. En cuanto a la ropa interior, me he entendido con la patrona. Ante todo, aquí tienes tres camisas de algodón con el plastrón de moda... Bueno, ahora hagamos cuentas: ochenta kopeks por la gorra, dos rublos veinticinco por los pantalones y el chaleco, unos cincuenta por las botas, cinco por la ropa interior (me ha hecho un precio por todo, sin detallar), dan un total de nueve rublos y cincuenta y cinco kopeks. O sea que tengo que devolverte cuarenta y cinco kopeks. Y ya estás completamente equipado, querido Rodia, pues tu gabán no sólo está en buen use todavía, sino que conserva un sello de distinción. ¡He aquí la ventaja de vestirse en Charmar[L28] !. En lo que concierne a los calcetines, tú mismo te los comprarás. Todavía nos quedan veinticinco buenos rublos. De Pachenka y de tu hospedaje no te has de preocupar: tienes un crédito ilimitado. Y ahora, querido, habrás de permitirnos que te mudemos la ropa interior. Esto es indispensable, pues en tu camisa puede cobijarse el microbio de la enfermedad.
‑Déjame ‑le rechazó Raskolnikof. Seguía encerrado en una actitud sombría y había escuchado con repugnancia el alegre relato de su amigo.
‑Es preciso, amigo Rodia ‑insistió Rasumikhine‑. No pretendas que haya gastado en balde las suelas de mis zapatos... Y tú, Nastasiuchka, no te hagas la pudorosa y ven a ayudarme.
Y, a pesar de la resistencia de Raskolnikof, consiguió mudarle la ropa.
El enfermo dejó caer la cabeza en la almohada y guardó silencio durante más de dos minutos. «No quieren dejarme en paz, pensaba.
Al fin, con la mirada fija en la pared, preguntó:
‑¿Con qué dinero has comprado todo eso?
‑¿Que con qué dinero? ¡Vaya una pregunta! Pues con el tuyo. Un empleado de una casa comercial de aquí ha venido a entregártelo hoy, por orden de Vakhruchine. Es tu madre quien te lo ha enviado. ¿Tampoco de esto te acuerdas?
‑Sí, ahora me acuerdo ‑repuso Raskolnikof tras un largo silencio de sombría meditación.
Rasumikhine le observó con una expresión de inquietud.
En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre alto y fornido. Su modo de presentarse evidenciaba que no era la primera vez que visitaba a Raskolnikof.
‑¡Al fin tenemos aquí a Zosimof! ‑exclamó Rasumikhine.

IV

Zosimof era, como ya hemos dicho, alto y grueso. Tenía veintisiete años, una cara pálida, carnosa y cuidadosamente rasurada, y el cabello liso. Llevaba lentes y en uno de sus dedos, hinchados de grasa, un anillo de oro. Vestía un amplio, elegante y ligero abrigo y un pantalón de verano. Toda la ropa que llevaba tenía un sello de elegancia y era cómoda y de superior calidad. Su camisa era de una blancura irreprochable, y la cadena de su reloj, gruesa y maciza. En sus maneras había cierta flemática lentitud y una desenvoltura que parecía afectada. Ejercía una tenaz vigilancia sobre sí mismo, pero su presunción hallaba a cada momento el modo de delatarse. Entre sus conocidos cundía la opinión de que era un hombre difícil de tratar, pero todos reconocían su capacidad como médico.
‑He pasado dos veces por tu casa, querido Zosimof ‑‑exclamó Rasumikhine‑. Como ves, el enfermo ha vuelto en sí.
‑Ya lo veo, ya lo veo ‑dijo Zosimof. Y preguntó a Raskolnikof, mirándole atentamente‑: ¿Qué, cómo van esos ánimos?
Acto seguido se sentó en el diván, a los pies del enfermo, mejor dicho, se recostó cómodamente.
‑Continúa con su melancolía ‑dijo Rasumikhine‑. Hace un momento le ha faltado poco para echarse a llorar sólo porque le hemos mudado la ropa interior.
‑Me parece muy natural, si no tenía ganas de mudarse. La muda podía esperar... El pulso es completamente normal... Un poco de dolor de cabeza, ¿eh?
‑Estoy bien, estoy perfectamente ‑repuso Raskolnikof, irritado.
Al decir esto se había incorporado repentinamente, con los ojos centelleantes. Pero pronto volvió a dejar caer la cabeza en la almohada, quedando de cara a la pared. Zosimof le observaba con mirada atenta.
‑Muy bien, la cosa va muy bien ‑dijo en tono negligente‑. ¿Ha comido algo hoy?
Rasumikhine le explicó lo que había comido y le preguntó qué se le podía dar.
‑Eso tiene poca importancia... Té, sopa... Nada de setas ni de cohombros, por supuesto... Ni carnes fuertes...
Cambió una mirada con Rasumikhine y continuó:
‑Pero, como ya he dicho, eso tiene poca importancia... Nada de pociones, nada de medicamentos. Ya veremos si mañana... El caso es que hoy hubiéramos podido... En fin, lo importante es que todo va bien.
‑Mañana por la tarde me lo llevaré a dar un paseo ‑dijo Rasumikhine‑. Iremos a los jardines Iusupof y luego al Palacio de Cristal.
‑Mañana tal vez no convenga todavía... Aunque un paseo cortito... En fin, ya veremos.
‑Lo que me contraría es que hoy estreno un nuevo alojamiento cerca de aquí y quisiera que estuviese con nosotros, aunque fuera echado en un diván... Tú sí que vendrás, ¿eh? ‑preguntó de improviso a Zosimof‑. No lo olvides; tienes que venir.
‑Procuraré ir, pero hasta última hora me será imposible. ¿Has organizado una fiesta?
‑No, simplemente una reunión íntima. Habrá arenques, vodka, té, un pastel.
‑¿Quién asistirá?
‑Camaradas, gente joven, nuevas amistades en su mayoría. También estará un tío mío, ya viejo, que ha venido por asuntos de negocio a Petersburgo. Nos vemos una vez cada cinco años.
‑¿A qué se dedica?
‑Ha pasado su vida vegetando como jefe de correos en una pequeña población. Tiene una modesta remuneración y ha cumplido ya los sesenta y cinco. No vale la pena hablar de él, aunque té aseguro que lo aprecio. También vendrá Porfirio Simonovitch[L29] , juez de instrucción y antiguo alumno de la Escuela de Derecho[L30] . Creo que tú lo conoces.
‑¿Es también pariente tuyo?
‑¡Bah, muy lejano...! Pero ¿qué te pasa? Pareces disgustado. ¿Serás capaz de no venir porque un día disputaste con él?
‑Eso me importa muy poco.
‑¡Mejor que mejor! También asistirán algunos estudiantes, un profesor, un funcionario, un músico, un oficial, Zamiotof...
‑¿Zamiotof? Te agradeceré que me digas lo que tú o él ‑indicó al enfermo con un movimiento de cabeza‑ tenéis que ver con ese Zamiotof.
‑¡Ya salió aquello! Los principios... Tú estás sentado sobre tus principios como sobre muelles, y no té atreves a hacer el menor movimiento. Mi principio es que todo depende del modo de ser del hombre. Lo demás me importa un comino. Y Zamiotof es un excelente muchacho.
‑Pero no demasiado escrupuloso en cuanto a los medios para enriquecerse.
‑Admitamos que sea así. Eso a mí no me importa. ¿Qué importancia tiene? ‑exclamó Rasumikhine con una especie de afectada indignación‑. ¿Acaso he alabado yo este rasgo suyo? Yo sólo digo que es un buen hombre en su género. Además, si vamos a juzgar a los hombres aplicándoles las reglas generales, ¿cuántos quedarían verdaderamente puros? Apostaría cualquier cosa a que si se mostraran tan exigentes conmigo, resultaría que no valgo un bledo... ni aunque té englobaran a ti con mi persona.
‑No exageres: yo daría dos bledos por ti.
‑Pues a mí me parece que tú no vales más de uno... Bueno, continúo. Zamiotof no es todavía más que un muchacho, y yo le tiro de las orejas. Siempre es mejor tirar que rechazar. Si rechazas a un hombre, no podrás obligarlo a enmendarse, y menos si se trata de un muchacho. Debemos ser muy comprensivos con estos mozalbetes... Pero vosotros, estúpidos progresistas, vivís en las nubes. Despreciáis a la gente y no veis que así os perjudicáis a vosotros mismos... Y té voy a decir una cosa: Zamiotof y yo tenemos entre manos un asunto que nos interesa a los dos por igual.
‑Me gustaría saber qué asunto es ése.
‑Se trata del pintor, de ese pintor de brocha gorda. Conseguiremos que lo pongan en libertad. No será difícil, porque el asunto está clarísimo. Nos bastará presionar un poco para que quede la cosa resuelta.
‑No sé a qué pintor té refieres.
‑¿No? ¿Es posible que no té haya hablado de esto...? Se trata de la muerte de la vieja usurera. Hay un pintor mezclado en el suceso.
‑Ya tenía noticias de ese asunto. Me enteré por los periódicos. Por eso sólo me interesó hasta cierto punto. Bueno, explícame.
‑También asesinaron a Lisbeth ‑dijo de pronto Nastasia dirigiéndose a Raskolnikof. (Se había quedado en la habitación, apoyada en la pared, escuchando el diálogo.)
‑¿Lisbeth? ‑murmuró Raskolnikof, con voz apenas perceptible.
‑Sí, Lisbeth, la vendedora de ropas usadas. ¿No la conocías? Venía a esta casa. Incluso arregló una de tus camisas.
Raskolnikof se volvió hacia la pared. Escogió del empapelado, de un amarillo sucio, una de las numerosas florecillas aureoladas de rayitas oscuras que había en él y se dedicó a examinarla atentamente. Observó los pétalos. ¿Cuántos había? Y todos los trazos, hasta los menores dentículos de la corola. Sus miembros se entumecían, pero él no hacía el menor movimiento. Su mirada permanecía obstinadamente fija en la menuda flor.
‑Bueno, ¿qué me estabas diciendo de ese pintor? ‑preguntó Zosimof, interrumpiendo con viva impaciencia la palabrería de Nastasia, que suspiró y se detuvo.
‑Que se sospecha que es el autor del asesinato ‑dijo Rasumikhine, acalorado.
‑¿Hay cargos contra él?
‑Sí, y, fundándose en ellos, se le ha detenido. Pero, en realidad, estos cargos no son tales cargos, y esto es lo que pretendemos demostrar. La policía sigue ahora una falsa pista, como la siguió al principio con..., ¿cómo se llaman...? Koch y Pestriakof... Por muy poco que le afecte a uno el asunto, uno no puede menos de sublevarse ante una investigación conducida tan torpemente. Es posible que Pestriakof pase dentro de un rato por mi casa... A propósito, Rodia. Tú debes de estar enterado de todo esto, pues ocurrió antes de tu enfermedad, precisamente la víspera del día en que té desmayaste en la comisaría cuando se estaba hablando de ello.
‑¿Quieres que te diga una cosa, Rasumikhine? ‑dijo Zosimof‑. Te estoy observando desde hace un momento y veo que té alteras con una facilidad asombrosa.
‑¡Qué importa! Eso no cambia en nada la cuestión ‑exclamó Rasumikhine dando un puñetazo en la mesa‑. Lo más indignante de este asunto no son los errores de esa gente: uno puede equivocarse; las equivocaciones conducen a la verdad. Lo que me saca de mis casillas es que, aún equivocándose, se creen infalibles. Yo aprecio a Porfirio, pero... ¿Sabes lo que les desorientó al principio? Que la puerta estaba cerrada, y cuando Koch y Pestriakof volvieron a subir con el portero, la encontraron abierta. Entonces dedujeron que Pestriakof y Koch eran los asesinos de la vieja. Así razonan.
‑No té acalores. Tenían que detenerlos... De ese Koch tengo noticias. Al parecer, compraba a la vieja los objetos que no se desempeñaban.
‑No es un sujeto recomendable. También compraba pagarés. ¡Que el diablo se lo lleve! lo que me pone fuera de mí es la rutina, la anticuada e innoble rutina de esa gente. Éste era el momento de renunciar a los viejos procedimientos y seguir nuevos sistemas. Los datos psicológicos bastarían para darles una nueva pista. Pero ellos dicen: «Nos atenemos a los hechos.» Sin embargo, los hechos no son lo único que interesa. El modo de interpretarlos influye en un cincuenta por ciento como mínimo en el éxito de las investigaciones.
‑¿Y tú sabes interpretar los hechos?
‑Lo que té puedo decir es que cuando uno tiene la íntima convicción de que podría ayudar al esclarecimiento de la verdad, le es imposible contenerse... ¿Conoces los detalles del suceso?
‑Estoy esperando todavía la historia de ese pintor de paredes.
‑¡Ah, sí! Pues escucha. Al día siguiente del crimen, por la mañana, cuando la policía sólo pensaba aún en Koch y Pestriakof (a pesar de que éstos habían dado toda clase de explicaciones convincentes sobre sus pasos), he aquí que se produce un hecho inesperado. Un campesino llamado Duchkhine, que tiene una taberna frente a la casa del crimen, se presentó en la comisaría y entrega un estuche que contiene un par de pendientes de oro. A continuación refiere la siguiente historia:
«‑Anteayer, un poco después de las ocho de la noche (hora que coincide con la del suceso), Mikolai, un pintor de oficio que frecuenta mi establecimiento, me trajo estos pendientes y me pidió que le prestara dos rublos, dejándome la joya en prenda.
»‑¿De dónde has sacado esto? ‑le pregunté.
»Él me contestó que se los había encontrado en la calle, y yo no le hice más preguntas. Le di un rublo. Pensé que si yo no hacia la operación, se aprovecharía otro, que Mikolai se bebería el dinero de todas formas y que era preferible que la joya quedara en mis manos, pues estaba decidido a entregarla a la policía si me enteraba de que era un objeto robado, al venir alguien a reclamarla.»
‑Naturalmente ‑dijo Rasumikhine‑, esto era un cuento tártaro. Duchkhine mentía descaradamente, pues le conozco y sé que cuando aceptó de Mikolai esos pendientes que valen treinta rublos no fue precisamente para entregarlos a la policía. Si lo hizo fue por miedo. Pero esto poco importa. Dejemos que Duchkhine siga hablando.
«Conozco a Mikolai Demetiev desde mi infancia, pues nació, como yo, en el distrito de Zaraisk, gobierno de Riazán. No es un alcohólico, pero le gusta beber a veces. Yo sabía que él estaba pintando unas habitaciones en la casa de enfrente, con Mitri, que es paisano suyo. Apenas tuvo en sus manos el rublo, se bebió dos vasitos, pagó, se echó el cambio al bolsillo y se fue. Mitri no estaba con él entonces. A la mañana siguiente me enteré de que Alena Ivanovna y su hermana Lisbeth habían sido asesinadas a hachazos. Las conocía y sabia que la vieja prestaba dinero sobre los objetos de valor. Por eso tuve ciertas sospechas acerca de estos pendientes. Entonces me dirigí a la casa y empecé a investigar con el mayor disimulo, como si no me importara la cosa. Lo primero que hice fue preguntar:
»‑¿Está Mikolai?
»Y Mitri me explicó que Mikolai no había ido al trabajo, que había vuelto a su casa bebido al amanecer, que había estado en ella no más de diez minutos y que habia vuelto a marcharse. Mitri no le había vuelto a ver y estaba terminando solo el trabajo.
»El departamento donde trabajaban los dos pintores está en el segundo piso y da a la misma escalera que las habitaciones de las victimas.
»Hechas estas averiguaciones y sin decir ni una palabra a nadie, reuní cuantos datos me fue posible acerca del asesinato y volví a mi casa sin que mis sospechas se hubieran desvanecido.
»A la mañana siguiente, o sea dos después del crimen ‑continuó Duchkhine‑, apareció Mikolai en mi establecimiento. Había bebido, pero no demasiado, de modo que podía comprender lo que se le decía. Se sentó en un banco sin pronunciar palabra. En aquel momento sólo habia en la taberna otro cliente, que dormía en un banco, y mis dos muchachos.
»‑¿Has visto a Mitri? ‑pregunté a Mikolai.
»‑No, no lo he visto ‑repuso.
»‑Entonces, ¿no has venido por aquí?
»‑No, no he venido desde anteayer.
»‑¿Dónde has pasado esta noche?
»‑En las Arenas, en casa de los Kolomensky.
»Entonces le pregunté:
»‑¿De dónde sacaste los pendientes que me trajiste anteanoche?
»‑Me los encontré en la acera ‑respondió con un tonillo sarcástico y sin mirarme.
»‑¿Te has enterado de que aquella noche y a aquella hora ocurrió tal y tal cosa en la casa donde trabajabas?
»‑No, no sabía nada de eso.
»Había escuchado mis últimas palabras con los ojos muy abiertos. De pronto se pone blanco como la cal, coge su gorro, se levanta... Yo intento detenerle.
»‑Espera, Mikolai. ¿No quieres tomar nada?
»Y digo por señas a uno de mis muchachos que se sitúe en la puerta. Yo, entre tanto, salgo de detrás del mostrador. Pero él adivina mis intenciones y se planta de un salto en la calle. Inmediatamente echa a correr y desaparece tras la primera esquina. Desde este momento, ya no me cupo duda de que era culpable.»
‑Lo mismo creo yo ‑dijo Zosimof.
‑Espera, escucha el final... Naturalmente, la policía empezó a buscar a Mikolai por todas partes. Se detuvo a Duchkhine y se registró su casa. En la vivienda de Mitri y en casa de los Kolomensky no quedó nada por mirar y revolver. Al fin, anteayer se detuvo a Mikolai en una posada próxima a la Barrera. Al llegar a la posada, Mikolai se había quitado una cruz de plata que colgaba de su cuello y la había entregado al dueño de la posada para que se la cambiara por vodka. Se le dio la bebida. Unos minutos después, una campesina que volvía de ordeñar a las vacas vio en una cochera vecina, mirando por una rendija, a un hombre que evidentemente iba a ahorcarse. Habla colgado una cuerda del techo y, después de hacer un nudo corredizo en el otro extremo, se había subido a un montón de leña y se disponía a pasar la cabeza por el nudo corredizo. La mujer empezó a gritar con todas sus fuerzas y acudió gente.
»‑¡Vaya unos pasatiempos que té buscas!
»‑Llevadme a la comisaría. Allí lo contaré todo.
»Se atendió a su demanda y se le condujo a la comisaría correspondiente, que es la de nuestro barrio. En seguida empezó el interrogatorio de rigor.
»‑¿Quién es usted y qué edad tiene?
»‑Tengo veintidós años y soy..., etcétera.
»Pregunta:
»‑Mientras trabajaba usted con Mitri en tal casa, ¿no vio a nadie en la escalera a tal hora?
»Respuesta:
»‑Subía y bajaba bastante gente, pero yo no me fijé en nadie.
»‑¿Y no oyó usted ningún ruido?
»‑No oí nada de particular.
»‑¿Sabía usted que tal día y a tal hora mataron y desvalijaron a la vieja del cuarto piso y a su hermana?
»‑No lo sabía en absoluto. Me lo dijo Atanasio Pavlovitch anteayer en su taberna.
»‑¿De dónde sacó los pendientes?
»‑Me los encontré en la calle.
»‑¿Por qué no fue a trabajar al día siguiente con su compañero Mitri?
»‑Tenía ganas de divertirme.
»‑¿Adónde fue?
»‑De un lado a otro.
»‑¿Por qué huyó usted de la taberna de Duchkhine?
»‑Tenía miedo.
»‑¿De qué?
»‑De que me condenaran.
»‑¿Cómo explica usted ese temor si tenía la conciencia tranquila?
»Aunque parezca mentira, Zosimof ‑continuó Rasumikhine‑, se le hizo esta pregunta y con estas mismas palabras. Lo sé de buena fuente... ¿Qué té parece? Dime: ¿qué té parece?
‑Las pruebas son abrumadoras.
‑Yo no té hablo de las pruebas, sino de la pregunta que se le hizo, del concepto que tiene de su deber esa gente, esos policías... En fin, dejemos esto... Desde luego, presionaron al detenido de tal modo, que acabó por declarar:
«‑No fue en la calle donde encontré los pendientes, sino en el piso donde trabajaba con Mitri.
»‑¿Cómo se produjo el hallazgo?
»‑Lo voy a explicar. Mitri y yo estuvimos todo el día trabajando y, cuando nos íbamos a marchar, Mitri cogió un pincel empapado de pintura y me lo pasó por la cara. Después echó a correr escaleras abajo y yo fui tras él, bajando los escalones de cuatro en cuatro y lanzando juramentos. Cuando llegué a la entrada, tropecé con el portero y con unos señores que estaban con él y que no recuerdo cómo eran. El portero empezó a insultarme, el segundo portero hizo lo mismo; luego salió de la garita la mujer del primer portero y se sumó a los insultos. Finalmente, un caballero que en aquel momento entraba en la casa acompañado de una señora nos puso también de vuelta y media porque no los dejábamos pasar. Cogí a Mitri del pelo, lo derribé y empecé a atizarle. El, aunque estaba debajo, consiguió también asirme por el pelo y noté que me devolvía los golpes. Pero todo era broma. Al fin, Mitri consiguió libertarse y echó a correr por la calle. Yo le perseguí, pero, al ver que no le podía alcanzar, volví al piso donde trabajábamos para poner en orden las cosas que habíamos dejado de cualquier modo. Mientras las arreglaba, esperaba a Mitri. Creía que volvería de un momento a otro. De pronto, en un rincón del vestíbulo, detrás de la puerta, piso una cosa. La recojo, quito el papel que la envuelve y veo un estuche, y en el estuche los pendientes.
‑¿Detrás de la puerta? ¿Has dicho detrás de la puerta? ‑preguntó de súbito Raskolnikof, fijando en Rasumikhine una mirada llena de espanto. Seguidamente, haciendo un gran esfuerzo, se incorporó y apoyó el codo en el diván.
‑Sí, ¿y qué? ¿Por qué té pones así? ¿Qué té ha pasado? preguntó Rasumikhine levantándose de su asiento.
‑No, nada ‑balbuceó Raskolnikof penosamente, dejando caer la cabeza en la almohada y volviéndose de nuevo hacia la pared.
Hubo un momento de silencio.
‑Debía de estar medio dormido, ¿verdad? ‑preguntó Rasumikhine, dirigiendo a Zosimof una mirada interrogadora.
El doctor movió negativamente la cabeza.
Bueno ‑dijo‑, continúa. ¿Qué ocurrió después?
‑¿Después? Pues ocurrió que, apenas vio los pendientes, se olvidó de su trabajo y de Mitri, cogió su gorro y corrió a la taberna de Duchkhine. Éste le dio, como ya sabemos, un rublo, y Mikolai le mintió diciendo que se había encontrado los pendientes en la calle. Luego se fue a divertirse. En lo que concierne al crimen, mantiene sus primeras declaraciones.»‑Yo no sabía nada ‑insiste‑, no supe nada hasta dos días después.
»‑¿Y por qué se ocultó?
»‑Por miedo.
»‑¿Por qué quería ahorcarse?
»‑Por temor.
»‑¿Temor de qué?
»‑De que me condenaran.
»Y esto es todo ‑terminó Rasumikhine‑. ¿Qué conclusiones crees que han sacado?
‑No sé qué decirte. Existe una sospecha, discutible tal vez pero fundada. No podían dejar en libertad a tu pintor de fachadas.
‑¡Pero es que le atribuyen el asesinato! ¡No les cabe la menor duda!
‑Óyeme. No te acalores. Has de convenir que si el día y a la hora del crimen, unos pendientes que estaban en el arca de la víctima pasaron a manos de Nicolás[L31] , es natural que se le pregunte cómo se los procuró. Es un detalle importante para la instrucción del sumario.
‑¿Que cómo se los procuró? ‑‑‑exclamó Rasumikhine‑. Pero ¿es posible que tú, doctor en medicina y, por lo tanto, más obligado que nadie a estudiar la naturaleza humana, y que has podido profundizar en ella gracias a tu profesión, no hayas comprendido el carácter de Nicolás basándote en los datos que te he dado? ¿Es posible que no estés convencido de que sus declaraciones en los interrogatorios que ha sufrido son la pura verdad? Los pendientes llegaron a sus manos exactamente como él ha dicho: pisó el estuche y lo recogió.
‑Podrá decir la pura verdad; pero él mismo ha reconocido que mintió la primera vez.
‑Oye, escúchame con atención. El portero, Koch, Pestriakof, el segundo portero, la mujer del primero, otra mujer que estaba en aquel momento en la portería con la portera, el consejero Krukof, que acababa de bajar de un coche y entraba en la casa con una dama cogida a su brazo; todas estas personas, es decir, ocho, afirman que Nicolás tiró a Mitri al suelo y lo mantuvo debajo de él, golpeándole, mientras Mitri cogía a su camarada por el pelo y le devolvía los golpes con creces. Están ante la puerta y dificultan el paso. Se les insulta desde todas partes, y ellos, como dos chiquillos (éstas son las palabras de los testigos), gritan, disputan, lanzan carcajadas, se hacen guiños y se persiguen por la calle. Como verdaderos chiquillos, ¿comprendes? Ten en cuenta que arriba hay dos cadáveres que todavía conservan calor en el cuerpo; sí, calor; no estaban todavía fríos cuando los encontraron... Supongamos que los autores del crimen son los dos pintores, o que sólo lo ha cometido Nicolás, y que han robado, forzando la cerradura del arca, o simplemente participado en el robo. Ahora, admitido esto, permíteme una pregunta. ¿Se puede concebir la indiferencia, la tranquilidad de espíritu que demuestran esos gritos, esas risas, esa riña infantil en personas que acaban de cometer un crimen y están ante la misma casa en que lo han cometido? ¿Es esta conducta compatible con el hacha, la sangre, la astucia criminal y la prudencia que forzosamente han de acompañar a semejante acto? Cinco o diez minutos después de haber cometido el asesinato (no puede haber transcurrido más tiempo, ya que los cuerpos no se han enfriado todavía), salen del piso, dejando la puerta abierta y, aun sabiendo que sube gente a casa de la vieja, se ponen a juguetear ante la puerta de la casa, en vez de huir a toda prisa, y ríen y llaman la atención de la gente, cosa que confirman ocho testigos... ¡Qué absurdo!
‑Sin duda, todo esto es extraño, incluso parece imposible, pero...
‑¡No hay pero que valga! Yo reconozco que el hecho de que se encontraran los pendientes en manos de Nicolás poco después de cometerse el crimen constituye un grave cargo contra él. Sin embargo, este hecho queda explicado de un modo plausible en las declaraciones del acusado y, por lo tanto, es discutible. Además, hay que tener en cuenta los hechos que son favorables a Nicolás, y más aún cuando se da el caso de que estos hechos están fuera de duda. ¿Tú qué crees? Dado el carácter de nuestra jurisprudencia, ¿son capaces los jueces de considerar que un hecho fundado únicamente en una imposibilidad psicológica, en un estado de alma, por decirlo así, puede aceptarse como indiscutible y suficiente para destruir todos los cargos materiales, sean cuales fueren? No, no lo admitirán jamás. Han encontrado el estuche en sus manos y él quería ahorcarse, cosa que, a su juicio, no habría ocurrido si él no se hubiera sentido culpable... Ésta es la cuestión fundamental; esto es lo que me indigna, ¿comprendes?
‑Sí, ya veo que estás indignado. Pero oye, tengo que hacerte una pregunta. ¿Hay pruebas de que esos pendientes se sacaron del arca de la vieja?
‑Sí ‑repuso Rasumikhine frunciendo las cejas‑. Koch reconoció la joya y dijo quién la había empeñado. Esta persona confirmó que los pendientes le pertenecían.
‑Lamentable. Otra pregunta. ¿Nadie vio a Nicolás mientras Koch y Pestriakof subían al cuarto piso, con lo que quedaría probada la coartada?
‑Desgraciadamente, nadie lo vio ‑repuso Rasumikhine, malhumorado‑. Ni siquiera Koch y Pestriakof los vieron al subir. Claro que su testimonio no valdría ya gran cosa. «Vimos ‑dicen‑ que el piso estaba abierto y nos pareció que trabajaban en él, pero no prestamos atención a este detalle y no podríamos decir si los pintores estaban o no allí en aquel momento.»
‑¿Así, la inculpabilidad de Nicolás descansa enteramente en las risas y en los golpes que cambió con su camarada...? En fin, admitamos que esto constituye una prueba importante en su favor. Pero dime: ¿cómo puedes explicar el proceso del hallazgo de los pendientes, si admites que el acusado dice la verdad, o sea que los encontró en el departamento donde trabajaba?
‑¿Que cómo puedo explicarlo? Del modo más sencillo. La cosa está perfectamente clara. Por lo menos, el camino que hay que seguir para llegar a la verdad se nos muestra con toda claridad, y es precisamente esa joya la que lo indica. Los pendientes se le cayeron al verdadero culpable. Éste estaba arriba, en el piso de la vieja, mientras Koch y Pestriakof llamaban a la puerta. Koch cometió la tontería de bajar a la entrada poco después que su compañero. Entonces el asesino sale del piso y empieza a bajar la escalera, ya que no tiene otro camino para huir. A fin de no encontrarse con el portero, Koch y Pestriakof, ha de esconderse en el piso vacío que Nicolás y Mitri acaban de abandonar. Permanece oculto detrás de la puerta mientras los otros suben al piso de las víctimas, y, cuando el ruido de los pasos se aleja, sale de su escondite y baja tranquilamente. Es el momento en que Mitri y Nicolás echan a correr por la calle. Todos los que estaban ante la puerta se han dispersado. Tal vez alguien le viera, pero nadie se fijó en él. ¡Entraba y salía tanta gente por aquella puerta! El estuche se le cayó del bolsillo cuando estaba oculto detrás de la puerta, y él no lo advirtió porque tenía otras muchas cosas en que pensar en aquel momento. Que el estuche estuviera allí demuestra que el asesino se escondió en el piso vacío. He aquí explicado todo el misterio.
‑Ingenioso, amigo Rasumikhine, diabólicamente ingenioso, incluso demasiado ingenioso.
‑¿Por qué demasiado?
‑Porque todo es tan perfecto, porque los detalles están tan bien trabados, que uno cree hallarse ante una obra teatral.
Rasumikhine abrió la boca para protestar, pero en este momento se abrió la puerta, y los jóvenes vieron aparecer a un visitante al que ninguno de ellos conocía.
V
Era un caballero de cierta edad, movimientos pausados y fisonomía reservada y severa. Se detuvo en el umbral y paseó a su alrededor una mirada de sorpresa que no trataba de disimular y que resultaba un tanto descortés. «¿Dónde me he metido?», parecía preguntarse. Observaba la habitación, estrecha y baja de techo como un camarote, con un gesto de desconfianza y una especie de afectado terror.
Su mirada conservó su expresión de asombro al fijarse en Raskolnikof, que seguía echado en el mísero diván, vestido con ropas no menos miserables, y que le miraba como los demás.
Después el visitante observó atentamente la barba inculta, los cabellos enmarañados y toda la desaliñada figura de Rasumikhine, que, a su vez y sin moverse de su sitio, le miraba con una curiosidad impertinente.
Durante más de un minuto reinó en la estancia un penoso silencio, pero al fin, como es lógico, la cosa cambió.
Comprendiendo sin duda ‑pues ello saltaba a la vista que su arrogancia no imponía a nadie en aquella especie de camarote de trasatlántico, el caballero se dignó humanizarse un poco y se dirigió a Zosimof cortésmente pero con cierta rigidez.
‑Busco a Rodion Romanovitch Raskolnikof, estudiante o ex estudiante ‑dijo, articulando las palabras sílaba a sílaba.
Zosimof inició un lento ademán, sin duda para responder, pero Rasumikhine, aunque la pregunta no iba dirigida a él, se anticipó.
‑Ahí lo tiene usted, en el diván ‑dijo‑. ¿Y usted qué desea?
La naturalidad con que estas palabras fueron pronunciadas pareció ablandar al presuntuoso caballero, que incluso se volvió hacia Rasumikhine. Pero en seguida se contuvo y, con un rápido movimiento, fijó de nuevo la mirada en Zosimof.
‑Ahí tiene usted a Raskolnikof ‑repuso el doctor, indicando al enfermo con un movimiento de cabeza. Después lanzó un gran bostezo y, seguidamente y con gran lentitud, sacó del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de oro, que consultó y volvió a guardarse, con la misma calma.
Raskolnikof, que en aquel momento estaba echado boca arriba, no quitaba ojo al recién llegado y seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su semblante, pues ya no contemplaba la florecilla del empapelado. Estaba pálido y en su expresión se leía un extraordinario sufrimiento. Era como si el enfermo acabara de salir de una operación o de experimentar terribles torturas... Sin embargo, el visitante desconocido le inspiraba un interés creciente, que primero fue sorpresa, en seguida desconfianza y finalmente temor.
Cuando Zosimof dijo: «Ahí tiene usted a Raskolnikof, éste se levantó con un movimiento tan repentino, que tuvo algo de salto, y manifestó, con voz débil y entrecortada pero agresiva:
‑Si, yo soy Raskolnikof. ¿Qué desea usted?
El visitante le observó atentamente y repuso, en un tono lleno de dignidad:
‑Soy Piotr Petrovitch Lujine. Tengo motivos para creer que mi nombre no le será enteramente desconocido.
Pero Raskolnikof, que esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su interlocutor con gesto pensativo y estúpido, sin contestarle y como si aquélla fuera la primera vez que oía semejante nombre.
‑¿Es posible que todavía no le hayan hablado de mí? ‑exclamó Piotr Petrovitch, un tanto desconcertado.
Por toda respuesta, Raskolnikof se dejó caer poco a poco sobre la almohada. Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo. Lujine dio ciertas muestras de inquietud. Zosimof y Rasumikhine le observaban con una curiosidad creciente que acabó de desconcertarle.
‑Yo creía..., yo suponía...‑balbuceó‑ que una carta que se cursó hace diez días, tal vez quince...
‑Pero oiga, ¿por qué se queda en la puerta?‑le interrumpió Rasumikhine‑. Si tiene usted algo que decir, entre y siéntese. Nastasia y usted no caben en el umbral. Nastasiuchka, apártate y deja pasar al señor. Entre; aquí tiene una silla; pase por aquí.
Echó atrás su silla de modo que entre sus rodillas y la mesa quedó un estrecho pasillo, y, en una postura bastante incómoda, esperó a que pasara el visitante. Lujine comprendió que no podía rehusar y llegó, no sin dificultad, al asiento que se le ofrecía. Cuando estuvo sentado, fijó en Rasumikhine una mirada llena de inquietud.
‑No esté usted violento ‑dijo éste levantando la voz‑. Hace cinco días que Rodia está enfermo. Durante tres ha estado delirando. Hoy ha recobrado el conocimiento y ha comido con apetito. Aquí tiene usted a su médico, que lo acaba de reconocer. Yo soy un camarada suyo, un ex estudiante como él, y ahora hago el papel de enfermero. Por lo tanto, no haga caso de nosotros: siga usted conversando con él como si no estuviéramos.
‑Muy agradecido, pero ¿no le parece a usted ‑se dirigía a Zosimof‑ que mi conversación y mi presencia pueden fatigar al enfermo?
‑No, ‑repuso Zosimof‑. Por el contrario, su charla le distraerá.
Y volvió a lanzar un bostezo.
‑¡Oh! Hace ya bastante tiempo que ha vuelto en sí: esta mañana ‑dijo Rasumikhine, cuya familiaridad respiraba tanta franqueza y simpatía, que Piotr Petrovitch empezó a sentirse menos cohibido. Además, hay que tener presente que el impertinente y desharrapado joven se había presentado como estudiante.
‑Su madre... ‑comenzó a decir Lujine.
Rasumikhine lanzó un ruidoso gruñido. Lujine le miró con gesto interrogante.
‑No, no es nada. Continúe.
‑Su madre empezó a escribirle antes de que yo me pusiera en camino. Ya en Petersburgo, he retrasado adrede unos cuantos días mi visita para asegurarme de que usted estaría al corriente de todo. Y ahora veo, con la natural sorpresa...
‑Ya estoy enterado, ya estoy enterado ‑replicó de súbito Raskolnikof, cuyo semblante expresaba viva irritación‑. Es usted el novio, ¿verdad? Bien, pues ya ve que lo sé.
Piotr Petrovitch se sintió profundamente herido por la aspereza de Raskolnikof, pero no lo dejó entrever. Se preguntaba a qué obedecía aquella actitud. Hubo una pausa que duró no menos de un minuto. Raskolnikof, que para contestarle se había vuelto ligeramente hacia él, empezó de súbito a examinarlo fijamente, con cierta curiosidad, como si no hubiese tenido todavía tiempo de verle o como si de pronto hubiese descubierto en él algo que le llamara la atención. Incluso se incorporó en el diván para poder observarlo mejor.
Sin duda, el aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el calificativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego, se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr Petrovitch había aprovechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en previsión de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción, acaso algo excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía perdonársele en atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine acababa de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria se ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al que él prodigaba toda suerte de cuidados y tenía entre sus manos con mil precauciones, hasta los maravillosos guantes de color lila, que no llevaba puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona americana habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña corbata de batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que esta elegancia le sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa, no representaba los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella. La encuadraban dos negras patillas que se extendían elegantemente a ambos lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura deslumbrante. Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos casos, el ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que pudiera haber de desagradable y antipático en aquella fisonomía grave y hermosa no estaba en el exterior.
Después de haber examinado a Lujine con impertinencia, Raskolnikof sonrió amargamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y continuó contemplando el techo.
Pero el señor Lujine parecía haber decidido tener paciencia y fingía no advertir las rarezas de Raskolnikof.
‑Lamento profundamente encontrarle en este estado ‑dijo para reanudar la conversación‑. Si lo hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero usted no puede imaginarse las cosas que tengo que hacer. Además, he de intervenir en un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas ocupaciones cuya índole puede usted deducir: espero a su familia, es decir, a su madre y a su hermana, de un momento a otro.
Raskolnikof hizo un movimiento y pareció que iba a decir algo. Su semblante dejó entrever cierta agitación. Piotr Petrovitch se detuvo y esperó un momento, pero, viendo que Raskolnikof no desplegaba los labios, continuó:
‑Sí, las espero de un momento a otro. Ya les he encontrado un alojamiento provisional.
‑¿Dónde? ‑preguntó Raskolnikof con voz débil.
‑Cerca de aquí, en el edificio Bakaleev.
‑Eso está en el bulevar Vosnesensky ‑interrumpió Rasumikhine‑. El comerciante Iuchine alquila dos pisos amueblados. Yo he ido a verlos.
‑Sí, son departamentos amueblados...
‑Aquello es un verdadero infierno, sucio, pestilente y, además, un lugar nada recomendable. Allí han ocurrido las cosas más viles. Sólo el diablo sabe qué vecindario es aquél. Yo mismo fui allí atraído por un asunto escandaloso. Por lo demás, los departamentos se alquilan a buen precio.
‑Como es natural, yo no pude procurarme todos esos informes, pues acababa de llegar a Petersburgo ‑dijo Piotr Petrovitch, un tanto molesto‑; pero, sea como fuere, las dos habitaciones que he alquilado son muy limpias. Además, hay que tener en cuenta que todo esto es provisional... Yo tengo ya contratado nuestro definitivo..., mejor dicho, nuestro futuro hogar ‑añadió volviéndose hacia Raskolnikof‑. Sólo falta arreglarlo, y ya lo estoy haciendo. Yo mismo tengo ahora una habitación amueblada bastante reducida. Está a dos pasos de aquí, en casa de la señora de Lipevechsel. Vivo con un joven que es amigo mío: Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Él es precisamente el que me ha indicado la casa Bakaleev.
‑¿Lebeziatnikof? ‑preguntó Raskolnikof, pensativo, como si este nombre le hubiese recordado algo.
‑Sí, Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Está empleado en un ministerio. ¿Le conoce usted?
‑No..., no ‑repuso Raskolnikof.
‑Perdone, pero su exclamación me ha hecho suponer que lo conocía. Fui tutor suyo hace ya tiempo. Es un joven simpatiquísimo, que está al corriente de todas las ideas. A mí me gusta tratar con gente joven. Así se entera uno de las novedades que corren por el mundo.
Piotr Petrovitch miró a sus oyentes con la esperanza de percibir en sus semblantes un signo de aprobación.
‑¿A qué clase de novedades se refiere? ‑preguntó Rasumikhine.
‑Alas de tipo más serio, es decir, más fundamental ‑repuso Piotr Petrovitch, al que el tema parecía encantar‑. Hacía ya diez años que no habia venido a Petersburgo. Todas las reformas sociales, todas las nuevas ideas han llegado a provincias, pero para darse exacta cuenta de estas cosas, para verlo todo, hay que estar en Petersburgo. Yo creo que el mejor modo de informarse de estas cuestiones es observar a las generaciones jóvenes... Y créame que estoy encantado.
‑¿De qué?
‑Es algo muy complejo. Puedo equivocarme, pero creo haber observado una visión más clara, un espíritu más critico, por decirlo así, una actividad más razonada.
‑Es verdad ‑dijo Zosimof entre dientes.
‑No digas tonterías ‑replicó Rasumikhine‑. El sentido de los negocios no nos llueve del cielo, sino que sólo lo podemos adquirir mediante un difícil aprendizaje. Y nosotros hace ya doscientos años que hemos perdido el hábito de la actividad... De las ideas ‑continuó, dirigiéndose a Piotr Petrovitch‑ puede decirse que flotan aquí y allá. Tenemos cierto amor al bien, aunque este amor sea, confesémoslo, un tanto infantil. También existe la honradez, aunque desde hace algún tiempo estemos plagados de bandidos. Pero actividad, ninguna en absoluto.
‑No estoy de acuerdo con usted ‑dijo Lujine, visiblemente encantado‑. Cierto que algunos se entusiasman y cometen errores, pero debemos ser indulgentes con ellos. Esos arrebatos y esas faltas demuestran el ardor con que se lanzan al empeño, y también las dificultades, puramente materiales, verdad es, con que tropiezan. Los resultados son modestos, pero no debemos olvidar que los esfuerzos han empezado hace poco. Y no hablemos de los medios que han podido utilizar. A mi juicio, no obstante, se han obtenido ya ciertos resultados. Se han difundido ideas nuevas que son excelentes; obras desconocidas aún, pero de gran utilidad, sustituyen a las antiguas producciones de tipo romántico y sentimental. La literatura cobra un carácter de madurez. Prejuicios verdaderamente perjudiciales han caído en el ridículo, han muerto... En una palabra, hemos roto definitivamente con el pasado, y esto, a mi juicio, constituye un éxito.
‑Ha dado suelta a la lengua sólo para lucirse ‑gruñó inesperadamente Raskolnikof.
‑¿Cómo? ‑preguntó Lujine, que no había entendido.
Pero Raskolnikof no le contestó.
‑Todo eso es exacto ‑se apresuró a decir Zosimof.
‑¿Verdad? ‑‑exclamó Piotr Petrovitch dirigiendo al doctor una mirada amable. Después se volvió hacia Rasumikhine con un gesto de triunfo y superioridad (sólo faltaba que le llamase «joven») y le dijo‑: Convenga usted que todo se ha perfeccionado, o, si se prefiere llamarlo así, que todo ha progresado, por lo menos en los terrenos de las ciencias y la economía.
‑Eso es un lugar común.
‑No, no es un lugar común. Le voy a poner un ejemplo. Hasta ahora se nos ha dicho: «Ama a tu prójimo.» Pues bien, si pongo este precepto en práctica, ¿qué resultará? ‑Piotr Petrovitch hablaba precipitadamente‑. Pues resultará que dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a mi prójimo y los dos nos quedaremos medio desnudos. Un proverbio ruso dice que el que persigue varias liebres a la vez no caza ninguna. La ciencia me ordena amar a mi propia persona más que a nada en el mundo, ya que aquí abajo todo descansa en el interés personal. Si te amas a ti mismo, harás buenos negocios y conservarás tu capa entera. La economía política añade que cuanto más se elevan las fortunas privadas en una sociedad o, dicho en otros términos, más capas enteras se ven, más sólida es su base y mejor su organización. Por lo tanto, trabajando para mí solo, trabajo, en realidad, para todo el mundo, pues contribuyo a que mi prójimo reciba algo más que la mitad de mi capa, y no por un acto de generosidad individual y privada, sino a consecuencia del progreso general. La idea no puede ser más sencilla. No creo que haga falta mucha inteligencia para comprenderla. Sin embargo, ha necesitado mucho tiempo para abrirse camino entre los sueños y las quimeras que la ahogaban.
‑Perdóneme ‑le interrumpió Rasumikhine‑. Yo pertenezco a la categoría de los imbéciles. Dejemos ese asunto. Mi intención al dirigirle la palabra no era despertar su locuacidad. Tengo los oídos tan llenos de toda esa palabrería que no ceso de escuchar desde hace tres años, de todas esas trivialidades, de todos esos lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de ello, sino también que se hable delante de mi. Usted se ha apresurado a alardear ante nosotros de sus teorías, y no se lo censuro. Yo sólo deseaba saber quién es usted, pues en estos últimos tiempos se han introducido en los negocios públicos tantos intrigantes, y esos desaprensivos han ensuciado de tal modo cuanto ha pasado por sus manos, que han formado a su alrededor un verdadero lodazal. Y no hablemos más de este asunto.
‑Caballero ‑exclamó Lujine, herido en lo más vivo y adoptando una actitud llena de dignidad‑, ¿quiere usted decir con eso que también yo...?
‑¡De ningún modo! ¿Cómo podría yo permitirme...? En fin, basta ya...
Y después de cortar así el diálogo, Rasumikhine se apresuró a reanudar con Zosimof la conversación que había interrumpido la entrada de Piotr Petrovitch.
Éste tuvo el buen sentido de aceptar la explicación del estudiante, y adoptó la firme resolución de marcharse al cabo de dos minutos.
‑Ya hemos trabado conocimiento ‑dijo a Raskolnikof‑. Espero que, una vez esté curado, nuestras relaciones serán más íntimas, debido a las circunstancias que ya conoce usted. Le deseo un rápido restablecimiento.
Raskolnikof ni siquiera dio muestras de haberle oído, y Piotr Petrovitch se puso en pie.
‑Seguramente ‑dijo Zosimof a Rasumikhine‑, el asesino es uno de sus deudores.
‑Seguramente ‑repitió Rasumikhine‑. Porfirio no revela a nadie sus pensamientos pero sólo interroga a los que tenían algo empeñado en casa de la vieja.
‑¿Los interroga?‑exclamó Raskolnikof.
‑Sí, ¿por qué?
‑No, por nada.
‑Pero ¿cómo sabe quiénes son? ‑preguntó Zosimof.
‑Koch ha indicado algunos. Los nombres de otros figuraban en los papeles que envolvían los objetos, y otros, en fin, se han presentado espontáneamente al enterarse de lo ocurrido.
‑El culpable debe de ser un profesional de gran experiencia. ¡Qué resolución, qué audacia!
‑Pues no ‑replicó Rasumikhine‑. En eso, tú y todo el mundo estáis equivocados. Yo estoy seguro de que es un inexperto de que éste es su primer crimen. Si nos imaginamos un plan bien urdido y un criminal experimentado, nada tiene explicación. Para que la tenga, hay que suponer que es un principiante y admitir que sólo la suerte le ha permitido escapar. ¿Qué no podrá hacer el azar? Es muy posible que no previera ningún obstáculo. ¿Y cómo lleva a cabo el robo? Busca en la caja donde la vieja guardaba sus trapos, coge unos cuantos objetos que no valen más de treinta rublos y se llena con ellos los bolsillos. Sin embargo, en el cajón superior de la cómoda se ha encontrado una caja que contenía más de mil quinientos rublos en metálico y cierta cantidad de billetes. Ni siquiera supo robar. Lo único que supo hacer fue matar. ¡Lo dicho: un principiante! Perdió la cabeza, y si no Lo han descubierto no Lo debe a su destreza, sino al azar.
‑¿Hablan ustedes del asesinato de esa vieja prestamista? ‑intervino Lujine, dirigiéndose a Zosimof. Con el sombrero en las manos se disponía a despedirse, pero deseaba decir todavía algunas cosas profundas. Quería dejar buen recuerdo en aquellos jóvenes. La vanidad podía en él más que la razón.
‑Sí. ¿Ha oído usted hablar de ese crimen?
‑¿Cómo no? Ha ocurrido en las cercanías de la casa donde me hospedo.
‑¿Conoce usted los detalles?
‑Los detalles, no, pero este asunto me interesa por la cuestión general que plantea. Dejemos a un lado el aumento incesante de la criminalidad durante los últimos cinco años en las clases bajas. No hablemos tampoco de la sucesión ininterrumpida de incendios provocados y actos de pillaje. Lo que me asombra es que la criminalidad crezca de modo parecido en las clases superiores. Un día nos enteramos de que un ex estudiante ha asaltado el coche de correos en la carretera. Otro, que hombres cuya posición los sitúa en las altas esferas fabrican moneda falsa. En Moscú se descubre una banda de falsificadores de billetes de la lotería, uno de cuyos jefes era un profesor de historia universal. Además, se da muerte a un secretario de embajada por una oscura cuestión de dinero... Si la vieja usurera ha sido asesinada por un hombre de la clase media (los mujiks no tienen el hábito de empeñar joyas), ¿cómo explicar este relajamiento moral en la clase más culta de nuestra ciudad?
‑Los fenómenos económicos han producido transformaciones que... ‑comenzó a decir Zosimof.
‑¿Cómo explicarlo? ‑le interrumpió Rasumikhine‑. Pues precisamente por esa falta de actividad razonada.
‑¿Qué quiere usted decir?
‑¿Qué respondió ese profesor de historia universal cuando le interrogaron? «Cada cual se enriquece a su modo. Yo también he querido enriquecerme Lo más rápidamente posible.» No recuerdo las palabras que empleó, pero sé que quiso decir «ganar dinero rápidamente y sin esfuerzo». El hombre se acostumbra a vivir sin esfuerzo, a andar por el camino llano, a que le pongan la comida en la boca. Hoy cada uno se muestra como realmente es.
‑Pero la moral, las leyes...
‑¿Qué le sorprende? ‑preguntó repentinamente Raskolnikof‑. Todo esto es la aplicación de sus teorías.
‑¿De mis teorías?
‑Sí, la conclusión lógica de los principios que acaba usted de exponer es que se puede incluso asesinar.
‑Un momento, un momento... ‑exclamó Lujine.
‑No estoy de acuerdo ‑dijo Zosimof.
Raskolnikof estaba pálido y respiraba con dificultad. Su labio superior temblaba convulsivamente.
‑Todo tiene su medida ‑dijo Lujine con arrogancia‑. Una idea económica no ha sido nunca una incitación al crimen, y suponiendo...
‑¿Acaso no es cierto ‑le interrumpió Raskolnikof con voz trémula de cólera, pero llena a la vez de un júbilo hostil que usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su petición, que lo que más le complacía de ella era su pobreza, pues Lo mejor es casarse con una mujer pobre para poder dominarla y recordarle el bien que se le ha hecho?
‑Pero... ‑exclamó Lujine, trastornado por la cólera‑. ¡Oh, qué modo de desnaturalizar mi pensamiento! Perdóneme, pero puedo asegurarle que las noticias que han llegado a usted sobre este punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ya sé dónde está el origen del mal... Por Lo menos, Lo supongo... Se Lo diré francamente. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las novelerías. Sin embargo, estaba muy lejos de creer que pudiera interpretar mis palabras con tanta inexactitud y que, al citarlas, alterase de tal modo su sentido. Además...
‑¡Óigame! ‑bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada y fijando en Lujine una mirada ardiente‑. ¡Escuche!
‑Usted dirá.
Lujine pronunció estas palabras en un tono de reto. A ellas siguió un silencio que duró varios segundos.
‑Pues lo que quiero que sepa es que si usted se permite decir una palabra más contra mi madre, lo echo escaleras abajo.
‑¡Pero Rodia! ‑exclamó Rasumikhine.
‑¡Si, escaleras abajo!
Lujine había palidecido y se mordía los labios.
‑Óigame, señor ‑comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por dominarse‑: la acogida que usted me ha dispensado me ha demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo!
‑¡Yo no estoy enfermo! ‑exclamó Raskolnikof.
‑¡Peor que peor!
‑¡Váyase al diablo!
Lujine no había esperado esta invitación. Se deslizaba ya entre la silla y la mesa. Esta vez, Rasumikhine se levantó para dejarlo pasar. Lujine no se dignó mirarle y salió sin ni siquiera saludar a Zosimof, que desde hacía unos momentos le estaba diciendo por señas que dejara al enfermo tranquilo. Al verle alejarse con la cabeza baja, era fácil comprender que no olvidaría la terrible ofensa recibida.
‑¡Vaya un modo de conducirse! ‑dijo Rasumikhine al enfermo, sacudiendo la cabeza con un gesto de preocupación.
‑¡Déjame! ¡Dejadme todos! ‑gritó Raskolnikof en un arrebato de ira‑. ¿Me dejaréis de una vez, verdugos? No creáis que os temo. Ahora ya no temo a nadie, ¡a nadie! ¡Marchaos! ¡Quiero estar solo! ¿Lo oís? ¡Solo!
‑Vámonos ‑dijo Zosimof a Rasumikhine.
‑Pero ¿lo vamos a dejar así?
‑Vámonos.
Rasumikhine reflexionó un momento. Después siguió a Zosimof.
Cuando estuvieron en la escalera, el doctor dijo:
‑Si no le hubiésemos obedecido, habría sido peor. No hay que irritarlo.
‑Pero ¿qué tiene?
‑Le convendría una impresión fuerte que le sacara de sus pensamientos. Ahora habría sido capaz de todo... Algo le preocupa profundamente. Es una obsesión que te corroe y te exaspera. Eso es lo que más me inquieta.
‑Tal vez este señor Piotr Petrovitch tenga algo que ver con ello. De la conversación que ha sostenido con él se desprende que se va a casar con la hermana de Rodia y que nuestro amigo se ha enterado de ello poco antes de su enfermedad.
‑Sí, es el diablo el que lo ha traído, pues su visita lo ha echado todo a perder. Y ¿has observado que, aunque parece indiferente a todo, hay una cosa que le saca de su mutismo? Ese crimen... Oír hablar de él le pone fuera de sí.
‑Lo he notado en seguida ‑respondió Rasumikhine‑. Presta atención y se inquieta. Precisamente se puso enfermo el día en que oyó hablar de ese asunto en la comisaría. Incluso se desvaneció.
‑Ven esta noche a mi casa. Quiero que me cuentes detalladamente todo eso. Me interesa mucho. Yo también tengo algo que contarte. Volveré a verle dentro de media hora. Por el momento no hay que temer ningún trastorno cerebral grave.
‑Gracias por todo. Ahora voy a ver a Pachenka. Diré a Nastasia que lo vigile.
Cuando sus amigos se fueron, Raskolnikof dirigió una mirada llena de angustiosa impaciencia hasta Nastasia, pero ella no parecía dispuesta a marcharse.
‑¿Te traigo ya el té? ‑preguntó.
‑Después. Ahora quiero dormir. Vete.
Se volvió hacia la pared con un movimiento convulsivo, y Nastasia salió del aposento.

VI

Apenas Se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikof se levantó, echó el cerrojo, deshizo el paquete de las prendas de vestir comprado por Rasumikhine y empezó a ponérselas. Aunque parezca extraño, se había serenado de súbito. La frenética excitación que hacía unos momentos le dominaba y el pánico de los últimos días habían desaparecido. Era éste su primer momento de calma, de una calma extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y precisos, revelaban una firme resolución. «Hoy, de hoy no pasa», murmuró.
Se daba cuenta de su estado de debilidad, pero la extrema tensión de ánimo a la que debía su serenidad le comunicaba una gran serenidad en sí mismo y parecía darle fuerzas. Por lo demás, no temía caerse en la calle. Cuando estuvo enteramente vestido con sus ropas nuevas, permaneció un momento contemplando el dinero que Rasumikhine había dejado en la mesa. Tras unos segundos de reflexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad ascendía a veinticinco rublos. Cogió también lo que a su amigo le había sobrado de los diez rublos destinados a la compra de las prendas de vestir y, acto seguido, descorrió el cerrojo. Salió de la habitación y empezó a bajar la escalera. Al pasar por el piso de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta. Nastasia daba la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego del samovar. No oyó nada. En lo que menos pensaba era en aquella fuga.
Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las ocho y el sol se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él aspiró ávidamente el polvoriento aire, envenenado por las emanaciones pestilentes de la ciudad. Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y lívido, expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y ni siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era preciso poner fin a todo aquello inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo conseguía no volvería a su casa, pues no quería seguir viviendo así. Pero ¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía la menor idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que era necesario que todo cambiara, fuera como fuere y costara lo que costase. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía desesperada, con una firmeza indómita.
Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el camino de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la acera, y que vestía como una damisela. Llevaba miriñaque, guantes, mantilla y un sombrero de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado. Estaba cantando una romanza con una voz cascada, pero fuerte y agradable, con la esperanza de que le arrojaran desde la tienda una moneda de dos kopeks. Raskolnikof se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el público, escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cinco kopeks y la puso en la mano de la muchacha. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz.
‑¡Basta! ‑gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.
‑¿Le gustan las canciones callejeras? ‑preguntó de súbito Raskolnikof a un transeúnte de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y tenía aspecto de paseante desocupado.
El desconocido le miró con un gesto de asombro.
‑A mí ‑continuó Raskolnikof, que parecía hablar de cualquier cosa menos de canciones‑ me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en que todos los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Comprende? A través de la nieve se percibe la luz de los faroles de gas...
‑No sé..., no sé... Perdone ‑balbuceó el paseante, tan alarmado por las extrañas palabras de Raskolnikof como por su aspecto. Y se apresuró a pasar a la otra acera.
El joven continuó su camino y desembocó en la plaza del Mercado, precisamente por el punto donde días atrás el matrimonio de comerciantes hablaba con Lisbeth. Pero la pareja no estaba. Raskolnikof se detuvo al reconocer el lugar, miró en todas direcciones y se acercó a un joven que llevaba una camisa roja y bostezaba a la puerta de un almacén de harina.
‑En esa esquina montan su puesto un comerciante y su mujer, que tiene aspecto de campesina, ¿verdad?
‑Aquí vienen muchos comerciantes ‑respondió el joven, midiendo a Raskolnikof con una mirada de desdén.
‑¿Cómo se llama?
‑Como le pusieron al bautizarlo.
‑¿Eres tal vez de Zaraisk? ¿De qué provincia?
El mozo volvió a mirar a Raskolnikof.
‑Alteza, mi familia no es de ninguna provincia, sino de un distrito. Mi hermano, que es el que viaja, entiende de esas cosas. Pero yo, como tengo que quedarme aquí, no sé nada. Espero de la misericordia de su alteza que me perdone.
‑¿Es un figón lo que hay allí arriba?
‑Una taberna. Hay un billar e incluso algunas princesas. Es un lugar muy chic.
Raskolnikof atravesó la plaza. En uno de sus ángulos se apiñaba una multitud de mujiks. Se introdujo en lo más denso del grupo y empezó a mirar atentamente las caras de unos y otros. Pero los campesinos no le prestaban la menor atención. Todos hablaban a gritos, divididos en pequeños grupos.
Después de reflexionar un momento, prosiguió su camino en dirección al bulevar V. Pronto dejó la plaza y se internó en una calleja que, formando un recodo, conduce a la calle de Sadovaia. Había recorrido muchas veces aquella callejuela. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa le impulsaba a deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se ponía más triste aún. Esta vez entró en la callejuela inconscientemente. Llegó ante un gran edificio donde todo eran figones y establecimientos de bebidas. De ellos salían continuamente mujeres destocadas y vestidas con negligencia (como quien no ha de alejarse de su casa), y formaban grupos aquí y allá, en la acera, y especialmente al borde de las escaleras que conducían a los tugurios de mala fama del subsuelo.
En uno de estos antros reinaba un estruendo ensordecedor. Se tocaba la guitarra, se cantaba y todo el mundo parecía divertirse. Ante la entrada había un nutrido grupo de mujeres. Unas estaban sentadas en los escalones, otras en la acera y otras, en fin, permanecían de pie ante la puerta, charlando. Un soldado, bebido, con el cigarrillo en la boca, erraba en torno de ellas, lanzando juramentos. Al parecer no se acordaba del sitio adonde quería dirigirse. Dos individuos desarrapados cambiaban insultos. Y, en fin, se veía un borracho tendido cuan largo era en medio de la calle.
Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas platicaban con voces desgarradas. Vestían ropas de Indiana, Ilevaban la cabeza descubierta y calzado de cabritilla. Unas pasaban de los cuarenta; otras apenas habían cumplido los diecisiete. Todas tenían los ojos hinchados.
El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo cautivaron a Raskolnikof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de falsete que entonaba una bella melodía, mientras alguien danzaba furiosamente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones. Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador.

Mi hombre, amor mío,
no me pegues sin razón,

cantaba la voz aguda. El oyente mostraba un deseo tan ávido de captar hasta la última sílaba de esta canción, que se diría que aquello era para él cuestión de vida o muerte.
«¿Y si entrase? ‑pensó‑. Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me embriagase también?»
‑¿No entra usted, caballero? ‑le preguntó una de las mujeres.
Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del grupo que no inspiraba repugnancia.
Raskolnikof levantó la cabeza y exclamó mientras la miraba:
‑¡Qué bonita eres!
Ella sonrió. El cumplido la había emocionado.
‑Usted también es un guapo mozo ‑dijo.
‑Demasiado delgado ‑dijo otra de aquellas mujeres, con voz cavernosa‑. Seguro que acaba de salir del hospital.
‑Parecen damas de la alta sociedad, pero esto no les impide tener la nariz chata ‑dijo de súbito un alegre mujik que pasaba por allí con la blusa desabrochada y el rostro ensanchado por una sonrisa‑. ¡Esto alegra el corazón!
‑En vez de hablar tanto, entra.
‑Te obedezco, amor mío.
Dicho esto, entró..., y se fue rodando escaleras abajo.
Raskolnikof continuó su camino.
‑¡Oiga, señor! ‑le gritó la muchacha apenas vio que echaba a andar.
‑¿Qué?
Ella se turbó.
‑Me encantaría pasar unas horas con usted, caballero; pero me siento cohibida en su presencia. Déme seis kopeks para beberme un vaso, amable señor.
Raskolnikof buscó en su bolsillo y sacó todo lo que había en él: tres monedas de cinco kopeks.
‑¡Oh! ¡Qué príncipe tan generoso!
‑¿Cómo te llamas?
‑Llámame Duklida.
‑¡Es vergonzoso! ‑exclamó una de las mujeres del grupo, sacudiendo la cabeza con un gesto de desesperación‑. No comprendo cómo se puede mendigar de este modo. Sólo de pensarlo, me muero de vergüenza.
Raskolnikof miró con curiosidad a la mujer que había hablado así. Representaba unos treinta años. Estaba picada de viruelas y salpicada de equimosis. Tenía el labio superior un poco hinchado. Había expresado su desaprobación en un tono de grave serenidad.
«¿Dónde he leído yo ‑pensaba Raskolnikof al alejarse que un condenado a muerte decía, una hora antes de la ejecución de la sentencia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una cumbre, en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El caso es vivir... ‑y añadió al cabo de un momento‑: El hombre es cobarde, y cobarde el que le reprocha esta cobardía.»
Desembocó en otra calle.
«¡Mira, el Palacio de Cristal! Rasumikhine me hablaba de él no hace mucho. Pero ¿qué es lo que yo quería hacer? ¡Ah, sí! Leer... Zosimof ha dicho que leyó en la prensa...»
‑¿Me dará los periódicos? ‑preguntó entrando en un salón de té espacioso, bastante limpio y que estaba casi vacío.
Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un departamento algo lejano, un grupo de cuatro personas que bebían champán. Raskolnikof creyó reconocer a Zamiotof entre ellas, pero la distancia le impedía asegurar que fuese él.
«¡Bah, qué importa!», pensó.
‑¿Quiere usted vodka? ‑preguntó el camarero.
‑Tráeme té y los periódicos, los atrasados, los de estos últimos cinco días. Te daré propina.
‑Gracias, señor. Aquí tiene los de hoy, de momento. ¿Quiere vodka también?
El camarero le trajo el té y los demás periódicos. Raskolnikof se sentó y empezó a leer los títulos... Izler... Izler... Los Aztecas... Izler... Bartola... Massimo... Los Aztecas... Izler. Ojeó los sucesos: un hombre que se había caído por una escalera, un comerciante ebrio que había muerto abrasado, un incendio en el barrio de las Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de Petersburgo, otro en este mismo barrio... Izler... Izler... Massimo...
«¡Aquí está!»
Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las líneas danzaban ante sus ojos. Sin embargo, leyó el suceso hasta el fin de la información y buscó nuevas noticias sobre el hecho en los números siguientes. Sus manos temblaban de impaciencia al pasar las páginas...
De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamiotof, Zamiotof en persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría. Lucía sus anillos, sus cadenas, sus cabellos negros, rizados, abrillantados y partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor, pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado su cetrino rostro.
‑Pero ¿usted aquí? ‑dijo con un gesto de asombro y con el tono que habría adoptado para dirigirse a un viejo camarada‑. Pero si Rasumikhine me dijo ayer que estaba usted todavía delirando. ¡Qué cosa tan rara! ¿Sabe que estuve en su casa?
Raskolnikof había presentido que el secretario de la comisaría se acercaría a él. Dejó los periódicos y se encaró con Zamiotof. En sus labios se percibía una sonrisa irónica que dejaba traslucir cierta irritación.
‑Ya sé que vino usted ‑respondió‑; ya me lo han dicho... Usted me buscó la bota... ¿Sabe que tiene subyugado a Rasumikhine? Dice que estuvieron ustedes dos en casa de Luisa Ivanovna, aquella a la que usted intentaba defender el otro día. Ya sabe lo que quiero decir. Usted hacía señas al «teniente Pólvora» y él no lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin embargo, no hacía falta ser un lince para comprenderlo. La cosa no podía estar más clara.
‑¡Qué charlatán!
‑¿Se refiere al «teniente Pólvora»?
‑No, a su amigo Rasumikhine.
‑¡Vaya, vaya, señor Zamiotof! ¡Para usted es la vida! Usted tiene entrada libre y gratuita en lugares encantadores. ¿Quién le ha invitado a champán ahora mismo?
‑¿Invitado...? Hemos bebido champán. Pero ¿a santo de qué tenían que invitarme?
‑Para corresponder a algún favor. Ustedes sacan provecho de todo.
Raskolnikof se echó a reír.
‑No se enfade, no se enfade ‑añadió, dándole una palmada en la espalda‑. Se lo digo sin malicia alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de los puñetazos que dio a Mitri el pintor que detuvieron ustedes por el asunto de la vieja.
‑¿Cómo sabe usted que dijo eso?
‑Yo sé muchas cosas, tal vez más que usted, sobre ese asunto...
‑¡Qué raro está usted...! No me cabe duda de que está todavía enfermo. No debió salir de casa.
‑¿De modo que le parece que estoy raro?
‑Sí. ¿Qué estaba leyendo?
‑Los periódicos.
‑Sólo hablan de incendios.
‑Yo no leía los incendios.
Miró a Zamiotof con una expresión extraña. Una sonrisa irónica volvió a torcer sus labios.
‑No ‑repitió‑, yo no leía las noticias de los incendios ‑y añadió, guiñándole un ojo‑: Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo.
‑Se equivoca usted. Le he hecho esa pregunta por decir algo. ¿Es que no puede uno preguntar...? Pero ¿qué le sucede?

‑Óigame: usted es un hombre culto, ¿verdad? Usted debe de haber leído mucho.
‑He seguido seis cursos en el Instituto ‑repuso Zamiotof, un tanto orgulloso.
‑¡Seis cursos! ¡Ah, querido amigo! Lleva una raya perfecta, sortijas..., en fin, que es usted un hombre rico... ¡Y qué linda presencia!
Raskolnikof soltó una carcajada en la misma cara de su interlocutor, el cual retrocedió, no porque se sintiera ofendido, sino a causa de la sorpresa.
‑¡Qué extraño está usted! ‑dijo, muy serio, Zamiotof‑. Yo creo que aún desvaría.
‑¿Desvariar yo? Te equivocas, hijito... Así, ¿cree usted que estoy extraño? Y se pregunta usted por qué, ¿no?
‑Sí.
‑Y desea usted saber lo que he leído, lo que he buscado en estos periódicos... Mire, mire cuántos números he pedido... Esto es sospechoso, ¿verdad?
‑Pero ¿qué dice usted?
‑Usted cree que ha atrapado al pájaro en el nido.
‑¿Qué pájaro?
‑Después se lo diré. Ahora le voy a participar..., mejor dicho, a confesar..., no, tampoco..., ahora voy a prestar declaración y usted tomará nota. ¡Ésta es la expresión! Pues bien, declaro que he estado buscando y rebuscando... ‑hizo un guiño, seguido de una pausa‑ que he venido aquí a leer los detalles relacionados con la muerte de la vieja usurera.
Las últimas palabras las dijo en un susurro y acercando tanto su cara a la de Zamiotof, que casi llegó a tocarla.
El secretario se quedó mirándole fijamente, sin moverse y sin retirar la cabeza. Más tarde, al recordar este momento, Zamiotof se preguntaba, extrañado, cómo podían haber estado mirándose así, sin decirse nada, durante un minuto.
‑¿Qué me importa a mí lo que usted estuviera leyendo? ‑exclamó de pronto, desconcertado y molesto por aquella extraña actitud‑. ¿Por qué cree usted que me ha de importar? ¿Qué tiene de particular que usted estuviera leyendo ese suceso?
Pero Raskolnikof, en voz baja como antes y sin hacer caso de las exclamaciones de Zamiotof, siguió diciendo:
‑Me refiero a esa vieja de la que hablaban ustedes en la comisaría, ¿se acuerda?, cuando me desmayé... ¿Comprende usted ya?
‑Pero ¿qué he de comprender? ¿Qué quiere usted decir? ‑preguntó Zamiotof, inquieto.
El semblante grave e inmóvil de Raskolnikof cambió de expresión repentinamente, y el ex estudiante se echó a reír con la misma risa nerviosa e incontenible que le había acometido momentos antes. De súbito le pareció que volvía a vivir intensamente las escenas turbadoras del crimen... Estaba detrás de la puerta con el hacha en la mano; el cerrojo se movía ruidosamente; al otro lado de la puerta, dos hombres la sacudían, tratando de forzarla y lanzando juramentos; y él se sentía dominado por el deseo de insultarlos, de hacerles hablar, de mofarse de ellos, de echarse a reír, con risa estrepitosa a grandes carcajadas...
‑O está usted loco, o... ‑dijo Zamiotof.
Se detuvo ante la idea que de súbito le había asaltado.
‑¿O qué...? Acabe, dígalo.
‑No ‑replicó Zamiotof‑. ¡Es tan absurdo...!
Los dos guardaron silencio. Raskolnikof, tras su repentino arrebato de hilaridad, quedó triste y pensativo. Se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Parecía haberse olvidado de la presencia de Zamiotof. Hubo un largo silencio.
‑¿Por qué no se toma el té? ‑dijo Zamiotof‑. Se va a enfriar
‑¿Qué...? ¿El té...? ¡Ah, sí!
Raskolnikof tomó un sorbo, se echó a la boca un trozo de pan, fijó la mirada en Zamiotof y pareció ahuyentar sus preocupaciones. Su semblante recobró la expresión burlona que tenía hacía un momento. Después, Raskolnikof siguió tomándose el té.
‑Actualmente, los crímenes se multiplican ‑dijo Zamiotof‑. Hace poco leí en las Noticias de Moscú que habían detenido en esta ciudad a una banda de monederos falsos. Era una detestable organización que se dedicaba a fabricar billetes de Banco.
‑Ese asunto ya es viejo ‑repuso con toda calma Raskolnikof‑. Hace ya más de un mes que lo leí en la prensa. Así, ¿usted cree que esos falsificadores son unos bandidos?
‑A la fuerza han de serlo.
‑¡Bah! Son criaturas, chiquillos inconscientes, no verdaderos bandidos. Se reúnen cincuenta para un negocio. Esto es un disparate. Aunque no fueran más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que en si mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo. ¡Chiquillos inconscientes, no lo dude! Envían a cualquiera a cambiar los billetes en los bancos. ¡Confiar una operación de esta importancia al primero que llega! Además, admitamos que esos muchachos hayan tenido suerte y que hayan logrado ganar un millón cada uno. ¿Y después? ¡Toda la vida dependiendo unos de otros! ¡Es preferible ahorcarse! Esa banda ni siquiera supo poner en circulación los billetes. Uno va a cambiar billetes grandes en un banco. Le entregan cinco mil rublos y él los recibe con manos temblorosas. Cuenta cuatro mil, y el quinto millar se lo echa al bolsillo tal como se lo han dado, a toda prisa, pensando solamente en huir cuanto antes. Así da lugar a que sospechen de él. Y todo el negocio se va abajo por culpa de ese imbécil. ¡Es increíble!
‑¿Increíble que sus manos temblaran? Pues yo lo comprendo perfectamente; me parece muy natural. Uno no es siempre dueño de sí mismo. Hay cosas que están por encima de las fuerzas humanas.
‑Pero ¡temblar sólo por eso!
‑¿De modo que usted se cree capaz de hacer frente con serenidad a una situación así? Pues yo no lo seria. ¡Por ganarse cien rublos ir a cambiar billetes falsos! ¿Y adónde? A un banco, cuyo personal es gente experta en el descubrimiento de toda clase de ardides. No, yo habría perdido la cabeza. ¿Usted no?
Raskolnikof volvió a sentir el deseo de tirar de la lengua al secretario de la comisaría. Una especie de escalofrió le recorría la espalda.
‑Yo habría procedido de modo distinto ‑manifestó‑. Le voy a explicar cómo me habría comportado al cambiar el dinero. Yo habría contado los mil primeros rublos lo menos cuatro veces, examinando los billetes por todas partes. Después, el segundo fajo. De éste habría contado la mitad y entonces me habría detenido. Del montón habría sacado un billete de cincuenta rublos y lo habría mirado al trasluz, y después, antes de volver a colocarlo en el fajo, lo habría vuelto a examinar de cerca, como si temiese que fuera falso. Entonces habría empezado a contar una historia. «Tengo miedo, ¿sabe? Un pariente mío ha perdido de este modo el otro día veinticinco rublos.» Ya con el tercer millar en la mano, diría: «Perdone: me parece que no he contado bien el segundo fajo, que me he equivocado al llegar a la séptima centena.» Después de haber vuelto a contar el segundo millar, contaría el tercero con la misma calma, y luego los otros dos. Cuando ya los hubiera contado todos, habría sacado un billete del segundo millar y otro del quinto, por ejemplo, y habría rogado que me los cambiasen. Habría fastidiado al empleado de tal modo, que él sólo habría pensado en librarse de mí. Finalmente, me habría dirigido a la salida. Pero, al abrir la puerta... «¡Ah, perdone!» y habría vuelto sobre mis pasos para hacer una pregunta. Así habría procedido yo.
‑¡Es usted terrible! ‑exclamó Zamiotof entre risas‑. Afortunadamente, eso no son más que palabras. Si usted se hubiera visto en el trance, habría obrado de modo muy distinto a como dice. Créame: no sólo usted o yo, sino ni el más ducho y valeroso aventurero habría sido dueño de sí en tales circunstancias. Pero no hay que ir tan lejos. Tenemos un ejemplo en el caso de la vieja asesinada en nuestro barrio. El autor del hecho ha de ser un bribón lleno de coraje, ya que ha cometido el crimen durante el día, y puede decirse que ha sido un milagro que no lo hayan detenido. Pues bien, sus manos temblaron. No pudo consumar el robo. Perdió la calma: los hechos lo demuestran.
Raskolnikof se sintió herido.
‑¿De modo que los hechos lo demuestran? Pues bien, pruebe a atraparlo -dijo con mordaz ironía.
‑No le quepa duda de que daremos con él.
‑¿Ustedes? ¿Que ustedes darán con él? ¡Ustedes qué han de dar! Ustedes sólo se preocupan de averiguar si alguien derrocha el dinero. Un hombre que no tenía un cuarto empieza de pronto a tirar el dinero por la ventana. ¿Cómo no ha de ser el culpable? Teniendo esto en cuenta, un niño podría engañarlos por poco que se lo propusiera.
‑El caso es que todos hacen lo mismo ‑repuso Zamiotof‑. Después de haber demostrado tanta destreza como astucia al cometer el crimen, se dejan coger en la taberna. Y es que no todos son tan listos como usted. Usted, naturalmente, no iría a una taberna.
Raskolnikof frunció las cejas y miró a su interlocutor fijamente.
‑¡Oh usted es insaciable! ‑dijo, malhumorado‑. Usted quiere saber cómo obraría yo si me viese en un caso así.
‑Exacto ‑repuso Zamiotof en un tono lleno de gravedad y firmeza. Desde hacía unos momentos, su semblante revelaba una profunda seriedad.
‑¿Es muy grande ese deseo?
‑Mucho.
‑Pues bien, he aquí cómo habría procedido yo.
Al decir esto, Raskolnikof acercó nuevamente su cara a la de Zamiotof y le miró tan fijamente, que esta vez el secretario no pudo evitar un estremecimiento.
‑He aquí cómo habría procedido yo. Habría cogido las joyas y el dinero y, apenas hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado de muros y desierto; un solar o algo parecido. Ante todo, habría buscado una piedra de gran tamaño, de unas cuarenta libras por lo menos, una de esas piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen quedar en algún rincón, junto a una pared. Habría levantado la piedra y entonces habría quedado al descubierto un hoyo. En este hoyo habría depositado las joyas y el dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su sitio y acercado un poco de tierra con el pie en torno alrededor. Luego me habría marchado y habría estado un año, o dos, o tres, sin volver por allí... ¡Y ya podrían ustedes buscar al culpable!
‑¡Está usted loco! ‑exclamó Zamiotof.
Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikof. Éste palideció horriblemente y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba convulsivamente. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó a mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos. Se daba perfecta cuenta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible confesión temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a punto de escapársele.
‑¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lisbeth? ‑preguntó, e inmediatamente volvió a la realidad.
Zamiotof le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo. Esbozó una sonrisa.
‑¿Es posible? ‑preguntó en un imperceptible susurro.
Raskolnikof fijó en él una mirada venenosa.
‑Confiese que se lo ha creído ‑dijo en un tono frío y burlón‑. ¿Verdad que sí? ¡Confiéselo!
‑Nada de eso ‑replicó vivamente Zamiotof‑. No lo creo en absoluto. Y ahora menos que nunca.
‑¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo, por poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree moins que jamais.
‑No, no ‑exclamó Zamiotof, visiblemente confundido‑. Yo no lo he creído nunca. Ha sido usted, confiéselo, el que me ha atemorizado para inculcarme esta idea.
‑Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Es que no se acuerda de lo que hablaron ustedes cuando salí de la comisaría? Además, ¿por qué el «teniente Pólvora» me interrogó cuando recobré el conocimiento?
Se levantó, cogió su gorra y gritó al camarero:
‑¡Eh! ¿Cuánto le debo?
‑Treinta kopeks ‑dijo el muchacho, que acudió a toda prisa.
‑Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! ‑continuó, mostrando a Zamiotof su temblorosa mano, llena de billetes‑. Billetes rojos y azules, veinticinco rublos en billetes. ¿De dónde los he sacado? Y estas ropas nuevas, ¿cómo han llegado a mi poder? Usted sabe muy bien que yo no tenía un kopek. Lo sabe porque ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda. ¿Verdad que la ha interrogado...? En fin, basta de charla... ¡Hasta más ver...! ¡Encantado!
Y salió del establecimiento, presa de una sensación nerviosa y extraña, en la que había cierto placer desesperado. Por otra parte, estaba profundamente abatido y su semblante tenía una expresión sombría. Parecía hallarse bajo los efectos de una crisis reciente. Una fatiga creciente le iba agotando. A veces recobraba de súbito las fuerzas por obra de una violenta excitación, pero las perdía inmediatamente, tan pronto como pasaba la acción de este estimulante ficticio.
Al quedarse solo, Zamiotof no se movió de su asiento. Allí estuvo largo rato, pensativo. Raskolnikof había trastornado inesperadamente todas sus ideas sobre cierto punto y fijado definitivamente su opinión.
Ilia Petrovitch es un imbécil», se dijo.
Apenas puso los pies en la calle, Raskolnikof se dio de manos a boca con Rasumikhine, que se disponía a entrar en el salón de té. Estaban a un paso de distancia el uno del otro, y aún no se habían visto. Cuando al fin se vieron, se miraron de pies a cabeza. Rasumikhine estaba estupefacto. Pero, de súbito, la ira, una ira ciega, brilló en sus ojos.
‑¿Conque estabas aquí? ‑vociferó‑. ¡El hombre ha saltado de la cama y se ha escapado! ¡Y yo buscándote! ¡Hasta debajo del diván, hasta en el granero! He estado a punto de pegarle a Nastasia por culpa tuya... ¡Y miren ustedes de dónde sale...! Rodia, ¿qué quiere decir esto? Di la verdad.
‑Pues esto quiere decir que estoy harto de todos vosotros, que quiero estar solo ‑repuso con toda calma Raskolnikof.
‑¡Pero si apenas puedes tenerte en pie, tienes los labios blancos como la cal y ni fuerzas te quedan para respirar! ¡Estúpido! ¿Qué haces en el Palacio de Cristal? ¡Dímelo!
‑Déjame en paz ‑dijo Raskolnikof, tratando de pasar por el lado de su amigo.
Esta tentativa enfureció a Rasumikhine, que apresó por un hombro a Raskolnikof.
‑¿Que te deje después de lo que has hecho? No sé cómo te atreves a decir una cosa así. ¿Sabes lo que voy a hacer? A cogerte debajo del brazo como un paquete, llevarte a casa y encerrarte.
‑Óyeme, Rasumikhine ‑empezó a decir Raskolnikof en voz baja y con perfecta calma‑: ¿es que no te das cuenta de que tu protección me fastidia? ¿Qué interés tienes en sacrificarte por una persona a la que molestan tus sacrificios e incluso se burla de ellos? Dime: ¿por qué viniste a buscarme cuando me puse enfermo? ¡Pero si entonces la muerte habría sido una felicidad para mí! ¿No lo he demostrado ya claramente que tu ayuda es para mí un martirio, que ya estoy harto? No sé qué placer se puede sentir torturando a la gente. Y te aseguro que todo esto perjudica a mi curación, pues estoy continuamente irritado. Hace poco, Zosimof se ha marchado para no mortificarme. ¡Déjame tú también, por el amor de Dios! ¿Con qué derecho pretendes retenerme a la fuerza? ¿No ves que ya he recobrado la razón por completo? Te agradeceré que me digas cómo he de suplicarte, para que me entiendas, que me dejes tranquilo, que no te sacrifiques por mí. ¡Dime que soy un ingrato, un ser vil, pero déjame en paz, déjame, por el amor de Dios!
Había pronunciado las primeras palabras en voz baja, feliz ante la idea del veneno que iba a derramar sobre su amigo, pero acabó por expresarse con una especie de delirante frenesí. Se ahogaba como en su reciente escena con Lujine.
Rasumikhine estuvo un momento pensativo. Después soltó el brazo de su amigo.
‑¡Vete al diablo! ‑dijo con un gesto de preocupación.
Se había colmado su paciencia. Pero, apenas dio un paso Raskolnikof, le llamó, en un arranque repentino.
‑¡Espera! ¡Escucha! Quiero decirte que tú y todos los de tu calaña, desde el primero hasta el último, sois unos vanidosos y unos charlatanes. Cuando sufrís una desgracia a os acecha un peligro, lo incubáis como incuba la gallina sus huevos, y ni siquiera en este caso os encontráis a vosotros mismos. No hay un átomo de vida personal, original, en vosotros. Es agua clara, no sangre, lo que corre por vuestras venas. Ninguno de vosotros me inspiráis confianza. Lo primero que os preocupa en todas las circunstancias es no pareceros a ningún otro ser humano.
Raskolnikof se dispuso a girar sobre sus talones. Rasumikhine le gritó, más indignado todavía:
‑¡Escúchame hasta el final! Ya sabes que hoy estreno una nueva habitación. Mis invitados deben de estar ya en casa, pero he dejado allí a mi tío para que los atienda. Pues bien, si tú no fueras un imbécil, un verdadero imbécil, un idiota de marca mayor, un simple imitador de gentes extranjeras... Oye, Rodia; yo reconozco que eres una persona inteligente, pero idiota a pesar de todo... Pues, si no fueses un imbécil, vendrías a pasar la velada en nuestra compañía en vez de gastar las suelas de tus botas yendo por las calles de un lado a otro. Ya que has salido sin deber, sigue fuera de casa... Tendrás un buen sillón; se lo pediré a la patrona... Un té modesto... Compañía agradable... Si lo prefieres, podrás estar echado en el diván: no por eso dejarás de estar con nosotros. Zosimof está invitado. ¿Vendrás?
‑No.
‑¡No lo creo! ‑gritó Rasumikhine, impaciente‑. Tú no puedes saber que no irás. No puedes responder de tus actos y, además, no entiendes nada... Yo he renegado de la sociedad mil veces y luego he vuelto a ella a toda prisa... Te sentirás avergonzado de tu conducta y volverás al lado de tus semejantes... Edificio Potchinkof, tercer piso. ¡No lo olvides!
‑Si continúas así, un día te dejarás azotar por pura caridad.
‑¿Yo? Le cortaré las orejas al que muestre tales intenciones. Edificio Potchinkof, número cuarenta y siete, departamento del funcionario Babuchkhine...
‑No iré, Rasumikhine.
Y Raskolnikof dio media vuelta y empezó a alejarse.
‑Pues yo creo que sí que vendrás, porque lo conozco... ¡Oye! ¿Está aquí Zamiotof?
‑Sí.
‑¿Habéis hablado?
‑Sí.
‑¿De qué...? ¡Bueno, no me lo digas si no quieres! ¡Vete al diablo! Potchinkof, cuarenta y siete, Babuchkhine. ¡No lo olvides!
Raskolnikof llegó a la Sadovia[L32] , dobló la esquina y desapareció. Rasumikhine le había seguido con la vista. Estaba pensativo. Al fin se encogió de hombros y entró en el establecimiento. Ya en la escalera, se detuvo.
‑¡Que se vaya al diablo! ‑murmuró‑. Habla como un hombre cuerdo y, sin embargo... Pero ¡qué imbécil soy! ¿Acaso los locos no suelen hablar como personas sensatas?
Esto es lo que me parece que teme Zosimof ‑y se llevó el dedo a la sien‑ ¿Y qué ocurrirá si...? No se le puede dejar solo. Es capaz de tirarse al río... He hecho una tontería: no debí dejarlo.
Echó a correr en busca de Raskolnikof. Pero éste había desaparecido sin dejar rastro. Rasumikhine regresó al Palacio de Cristal para interrogar cuanto antes a Zamiotof.
Raskolnikof se había dirigido al puente de... Se internó en él, se acodó en el pretil y su mirada se perdió en la lejanía. Estaba tan débil, que le había costado gran trabajo llegar hasta allí. Sentía vivos deseos de sentarse o de tenderse en medio de la calle. Inclinado sobre el pretil, miraba distraído los reflejos sonrosados del sol poniente, las hileras de casas oscurecidas por las sombras crepusculares y a la orilla izquierda del río, el tragaluz de una lejana buhardilla, incendiado por un último rayo de sol. Luego fijó la vista en las aguas negras del canal y quedó absorto, en atenta contemplación. De pronto, una serie de círculos rojos empezaron a danzar ante sus ojos; las casas, los transeúntes, los malecones, empezaron también a danzar y girar. De súbito se estremeció. Una figura insólita, horrible, que acababa de aparecer ante él, le impresionó de tal modo, que no llegó a desvanecerse. Había notado que alguien acababa de detenerse cerca de él, a su derecha. Se volvió y vio una mujer con un pañuelo en la cabeza. Su rostro, amarillento y alargado, aparecía hinchado por la embriaguez. Sus hundidos ojos le miraron fijamente, pero, sin duda, no le vieron, porque no veían nada ni a nadie. De improviso, puso en el pretil el brazo derecho, levantó la pierna del mismo lado, saltó la baranda y se arrojó al canal.
El agua sucia se agitó y cubrió el cuerpo de la suicida, pero sólo momentáneamente, pues en seguida reapareció y empezó a deslizarse al suave impulso de la corriente. Su cabeza y sus piernas estaban sumergidas: únicamente su espalda permanecía a flote, con la blusa hinchada sobre ella como una almohada.
‑¡Se ha ahogado! ¡Se ha ahogado! ‑gritaban de todas partes.
Acudía la gente; las dos orillas se llenaron de espectadores; la multitud de curiosos aumentaba en torno a Raskolnikof y le prensaba contra el pretil.
‑¡Señor, pero si es Afrosiniuchka! ‑dijo una voz quejumbrosa‑. ¡Señor, sálvala! ¡Hermanos, almas generosas, salvadla!
‑¡Una barca! ¡Una barca! ‑gritó otra voz entre la muchedumbre.
Pero no fue necesario. Un agente de la policía bajó corriendo las escaleras que conducían al canal, se quitó el uniforme y las botas y se arrojó al agua. Su tarea no fue difícil. El cuerpo de la mujer, arrastrado por la corriente, había llegado tan cerca de la escalera, que el policía pudo asir sus ropas con la mano derecha y con la izquierda aferrarse a un palo que le tendía un compañero.
Sacaron del canal a la víctima y la depositaron en las gradas de piedra. La mujer volvió muy pronto en sí. Se levantó, lanzó varios estornudos y empezó a escurrir sus ropas, con gesto estúpido y sin pronunciar palabra.
‑¡Virgen Santa! ‑gimoteó la misma voz de antes, esta vez al lado de Afrosiniuchka‑. Se ha puesto a beber, a beber... Hace poco intentó ahorcarse, pero la descolgaron a tiempo. Hoy me he ido a hacer mis cosas, encargando a mi hija de vigilarla, y ya ven ustedes lo que ha ocurrido. Es vecina nuestra, ¿saben?, vecina nuestra. Vive aquí mismo, dos casas después de la esquina...
La multitud se fue dispersando. Los agentes siguieron atendiendo a la víctima. Uno de ellos mencionó la comisaría.
Raskolnikof asistía a esta escena con una extraña sensación de indiferencia, de embrutecimiento. Hizo una mueca de desaprobación y empezó a gruñir:
‑Esto es repugnante... Arrojarse al agua no vale la pena... No pasará nada... Es tonto ir a la comisaría... Zamiotof no está allí. ¿Por qué...? Las comisarías están abiertas hasta las diez.
Se volvió de espaldas al pretil, se apoyó en él y lanzó una mirada en todas direcciones.
«¡Bueno, vayamos!», se dijo. Y, dejando el puente, se dirigió a la comisaría. Tenía la sensación de que su corazón estaba vacío, y no quería reflexionar. Ya ni siquiera sentía angustia: un estado de apatía había reemplazado a la exaltación con que había salido de casa resuelto a terminar de una vez.
«Desde luego, esto es una solución ‑se decía, mientras avanzaba lentamente por la calzada que bordeaba el canal‑. Sí, terminaré porque quiero terminar... Pero ¿es esto, realmente, una solución...? El espacio justo para poner los pies... ¡Vaya un final! Además, ¿se puede decir que esto sea un verdadero final...? ¿Debo contarlo todo o no...? ¡Demonio, qué rendido estoy! ¡Si pudiese sentarme o echarme aquí mismo...! Pero ¡qué vergüenza hacer una cosa así! ¡Se le ocurre a uno cada estupidez...!»
Para dirigirse a la comisaría tenía que avanzar derechamente y doblar a la izquierda por la segunda travesía. Inmediatamente encontraría lo que buscaba. Pero, al llegar a la primera esquina, se detuvo, reflexionó un momento y se internó en la callejuela. Luego recorrió dos calles más, sin rumbo fijo, con el deseo inconsciente de ganar unos minutos. Iba con la mirada fija en el suelo. De súbito experimentó la misma sensación que si alguien le hubiera murmurado unas palabras al oído. Levantó la cabeza y advirtió que estaba a la puerta de «aquella» casa, la casa a la que no había vuelto desde «aquella» tarde.
Un deseo enigmático e irresistible se apoderó de él. Raskolnikof cruzó la entrada y se creyó obligado a subir al cuarto piso del primer cuerpo de edificio, situado a la derecha. La escalera era estrecha, empinada y oscura. Raskolnikof se detenía en todos los rellanos y miraba con curiosidad a su alrededor. Al llegar al primero, vio que en la ventana faltaba un cristal. «Entonces estaba», se dijo. Y poco después: «Éste es el departamento del segundo donde trabajaban Nikolachka y Mitri. Ahora está cerrado y la puerta pintada. Sin duda ya está habitado.» Luego el tercer piso, y en seguida el cuarto... «¡Éste es!» Raskolnikof tuvo un gesto de estupor: la puerta del piso estaba abierta y en el interior había gente, pues se oían voces. Esto era lo que menos esperaba. El joven vaciló un momento; después subió los últimos escalones y entró en el piso.
Lo estaban remozando, como habían hecho con el segundo. En él había dos empapeladores trabajando, cosa que le sorprendió sobremanera. No podría explicar el motivo, pero se había imaginado que encontraría el piso como lo dejó aquella tarde. Incluso esperaba, aunque de un modo impreciso, encontrar los cadáveres en el entarimado. Pero, en vez de esto, veía paredes desnudas, habitaciones vacías y sin muebles... Cruzó la habitación y se sentó en la ventana.
Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando en las paredes papeles nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para sustituir al empapelado anterior, sucio, amarillento y lleno de desgarrones. Esto desagradó profundamente a Raskolnikof. Miraba los nuevos papeles con gesto hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al parecer, los empapeladores se habían retrasado. De aquí que se apresurasen a enrollar los restos del papel para volver a sus casas. Sin prestar apenas atención a la entrada de Raskolnikof, siguieron conversando. Él se cruzó de brazos y se dispuso a escucharlos.
El de más edad estaba diciendo:
‑Vino a mi casa al amanecer, cuando estaba clareando, ¿comprendes?, y llevaba el vestido de los domingos. «¿A qué vienen esas miradas tiernas?, le pregunté. Y ella me contestó: «Quiero estar sometida a tu voluntad desde este momento, Tite Ivanovitch...» Ya ves. Y, como te digo, iba la mar de emperifollada: parecía un grabado de revista de modas.
‑¿Y qué es una revista de modas? ‑preguntó el más joven, con el deseo de que su compañero le instruyera.
‑Pues una revista de modas, hijito, es una serie de figuras pintadas. Todas las semanas las reciben del extranjero nuestros sastres. Vienen por correo y sirven para saber cómo hay que vestir a las personas, tanto a las del sexo masculino como a las del sexo femenino. El caso es que son dibujos, ¿entiendes?
‑¡Dios mío, qué cosas se ven en este Piter[L33] ! ‑exclamó el joven, entusiasmado‑. Excepto a Dios, aquí se encuentra todo.
‑Todo, excepto eso, amigo ‑terminó el mayor con acento sentencioso.
Raskolnikof se levantó y pasó a la habitación contigua, aquella en donde había estado el arca, la cama y la cómoda. Sin muebles le pareció ridículamente pequeña. El papel de las paredes era el mismo. En un rincón se veía el lugar ocupado anteriormente por las imágenes santas. Después de echar una ojeada por toda la pieza, volvió a la ventana. El obrero de más edad se quedó mirándole.
‑¿Qué desea usted? ‑le preguntó de pronto.
En vez de contestarle, Raskolnikof se levantó, pasó al vestíbulo y empezó a tirar del cordón de la campanilla. Era la misma; la reconoció por su sonido de hojalata. Tiró del cordón otra vez, y otra, aguzó el oído mientras trataba de recordar. La atroz impresión recibida el día del crimen volvió a él con intensidad creciente. Se estremecía cada vez que tiraba del cordón, y hallaba en ello un placer cuya violencia iba en aumento.
‑Pero ¿qué quiere usted? ¿Y quién es? ‑le preguntó el empapelador de más edad, yendo hacia él.
Raskolnikof volvió a la habitación.
‑Quiero alquilar este departamento ‑repuso‑, y es natural que desee verlo.
‑De noche no se miran los pisos. Además, ha de subir acompañado del portero.
‑Veo que han lavado el suelo. ¿Van a pintarlo? ¿Queda alguna mancha de sangre?
‑¿De qué sangre?
‑Aquí mataron a la vieja y a su hermana. Allí había un charco de sangre.
‑Pero ¿quién es usted? ‑exclamó, ya inquieto, el empapelador.
‑¿Yo?
‑Sí.
‑¿Quieres saberlo? Ven conmigo a la comisaría. Allí lo diré.
Los dos trabajadores se miraron con expresión interrogante.
‑Ya es hora de que nos vayamos ‑dijo el mayor‑. Incluso nos hemos retrasado. Vámonos, Aliochka. Tenemos que cerrar.
‑Entonces, vamos ‑dijo Raskolnikof con un gesto de indiferencia.
Fue el primero en salir. Después empezó a bajar lentamente la escalera.
‑¡Hola, portero! ‑exclamó cuando llegó a la entrada.
En la puerta había varias personas mirando a la gente que pasaba: los dos porteros, una mujer, un burgués en bata y otros individuos. Raskolnikof se fue derecho a ellos.
‑¿Qué desea? ‑le preguntó uno de los porteros.
‑¿Has estado en la comisaría?
‑De allí vengo. ¿Qué desea usted?
‑¿Están todavía los empleados?
‑Sí.
‑¿Está el ayudante del comisario?
‑Hace un momento estaba. Pero ¿qué desea?
Raskolnikof no contestó; quedó pensativo.
‑Ha venido a ver el piso ‑dijo el empapelador de más edad.
‑¿Qué piso?
‑El que nosotros estamos empapelando. Ha dicho que por qué han lavado la sangre, que allí se ha cometido un crimen y que él ha venido para alquilar una habitación. Casi rompe el cordón de la campanilla a fuerza de tirones. Después ha dicho: «Vamos a la comisaría; allí lo contaré todo.» Y ha bajado con nosotros.
El portero miró atentamente a Raskolnikof. En sus ojos había una mezcla de curiosidad y recelo.
‑Bueno, pero ¿quién es usted?
‑Soy Rodion Romanovitch Raskolnikof, ex estudiante, y vivo en la calle vecina, edificio Schill, departamento catorce. Pregunta al portero: me conoce.
Raskolnikof hablaba con indiferencia y estaba pensativo. Miraba obstinadamente la oscura calle, y ni una sola vez dirigió la vista a su interlocutor.
‑Diga: ¿para qué ha subido al piso?
‑Quería verlo.
‑Pero si en él no hay nada que ver...
‑Lo más prudente sería llevarlo a la comisaría ‑dijo de pronto el burgués.
Raskolnikof le miró por encima del hombro, lo observó atentamente y dijo, sin perder la calma ni salir de su indiferencia:
‑Vamos.
‑Sí, hay que llevarlo ‑insistió el burgués con vehemencia‑. ¿A qué ha ido allá arriba? No cabe duda de que tiene algún peso en la conciencia.
‑A lo mejor dice esas cosas porque está bebido ‑dijo el empapelador en voz baja.
‑Pero ¿qué quiere usted? ‑exclamó de nuevo el portero, que empezaba a enfadarse de verdad‑. ¿Con qué derecho viene usted a molestarnos?
‑¿Es que tienes miedo de ir a la comisaría? ‑le preguntó Raskolnikof en son de burla.
‑Es un vagabundo ‑opinó la mujer.
‑¿Para qué discutir? ‑dijo el otro portero, un corpulento mujik que llevaba la blusa desabrochada y un manojo de llaves pendiente de la cintura‑. ¡Hala, fuera de aquí...! Desde luego, es un vagabundo... ¿Has oído? ¡Largo!
Y cogiendo a Raskolnikof por un hombro, lo echó a la calle.
Raskolnikof se tambaleó, pero no llegó a caer. Cuando hubo recobrado el equilibrio, los miró a todos en silencio y continuó su camino.
‑Es un bribón ‑dijo el empapelador.
‑Hoy cualquiera se puede convertir en un bribón ‑dijo la mujer.
‑Aunque no sea nada más que un granuja, debimos llevarlo a la comisaría.
‑Lo mejor es no mezclarse en estas cosas ‑opinó el corpulento mujik‑. Desde luego, es un granuja. Estos tipos le enredan a uno de modo que luego no sabe cómo salir.
«¿Voy o no voy?», se preguntó Raskolnikof deteniéndose en medio de una callejuela y mirando a un lado y a otro, como si esperase un consejo.
Pero ninguna voz turbó el profundo silencio que le rodeaba. La ciudad parecía tan muerta como las piedras que pisaba, pero muerta solamente para él, solamente para él...
De súbito, distinguió a lo lejos, a unos doscientos metros aproximadamente, al final de una calle, un grupo de gente que vociferaba. En medio de la multitud había un coche del que partía una luz mortecina.
«¿Qué será?»
Dobló a la derecha y se dirigió al grupo. Se aferraba al menor incidente que pudiera retrasar la ejecución de su propósito, y, al darse cuenta de ello, sonrió. Su decisión era irrevocable: transcurridos unos momentos, todo aquello habría terminado para él.

VII

En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos caballos grises de pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo, contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban a la vez. Se oían suspiros y fuertes voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir:
‑¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!
Raskolnikof se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba tanto alboroto y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangrentado y sin conocimiento. Acababa de ser arrollado por los caballos. Aunque iba miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre fluía de su cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de morados y heridas. Evidentemente, el accidente era grave.
‑¡Señor! ‑se lamentaba el cochero‑. ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo! Si hubiese ido demasiado de prisa..., si no hubiese gritado... Pero iba poco a poco, a una marcha regular: todo el mundo lo ha visto. Y es que un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o estaba borracho de verdad? Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha ocurrido la desgracia.
‑Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte ‑dijo una voz.
‑Tres veces exactamente ‑dijo otro‑. Todo el mundo le ha oído.
Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias del accidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante y rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia había provocado la solicitud de los agentes. Era preciso conducir al herido al hospital, pero nadie sabía su nombre.
Raskolnikof consiguió situarse en primer término. Se inclinó hacia delante y su rostro se iluminó súbitamente: había reconocido a la víctima.
‑¡Yo lo conozco! ¡Yo lo conozco! ‑exclamó, abriéndose paso a codazos entre los que estaban delante de él‑. Es un antiguo funcionario: el consejero titular Marmeladof. Vive cerca de aquí, en el edificio Kozel. ¡Llamen en seguida a un médico! Yo lo pago. ¡Miren!
Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Era presa de una agitación extraordinaria.
Los agentes se alegraron de conocer la identidad de la víctima. Raskolnikof dio su nombre y su dirección e insistió con vehemencia en que transportaran al herido a su domicilio. No habría mostrado más interés si el atropellado hubiera sido su padre.
‑El edificio Kozel ‑dijo‑ está aquí mismo, tres casas más abajo. Kozel es un acaudalado alemán. Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Es un alcohólico... Tiene familia: mujer, hijos... Llevarlo al hospital sería una complicación. En el edificio Kozel debe de haber algún médico. ¡Yo lo pagaré! ¡Yo lo pagaré! En su casa le cuidarán. Si le llevan al hospital, morirá por el camino.
Incluso deslizó con disimulo unas monedas en la mano de uno de los agentes. Por otra parte, lo que él pedía era muy explicable y completamente legal. Había que proceder rápidamente. Se levantó al herido y almas caritativas se ofrecieron para transportarlo. El edificio Kozel estaba a unos treinta pasos del lugar donde se habia producido el accidente. Raskolnikof cerraba la marcha e indicaba el camino, mientras sostenía la cabeza del herido con grandes precauciones.
‑¡Por aquí! ¡Por aquí! Hay que llevar mucho cuidado cuando subamos la escalera. Hemos de procurar que su cabeza se mantenga siempre alta. Viren un poco... ¡Eso es...! ¡Yo pagaré...! No soy un ingrato...
En esos momentos, Catalina Ivanovna se entregaba a su costumbre, como siempre que disponía de un momento libre, de ir y venir por su reducida habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, tosiendo y hablando en voz alta.
Desde hacía algún tiempo, le gustaba cada vez más hablar con su hija mayor, Polenka, niña de diez años que, aunque incapaz de comprender muchas cosas, se daba perfecta cuenta de que su madre tenía gran necesidad de expansionarse. Por eso fijaba en ella sus grandes e inteligentes ojos y se esforzaba por aparentar que todo lo comprendía. En aquel momento, la niña se dedicaba a desnudar a su hermanito, que había estado malucho todo el día, para acostarlo. El niño estaba sentado en una silla, muy serio, esperando que le quitaran la camisa para lavarla durante la noche. Silencioso e inmóvil, había juntado y estirado sus piernecitas y, con los pies levantados, exhibiendo los talones, escuchaba lo que decían su madre y su hermana. Tenía los labios proyectados hacia fuera y los ojos muy abiertos. Su gesto de atención e inmovilidad era el propio de un niño bueno cuando se le está desnudando para acostarlo. Una niña menor que él, vestida con auténticos andrajos, esperaba su turno de pie junto al biombo. La puerta que daba a la escalera estaba abierta para dejar salir el humo de tabaco que llegaba de las habitaciones vecinas y que a cada momento provocaba en la pobre tísica largos y penosos accesos de tos. Catalina Ivanovna parecía haber adelgazado sólo en unos días, y las siniestras manchas rojas de sus mejillas parecían arder con un fuego más vivo.
‑Tal vez no me creas, Polenka ‑decía mientras medía con sus pasos la habitación‑, pero no puedes imaginarte la atmósfera de lujo y magnificencia que habia en casa de mis padres y hasta qué extremo este borracho me ha hundido en la miseria. También a vosotros os perderá. Mi padre tenía en el servicio civil un grado que correspondía al de coronel. Era ya casi gobernador; sólo tenía que dar un paso para llegar a serlo, y todo el mundo le decía: «Nosotros le consideramos ya como nuestro gobernador, Iván Mikhailovitch.» Cuando... ‑empezó a toser‑. ¡Maldita sea! ‑exclamó después de escupir y llevándose al pecho las crispadas manos‑. Pues cuando... Bueno, en el último baile ofrecido por el mariscal de la nobleza, la princesa Bezemelny, al verme... (ella fue la que me bendijo más tarde, en mi matrimonio con tu papá, Polia), pues bien, la princesa preguntó: «¿No es ésa la encantadora muchacha que bailó la danza del chal en la fiesta de clausura del Instituto...?» Hay que coser esta tela, Polenka. Mira qué boquete. Debiste coger la aguja y zurcirlo como yo te he enseñado, pues si se deja para mañana... ‑de nuevo tosió‑, mañana... ‑volvió a toser‑, ¡mañana el agujero será mayor! ‑gritó, a punto de ahogarse‑. El paje, el príncipe Chtchegolskoi, acababa de llegar de Petersburgo... Había bailado la mazurca conmigo y estaba dispuesto a pedir mi mano al día siguiente. Pero yo, después de darle las gracias en términos expresivos, le dije que mi corazón pertenecía desde hacía tiempo a otro. Este otro era tu padre, Polia. El mío estaba furioso... ¿Ya está? Dame esa camisa. ¿Y las medias...? Lida ‑dijo dirigiéndose a la niña más pequeña‑, esta noche dormirás sin camisa... Pon con ella las medias: lo lavaremos todo a la vez... ¡Y ese desharrapado, ese borracho, sin llegar! Su camisa está sucia y destrozada... Preferiría lavarlo todo junto, para no fatigarme dos noches seguidas... ¡Señor! ¿Más todavía? ‑exclamó, volviendo a toser y viendo que el vestíbulo estaba lleno de gente y que varias personas entraban en la habitación, transportando una especie de fardo‑. ¿Qué es eso, Señor? ¿Qué traen ahí?
‑¿Dónde lo ponemos? ‑preguntó el agente, dirigiendo una mirada en torno de él, cuando introdujeron en la pieza a Marmeladof, ensangrentado e inanimado.
‑En el diván; ponedlo en el diván ‑dijo Raskolnikof‑. Aquí. La cabeza a este lado.
‑¡Él ha tenido la culpa! ¡Estaba borracho! ‑gritó una voz entre la multitud.
Catalina Ivanovna estaba pálida como una muerta y respiraba con dificultad. La diminuta Lidotchka lanzó un grito, se arrojó en brazos de Polenka y se apretó contra ella con un temblor convulsivo.
Después de haber acostado a Marmeladof, Raskolnikof corrió hacia Catalina Ivanovna.
‑¡Por el amor de Dios, cálmese! ‑dijo con vehemencia‑. ¡No se asuste! Atravesaba la calle y un coche le ha atropellado. No se inquiete; pronto volverá en sí. Lo han traído aquí porque lo he dicho yo. Yo estuve ya una vez en esta casa, ¿recuerda? ¡Volverá en sí! ¡Yo lo pagaré todo!
¡Esto tenía que pasar! ‑exclamó Catalina Ivanovna, desesperada y abalanzándose sobre su marido.
Raskolnikof se dio cuenta en seguida de que aquella mujer no era de las que se desmayan por cualquier cosa. En un abrir y cerrar de ojos apareció una almohada debajo de la cabeza de la víctima, detalle en el que nadie había pensado. Catalina Ivanovna empezó a quitar ropa a su marido y a examinar las heridas. Sus manos se movían presurosas, pero conservaba la serenidad y se había olvidado de sí misma. Se mordía los trémulos labios para contener los gritos que pugnaban por salir de su boca.
Entre tanto, Raskolnikof envió en busca de un médico. Le habían dicho que vivía uno en la casa de al lado.
‑He enviado a buscar un médico ‑dijo a Catalina Ivanovna‑. No se inquiete usted; yo lo pago. ¿No tiene agua? Déme también una servilleta, una toalla, cualquier cosa, pero pronto. Nosotros no podemos juzgar hasta qué extremo son graves las heridas... Está herido, pero no muerto; se lo aseguro... Ya veremos qué dice el doctor.
Catalina Ivanovna corrió hacia la ventana. Allí había una silla desvencijada y, sobre ella, una cubeta de barro llena de agua. La había preparado para lavar por la noche la ropa interior de su marido y de sus hijos. Este trabajo nocturno lo hacía Catalina Ivanovna dos veces por semana cuando menos, e incluso con más frecuencia, pues la familia había llegado a tal grado de miseria, que ninguno de sus miembros tenía más de una muda. Y es que Catalina Ivanovna no podía sufrir la suciedad y, antes que verla en su casa, prefería trabajar hasta más allá del límite de sus fuerzas. Lavaba mientras todo el mundo dormía. Así podía tender la ropa y entregarla seca y limpia a la mañana siguiente a su esposo y a sus hijos.
Levantó la cubeta para llevársela a Raskolnikof, pero las fuerzas le fallaron y poco faltó para que cayera. Entre tanto, Raskolnikof había encontrado un trapo y, después de sumergirlo en el agua de la cubeta, lavó la ensangrentada cara de Marmeladof. Catalina Ivanovna permanecía de pie a su lado, respirando con dificultad. Se oprimía el pecho con las crispadas manos.
También ella tenía gran necesidad de cuidarse. Raskolnikof empezaba a decirse que tal vez había sido un error llevar al herido a su casa.
‑Polia ‑exclamó Catalina Ivanovna‑, corre a casa de Sonia y dile que a su padre le ha atropellado un coche y que venga en seguida. Si no estuviese en casa, dejas el recado a los Kapernaumof para que se lo den tan pronto como llegue. Anda, ve. Toma; ponte este pañuelo en la cabeza.
Entre tanto, la habitación se había ido llenando de curiosos de tal modo, que ya no cabía en ella ni un alfiler. Los agentes se habían marchado. Sólo había quedado uno que trataba de hacer retroceder al público hasta el rellano de la escalera. Pero, al mismo tiempo, los inquilinos de la señora Lipevechsel habían dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la puerta interior y, al fin, irrumpieron en masa en la habitación del herido.
Catalina Ivanovna se enfureció.
‑¿Es que ni siquiera podéis dejar morir en paz a una persona? ‑gritó a la muchedumbre de curiosos‑. Esto es para vosotros un espectáculo, ¿verdad? ¡Y venís con el cigarrillo en la boca! ‑exclamó mientras empezaba a toser‑. Sólo os falta haber venido con el sombrero puesto... ¡Allí veo uno que lo lleva! ¡Respetad la muerte! ¡Es lo menos que podéis hacer!
La tos ahogó sus palabras, pero lo que ya había dicho produjo su efecto. Por lo visto, los habitantes de la casa la temían. Los vecinos se marcharon uno tras otro con ese extraño sentimiento de íntima satisfacción que ni siquiera el hombre más compasivo puede menos de experimentar ante la desgracia ajena, incluso cuando la víctima es un amigo estimado.
Una vez habían salido todos, se oyó decir a uno de ellos, tras la puerta ya cerrada, que para estos casos estaban los hospitales y que no había derecho a turbar la tranquilidad de una casa.
‑¡Pretender que no hay derecho a morir! ‑exclamó Catalina Ivanovna.
Y corrió hacia la puerta con ánimo de fulminar con su cólera a sus convecinos. Pero en el umbral se dio de manos a boca con la dueña de la casa en persona, la señora Lipevechsel, que acababa de enterarse de la desgracia y acudía para restablecer el orden en el departamento. Esta señora era una alemana que siempre andaba con enredos y chismes.
‑¡Ah, Señor! ¡Dios mío! ‑exclamó golpeando sus manos una contra otra‑. Su marido borracho. Atropellamiento por caballo. Al hospital, al hospital. Lo digo yo, la propietaria.
‑¡Óigame, Amalia Ludwigovna! Debe usted pensar las cosas antes de decirlas ‑comenzó Catalina Ivanovna con altivez (le hablaba siempre en este tono, con objeto de que aquella mujer no olvidara en ningún momento su elevada condición, y ni siquiera ahora pudo privarse de semejante placer)‑. Sí, Amalia Ludwigovna...
‑Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalia Ludwigovna. Yo soy Amal Iván.
‑Usted no es Amal Iván, sino Amalia Ludwigovna, y como yo no formo parte de su corte de viles aduladores, tales como el señor Lebeziatnikof, que en este momento se está riendo detrás de la puerta ‑se oyó, en efecto, una risita socarrona detrás de la puerta y una voz que decía: «Se van a agarrar de las greñas‑, la seguiré llamando Amalia Ludwigovna. Por otra parte, a decir verdad, no sé por qué razón le molesta que le den este nombre. Ya ve usted lo que le ha sucedido a Simón Zaharevitch. Está muriéndose. Le ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. Que le permitan tan sólo morir en paz. De lo contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador general estará informado de su conducta. El príncipe me conoce desde casi mi infancia y se acuerda perfectamente de Simón Zaharevitch, al que ha hecho muchos favores. Todo el mundo sabe que Simón Zaharevitch ha tenido numerosos amigos y protectores. Él mismo, consciente de su debilidad y cediendo a un sentimiento de noble orgullo, se ha apartado de sus amistades. Sin embargo, hemos encontrado apoyo en este magnánimo joven ‑señalaba a Raskolnikof‑, que posee fortuna y excelentes relaciones y al que Simón Zaharevitch conocía desde su infancia. Y le aseguro a usted, Amalia Ludwigovna...
Todo esto fue dicho con precipitación creciente, pero un acceso de tos puso de pronto fin a la elocuencia de Catalina Ivanovna. En este momento, el moribundo recobró el conocimiento y lanzó un gemido. Su esposa corrió hacia él. Marmeladof había abierto los ojos y miraba con expresión inconsciente a Raskolnikof, que estaba inclinado sobre él. Su respiración era lenta y penosa; la sangre teñía las comisuras de sus labios, y su frente estaba cubierta de sudor. No reconoció al joven; sus ojos empezaron a errar febrilmente por toda la estancia. Catalina Ivanovna le dirigió una mirada triste y severa, y las lágrimas fluyeron de sus ojos.
‑¡Señor, tiene el pecho hundido! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! ‑exclamó en un tono de desesperación‑. Hay que quitarle las ropas. Vuélvete un poco, Simón Zaharevitch, si te es posible.
Marmeladof la reconoció.
‑Un sacerdote ‑pidió con voz ronca.
Catalina Ivanovna se fue hacia la ventana, apoyó la frente en el cristal y exclamó, desesperada:
‑¡Ah, vida tres veces maldita!
‑Un sacerdote ‑repitió el moribundo, tras una breve pausa.
‑¡Silencio! ‑le dijo Catalina Ivanovna.
Él, obediente, se calló. Sus ojos buscaron a su mujer con una expresión tímida y ansiosa. Ella había vuelto junto a él y estaba a su cabecera. El herido se calmó, pero sólo momentáneamente. Pronto sus ojos se fijaron en la pequeña Lidotchka, su preferida, que temblaba convulsivamente en un rincón y le miraba sin pestañear, con una expresión de asombro en sus grandes ojos.
Marmeladof emitió unos sonidos imperceptibles mientras señalaba a la niña, visiblemente inquieto. Era evidente que quería decir algo.
‑¿Qué quieres? ‑le preguntó Catalina Ivanovna.
‑Va descalza, va descalza ‑murmuró el herido, fijando su mirada casi inconsciente en los desnudos piececitos de la niña.
‑¡Calla! ‑gritó Catalina Ivanovna, irritada‑. Bien sabes por qué va descalza.
‑¡Bendito sea Dios! ¡Aquí está el médico! ‑exclamó Raskolnikof alegremente.
Entró el doctor, un viejecito alemán, pulcramente vestido, que dirigió en torno de él una mirada de desconfianza. Se acercó al herido, le tomó el pulso, examinó atentamente su cabeza y después, con ayuda de Catalina Ivanovna, le desabrochó la camisa, empapada en sangre. Al descubrir su pecho, pudo verse que estaba todo magullado y lleno de heridas. A la derecha tenía varias costillas rotas; a la izquierda, en el lugar del corazón, se veía una extensa mancha de color amarillo negruzco y aspecto horrible. Esta mancha era la huella de una violenta patada del caballo. El semblante del médico se ensombreció. El agente de policía le había explicado ya que aquel hombre había quedado prendido a la rueda de un coche y que el vehículo le había llevado a rastras unos treinta pasos.
‑Es inexplicable ‑dijo el médico en voz baja a Raskolnikof‑ que no haya quedado muerto en el acto.
‑En definitiva, ¿cuál es su opinión?
‑Morirá dentro de unos instantes.
‑Entonces, ¿no hay esperanza?
‑Ni la más mínima... Está a punto de lanzar su último suspiro... Tiene en la cabeza una herida gravísima... Se podría intentar una sangría, pero, ¿para qué, si no ha de servir de nada? Dentro de cinco o seis minutos como máximo, habrá muerto.
‑Le ruego que pruebe a sangrarlo.
‑Lo haré, pero ya le he dicho que no producirá ningún efecto, absolutamente ninguno.
En esto se oyó un nuevo ruido de pasos. La multitud que llenaba el vestíbulo se apartó y apareció un sacerdote de cabellos blancos. Venía a dar la extremaunción al moribundo. Le seguía un agente de la policía. El doctor le cedió su puesto, después de haber cambiado con él una mirada significativa. Raskolnikof rogó al médico que no se marchara todavía. El doctor accedió, encogiéndose de hombros.
Se apartaron todos del herido. La confesión fue breve. El moribundo no podía comprender nada. Lo único que podía hacer era emitir confusos e inarticulados sonidos.
Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón ‑el de la estufa‑ y allí se arrodilló con ellos. La niña no hacía más que temblar. El pequeñuelo, descansando con la mayor tranquilidad sobre sus desnudas rodillitas, levantaba su diminuta mano y hacía grandes signos de la cruz y profundas reverencias. Catalina Ivanovna se mordía los labios y contenía las lágrimas. Ella también rezaba y entre tanto, arreglaba de vez en cuando la camisa de su hijito. Luego echó sobre los desnudos hombros de la niña un pañuelo que sacó de la cómoda sin moverse de donde estaba.
Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de comunicación. En el vestíbulo se hacinaba una multitud cada vez más compacta de espectadores. Todos los habitantes de la casa estaban allí reunidos, pero ninguno pasaba del umbral. La escena no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se abrió paso entre la multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza, buscó a su madre con la vista, se acercó a ella y le dijo:
‑Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tímidamente y sin ruido a través de la muchedumbre. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofreció un extraño contraste. Iba vestida pobremente, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia chillona propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condición.
Sonia se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su mirada por la habitación. Su semblante tenía la expresión de la persona que no se da cuenta de nada. No pensaba en que su vestido de seda, procedente de una casa de compraventa, estaba fuera de lugar en aquella habitación, con su cola desmesurada, su enorme miriñaque, que ocupaba toda la anchura de la puerta, y sus llamativos colores. No pensaba en sus botines, de un tono claro, ni en su sombrilla, que había cogido a pesar de que en la oscuridad de la noche no tenía utilidad alguna, ni en su ridículo sombrero de paja, adornado con una pluma de un rojo vivo. Bajo este sombrero, ladinamente inclinado, se percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con la boca entreabierta y los ojos inmovilizados por el terror.
Sonia tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus azules ojos eran maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al sacerdote, sin alientos, como su hermanita, a causa de la carrera. Al fin algunas palabras murmuradas por los curiosos debieron de sacarla de su estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta.
El moribundo acababa de recibir la extremaunción. Catalina Ivanovna se acercó al lecho de su esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se creyó en el deber de dirigir unas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna.
‑¿Qué será de estas criaturas? ‑le interrumpió ella, con un gesto de desesperación, mostrándole a sus hijos.
‑Dios es misericordioso. Confíe usted en la ayuda del Altísimo.
‑¡Sí, sí! Misericordioso, pero no para nosotros.
‑Es un pecado hablar así, señora, un gran pecado ‑dijo el pope sacudiendo la cabeza.
‑¿Y esto no es un pecado? ‑exclamó Catalina Ivanovna, señalando al agonizante.
‑Acaso los que involuntariamente han causado su muerte ofrezcan a usted una indemnización, para reparar, cuando menos, los perjuicios materiales que le han ocasionado al privarla de su sostén.
‑¡No me comprende usted! ‑exclamó Catalina Ivanovna con una mezcla de irritación y desaliento‑. ¿Por qué me han de indemnizar? Ha sido él el que, en su inconsciencia de borracho, se ha arrojado bajo las patas de los caballos. Por otra parte, ¿de qué sostén habla usted? Él no era un sostén para nosotros, sino una tortura. Se lo bebía todo. Se llevaba el dinero de la casa para malgastarlo en la taberna. Se bebía nuestra sangre. Su muerte ha sido para nosotros una ventura, una economía.
‑Hay que perdonar al que muere. Esos sentimientos son un pecado, señora, un gran pecado.
Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a su marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que manaban de su cabeza, le arreglaba las almohadas, le daba de beber, todo ello sin dirigir ni una mirada a su interlocutor. La última frase del sacerdote la llenó de ira.
‑Padre, eso son palabras y nada más que palabras... ¡Perdonar...! Si no le hubiesen atropellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre su cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echado en la cama bonitamente para roncar, mientras yo habría tenido que estar trajinando toda la noche. Habría tenido que lavar sus harapos y los de los niños; después, ponerlos a secar en la ventana, y, finalmente, apenas apuntara el día, los habría tenido que remendar. ¡Así habría pasado yo la noche! No, no quiero oír hablar de perdón... Además, ya le he perdonado.
Un violento ataque de tos le impidió continuar. Escupió en su pañuelo y se lo mostró al sacerdote con una mano mientras con la otra se apretaba el pecho convulsivamente. El pañuelo estaba manchado de sangre.
EL sacerdote bajó la cabeza y nada dijo.
Marmeladof agonizaba. No apartaba los ojos de Catalina Ivanovna, que se había inclinado nuevamente sobre él. El moribundo quería decir algo a su esposa y movía la lengua, pero de su boca no salían sino sonidos inarticulados. Catalina Ivanovna, comprendiendo que quería pedirle perdón, le gritó con acento imperioso:
‑¡Calla! No hace falta que digas nada. Ya sé lo que quieres decirme.
El agonizante renunció a hablar, pero en este momento su errante mirada se dirigió a la puerta y descubrió a Sonia. Marmeladof no había advertido aún su presencia, pues la joven estaba arrodillada en un rincón oscuro.
‑¿Quién es? ¿Quién es? ‑preguntó ansiosamente, con voz ahogada y ronca, indicando con los ojos, que expresaban una especie de horror, la puerta donde se hallaba su hija. Al mismo tiempo intentó incorporarse.
‑¡Quieto! ¡Quieto! ‑exclamó Catalina Ivanovna.
Pero él, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió incorporarse y permanecer unos momentos apoyado sobre sus manos. Entonces observó a su hija con amarga expresión, fijos y muy abiertos los ojos. Parecía no reconocerla. Jamás la había visto vestida de aquel modo. Allí estaba Sonia, insignificante, desesperada, avergonzada bajo sus oropeles, esperando humildemente que le llegara el turno de decir adiós a su padre. De súbito, el rostro de Marmeladof expresó un dolor infinito.
‑¡Sonia, hija mía, perdóname! ‑exclamó.
Y al intentar tender sus brazos hacia ella, perdió su punto de apoyo y cayó pesadamente del diván, quedando con la faz contra el suelo. Todos se apresuraron a recogerlo y a depositarlo nuevamente en el diván. Pero aquello era ya el fin. Sonia lanzó un débil grito, abrazó a su padre y quedó como petrificada, con el cuerpo inanimado entre sus brazos. Así murió Marmeladof.
‑¡Tenía que suceder! ‑exclamó Catalina Ivanovna mirando al cadáver de su marido‑. ¿Qué haré ahora? ¿Cómo te enterraré? ¿Y cómo daré de comer mañana a mis hijos?
Raskolnikof se acercó a ella.
‑Catalina Ivanovna ‑le dijo‑, la semana pasada, su difunto esposo me contó la historia de su vida y todos los detalles de su situación. Le aseguro que hablaba de usted con la veneración más entusiasta. Desde aquella noche en que vi cómo les quería a todos ustedes, a pesar de sus flaquezas, y, sobre todo, cómo la respetaba y la amaba a usted, Catalina Ivanovna, me consideré amigo suyo. Permítame, pues, que ahora la ayude a cumplir sus últimos deberes con mi difunto amigo. Tenga..., veinticinco rublos. Tal vez este dinero pueda serle útil... Y yo..., en fin, ya volveré... Sí, volveré seguramente mañana... Adiós. Ya nos veremos.
Salió a toda prisa de la habitación, se abrió paso vivamente entre la multitud que obstruía el rellano de la escalera, y se dio de manos a boca con Nikodim Fomitch, que había sido informado del accidente y había decidido realizar personalmente las diligencias de rigor. No se habían visto desde la visita de Raskolnikof a la comisaría, pero Nikodim Fomitch lo reconoció al punto.
‑¿Usted aquí?‑exclamó.
‑Sí ‑repuso Raskolnikof‑. Han venido un médico y un sacerdote. No le ha faltado nada. No moleste demasiado a la pobre viuda: está enferma del pecho. Reconfórtela si le es posible... Usted tiene buenos sentimientos, no me cabe duda ‑y, al decir esto, le miraba irónicamente.
‑Va usted manchado de sangre ‑dijo Nikodim Fomitch, al ver, a la luz del mechero de gas, varias manchas frescas en el chaleco de Raskolnikof.
‑Sí, la sangre ha corrido sobre mí. Todo mi cuerpo está cubierto de sangre.
Dijo esto con un aire un tanto extraño. Después sonrió, saludó y empezó a bajar la escalera.
Iba lentamente, sin apresurarse, inconsciente de la fiebre que le abrasaba, poseído de una única e infinita sensación de nueva y potente vida que fluía por todo su ser. Aquella sensación sólo podía compararse con la que experimenta un condenado a muerte que recibe de pronto el indulto.
Al llegar a la mitad de la escalera fue alcanzado por el pope, que iba a entrar en su casa. Raskolnikof se apartó para dejarlo pasar. Cambiaron un saludo en silencio. Cuando llegaba a los últimos escalones, Raskolnikof oyó unos pasos apresurados a sus espaldas. Alguien trataba de darle alcance. Era Polenka. La niña corría tras él y le gritaba:
‑¡Oiga, oiga!
Raskolnikof se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando sólo la separaba de él un escalón. Un rayo de luz mortecina llegaba del patio. Raskolnikof observó la escuálida pero linda carita que le sonreía y le miraba con alegría infantil. Era evidente que cumplía encantada la comisión que le habían encomendado.
‑Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive? ‑preguntó precipitadamente, con voz entrecortada.
Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una expresión de felicidad. Ni él mismo sabía por qué se sentía tan profundamente complacido al contemplar a Polenka así.
‑¿Quién te ha enviado?
‑Mi hermana Sonia ‑respondió la niña, sonriendo más alegremente aún que antes.
‑Lo sabía, estaba seguro de que te había mandado Sonia.
‑Y mamá también. Cuando mi hermana me estaba dando el recado, mamá se ha acercado y me ha dicho: «¡Corre, Polenka!
‑¿Quieres mucho a Sonia?
‑La quiero más que a nadie ‑repuso la niña con gran firmeza. Y su sonrisa cobró cierta gravedad.
‑¿Y a mí? ¿Me querrás?
La niña, en vez de contestarle, acercó a él su carita, contrayendo y adelantando los labios para darle un beso. De súbito, aquellos bracitos delgados como cerillas rodearon el cuello de Raskolnikof fuertemente, muy fuertemente, y Polenka, apoyando su infantil cabecita en el hombro del joven, rompió a llorar, apretándose cada vez más contra él.
‑¡Pobre papá! ‑exclamó poco después, alzando su rostro bañado en lágrimas, que secaba con sus manos‑. No se ven más que desgracias ‑añadió inesperadamente, con ese aire especialmente grave que adoptan los niños cuando quieren hablar como las personas mayores.
‑¿Os quería vuestro padre?
‑A la que más quería era a Lidotchka ‑dijo Polenka con la misma gravedad y ya sin sonreír‑, porque es la más pequeña y está siempre enferma. A ella le traía regalos y a nosotras nos enseñaba a leer, y también la gramática y el catecismo ‑añadió con cierta arrogancia‑. Mamá no decía nada, pero nosotros sabíamos que esto le gustaba, y papá también lo sabía; y ahora mamá quiere que aprenda francés, porque dice que ya tengo edad para empezar a estudiar.
‑¿Y las oraciones? ¿Las sabéis?
‑¡Claro! Hace ya mucho tiempo. Yo, como soy ya mayor, rezo bajito y sola, y Kolia y Lidotchka rezan en voz alta con mamá. Primero dicen la oración a la Virgen, después otra: «Señor, perdona a nuestro otro papá y bendícelo.» Porque nuestro primer papá se murió, y éste era el segundo, y nosotros rezábamos también por el primero.
‑Poletchka, yo me llamo Rodion. Nómbrame también alguna vez en tus oraciones... «Y también a tu siervo Rodion...» Basta con esto.
‑Toda mi vida rezaré por usted ‑respondió calurosamente la niña.
Y de pronto se echó a reír, se arrojó sobre Raskolnikof y otra vez le rodeó el cuello con los brazos.
Raskolnikof le dio su nombre y su dirección y le prometió volver al día siguiente. La niña se separó de él entusiasmada. Ya eran más de las diez cuando el joven salió de la casa. Cinco minutos después se hallaba en el puente, en el lugar desde donde la mujer se había arrojado al agua.
«¡Basta! ‑se dijo en tono solemne y enérgico‑. ¡Atrás los espejismos, los vanos terrores, los espectros...! La vida está conmigo... ¿Acaso no la he sentido hace un momento? Mi vida no ha terminado con la de la vieja. Que Dios la tenga en la gloria. ¡Ya era hora de que descansara! Hoy empieza el reinado de la razón, de la luz, de la voluntad, de la energía... Pronto se verá...»
Lanzó esta exclamación con arrogancia, como desafiando a algún poder oculto y maléfico.
«¡Y pensar que estaba dispuesto a contentarme con la plataforma rocosa rodeada de abismos!
»Estoy muy débil, pero me siento curado... Yo sabía que esto había de suceder, lo he sabido desde el momento en que he salido de casa... A propósito: el edificio Potchinkof está a dos pasos de aquí. Iré a casa de Rasumikhine. Habría ido aunque hubiese tenido que andar mucho más... Dejémosle ganar la apuesta y divertirse. ¿Qué importa eso...? ¡Ah!, hay que tener fuerzas, fuerzas... Sin fuerzas no puede uno hacer nada. Y estas fuerzas hay que conseguirlas por la fuerza. Esto es lo que ellos no saben.»
Pronunció estas últimas palabras con un gesto de resolución, pero arrastrando penosamente los pies. Su orgullo crecía por momentos. Un gran cambio en el modo de ver las cosas se estaba operando en el fondo de su ser. Pero ¿qué había ocurrido? Sólo un suceso extraordinario había podido producir en su alma, sin que él lo advirtiera, semejante cambio. Era como el náufrago que se aferra a la más endeble rama flotante. Estaba convencido de que podía vivir, de que «su vida no había terminado con la de la vieja». Era un juicio tal vez prematuro, pero él no se daba cuenta.
«Sin embargo ‑recordó de pronto‑, he encargado que recen por el siervo Rodion. Es una medida de precaución muy atinada.»
Y se echó a reír ante semejante puerilidad. Estaba de un humor excelente.
Le fue fácil encontrar la habitación de Rasumikhine, pues el nuevo inquilino ya era conocido en la casa y el portero le indicó inmediatamente dónde estaba el departamento de su amigo. Aún no había llegado a la mitad de la escalera y ya oyó el bullicio de una reunión numerosa y animada. La puerta del piso estaba abierta y a oídos de Raskolnikof llegaron fuertes voces de gente que discutía. La habitación de Rasumikhine era espaciosa. En ella había unas quince personas. Raskolnikof se detuvo en el vestíbulo. Dos sirvientes de la patrona estaban muy atareados junto a dos grandes samovares rodeados de botellas, fuentes y platos llenos de entremeses y pastelillos procedentes de casa de la dueña del piso. Raskolnikof preguntó por Rasumikhine, que acudió al punto con gran alegría. Se veía inmediatamente que Rasumikhine había bebido sin tasa y, aunque de ordinario no había medio de embriagarle, era evidente que ahora estaba algo mareado.
‑Escucha ‑le dijo con vehemencia Raskolnikof‑. He venido a decirte que has ganado la apuesta y que, en efecto, nadie puede predecir lo que hará. En cuanto a entrar, no me es posible: estoy tan débil, que me parece que voy a caer de un momento a otro. Por lo tanto, adiós. Ven a verme mañana.
‑¿Sabes lo que voy a hacer? Acompañarte a tu casa. Cuando tú dices que estás débil...
‑¿Y tus invitados...? Oye, ¿quién es ese de cabello rizado que acaba de asomar la cabeza?
‑¿Ése? ¡Cualquiera sabe! Tal vez un amigo de mi tío... O alguien que ha venido sin invitación... Dejaré a los invitados con mi tío. Es un hombre extraordinario. Es una pena que no puedas conocerle... Además, ¡que se vayan todos al diablo! Ahora se burlan de mí. Necesito refrescarme. Has llegado oportunamente, querido. Si tardas diez minutos más, me pego con alguien, palabra de honor. ¡Qué cosas tan absurdas dicen! No te puedes imaginar lo que es capaz de inventar la mente humana. Pero ahora pienso que sí que te lo puedes imaginar. ¿Acaso no mentimos nosotros? Dejémoslos que mientan: no acabarán con las mentiras... Espera un momento: voy a traerte a Zosimof.
Zosimof se precipitó sobre Raskolnikof ávidamente. Su rostro expresaba una profunda curiosidad, pero esta expresión se desvaneció muy pronto.
‑Debe ir a acostarse inmediatamente ‑dijo, después de haber examinado a su paciente‑, y tomará usted, antes de irse a la cama, uno de estos sellos que le he preparado. ¿Lo tomará?
‑Como si quiere usted que tome dos.
El sello fue ingerido en el acto.
‑Haces bien en acompañarlo a casa ‑dijo Zosimof a Rasumikhine‑. Ya veremos cómo va la cosa mañana. Pero por hoy no estoy descontento. Observo una gran mejoría. Esto demuestra que no hay mejor maestro que la experiencia.
‑¿Sabes lo que me ha dicho Zosimof en voz baja ahora mismo, cuando salíamos? ‑murmuró Rasumikhine apenas estuvieron en la calle‑. No te lo diré todo, querido: son cosas de imbéciles... Pues Zosimof me ha dicho que charlase contigo por el camino y te tirase de la lengua para después contárselo a él todo. Cree que tú... que tú estás loco, o que te falta poco para estarlo. ¿Te has fijado? En primer lugar, tú eres tres veces más inteligente que él; en segundo, como no estás loco, puedes burlarte de esta idea disparatada, y, finalmente, ese fardo de carne especializado en cirugía está obsesionad desde hace algún tiempo por las enfermedades mentales. Pero algo le ha hecho cambiar radicalmente el juicio que había formado sobre ti, y es la conversación que has tenido con Zamiotof.
‑Por lo visto, Zamiotof te lo ha contado todo.
‑Todo. Y ha hecho bien. Esto me ha aclarado muchas cosas. Y a Zamiotof también... Sí, Rodia..., el caso es... Hay que reconocer que estoy un poco chispa..., ¡pero no importa...! El caso es que... Tenían cierta sospecha, ¿comprendes...?, y ninguno de ellos se atrevía a expresarla, ¿comprendes...?, porque era demasiado absurda... Y cuando han detenido a ese pintor de paredes, todo se ha disipado definitivamente. ¿Por qué serán tan estúpidos...? Por poco le pego a Zamiotof aquel día... Pero que quede esto entre nosotros, querido; no dejes ni siquiera entrever que sabes nada del incidente. He observado que es muy susceptible. La cosa ocurrió en casa de Luisa... Pero hoy..., hoy todo está aclarado. El principal responsable de este absurdo fue Ilia Petrovitch, que no hacía más que hablar de tu desmayo en la comisaría. Pero ahora está avergonzado de su suposición, pues yo sé que...
Raskolnikof escuchaba con avidez. Rasumikhine hablaba más de lo prudente bajo la influencia del alcohol.
‑Yo me desmayé ‑dijo Raskolnikof‑ porque no pude resistir el calor asfixiante que hacía allí, ni el olor a pintura.
‑No hace falta buscar explicaciones. ¡Qué importa el olor a pintura! Tú llevabas enfermo todo un mes; Zosimof así lo afirma... ¡Ah! No puedes imaginarte la confusión de ese bobo de Zamiotof. Yo no valgo ‑ha dicho‑ ni el dedo meñique de ese hombre.» Es decir, del tuyo. Ya sabes, querido, que él da a veces pruebas de buenos sentimientos. La lección que ha recibido hoy en el Palacio de Cristal ha sido el colmo de la maestría. Tú has empezado por atemorizarlo, pero atemorizarlo hasta producirle escalofríos. Le has llevado casi a admitir de nuevo esa monstruosa estupidez, y luego, de pronto, le has sacado la lengua... Ha sido perfecto. Ahora se siente apabullado, pulverizado. Eres un maestro, palabra, y ellos han recibido lo que merecen. ¡Qué lástima que yo no haya estado allí! Ahora él te estaba esperando en mi casa con ávida impaciencia. Porfirio también está deseoso de conocerte.
‑‑¿También Porfirio...? Pero dime: ¿por qué me han creído loco?
‑Tanto como loco, no... Yo creo, querido, que he hablado demasiado... A él le llamó la atención que a ti sólo te interesara este asunto... Ahora ya comprende la razón de este interés... porque conoce las circunstancias... y el motivo de que entonces te irritara. Y ello, unido a ese principio de enfermedad... Estoy un poco borracho, querido, pero el diablo sabe que a Zosimof le ronda una idea por la cabeza... Te repito que sólo piensa en enfermedades mentales... Tú no debes hacerle caso.
Los dos permanecieron en silencio durante unos segundos.
‑Óyeme, Rasumikhine ‑dijo Raskolnikof‑: quiero hablarte francamente. Vengo de casa de un difunto, que era funcionario... He dado a la familia todo mi dinero. Además, me ha besado una criatura de un modo que, aunque verdaderamente hubiera matado yo a alguien... Y también he visto a otra criatura que llevaba una pluma de un rojo de fuego... Pero estoy divagando... Me siento muy débil... Sostenme... Ya llegamos.
‑¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? ‑preguntó Rasumikhine, inquieto.
‑La cabeza se me va un poco, pero no se trata de esto. Es que me siento triste, muy triste..., sí, como una damisela... ¡Mira! ¿Qué es eso? ¡Mira, mira...!
‑¿Adónde?
‑Pero ¿no lo ves? ¡Hay luz en mi habitación! ¿No la ves por la rendija?
Estaban en el penúltimo tramo, ante la puerta de la patrona, y desde allí se podía ver, en efecto, que en la habitación de Raskolnikof había luz. .
‑¡Qué raro! ¿Será Nastasia?‑dijo Rasumikhine.
‑Nunca sube a mi habitación a estas horas. Seguro que hace ya un buen rato que está durmiendo... Pero no me importa lo más mínimo. Adiós; buenas noches.
‑¿Cómo se te ha ocurrido que pueda dejarte? Te acompañaré hasta tu habitación. Entraremos juntos.
‑Eso ya lo sé. Pero quiero estrecharte aquí la mano y decirte adiós. Vamos, dame la mano y digámonos adiós.
‑Pero ¿qué demonios te pasa, Rodia?
‑Nada. Vamos. Lo verás por tus propios ojos.
Empezaron a subir los últimos escalones, mientras Rasumikhine no podía menos de pensar que Zosimof tenía tal vez razón.
«A lo mejor, lo he trastornado con mi charla se dijo.
Ya estaban cerca de la puerta, cuando, de súbito, oyeron voces en la habitación.
‑Pero ¿qué pasa? ‑exclamó Rasumikhine.
Raskolnikof cogió el picaporte y abrió la puerta de par en par. Y cuando hubo abierto, se quedó petrificado. Su madre y su hermana estaban sentadas en el diván. Le esperaban desde hacía hora y media. ¿Cómo se explicaba que Raskolnikof no hubiera pensado ni remotamente que podía encontrarse con ellas, siendo así que aquel mismo día le habían anunciado dos veces su inminente llegada a Petersburgo?
Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer preguntas a Nastasia, que estaba aún ante ellas y las había informado de todo cuanto sabía acerca de Raskolnikof. Estaban aterradas desde que la sirvienta les había dicho que el huésped había salido de casa enfermo y seguramente bajo los efectos del delirio.
‑Señor..., ¿qué será de él?
Y lloraban las dos. Habían sufrido lo indecible durante la larga espera.
Un grito de alegría acogió a Raskolnikof. Las dos mujeres se arrojaron sobre él. Pero él permanecía inmóvil, petrificado, como si repentinamente le hubieran arrancado la vida. Un pensamiento súbito, insoportable, lo había fulminado. Raskolnikof no podía levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. No podía, le era materialmente imposible.
Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de estrujarlo, de llorar, de reír... Él dio un paso, vaciló y rodó por el suelo, desvanecido.
Gran alarma, gritos de horror, gemidos. Rasumikhine, que se había quedado en el umbral, entró presuroso en la habitación, levantó al enfermo con sus atléticos brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, lo depositó en el diván.
‑¡No es nada, no es nada! ‑gritaba a la hermana y a la madre‑. Un simple mareo. El médico acaba de decir que está muy mejorado y que se curará por completo... Traigan un poco de agua... Miren, ya recobra el conocimiento.
Atenazó la mano de Dunetchka tan vigorosamente como si pretendiera triturársela y obligó a la joven a inclinarse para comprobar que, efectivamente, su hermano volvía en sí.
Tanto la hermana como la madre miraban a Rasumikhine con tierna gratitud, como si tuviesen ante sí a la misma Providencia. Sabían por Nastasia lo que había sido para Rodia, durante toda la enfermedad, aquel «avispado joven», como Pulqueria Alejandrovna Raskolnikof le llamó aquella misma noche en una conversación íntima que sostuvo con su hija Dunia.


TERCERA PARTE



I



Raskolnikof se levantó y quedó sentado en el diván. Con un leve gesto indicó a Rasumikhine que suspendiera el torrente de su elocuencia desordenada y las frases de consuelo que dirigía a su hermana y a su madre. Después, cogiendo a las dos mujeres de la mano, las observó en silencio, alternativamente, por espacio de dos minutos cuando menos. Esta mirada inquietó profundamente a la madre: había en ella una sensibilidad tan fuerte, que resultaba dolorosa. Pero, al mismo tiempo, había en aquellos ojos una fijeza de insensatez. Pulqueria Alejandrovna se echó a llorar. Avdotia Romanovna estaba pálida y su mano temblaba en la de Rodia.
‑Volved a vuestro alojamiento... con él ‑dijo Raskolnikof con voz entrecortada y señalando a Rasumikhine‑. Ya hablaremos mañana. ¿Hace mucho que habéis llegado?
‑Esta tarde, Rodia ‑repuso Pulqueria Alejandrovna‑. El tren se ha retrasado. Pero oye, Rodia: no te dejaré por nada del mundo; pasaré la noche aquí, cerca de...
‑¡No me atormentéis! ‑la interrumpió el enfermo, irritado.
‑Yo me quedaré con él ‑dijo al punto Rasumikhine‑, y no te dejaré solo ni un segundo. Que se vayan al diablo mis invitados. No me importa que les sepa mal. Allí estará mi tío para atenderlos.
‑¿Cómo podré agradecérselo? ‑empezó a decir Pulqueria Alejandrovna estrechando las manos de Rasumikhine.
Pero su hijo la interrumpió:
‑¡Basta, basta! No me martiricéis. No puedo más.
‑Vámonos, mamá. Salgamos aunque sólo sea un momento ‑murmuró Dunia, asustada‑. No cabe duda de que nuestra presencia te mortifica.
‑¡Que no pueda quedarme a su lado después de tres años de separación! ‑gimió Pulqueria Alejandrovna, bañada en lágrimas.
‑Esperad un momento ‑dijo Raskolnikof‑. Como me interrumpís, pierdo el hilo de mis ideas. ¿Habéis visto a Lujine?
‑No, Rodia; pero ya sabe que hemos llegado. Ya nos hemos enterado de que Piotr Petrovitch ha tenido la atención de venir a verte hoy ‑dijo con cierta cortedad Pulqueria Alejandrovna.
‑Sí, ha sido muy amable... Oye, Dunia, he dicho a ese hombre que lo iba a tirar por la escalera y lo he mandado al diablo.
‑¡Oh Rodia! ¿Por qué has hecho eso? Seguramente tú... No creerás que... ‑balbuceó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
Pero una mirada dirigida a Dunia le hizo comprender que no debía continuar. Avdotia Romanovna miraba fijamente a su hermano y esperaba sus explicaciones. Las dos mujeres estaban enteradas del incidente por Nastasia, que lo había contado a su modo, y se hallaban sumidas en una amarga perplejidad.
‑Dunia ‑dijo Raskolnikof, haciendo un gran esfuerzo‑, no quiero que se lleve a cabo ese matrimonio. Debes romper mañana mismo con Lujine y que no vuelva a hablarse de él.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
‑Piensa lo que dices, Rodia; =replicó Avdotia Romanovna, con una cólera que consiguió ahogar en seguida‑. Sin duda, tu estado no lo permite... Estás fatigado ‑terminó con acento cariñoso.
‑¿Crees que deliro? No: tú te quieres casar con Lujine por mí. Y yo no acepto tu sacrificio. Por lo tanto, escríbele una carta diciéndole que rompes con él. Dámela a leer mañana, y asunto concluido.
‑Yo no puedo hacer eso ‑replicó la joven, ofendida‑. ¿Con qué derecho...?
‑Tú también pierdes la calma, Dunetchka ‑dijo la madre, aterrada y tratando de hacer callar a su hija‑. Mañana hablaremos. Ahora lo que debemos hacer es marcharnos.
‑No estaba en su juicio ‑exclamó Rasumikhine con una voz que denunciaba su embriaguez‑. De lo contrario, no se habría atrevido a hacer una cosa así. Mañana habrá recobrado la razón. Pero hoy lo ha echado de aquí. El otro, como es natural, se ha indignado... Estaba aquí discurseando y exhibiendo su sabiduría y se ha marchado con el rabo entre piernas.
‑O sea ¿que es verdad? ‑dijo Dunia, afligida‑. Vamos, mamá... Buenas noches, Rodia.
‑No olvides lo que te he dicho, Dunia ‑dijo Raskolnikof reuniendo sus últimas fuerzas‑. Yo no deliro. Ese matrimonio es una villanía. Yo puedo ser un infame, pero tú no debes serlo. Basta con que haya uno. Pero, por infame que yo sea, renegaría de ti. O Lujine o yo... Ya os podéis marchar.
‑O estás loco o eres un déspota ‑gruñó Rasumikhine.
Raskolnikof no le contestó, acaso porque ya no le quedaban fuerzas.
Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared, completamente extenuado. Avdotia Romanovna miró atentamente a Rasumikhine. Sus negros ojos centellearon, y Rasumikhine se estremeció bajo aquella mirada. Pulqueria Alejandrovna estaba perpleja.
‑No puedo marcharme ‑murmuró a Rasumikhine, desesperada‑. Me quedaré aquí, en cualquier rincón. Acompañe a Dunia.
‑Con eso no hará sino empeorar las cosas ‑respondió Rasumikhine, también en voz baja y fuera de sí‑. Salgamos a la escalera. Nastasia, alúmbranos. Le juro ‑continuó a media voz cuando hubieron salido‑ que ha estado a punto de pegarnos al doctor y a mí. ¿Comprende usted? ¡Incluso al doctor! Éste ha cedido por no irritarle, y se ha marchado. Yo me he ido al piso de abajo, a fin de vigilarle desde allí. Pero él ha procedido con gran habilidad y ha logrado salir sin que yo le viese. Y si ahora se empeña usted en seguir irritándole, se irá igualmente, o intentará suicidarse.
‑¡Oh! ¿Qué dice usted?
‑Por otra parte, Avdotia Romanovna no puede permanecer sola en ese fonducho donde se hospedan ustedes. Piense que están en uno de los lugares más bajos de la ciudad. Ese bribón de Piotr Petrovitch podía haberles buscado un alojamiento más conveniente... ¡Ah! Estoy un poco achispado, ¿sabe? Por eso empleo palabras demasiado... expresivas. No haga usted demasiado caso.
‑Iré a ver a la patrona ‑dijo Pulqueria Alejandrovna‑ y le suplicaré que nos dé a Dunia y a mí un rincón cualquiera para pasar la noche. No puedo dejarlo así, no puedo.
Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. Nastasia permanecía en el último escalón, con una luz en la mano. Rasumikhine daba muestras de gran agitación. Media hora antes, cuando acompañaba a Raskolnikof, estaba muy hablador (se daba perfecta cuenta de ello), pero fresco y despejado, a pesar de lo mucho que había bebido. Ahora sentía una especie de exaltación: el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con redoblado efecto. Había cogido a las dos mujeres de la mano y les hablaba con una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a cada palabra, sin duda para mostrarse más convincente, les apretaba la mano hasta hacerles daño, y devoraba a Avdotia Romanovna con los ojos del modo más impúdico. A veces, sin poder soportar el dolor, las dos mujeres libraban sus dedos de la presión de las enormes y huesudas manos; pero él no se daba cuenta y seguía martirizándolas con sus apretones. Si en aquel momento ellas le hubieran pedido que se arrojara de cabeza por la escalera, él lo habría hecho sin discutir ni vacilar. Pulqueria Alejandrovna no dejaba de advertir que Rasumikhine era un hombre algo extravagante y que le apretaba demasiado enérgicamente la mano, pero la actitud y el estado de su hijo la tenían tan trastornada, que no quería prestar atención a los extraños modales de aquel joven que había sido para ella la Providencia en persona.
Avdotia Romanovna, aun compartiendo las inquietudes de su madre respecto a Rodia, y aunque no fuera de temperamento asustadizo, estaba sorprendida e incluso atemorizada al ver fijarse en ella las miradas ardorosas del amigo de su hermano, y sólo la confianza sin límites que le habían infundido los relatos de Nastasia acerca de aquel joven le permitía resistir a la tentación de huir arrastrando con ella a su madre.
Además, comprendía que no podían hacer tal cosa en aquellas circunstancias. Y, por otra parte, su intranquilidad desapareció al cabo de diez minutos. Rasumikhine, fuera cual fuere el estado en que se encontrase, se manifestaba tal cual era desde el primer momento, de modo que quien lo trataba sabía en el acto a qué atenerse.
‑De ningún modo deben ustedes ir a ver a la patrona ‑‑exclamó Rasumikhine dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna‑. Lo que usted pretende es un disparate. Por muy madre de él que usted sea, lo exasperaría quedándose aquí, y sabe Dios las consecuencias que eso podría tener. Escuchen; he aquí lo que he pensado hacer: Nastasia se quedará con él un momento, mientras yo las llevo a ustedes a su casa, pues dos mujeres no pueden atravesar solas las calles de Petersburgo... En seguida, en una carrera, volveré aquí, y un cuarto de hora después les doy mi palabra de honor más sagrada de que iré a informarlas de cómo va la cosa, de si duerme, de cómo está, etcétera... Luego, óiganme bien, iré en un abrir y cerrar de ojos de la casa de ustedes a la mía, donde he dejado algunos invitados, todos borrachos, por cierto. Entonces cojo a Zosimof, que es el doctor que asiste a Rodia y que ahora está en mi casa... Pero él no está bebido. Nunca está bebido. Lo traeré a ver a Rodia, y de aquí lo llevaré inmediatamente a casa de ustedes. Así, ustedes recibirán noticias dos veces en el espacio de una hora: primero noticias mías y después noticias del doctor en persona. ¡Del doctor! ¿Qué más pueden pedir? Si la cosa va mal, yo les juro que voy a buscarlas y las traigo aquí; si la cosa va bien, ustedes se acuestan y ¡a dormir se ha dicho...! Yo pasaré la noche aquí, en el vestíbulo. Él no se enterará. Y haré que Zosimof se quede a dormir en casa de la patrona: así lo tendremos a mano... Porque, díganme: ¿a quién necesita más Rodia en estos momentos: a ustedes o al doctor? No cabe duda de que el doctor es más útil para él, mucho más útil... Por lo tanto, vuélvanse a casa. Además, ustedes no pueden quedarse en el piso de la patrona. Yo puedo, pero ustedes no: ella no lo querrá, porque... porque es una necia. Tendría celos de Avdotia Romanovna, celos a causa de mi persona, ya lo saben. Y, a lo mejor, también tendría celos de usted, Pulqueria Alejandrovna. Pero de su hija no me cabe la menor duda de que los tendría. Es una mujer muy rara... Bien es verdad que también yo soy un estúpido... ¡Pero no me importa...! Bueno, vamos. Porque me creen, ¿verdad? Díganme: ¿me creen o no me creen?
‑Vamos, mamá ‑dijo Avdotia Romanovna‑. Hará lo que dice. Es el salvador de Rodia, y si el doctor ha prometido pasar aquí la noche, ¿qué más podemos pedir?
‑¡Ah! Usted me comprende porque es un ángel ‑exclamó Rasumikhine en una explosión de entusiasmo‑. Vámonos. Nastasia, entra en la habitación con la luz y no te muevas de su lado. Dentro de un cuarto de hora estoy de vuelta.
Pulqueria Alejandrovna, aunque no del todo convencida, no hizo la menor objeción. Rasumikhine las cogió a las dos del brazo y se las llevó escaleras abajo. La madre de Rodia no estaba muy segura de que el joven cumpliera lo prometido. «Sin duda es listo y tiene buenos sentimientos. Pero ¿se puede confiar en la palabra de un hombre que se halla en semejante estado?
‑Ya entiendo: ustedes creen que estoy bebido ‑dijo el joven, adivinando los pensamientos de las dos mujeres y mientras daba tales zancadas por la acera, que ellas a duras penas podían seguirle, cosa que él no advertía‑. Eso es absurdo... Quiero decir que, aunque esté borracho perdido, esto no importa en absoluto. Estoy borracho, sí, pero no de bebida. Lo que me ha trastornado ha sido la llegada de ustedes: me ha producido el mismo efecto que si me dieran un golpe en la cabeza... Sin embargo, esto no excluye mi responsabilidad... No me hagan caso, pues soy indigno de ustedes completamente indigno... Y tan pronto como las haya dejado en casa, me acercaré al canal y me echaré dos cubos de agua en la cabeza. Entonces se me pasará todo... ¡Si ustedes supieran cuánto las quiero a las dos! No se enfaden, no se rían... De la última persona de quien deben ustedes burlarse es de mí. Yo soy amigo de él. Tenía el presentimiento de que sucedería lo que ha sucedido. El año pasado ya lo presentí... Pero no, no pude presentirlo el año pasado, porque, al verlas a ustedes, he tenido la impresión de que me caían del cielo... Yo no dormiré esta noche... Ese Zosimof temía que Rodia perdiera la razón. Por eso les he dicho que no deben contrariarle.
‑Pero ¿qué dice usted? ‑exclamó la madre.
‑¿De veras ha dicho eso el doctor? ‑preguntó Avdotia Romanovna, aterrada.
‑Lo ha dicho, pero no es verdad. No, no lo es. Incluso le ha dado unos sellos; yo lo he visto. Cuando se los daba, ya debían de haber llegado ustedes... Por cierto que habría sido preferible que llegasen mañana... Hemos hecho bien en marcharnos... Dentro de una hora, como les he dicho, el mismo Zosimof irá a darles noticias... Y él no estará bebido, y yo tampoco lo estaré entonces... Pero ¿saben por qué he bebido tanto? Porque esos malditos me han obligado a discutir... ¡Y eso que me había jurado a mí mismo no tomar parte jamás en discusiones...! Pero ¡dicen unas cosas tan absurdas...! He estado a punto de pegarles. He dejado a mi tío en mi lugar para que los atienda... Aunque no lo crean ustedes, son partidarios de la impersonalidad. No hay que ser jamás uno mismo. Y a esto lo consideran el colmo del progreso. Si los disparates que dicen fueran al menos originales... Pero no...
‑Óigame ‑dijo tímidamente Pulqueria Alejandrovna. Pero con esta interrupción no consiguió sino enardecer más todavía a Rasumikhine.
‑No, no son originales ‑prosiguió el joven, levantando más aún la voz‑. ¿Y qué creen ustedes: que yo les detesto porque dicen esos absurdos? Pues no: me gusta que se equivoquen. En esto radica la superioridad del hombre sobre los demás organismos. Así llega uno a la verdad. Yo soy un hombre, y lo soy precisamente porque me equivoco. Nadie llega a una verdad sin haberse equivocado catorce veces, o ciento catorce, y esto es, acaso, un honor para el género humano. Pero no sabemos ser originales ni siquiera para equivocarnos. Un error original acaso valga más que una verdad insignificante. La verdad siempre se encuentra; en cambio, la vida puede enterrarse para siempre[L34] . Tenemos abundantes ejemplos de ello. ¿Qué hacemos nosotros en la actualidad? Todos, todos sin excepción, nos hallamos, en lo que concierne a la ciencia, la cultura, el pensamiento, la invención, el ideal, los deseos, el liberalismo, la razón, la experiencia y todo lo demás, en una clase preparatoria del instituto, y nos contentamos con vivir con el espíritu ajeno... ¿Tengo razón o no la tengo? Díganme: ¿tengo razón?
Rasumikhine dijo esto a grandes voces, sacudiendo y apretando las manos de las dos mujeres.
‑¿Qué sé yo, Dios mío? ‑exclamó la pobre Pulqueria Alejandrovna.
Y Avdotia Romanovna repuso gravemente:
‑Ha dicho usted muchas verdades, pero yo no estoy de acuerdo con usted en todos los puntos.
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, lanzó un grito de dolor provocado por un apretón de manos demasiado enérgico.
Rasumilchine exclamó, en el colmo del entusiasmo:
‑¡Ha reconocido usted que tengo razón! Después de esto, no puedo menos de declarar que es usted un manantial de bondad, de buen juicio, de pureza y de perfección. Déme su mano, ¡démela...! Y usted deme también la suya. Quiero besarlas. Ahora mismo y de rodillas.
Y se arrodilló en medio de la acera, afortunadamente desierta a aquella hora.
‑¡Basta, por favor! ¿Qué hace usted? ‑exclamó, alarmada, Pulqueria Alejandrovna.
‑¡Levántese, levántese! ‑dijo Dunia, entre divertida e inquieta.
‑Por nada del mundo me levantaré si no me dan ustedes la mano... Así. Esto es suficiente. Ahora ya puedo levantarme. Sigamos nuestro camino... Yo soy un pobre idiota indigno de ustedes, un miserable borracho. Pero inclinarse ante ustedes constituye un deber para todo hombre que no sea un bruto rematado. Por eso me he inclinado yo... Bueno, aquí tienen su casa. Después de ver esto, uno ha de pensar que Rodion ha hecho bien en poner a Piotr Petrovitch en la calle. ¿Cómo se habrá atrevido a traerlas a un sitio semejante? ¡Es bochornoso! Ustedes no saben la gentuza que vive aquí. Sin embargo, usted es su prometida. ¿Verdad que es su prometida? Pues bien, después de haber visto esto, yo me atrevo a decirle que su prometido es un granuja.
‑Escuche, señor Rasumikhine ‑‑comenzó a decir Pulqueria Alejandrovna‑. Se olvida usted...
‑Sí, sí; tiene usted razón ‑se excusó el estudiante‑; me he olvidado de algo que no debí olvidar, y estoy verdaderamente avergonzado. Pero usted no debe guardarme rencor porque haya hablado así, pues he sido franco. No crea que lo he dicho por... No, no; eso sería una vileza... Yo no lo he dicho para... No, no me atrevo a decirlo... Cuando ese hombre vino a ver a Rodia, comprendimos muy pronto que no era de los nuestros. Y no porque se había hecho rizar el pelo en la peluquería, ni porque alardeaba de sus buenas relaciones, sino porque es mezquino e interesado, porque es falso y avaro como un judío. ¿Creen ustedes que es inteligente? Pues se equivocan: es un necio de pies a cabeza. ¿Acaso es ése el marido que le conviene...? ¡Dios santo! Óiganme ‑dijo, deteniéndose de pronto, cuando subían la escalera‑: en mi casa todos están borrachos, pero son personas de nobles sentimientos, y, a pesar de los absurdos que decimos (pues yo los digo también), llegaremos un día a la verdad, porque vamos por el buen camino. En cambio, Piotr Petrovitch..., en fin, su camino es diferente. Hace un momento he insultado a mis amigos, pero los aprecio. Los aprecio a todos, incluso a Zamiotof. No es que sienta por él un gran cariño, pero sí cierto afecto: es una criatura. Y también aprecio a esa mole de Zosimof, pues es honrado y conoce su oficio... En fin, basta de esta cuestión. El caso es que allí todo se dice y todo se perdona. ¿Estoy yo también perdonado aquí? ¿Sí? Pues adelante... Este pasillo lo conozco yo. He estado aquí otras veces. Allí, en el número tres, hubo un día un escándalo. ¿Dónde se alojan ustedes? ¿En el número ocho? Pues cierren bien la puerta y no abran a nadie... Volveré dentro de un cuarto de hora con noticias, y dentro de media hora con Zosimof. Bueno, me voy. Buenas noches.
‑Dios mío, ¿adónde hemos venido a parar? ‑preguntó, ya en la habitación, Pulqueria Alejandrovna a su hija.
‑Tranquilízate, mamá ‑repuso Dunia, quitándose el sombrero y la mantilla‑. Dios nos ha enviado a este hombre, aunque lo haya sacado de una orgía. Se puede confiar en él, te lo aseguro. Además, ¡ha hecho ya tanto por mi hermano!
‑¡Ay, Dunetchka! Sabe Dios si volverá. No sé cómo he podido dejar a Rodia... Nunca habría creído que lo encontraría en tal estado. Cualquiera diría que no se ha alegrado de vernos.
Las lágrimas llenaban sus ojos.
‑Eso no, mamá. No has podido verlo bien, porque no hacías más que llorar. Lo que ocurre es que está agotado por una grave enfermedad. Eso explica su conducta.
‑¡Esa enfermedad, Dios mío...! ¿Cómo terminará todo esto...? Y ¡en qué tono te ha hablado!
Al decir esto, la madre buscaba tímidamente la mirada de su hija, deseosa de leer en su pensamiento. Sin embargo, la tranquilizaba la idea de que Dunia defendía a su hermano, lo que demostraba que te había perdonado.
‑Estoy segura de que mañana será otro ‑añadió para ver qué contestaba su hija.
‑Pues a mí no me cabe duda ‑afirmó Dunia‑ de que mañana pensará lo mismo que hoy.
Pulqueria Alejandrovna renunció a continuar el diálogo: la cuestión le parecía demasiado delicada.
Dunia se acercó a su madre y la rodeó con sus brazos. Y la madre estrechó apasionadamente a la hija contra su pecho.
Después, Pulqueria Alejandrovna se sentó y desde este momento esperó febrilmente la vuelta de Rasumikhine. Entre tanto observaba a su hija, que, pensativa y con los brazos cruzados, iba de un lado a otro del aposento. Así procedía siempre Avdotia Romanovna cuando tenía alguna preocupación. Y su madre jamás turbaba sus meditaciones.
No cabía duda de que Rasumikhine se había comportado ridículamente al mostrar aquella súbita pasión de borracho ante la aparición de Dunia, pero los que vieran a la joven ir y venir por la habitación con paso maquinal, cruzados los brazos, triste y pensativa, habrían disculpado fácilmente al estudiante.
Avdotia Romanovna era extraordinariamente hermosa, alta, esbelta, pero sin que esta esbeltez estuviera reñida con el vigor físico. Todos sus movimientos evidenciaban una firmeza que no afectaba lo más mínimo a su gracia femenina. Se parecía a su hermano. Su cabello era de un castaño claro; su tez, pálida, pero no de una palidez enfermiza, sino todo lo contrario; su figura irradiaba lozanía y juventud; su boca, demasiado pequeña y cuyo labio inferior, de un rojo vivo, sobresalía, lo mismo que su mentón, era el único defecto de aquel maravilloso rostro, pero este defecto daba al conjunto de la fisonomía cierta original expresión de energía y arrogancia. Su semblante era, por regla general, más grave que alegre, pero, en compensación, adquiría un encanto incomparable las contadas veces que Dunia sonreía, o reía con una risa despreocupada, juvenil, gozosa...
No era extraño que el fogoso, honesto y sencillo Rasumikhine, aquel gigante accidentalmente borracho, hubiera perdido la cabeza apenas vio a aquella mujer superior a todas las que había visto hasta entonces. Además, el azar había querido que viera por primera vez a Dunia en un momento en que la angustia, por un lado, y la alegría de reunirse con su hermano, por otro, la transfiguraban. Todo esto explica que, al advertir que el labio de Avdotia Romanovna temblaba de indignación ante las acusaciones de Rodia, Rasumikhine hubiera mentido en defensa de la joven.
El estudiante no había mentido al decir, en el curso de su extravagante charla de borracho, que la patrona de Raskolnikof, Praskovia Pavlovna, tendría celos de Dunia y, seguramente, también de Pulqueria Alejandrovna, la cual, pese a sus cuarenta y tres años, no había perdido su extraordinaria belleza. Por otra parte, parecía más joven de lo que era, como suele ocurrir a las mujeres que saben conservar hasta las proximidades de la vejez un alma pura, un espíritu lúcido y un corazón inocente y lleno de ternura. Digamos entre paréntesis que no hay otro medio de conservarse hermosa hasta una edad avanzada. Su cabello empezaba a encanecer y a aclararse; hacía tiempo que sus ojos estaban cercados de arrugas; sus mejillas se habían hundido a causa de los desvelos y los sufrimientos, pero esto no empañaba la belleza extraordinaria de aquella fisonomía. Su rostro era una copia del de Dunia, sólo que con veinte años más y sin el rasgo del labio inferior saliente. Pulqueria Alejandrovna tenía un corazón tierno, pero su sensibilidad no era en modo alguno sensiblería. Tímida por naturaleza, se sentía inclinada a ceder, pero hasta cierto punto: podía admitir muchas cosas opuestas a sus convicciones, mas había un punto de honor y de principios en los que ninguna circunstancia podía impulsarla a transigir.
Veinte minutos después de haberse marchado Rasumikhine se oyeron en la puerta dos discretos y rápidos golpes. Era el estudiante, que estaba de vuelta.
‑No entro, pues el tiempo apremia ‑dijo apresuradamente cuando le abrieron‑. Duerme a pierna suelta y con perfecta tranquilidad. Quiera Dios que su sueño dure diez horas. Nastasia está a su lado y le he ordenado que no lo deje hasta que yo vuelva. Ahora voy por Zosimof para que le eche un vistazo. Luego vendrá a informarlas y ustedes podrán acostarse, cosa que buena falta les hace, pues bien se ve que están agotadas.
Y se fue corriendo por el pasillo.
‑¡Qué joven tan avispado... y tan amable! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, complacida.
‑Yo creo que es una excelente persona ‑dijo Dunia calurosamente y reanudando sus paseos por la habitación.
Alrededor de una hora después, volvieron a oírse pasos en el corredor y de nuevo golpearon la puerta. Esta vez las dos mujeres habían esperado con absoluta confianza la segunda visita de Rasumikhine, cuya palabra ya no ponían en duda. En efecto, era él y le acompañaba Zosimof. Éste no había vacilado en dejar la reunión para ir a ver al enfermo. Sin embargo, Rasumikhine había tenido que insistir para que accediera a visitar a las dos mujeres: no se fiaba de su amigo, cuyo estado de embriaguez era evidente. Pero pronto se tranquilizó, e incluso se sintió halagado, al ver que, en efecto, se le esperaba como a un oráculo. Durante los diez minutos que duró su visita consiguió devolver la confianza a Pulqueria Alejandrovna. Mostró gran interés por el enfermo, pero habló en un tono reservado y austero, muy propio de un médico de veintisiete años llamado a una consulta de extrema gravedad. Ni se permitió la menor digresión, ni mostró deseo alguno de entablar relaciones más íntimas y amistosas con las dos mujeres. Como apenas entró advirtiera la belleza deslumbrante de Avdotia Romanovna, procuró no prestarle la menor atención y dirigirse exclusivamente a la madre. Todo esto le proporcionaba una extraordinaria satisfacción.
Manifestó que había encontrado al enfermo en un estado francamente satisfactorio. Según sus observaciones, la enfermedad se debía no sólo a las condiciones materiales en que su paciente había vivido durante mucho tiempo, sino a otras causas de índole moral. Se trataba, por decirlo así, del complejo resultado de diversas influencias: inquietudes, cuidados, ideas, etc. Al advertir, sin demostrarlo, que Avdotia Romanovna le escuchaba con suma atención, Zosimof se extendió sobre el tema con profunda complacencia. Pulqueria Alejandrovna le preguntó, inquieta, por «ciertos síntomas de locura» y el doctor repuso, con una sonrisa llena de franqueza y serenidad que se había exagerado el sentido de sus palabras. Sin duda, el enfermo daba muestras de estar dominado por una idea fija, algo así como una monomanía. Él, Zosimof, estaba entonces enfrascado en el estudio de esta rama de la medicina.
‑Pero no debemos olvidar ‑añadió‑ que el enfermo ha estado hasta hoy bajo los efectos del delirio... La llegada de su familia ejercerá sobre él, seguramente, una influencia saludable, siempre que se tenga en cuenta que hay que evitarle nuevas emociones.
Con estas palabras, dichas en un tono significativo, dio por terminada su visita. Acto seguido se levantó, se despidió con una mezcla de circunspección y cordialidad y se retiró acompañado de un raudal de bendiciones, acciones de gracias y efusivas manifestaciones de gratitud. Avdotia Romanovna incluso le tendió su delicada mano, sin que él hubiera hecho nada por provocar este gesto, y el doctor salió, encantado de la visita y más encantado aún de sí mismo.
‑Mañana hablaremos. Ahora acuéstense inmediatamente ‑ordenó Rasumikhine mientras se iba con Zosimof‑. Mañana, a primera hora, vendré a darles noticias.
‑¡Qué encantadora muchacha esa Avdotia Romanovna! ‑dijo calurosamente Zosimof cuando estuvieron en la calle.
Al oír esto, Rasumikhine se arrojó repentinamente sobre Zosimof y le atenazó el cuello con las manos.
‑¿Encantadora? ¿Has dicho encantadora? Como te atrevas a... ¿Comprendes...? ¿Comprendes lo que quiero decir...? ¿Me has entendido...?
Y lo echó contra la pared, sin dejar de zarandearle.
‑¡Déjame demonio...! ¡Maldito borracho! ‑gritó Zosimof debatiéndose.
Y cuando Rasumikhine le hubo soltado, se quedó mirándole fijamente y lanzó una carcajada. Rasumikhine permaneció ante él, con los brazos caídos y el semblante pensativo y triste.
‑Desde luego, soy un asno ‑dijo con trágico acento‑. Pero tú eres tan asno como yo.
‑Eso no, amigo; yo no soy un asno: yo no pienso en tonterías como tú.
Continuaron su camino en silencio, y ya estaban cerca de la morada de Raskolnikof, cuando Rasumikhine, que daba muestras de gran preocupación, rompió el silencio.
‑Escucha ‑dijo a Zosimof‑, tú no eres una mala persona, pero tienes una hermosa colección de defectos. Estás corrompido. Eres débil, sensual, comodón, y no sabes privarte de nada. Es un camino lamentable que conduce al cieno. Eres tan blando, tan afeminado, que no comprendo cómo has podido llegar a ser médico y, sobre todo, un médico que cumple con su deber. ¡Un doctor que duerme en lecho de plumas y se levanta por la noche para ir a visitar a un enfermo...! Dentro de dos o tres años no harás tales sacrificios... Pero, en fin, esto poco importa. Lo que quiero decirte es lo siguiente: tú dormirás esta noche en el departamento de la patrona (he obtenido, no sin trabajo, su consentimiento) y yo en la cocina. Esto es para ti una ocasión de trabar más estrecho conocimiento con ella... No, no pienses mal. No quiero decir eso, ni remotamente...
‑¡Pero si yo no pienso nada!
‑Esa mujer, querido, es el pudor personificado; una mezcla de discretos silencios, timidez, castidad invencible y, al mismo tiempo, hondos suspiros. Su sensibilidad es tal, que se funde como la cera. ¡Líbrame de ella, por lo que más quieras, Zosimof! Es bastante agraciada. Me harías un favor que te lo agradecería con toda el alma. ¡Te juro que te lo agradecería!
Zosimof se echó a reír de buena gana.
‑Pero ¿para qué la quiero yo?
‑Te aseguro que no te ocasionará ninguna molestia. Lo único que tienes que hacer es hablarle, sea de lo que sea: te sientas a su lado y hablas. Como eres médico, puedes empezar por curarla de una enfermedad cualquiera. Te juro que no te arrepentirás... Esa mujer tiene un clavicordio. Yo sé un poco de música y conozco esa cancioncilla rusa que dice «Derramo lágrimas amargas». Ella adora las canciones sentimentales. Así empezó la cosa. Tú eres un maestro del teclado, un Rubinstein. Te aseguro que no te arrepentirás.
‑Pero oye: ¿le has hecho alguna promesa...?, ¿le has firmado algún papel...?, ¿le has propuesto el matrimonio?
‑Nada de eso, nada en absoluto... No, esa mujer no es lo que tú crees. Porque Tchebarof ha intentado...
‑Entonces, la plantas y en paz.
‑Imposible.
‑¿Por qué?
‑Pues... porque es imposible, sencillamente... Uno se siente atado, ¿no comprendes?
‑Lo que no entiendo es tu empeño en atraértela, en ligarla a ti.
‑Yo no he intentado tal cosa, ni mucho menos. Es ella la que me ha puesto las ligaduras, aprovechándose de mi estupidez. Sin embargo, le da lo mismo que el ligado sea yo o seas tú: el caso es tener a su lado un pretendiente... Es... es... No sé cómo explicarte... Mira; yo sé que tú dominas las matemáticas. Pues bien; háblale del cálculo integral. Te doy mi palabra de que no lo digo en broma; te juro que el tema le es indiferente. Ella te mirará y suspirará. Yo le he estado hablando durante dos días del Parlamento prusiano (llega un momento en que no sabe uno de qué hablarle), y lo único que ella hacía era suspirar y sudar. Pero no le hables de amor, pues podría acometerla una crisis de timidez. Limítate a hacerle creer que no puedes separarte de ella. Esto será suficiente... Estarás como en tu casa, exactamente como en tu casa; leerás, te echarás, escribirás... Incluso podrás arriesgarte a darle un beso..., pero un beso discreto.
‑Pero ¿a santo de qué he de hacer yo todo eso?
‑¡Nada, que no consigo que me entiendas...! Oye: vosotros formáis una pareja perfectamente armónica. Hace ya tiempo que lo vengo pensando... Y si tu fin ha de ser éste, ¿qué importa que llegue antes o después? Te parecerá que vives sobre plumas; es ésta una vida que se apodera de uno y te subyuga; es el fin del mundo, el ancla, el puerto, el centro de la tierra, el paraíso. Crêpes [L35] suculentos, sabrosos pasteles de pescado, el samovar por la tarde, tiernos suspiros, tibios batines y buenos calentadores. Es como si estuvieses muerto y, al mismo tiempo, vivo, lo que representa una doble ventaja. Bueno, amigo mío; empiezo a decir cosas absurdas. Ya es hora de irse a dormir. Escucha: yo me despierto varias veces por la noche. Cuando me despierte, iré a echar un vistazo a Rodia. Por lo tanto, no te alarmes si me oyes subir. Sin embargo, si el corazón te lo manda, puedes ir a echarle una miradita. Y si vieras algo anormal..., delirio o fiebre, por ejemplo..., debes despertarme. Pero esto no sucederá.


II
A la mañana siguiente eran más de las siete cuando Rasumikhine se despertó. En su vida había estado tan preocupado y sombrío. Su primer sentimiento fue de profunda perplejidad. Jamás había podido suponer que se despertaría un día de semejante humor. Recordaba hasta los más ínfimos detalles de los incidentes de la noche pasada y se daba cuenta de que le había sucedido algo extraordinario, de que había recibido una impresión muy diferente de las que le eran familiares. Además, comprendía que el sueño que se había forjado era completamente irrealizable, tanto, que se sintió avergonzado de haberle dado cabida en su mente, y se apresuró a expulsarlo de ella, para dedicar su pensamiento a otros asuntos, a los deberes más razonables que le había legado, por decirlo así, la maldita jornada anterior.
Lo que más le abochornaba era recordar hasta qué extremo se había mostrado innoble, pues, además de estar ebrio, se había aprovechado de la situación de la muchacha para criticar ante ella llevado de un sentimiento de celos torpe y mezquino, al hombre que era su prometido, ignorando los lazos de afecto que existían entre ellos y, en realidad, sin saber nada de aquel hombre. Por otra parte, ¿con qué derecho se había permitido juzgarle y quién le había pedido que se erigiera en juez? ¿Acaso una criatura como Avdotia Romanovna podía entregarse a un hombre indigno sólo por el dinero? No, no cabía duda de que Piotr Petrovitch poseía alguna cualidad. ¿El alojamiento? Él no podía saber lo que era aquella casa. Les había buscado hospedaje; por lo tanto, había cumplido su deber. ¡Ah, qué miserable era todo aquello, y qué inadmisible la razón con que intentaba justificarse: su estado de embriaguez! Esta excusa le envilecía más aún. La verdad está en la bebida; por lo tanto, bajo la influencia del alcohol, él había revelado toda la vileza de su corazón deleznable y celoso.
¿Podía permitirse un hombre como él concebir tales sueños? ¿Qué era él, en comparación con una joven como Avdotia Romanovna? ¿Cómo podía compararse con ella el borracho charlatán y grosero de la noche anterior? Imposible imaginar nada más vergonzoso y cómico a la vez que una unión entre dos seres tan dispares.
Rasumikhine enrojeció ante estas ideas. Y, de pronto, como hecho adrede, se acordó de que la noche pasada había dicho en el rellano de la escalera que la patrona tendría celos de Avdotia Romanovna... Este pensamiento le resultó tan intolerable, que dio un fuerte puñetazo en la estufa de la cocina. Tan violento fue el golpe, que se hizo daño en la mano y arrancó un ladrillo.
‑Ciertamente ‑balbuceó a media voz un minuto después profundamente avergonzado‑, estas torpezas ya no se pueden evitar ni reparar. Por lo tanto, es inútil pensar en ello... Lo más prudente será que me presente en silencio, cumpla mis deberes sin desplegar los labios y... que me excuse con el mutismo... Naturalmente, todo está perdido.
Sin embargo, dedicó un cuidado especial a su indumentaria. Examinó su traje. No tenía más que uno, pero se lo habría puesto aunque tuviera otros. Sí, se lo habría puesto expresamente. Sin embargo, exhibir cínicamente una descuidada suciedad habría sido un acto de mal gusto. No tenía derecho a mortificar con su aspecto a otras personas, y menos a unas personas que le necesitaban y le habían rogado que fuera a verlas.
Cepilló cuidadosamente su traje. Su ropa interior estaba presentable, como de costumbre (Rasumikhine era intransigente en cuanto a la limpieza de la ropa interior). Procedió a lavarse concienzudamente. Nastasia le dio jabón y él lo utilizó para el cuello, la cabeza y ‑esto sobre todo‑ las manos. Pero cuando llegó el momento de decidir si debía afeitarse (Praskovia Pavlovna poseía excelentes navajas de afeitar heredadas de su difunto esposo, el señor Zarnitzine), se dijo que no lo haría, y se lo dijo incluso con cierta aspereza.
«No, me mostraré tal cual soy. Podrían suponer que me he afeitado para... Sí, seguro que lo pensarían... No, no me afeitaré por nada del mundo. Y menos teniendo el convencimiento de que soy un grosero, un mal educado, un... Admitamos que me considero, cosa que en cierto modo es verdad, un hombre honrado, o poco menos. ¿Puedo enorgullecerme de esta honradez? Todo el mundo debe ser honrado y más que honrado... Además (bien lo recuerdo), yo tuve aquellas cosillas..., no deshonrosas, desde luego, pero... ¡Y qué ideas me asaltan a veces...! ¿Cómo poner al lado de todo esto a Avdotia Romanovna...? ¡Bueno, que se vaya al diablo...! Me importa un comino... Haré cuanto esté en mi mano para mostrarme tan grosero y desagradable como me sea posible, y no me importa lo que puedan pensar.» _
En esto apareció Zosimof. Había pasado la noche en el salón de Praskovia Pavlovna y se disponía a volver a su casa. Rasumikhine le dijo que Raskolnikof dormía a pierna suelta. Zosimof dispuso que no se le despertara y prometió volver a las once.
‑Pero veremos si lo encuentro aquí ‑añadió‑. ¡Demonio de hombre! ¡Un paciente que no obedece al médico! ¡Estudie usted una carrera para esto! ¿Sabes si irá a ver a su madre y a su hermana, o si ellas vendrán aquí?
‑Creo que vendrán ellas ‑repuso Rasumikhine, que había comprendido la finalidad de la pregunta‑. Sin duda, tendrán que hablar de asuntos de familia. Por lo cual, me marcharé. Tú, como eres el médico, tienes más derechos que yo.
‑Yo soy el médico, pero no el confesor. Vendré sólo un momento. No puedo dedicarme exclusivamente a ellas: tengo mucho trabajo.
‑Estoy preocupado por una cosa ‑dijo Rasumikhine pensativo y con cara sombría‑. Ayer, como estaba bebido, no pude poner freno a mi lengua y dije mil estupideces. Una de ellas fue que tú temías que los síntomas que Rodion presentaba fueran un anuncio de... demencia. Así se lo manifesté al mismo Rodia.
‑Y también a su hermana y a su madre, ¿no?
‑Sí... Yo sé que esto fue una idiotez y que merecería que me abofetearan. Pero, entre nosotros, ¿has pensado en ello seriamente?
‑¡Seriamente... seriamente...! Tú mismo me lo describiste como un maniático cuando me trajiste a su casa... Y ayer lo trastornamos con nuestra conversación sobre el pintor de paredes. ¡Buen tema para tratarlo con un hombre cuya locura puede haber sido provocada por este suceso...! Si hubiese sabido exactamente lo que había pasado en la comisaría, si hubiese estado enterado del detalle de que un canalla le había herido con sus sospechas, habría evitado semejante conversación. Estos maníacos hacen un océano de una gota de agua y toman por realidades los disparates que imaginan. Ahora, gracias a lo que nos contó anoche en tu casa Zamiotof, ya comprendo muchas cosas. Sí. Conozco el caso de un hombre de cuarenta años, afectado de hipocondría, que un día no pudo soportar las travesuras cotidianas de un niño de ocho años y lo estranguló. Y ahora nos enfrentamos con un hombre reducido a la miseria y que se ve en el trance de sufrir las insolencias de un policía. Añadamos a esto la enfermedad que le minaba y el efecto de la grave sospecha. Piensa que se trata de un caso de hipocondría en último grado, de un sujeto orgulloso en extremo: ahí tenemos la base del mal... ¡Bueno, que se vaya todo al diablo! ¡Ah!, a propósito: ese Zamiotof es un gran muchacho, pero ha cometido una torpeza contando todo esto. Es un charlatán incorregible.
‑Pero ¿a quién lo ha contado? A ti y a mí.
‑Y a Porfirio.
‑¡Bah! No hay ningún mal en que Porfirio lo sepa.
‑Oye: ¿tienes alguna influencia sobre la madre y la hermana? Habría que recomendarles que hoy fueran prudentes con él.
‑Ya se las arreglarán ‑repuso Rasumikhine, visiblemente contrariado.
‑¿Por qué atacaría tan furiosamente a ese Lujine? Es un hombre acomodado y que no parece desagradar a las mujeres... No andan bien de dinero, ¿verdad?
‑¡Esto es todo un interrogatorio! ‑exclamó Rasumikhine fuera de sí‑. ¿Cómo puedo yo saber lo que ellos tienen en el pensamiento? Pregúntaselo a ellas: tal vez te lo digan.
‑¡Qué arranques de brutalidad tienes a veces! Por lo visto, todavía no se te ha pasado del todo la borrachera. Adiós. Da las gracias de mi parte a Praskovia Pavlovna por su hospitalidad. Se ha encerrado en su habitación y no ha respondido a mis buenos días. Esta mañana se ha levantado a las siete y ha hecho que le entraran el samovar al dormitorio. No he tenido el honor de verla.
A las nueve en punto llegó Rasumikhine a la pensión Bakaleev. Las dos mujeres le esperaban desde hacía un buen rato con impaciencia febril. Se habían levantado a las siete y media. El estudiante entró en la casa con cara sombría, saludó torpemente y esta torpeza le hizo enrojecer. Pero ocurrió algo que no tenía previsto. Pulqueria Alejandrovna se arrojó sobre él, le cogió las manos y poco faltó para que se las besara. Rasumikhine dirigió una tímida mirada a Avdotia Romanovna. Pero aquel altivo rostro expresaba un reconocimiento tan profundo y una simpatía tan afectuosa (en vez de las miradas burlonas y llenas de un desprecio mal disimulado que esperaba recibir), que su confusión no tuvo límites. Sin duda se habría sentido menos violento si le hubieran acogido con reproches. Afortunadamente, tenía un tema de conversación obligado y se apresuró a echar mano de él.
Cuando se enteró de que su hijo seguía durmiendo y las cosas no podían ir mejor, Pulqueria Alejandrovna manifestó que lo celebraba de veras, pues deseaba conferenciar con Rasumikhine sobre cuestiones urgentes antes de ir a ver a Rodia.
Acto seguido preguntó al visitante si había tomado el té, y, ante su respuesta negativa, la madre y la hija le invitaron a tomarlo con ellas, ya que le habían esperado para desayunarse.
Avdotia Romanovna hizo sonar la campanilla y acudió un desastrado sirviente. Se le encargó el té, y cómo lo serviría, que las dos mujeres se sonrojaron. Rasumikhine estuvo a punto de echar pestes de la pensión, pero se acordó de Lujine, se sintió avergonzado y nada dijo. Incluso se alegró cuando las preguntas de Pulqueria Alejandrovna empezaron a caer sobre él como una granizada. Interrogado e interrumpido a cada momento, estuvo tres cuartos de hora dando explicaciones. Contó cuanto sabía de la vida de Rodion Romanovitch durante el año último, y terminó con un relato detallado de la enfermedad de su amigo. Pasó por alto todo aquello que no convenía referir, como, por ejemplo, la escena de la comisaría, con todas sus consecuencias. Las dos mujeres le escucharon con ávida atención. Sin embargo, cuando él creyó que había dado todos los detalles susceptibles de interesarlas y, por lo tanto, consideraba cumplida su misión, advirtió que ellas no opinaban así y que habían escuchado su largo relato simplemente como un preámbulo.
‑Dígame ‑dijo vivamente Pulqueria Alejandrovna‑, ¿qué juzga usted...? ¡Oh, perdón...! No conozco todavía su nombre.
‑Dmitri Prokofitch.
‑Pues bien, Dmitri Prokofitch; yo quisiera saber... cuáles son las opiniones de Rodia, sus ideas, en estos momentos... Es decir..., compréndame... ¡Oh!, no sé cómo decírselo... Mire, yo quisiera saber qué es lo que le gusta y lo que no le gusta..., y si siempre está tan irritado como anoche..., y cuáles son sus deseos, mejor dicho, sus sueños y ambiciones..., y qué es lo que más influye en su ánimo en estos momentos... En una palabra, yo quisiera saber...
‑Pero, mamá ‑le interrumpió Dunia‑, ¿quién puede responder a ese torrente de preguntas?
‑¡Es verdad, Dios mío! ¡Es que estaba tan lejos de esperar encontrarlo así!
‑Sin embargo ‑dijo Rasumikhine‑, esos cambios son muy naturales. Yo no tengo madre, pero sí un tío que viene todos los años a verme. Y siempre me encuentra transformado, incluso físicamente... Bueno, lo importante es que han ocurrido muchas cosas durante los tres años que han estado ustedes sin ver a Rodion. Yo lo conozco desde hace año y medio. Ha sido siempre un hombre taciturno, sombrío y soberbio. Últimamente (o tal vez esto empezó antes de lo que suponemos) se ha convertido en un ser receloso y neurasténico. No es amigo de revelar sus sentimientos: prefiere mortificar a sus semejantes a mostrarse amable y expansivo con ellos. A veces se limita a aparecer frío e insensible, pero hasta tal extremo, que resulta inhumano. Es como si poseyese dos caracteres distintos y los fuera alternando. En ciertos momentos se muestra profundamente taciturno. Da la impresión de estar siempre atareado, lo que, de ser verdad, explicaría que todo el mundo le moleste, pero es lo cierto que está horas y horas acostado y sin hacer nada. No le gustan las ironías, y no porque carezca de mordacidad, sino porque sin duda le parece que no puede perder el tiempo en semejantes frivolidades. Lo que interesa a los demás, a él le es indiferente. Tiene una elevada opinión de sí mismo, a mi entender no sin razón... ¿Qué más...? ¡Ah, sí! Creo que la llegada de ustedes ejercerá sobre él una acción saludable.
‑¡Quiera Dios que sea así! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, consternada por las revelaciones de Rasumikhine acerca del carácter de su Rodia.
Al fin el joven osó mirar más francamente a Avdotia Romanovna. Mientras hablaba, le había dirigido miradas al soslayo, pero rápidas y furtivas. A veces, la joven permanecía sentada ante la mesa, escuchándolo atentamente; a veces, se levantaba y empezaba a dar sus acostumbrados paseos por la habitación, con los brazos cruzados, cerrada la boca, pensativa, haciendo de vez en cuando una pregunta, pero sin detenerse. También ella tenía la costumbre de no escuchar hasta el final a quien le hablaba. Llevaba un vestido sencillo y ligero, y en el cuello un pañuelo blanco. Rasumikhine dedujo de diversos detalles que tanto ella como su madre vivían en la mayor pobreza. Si Avdotia Romanovna hubiese ido ataviada como una reina, es muy probable que Rasumikhine no se hubiera sentido cohibido ante ella. Sin embargo, tal vez porque la veía tan modestamente vestida y se imaginaba su vida de privaciones, estaba atemorizado y vigilaba atentamente sus propios gestos y palabras, lo que aumentaba su timidez de hombre que desconfía de sí mismo.
‑Nos ha dado usted ‑dijo Avdotia Romanovna con una sonrisa‑ interesantes detalles acerca del carácter de mi hermano, y lo ha hecho con toda imparcialidad. Eso está muy bien; pero yo creía que usted lo admiraba... Sin duda, como usted supone, debe de haber alguna mujer en todo esto ‑añadió, pensativa.
‑Yo no he dicho tal cosa..., aunque tal vez tenga usted razón. Sin embargo...
‑¿Qué?
‑Que él no ama a nadie y tal vez no sienta amor jamás ‑afirmó Rasumikhine.
‑Es decir, que lo considera usted incapaz de amar.
‑¿Sabe usted, Avdotia Romanovna, que se parece extraordinariamente, e incluso me atrevería a decir que en todo, a su hermano? ‑dijo Rasumikhine sin pensarlo.
Pero en seguida se acordó del juicio que acababa de expresar sobre tal hermano, y enrojeció hasta las orejas. La joven no pudo menos de echarse a reír al advertirlo.
‑Es muy posible que estéis los dos equivocados en vuestro juicio sobre Rodia ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, un tanto ofendida‑. No hablo del presente, Dunetchka. Lo que Piotr Petrovitch nos dice en su carta y lo que tú y yo hemos sospechado acaso no sea verdad; pero usted, Dmitri Prokofitch, no puede imaginarse hasta qué extremo llega Rodia en sus fantasías y en sus caprichos... No he tenido con él un momento de tranquilidad, ni cuando era un chiquillo de quince años. Todavía le creo capaz de hacer algo que a nadie puede pasarle por la imaginación... Sin ir más lejos, hace año y medio me dio un disgusto de muerte con su decisión de casarse con la hija de su patrona, esa señora..., ¿cómo se llama...?, Zarnitzine.
‑¿Conoce usted los detalles de esa historia? ‑preguntó Avdotia Romanovna.
‑¿Cree usted ‑continuó con vehemencia Pulqueria Alejandrovna‑ que habrían podido detenerle mis lágrimas, mis súplicas, mi falta de salud, mi muerte, nuestra miseria, en fin? No, él habría pasado sobre todos los obstáculos con la mayor tranquilidad del mundo.
‑Él no me ha dicho ni una sola palabra sobre este asunto ‑dijo prudentemente Rasumikhine‑, pero yo he sabido algo por la viuda de Zarnitzine, la cual por cierto no es nada habladora. Y lo que esa señora me ha dicho es bastante extraño.
‑¿Qué le ha dicho? ‑preguntaron las dos mujeres a la vez.
‑¡Oh! Nada de particular. Lo que he sabido es que ese matrimonio, que estaba irrevocablemente decidido y que sólo la muerte de la prometida pudo impedir, no era del agrado de la señora Zarnitzine... Supe, además, que la novia era una mujer fea y enfermiza..., una joven extraña, aunque dotada de ciertas prendas. Sin duda, las debía de poseer, pues, de otro modo, no se habría comprendido que Rodia... Además, la muchacha no tenía dote... Sin embargo, él no se habría casado por interés... Es muy difícil formular un juicio.
‑Estoy segura de que esa joven tenía alguna cualidad ‑observó lacónicamente Avdotia Romanovna.
‑Que Dios me perdone, pero me alegré de su muerte, pues no sé para cuál de los dos habría sido más funesto ese matrimonio ‑dijo Pulqueria Alejandrovna.
Acto seguido, tímidamente, con visibles vacilaciones y dirigiendo furtivas miradas a Dunia, que no ocultaba su descontento, empezó a interrogar al joven sobre la escena que se había desarrollado el día anterior entre Rodia y Lujine. Este incidente parecía causarle profunda inquietud, e incluso verdadero terror.
Rasumikhine refirió detalladamente la disputa, añadiendo sus propios comentarios. Acusó sin rodeos a Raskolnikof de haber insultado a Piotr Petrovitch deliberadamente y no mencionó el detalle de que la enfermedad que padecía su amigo podía disculpar su conducta.
‑Había planeado todo esto antes de su enfermedad ‑‑concluyó.
‑Yo pienso como usted ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, desesperada.
Pero, al mismo tiempo, estaba profundamente sorprendida al ver que aquella mañana Rasumikhine hablaba de Piotr Petrovitch con la mayor moderación e incluso con cierto respeto. Avdotia Romanovna parecía no menos asombrada por este hecho. Pulqueria Alejandrovna no pudo contenerse.
‑Así, ¿es ésa su opinión sobre Piotr Petrovitch?
‑No puedo tener otra del futuro esposo de su hija ‑respondió Rasumikhine con calurosa firmeza‑. Y no lo digo por pura cortesía sino porque... porque la mejor recomendación para ese hombre es que Avdotia Romanovna lo haya elegido por esposo... Si ayer llegué a injuriarle fue porque estaba ignominiosamente embriagado... y como loco; sí, como loco, completamente fuera de mí... Y hoy me siento profundamente avergonzado.
Enrojeció y se detuvo. Avdotia Romanovna se ruborizó también, pero no dijo nada. No había pronunciado una sola palabra desde que había empezado a oír hablar de Lujine.
Pero Pulqueria Alejandrovna se sentía un tanto desconcertada al faltarle la ayuda de su hija. Finalmente, manifestó, vacilando y dirigiendo continuas miradas a la joven, que había ocurrido algo que la trastornaba profundamente.
‑Verá usted, Dmitri Prokofitch ‑comenzó a decir. Pero se detuvo y preguntó a su hija‑: Debo hablar con toda franqueza a Dmitri Prokofitch, ¿verdad, Dunetchka?
‑Desde luego, mamá ‑respondió sin vacilar Avdotia Romanovna.
‑Pues es el caso... ‑continuó inmediatamente Pulqueria Alejandrovna, como si le hubiesen quitado una montaña de encima al autorizarla a participar su dolor‑. En las primeras horas de esta mañana hemos recibido un carta de Piotr Petrovitch, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer anunciándole nuestra llegada. Él nos había prometido acudir a la estación a recibirnos, pero no le fue posible y nos envió a una especie de criado que nos condujo aquí. Este hombre nos dijo que Piotr Petrovitch vendría a vernos esta mañana. Pero, en vez de venir, nos ha enviado esta carta... Lo mejor será que la lea usted. Hay en ella un punto que me preocupa especialmente. Usted mismo verá de qué punto se trata, Dmitri Prokofitch, y me dará su sincera opinión. Usted conoce mejor que nosotros el carácter de Rodia y podrá aconsejarnos. Le advierto que Dunetchka tomó una decisión inmediatamente, pero yo no sé todavía qué hacer. Por eso le estaba esperando.
Rasumikhine desdobló la carta. Vio que estaba fechada el día anterior y leyó lo siguiente:

«Señora: deseo informarle de que razones imprevistas me han impedido ir a recibirlas a la estación. Ésta es la razón de que les enviara en mi lugar a un hombre que por su desenvoltura, me pareció indicado para el caso. Los asuntos que exigen mi presencia en el Senado me privarán igualmente del honor de visitarlas mañana por la mañana. Por otra parte, no quiero poner ninguna traba a la entrevista que habrán de celebrar, usted con su hijo, y Avdotia Romanovna con su hermano. Por lo tanto, no tendré el honor de visitarlas hasta mañana, a las ocho en punto de la noche, y les ruego encarecidamente que me eviten encontrarme con Rodion Romanovitch, que me insultó del modo más grosero cuando ayer, al saber que estaba enfermo, fui a visitarle. Esto aparte, es indispensable que hable con usted, con toda seriedad, de cierto punto sobre el que deseo conocer su opinión. Me permito advertirla de que si, a pesar de mi ruego, encuentro a Rodion Romanovitch al lado de ustedes, me veré obligado a marcharme inmediatamente y que en este caso la responsabilidad será exclusivamente de usted. Si le digo esto es porque sé positivamente que Rodion Romanovitch está en disposición de salir a la calle y, por lo tanto, puede ir a casa de ustedes. Sí, sé que su hijo, que tan enfermo parecía cuando le visité, dos horas después recobró repentinamente la salud. Y puedo asegurarlo porque lo vi con mis propios ojos en casa de un borracho que acababa de ser atropellado por un coche y que murió poco después. Por cierto que Rodion Romanovitch entregó veinticinco rublos "para el entierro" a la hija del difunto, joven cuya mala conducta es del dominio público. Esto me sorprendió sobremanera, pues no ignoro lo mucho que le ha costado a usted conseguir ese dinero.
»Le ruego que salude en mi nombre, con toda devoción, a Avdotia Romanovna y que acepte el respeto más sincero de su fiel servidor.

»LUJINE.»

‑¿Qué debo hacer, Dmitri Prokofitch?‑exclamó Pulqueria Alejandrovna casi con lágrimas en los ojos‑ ¿Cómo voy a decir a Rodia que no venga? Él nos pidió insistentemente que rompiéramos con Piotr Petrovitch, y he aquí ahora que Piotr Petrovitch me prohíbe que vea a mi hijo... Pero si yo le digo a Rodia esto, él es capaz de venir ex profeso. ¿Y qué ocurrirá entonces?
‑Haga usted lo que Avdotia Romanovna juzgue más conveniente ‑repuso Rasumikhine en el acto y sin la menor vacilación.
‑¡Dios mío! ‑exclamó la madre. ¡Cualquiera sabe lo que ella opina! Dice lo que hay que hacer, pero sin explicar el motivo. Su parecer es que conviene..., no que conviene, sino que es indispensable... que Rodia venga a las ocho y se encuentre con Piotr Petrovitch... Mi intención era no decirle nada de esta carta y procurar, con la ayuda de usted, evitar que viniese... ¡Se irrita tan fácilmente...! En lo referente a ese alcohólico que ha muerto, no sé de quién se trata, y tampoco quién es esa hija a la que Rodia ha entregado un dinero que...
‑Que has logrado a costa de tantos sacrificios ‑terminó Avdotia Romanovna.
‑Ayer su estado no era normal ‑dijo Rasumikhine, pensativo‑. Sería interesante saber lo que hizo ayer en la taberna... En efecto, me habló de un muerto y de una joven, cuando le acompañaba a su casa; pero no comprendí ni una palabra. Ayer también estaba yo...
‑Lo mejor, mamá, será que vayamos ahora mismo a casa de Rodia. Allí veremos lo que conviene hacer. Además, ya es Zora de que nos marchemos. ¡Más de las diez! ‑exclamó la joven después de echar una ojeada al precioso reloj de oro guarnecido de esmaltes que pendía de su cuello, prendido a una fina cadena de estilo veneciano. Esta joya contrastaba singularmente con el resto de su atavío. «Un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine.
‑Sí, Dunetchka, ya es hora ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, aturdida e inquieta‑; ya es hora de que nos vayamos. Al ver que no llegamos, podría creer que estamos disgustadas con él por la escena de anoche. ¡Dios mío, Dios mío...!
Mientras hablaba se ponía apresuradamente el sombrero y la mantilla. Dunetchka se compuso también. Sus guantes estaban no solamente desgastados, sino agujereados, como pudo ver Rasumikhine. Sin embargo, esta evidente pobreza daba a las dos damas un aire de especial dignidad, como es corriente en las personas que saben llevar vestidos humildes. Rasumikhine contemplaba a Avdotia Romanovna con veneración y se sentía orgulloso ante la idea de acompañarla. Y pensaba que la reina que se arreglaba las medias en la prisión debía de tener más majestad en ese momento que cuando aparecía en espléndidas fiestas y magníficos desfiles.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. Nunca me habría imaginado que pudiera causarme temor una entrevista con mi hijo, con mi querido Rodia. Pues la temo, Dmitri Prokofitch ‑añadió, dirigiendo al joven una tímida mirada.
‑No debes inquietarte, mamá ‑dijo Dunia, abrazándola‑. Ten confianza en él como la tengo yo.
‑Confianza en él no me falta, hija ‑dijo la pobre mujer‑. Pero no he dormido en toda la noche.
Salieron de la casa.
‑¿Sabes lo que me ha pasado, Dunetchka? Que esta mañana, cuando empezaba, al fin, a quedarme dormida, la difunta Marfa Petrovna se me ha aparecido en sueños. Iba vestida de blanco. Se ha acercado a mí, me ha cogido de la mano y ha sacudido la cabeza con aire severo, como censurándome... ¿No te parece que esto es un mal presagio? ¡Dios mío! ¡Dios mío...! Oiga, Dmitri Prokofitch: ¿sabía usted que Marfa Petrovna murió?
‑¿Marfa Petrovna? No sé quién es.
‑Pues sí, murió de repente. Y figúrese que...
‑‑¡Pero, mamá; si te ha dicho que no sabe quién es!
‑¿De modo que no lo sabe? ¡Y yo que creía que estaba al corriente de todo! Perdóneme, Dmitri Prokofitch. Ando trastornada estos días. Le considero a usted como nuestra Providencia; por eso le creía informado de todo lo que nos concierne. Usted es para mí como una persona de la familia... No se enfade si le digo algo que no le guste... ¡Santo Dios! ¿Qué tiene usted en la mano derecha? ¡Está herido!
‑Sí ‑gruñó Rasumikhine en un tono de íntima satisfacción.
‑Soy tan expansiva a veces, que Dunia ha de frenarme. Pero, ¡Dios mío, en qué tabuco vive! ¿Se habrá despertado ya? Y esa mujer, su patrona, llama habitación a semejante tugurio... Oiga: ¿dice usted que no le gusta que le hablen demasiado? Entonces, tal vez le moleste yo, que... ¿Quiere darme algunos consejos, Dmitri Prokofitch? ¿Cómo debo comportarme con él? Ya ve usted que estoy completamente desorientada.
‑No le haga demasiadas preguntas si lo ve usted triste. Y, sobre todo, no le hable de su salud: esto le molesta.
‑¡Ah, Dmitri Prokofitch; qué duro es a veces ser madre! Ya entramos en la escalera... ¡Qué cosa tan horrible!
‑Mamá, estás pálida. Cálmate ‑le dijo Dunia, acariciándola‑. Te atormentas en balde, pues para él será una gran alegría volverte a ver ‑añadió con ojos resplandecientes.
‑Iré yo delante ‑dijo Rasumikhine‑, para asegurarme de que está despierto.
Las dos damas subieron lentamente detrás de Rasumikhine. Cuando llegaron al cuarto piso advirtieron que la puerta del departamento de la patrona estaba entreabierta y que a través de la abertura, desde la sombra, las miraban dos ojos negros. Cuando estos ojos se encontraron con los de ellas, la puerta se cerró tan ruidosamente, que Pulqueria Alejandrovna estuvo a punto de lanzar un grito de terror.
III

Está mejor ‑les dijo Zosimof apenas las vio entrar. Zosimof estaba allí desde hacía diez minutos, sentado en el mismo ángulo del diván que ocupaba la víspera. Raskolnikof estaba sentado en el ángulo opuesto. Se hallaba completamente vestido, e incluso se había lavado y peinado, cosa que no había hecho desde hacía mucho tiempo.
El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes. Pero esto no impidió a Nastasia deslizarse tras ellos para escuchar.
Raskolnikof tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero estaba muy pálido y su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento. Su aspecto recordaba el de un herido o el de un hombre que acabara de experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas; los labios, contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la fuerza, y sus gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril. Sólo le faltaba un vendaje para parecer enteramente un herido.
Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar la madre y la hermana. Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó el dolor. Zosimof, que examinaba a su paciente con un interés de médico joven, observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el semblante del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicismo resignado. Raskolnikof daba la impresión de estar haciendo acopio de energías para soportar durante una o dos horas una tortura que no podía eludir. Cada palabra de la conversación que sostuvo seguidamente pareció ahondar una herida abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una sangre fría que asombró a Zosimof: el loco furioso de la víspera era dueño de sí mismo hasta el punto de poder disimular sus sentimientos.
‑Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado ‑lijo Raskolnikof, abrazando cariñosamente a su madre y a su hermana, lo que llenó de alegría a Pulqueria Alejandrovna‑. Y no digo esto como te dije ayer ‑añadió, dirigiéndose a Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.
‑Estoy incluso asombrado ‑dijo Zosimof alegremente, pues, en sus diez minutos de charla con el enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su lucidez‑. Si la cosa continúa así, dentro de tres o cuatro días estará curado por completo y habrá vuelto a su estado normal de un mes atrás..., o tal vez de dos o tres, pues hace mucho tiempo que llevaba la enfermedad en incubación... ¿No es así? Confiéselo. Y confiese también que tenía algún motivo para estar enfermo ‑añadió con una prudente sonrisa, como si temiera irritarlo.
‑Es posible ‑respondió fríamente Raskolnikof.
‑Digo esto ‑continuó Zosimof, cuya animación iba en aumento‑ porque su curación depende en gran parte de usted. Ahora que podemos hablar, desearía hacerle comprender que es indispensable que expulse usted, por decirlo así, las causas principales del mal. Sólo procediendo de este modo podrá usted curarse; en el caso contrario, las cosas irán de mal en peor. Cuáles son esas causas, lo ignoro; pero usted debe conocerlas. Usted es un hombre inteligente y puede observarse a sí mismo. Me parece que el principio de su enfermedad coincide con el término de sus actividades universitarias. Usted no es de los que pueden vivir sin ocupación: usted necesita trabajar, tener un objetivo y perseguirlo tenazmente.
‑Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y entonces todo irá como sobre ruedas.
Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna.
‑¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? ‑exclamó Raskolnikof, visiblemente agitado‑. Entonces, no habréis dormido, no habréis descansado después del viaje...
‑Eso no, Rodia: sólo estuvimos levantadas hasta las dos. Cuando estamos en casa, Dunia y yo no nos acostamos nunca más temprano.
‑Yo tampoco sé cómo darle las gracias ‑dijo Raskolnikof a Zosimof, con semblante sombrío y bajando la cabeza‑. Dejando aparte la cuestión de los honorarios, y perdone que aluda a este punto, no sé a qué debo ese especial interés que usted me demuestra. Francamente, no lo comprendo, y por eso..., por eso su bondad me abruma. Ya ve que le hablo con toda sinceridad.
‑No se preocupe usted ‑repuso Zosimof sonriendo afectuosamente‑. Imagínese que es mi primer paciente. Los médicos que empiezan sienten por sus primeros enfermos tanto afecto como si fuesen sus propios hijos. Algunos incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.
‑Y no hablemos de ése ‑dijo Raskolnikof, señalando a Rasumikhine‑. No ha recibido de mí sino insultos y molestias, y...
‑¡Qué tonterías dices! ‑exclamó Rasumikhine‑. Por lo visto, hoy te has levantado sentimental.
Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba sentimental, sino todo lo contrario. Avdotia Romanovna, en cambio, se dio perfecta cuenta de ello. La joven observaba a su hermano con ávida atención.
‑De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar ‑continuó
Raskolnikof en el tono del que recita una lección aprendida aquella mañana‑. Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante tu espera en esta habitación.
Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin desplegar los labios. Esta vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y sincero.
Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la estrechó tiernamente. Era la primera demostración de afecto que recibía de él después de la querella de la noche anterior. El semblante de la madre se iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.
‑Ésta es la razón de que le aprecie tanto ‑exclamó Rasumikhine con su inclinación a exagerar las cosas‑. ¡Tiene unos gestos...!
«Posee un arte especial para hacer bien las cosas ‑pensó la madre‑. Y ¡cuán nobles son sus impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al incidente de ayer con su hermana! Le ha bastado tenderle la mano mientras le miraba afectuosamente... ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro es hermoso. Incluso más que el de Dunetchka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente vestido va! Vaska, el empleado de Atanasio Ivanovitch, viste mejor que él... ¡Ah, qué a gusto me arrojaría sobre él, lo abrazaría... y lloraría! Pero me da miedo..., sí, miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como habla, y yo me siento sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?»
‑¡Ah, Rodia! ‑dijo, respondiendo a las palabras de su hijo‑ No te puedes imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y la felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo. Figúrate que vinimos aquí a toda prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer... ¡Ah, mira, aquí está! Buenos días, Nastasia... Pues bien, Nastasia nos contó que tú estabas en cama, con alta fiebre; que acababas de marcharte, inconsciente, delirando, y que habían salido en tu busca. Ya puedes imaginarte nuestra angustia. Yo me acordé de la trágica muerte del teniente Potantchikof, un amigo de tu padre al que tú no has conocido. Huyó como tú, en un acceso de fiebre, y cayó en el pozo del patio. No se le pudo sacar hasta el día siguiente. El peligro que corrías se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad. Estuvimos a punto de ir en busca de Piotr Petrovitch para pedirle ayuda..., pues estábamos solas, completamente solas ‑terminó con acento quejumbroso.
Se había detenido ante la idea de que todavía era peligroso hablar de Piotr Petrovitch, aunque todo estuviera ya arreglado felizmente.
‑Sí, todo eso es muy enojoso ‑dijo Raskolnikof en un tono tan distraído e indiferente, que Dunetchka le miró sorprendida‑. ¿Qué otra cosa quería deciros? ‑continuó, esforzándose por recordar‑. ¡Ah, si! No creas, mamá, ni tú, Dunetchka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras.
‑¡Qué ocurrencia, Rodia! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, asombrada.
«Nos habla como por pura cortesía ‑pensó Dunetchka‑. Hace las paces y presenta sus excusas como si cumpliera una simple formalidad o dijese una lección aprendida de memoria.»
‑Acabo de levantarme y me preparaba para ir a veros, pero el estado de mi traje me lo ha impedido. Ayer me olvidé de decir a Nastasia que limpiara las manchas de sangre, y ahora mismo acabo de vestirme.
‑¿Manchas de sangre? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
‑No tiene importancia, mamá; no te alarmes. Ayer, cuando salí de aquí delirando, me encontré de pronto ante un hombre que acababa de ser víctima de un atropello... Un funcionario. Por eso mis ropas estaban manchadas de sangre.
‑¿Cuando estabas delirando? ‑dijo Rasumikhine‑. Pues te acuerdas de todo.
‑Es cierto ‑convino Raskolnikof, presa de una singular preocupación‑. Me acuerdo de todo, y con los detalles más insignificantes. Sin embargo, no consigo explicarme por qué fui allí, ni por qué obré y hablé como lo hice.
‑El fenómeno es conocido ‑observó Zosimof‑. El acto se cumple a veces con una destreza y una habilidad extraordinarias, pero el principio que lo motiva adolece de cierta alteración y depende de diversas impresiones morbosas. Es algo así como un sueño.
«Al fin y al cabo, debo felicitarme de que me tomen por loco, pensó Raskolnikof.
‑Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso ‑observó Dunetchka, mirando a Zosimof con inquietud.
‑La observación es muy justa ‑respondió el médico‑. En este aspecto, todos solemos parecernos a los alienados. La única diferencia es que los verdaderos enfermos están un poco más enfermos que nosotros. Sólo sobre esta base podemos establecer distinciones. Hombres perfectamente sanos, perfectamente equilibrados, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que casi no existen: no se podría encontrar más de uno entre centenares de miles de individuos, e incluso este uno resultaría un modelo bastante imperfecto.
La palabra «alienado», lanzada imprudentemente por Zosimof en el calor de sus comentarios sobre su tema favorito, recorrió como una ráfaga glacial toda la estancia. Raskolnikof se mostraba absorto y distraído. En sus pálidos labios había una sonrisa extraña. Al parecer, seguía reflexionando sobre aquel punto que le tenía perplejo.
‑Bueno, pero ¿ese hombre atropellado? ‑se apresuró a decir Rasumikhine‑. Te he interrumpido cuando estabas hablando de él.
Raskolnikof se sobresaltó, como si lo despertasen repentinamente de un sueño.
‑¿Cómo...? ¡Ah, sí! Me manché de sangre al ayudar a transportarlo a su casa... A propósito, mamá: cometí un acto imperdonable. Estaba loco, sencillamente. Todo el dinero que me enviaste lo di a la viuda para el entierro. Está enferma del pecho... Una verdadera desgracia... Tres huérfanos de corta edad... Hambrientos... No hay nada en la casa... Ha dejado otra hija... Yo creo que también tú les habrías dado el dinero si hubieses visto el cuadro... Reconozco que yo no tenía ningún derecho a obrar así, y menos sabiendo los sacrificios que has tenido que hacer para enviarme ese dinero. Está bien que se socorra a la gente. Pero hay que tener derecho a hacerlo. De lo contrario, Crevez chiens, si vous n'étes pas contents.
Lanzó una carcajada.
‑¿Verdad, Dunia?
‑No ‑repuso enérgicamente la joven.
‑¡Bah! También tú estás llena de buenas intenciones ‑murmuró con sonrisa burlona y acento casi rencoroso‑. Debí comprenderlo... Desde luego, eso es hermoso y tiene más valor... Si llegas a un punto que no te atreves a franquear, serás desgraciada, y si lo franqueas, tal vez más desgraciada todavía. Pero todo esto es pura palabrería ‑añadió, lamentando no haber sabido contenerse‑. Yo sólo quería disculparme ante ti, mamá ‑terminó con voz entrecortada y tono tajante.
‑No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien hecho ‑repuso la madre alegremente.
‑No estés tan segura ‑repuso él, esbozando una sonrisa.
Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón concedido y la reconciliación, se había desarrollado en una atmósfera no desprovista de violencia, y todos se habían dado cuenta de ello.
«Se diría que me temen», pensó Raskolnikof mirando furtivamente a su madre y a su hermana.
Efectivamente, Pulqueria Alejandrovna parecía sentirse más y más atemorizada a medida que se prolongaba el silencio.
«¡Tanto como creía amarlas desde lejos!», pensó Raskolnikof repentinamente.
‑¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodia? ‑preguntó de pronto Pulqueria Alejandrovna.
‑¿Qué Marfa Petrovna?
‑¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigailova. ¡Tanto como te he hablado de ella en mis cartas!
¡Ah, sí! Ahora me acuerdo ‑dijo como si despertara de un sueño‑. ¿De modo que ha muerto? ¿Cómo?
Esta muestra de curiosidad alentó a Pulqueria Alejandrovna, que respondió vivamente:
‑Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te envié mi última carta. Su marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable. Dicen que le dio una tremenda paliza.
‑¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos? ‑preguntó Raskolnikof dirigiéndose a su hermana.
‑No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En algunos casos era hasta demasiado indulgente. Así vivieron durante siete años. Hasta que un día, de pronto, perdió la paciencia.
‑O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido comportarse con tanta prudencia durante siete años. Me parece, Dunetchka, que tú piensas así y lo disculpas.
‑¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginarme nada más horrible ‑repuso la joven con un ligero estremecimiento.
Luego frunció las cejas y quedó absorta.
‑La escena tuvo lugar por la mañana ‑prosiguió precipitadamente Pulqueria Alejandrovna‑. Después, Marfa Petrovna ordenó que le preparasen el coche, a fin de trasladarse a la ciudad después de comer, como hacía siempre en estos casos. Dicen que comió con excelente apetito.
‑¿A pesar de los golpes?
‑Ya se iba acostumbrando... Apenas terminó de comer, fue a bañarse; así se podría marchar en seguida... Seguía un tratamiento hidroterápico. En la finca hay un manantial de agua fría y ella se bañaba en él todos los días con regularidad. Apenas entró en el agua, sufrió un ataque de apoplejía.
‑No es nada extraño ‑observó Zosimof.
‑¿Y dices que la paliza había sido brutal?
‑Eso no influyó ‑dijo Dunia.
Raskolnikof exclamó, súbitamente irritado:
‑No sé, mamá, por qué nos has contado todas esas tonterías.
‑Es que no sabía de qué hablar, hijo mío ‑se le escapó decir a Pulqueria Alejandrovna.
‑¿Es posible que todos me temáis? ‑dijo Raskolnikof, esbozando una sonrisa.
‑Sí, te tememos ‑respondió Dunia con expresión severa y mirándole fijamente a los ojos‑. Mamá incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera.
El semblante de Raskolnikof se alteró profundamente: parecía reflejar una agitación convulsiva.
Pulqueria Alejandrovna intervino, visiblemente aturdida:
‑Pero ¿qué dices, Dunia? No te enfades, Rodia, te lo suplico... Bien es verdad que, desde que partimos, no cesé de pensar en la dicha de volver a verte y charlar contigo... Tan feliz me sentía con este pensamiento, que el largo viaje me pareció corto... Pero ¿qué digo? Ahora me siento verdaderamente feliz... Te equivocas, Dunia... Y mi alegría se debe a que te vuelvo a ver, Rodia.
‑Basta, mamá ‑dijo él, molesto por tanta locuacidad, estrechando las manos de su madre, pero sin mirarla‑. Ya habrá tiempo de charlar y comunicarnos nuestra alegría.
Pero al pronunciar estas palabras se turbó y palideció. Se sentía invadido por un frío de muerte al evocar cierta reciente impresión. De nuevo tuvo que confesarse que había dicho una gran mentira, pues sabía muy bien que no solamente no volvería a hablar a su madre ni a su hermana con el corazón en la mano, sino que ya no pronunciaría jamás una sola palabra espontánea ante nadie. La impresión que le produjo esta idea fue tan violenta, que casi perdió la conciencia de las cosas momentáneamente, y se levantó y se dirigió a la puerta sin mirar a nadie.
‑Pero ¿qué te pasa?‑le dijo Rasumikhine cogiéndole del brazo.
Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación. Todos le contemplaban con un gesto de estupor.
‑Pero ¿qué os pasa que estáis tan fúnebres? ‑exclamó de súbito‑. ¡Decid algo! ¿Vamos a estar mucho tiempo así? ¡Ea, hablad! ¡Charlemos todos! No nos hemos reunido para estar mudos. ¡Vamos, hablemos!
‑¡Bendito sea Dios! ¡Y yo que creía que no se repetiría el arrebato de ayer! ‑dijo Pulqueria Alejandrovna santiguándose.
‑¿Qué te ha pasado, Rodia? ‑preguntó Avdotia Romanovna con un gesto de desconfianza.
‑Nada ‑respondió el joven‑: que me he acordado de una tontería.
Y se echó a reír.
‑Si es una tontería, lo celebro ‑dijo Zosimof levantándose‑. Pues hasta a mí me ha parecido... Bueno, me tengo que marchar. Vendré más tarde... Supongo que le encontraré aquí.
Saludó y se fue.
‑Es un hombre excelente ‑dijo Pulqueria Alejandrovna.
‑Sí, un hombre excelente, instruido, perfecto ‑exclamó Raskolnikof precipitadamente y animándose de súbito‑. No recuerdo dónde lo vi antes de mi enfermedad, pero sin duda lo vi en alguna parte... Y ahí tenéis otro hombre excelente ‑añadió señalando a Rasumikhine‑. ¿Te ha sido simpático, Dunia? ‑preguntó de pronto. Y se echó a reír sin razón alguna.
‑Mucho ‑respondió Dunia.
‑¡No seas imbécil! ‑exclamó Rasumikhine poniéndose colorado y levantándose.
Pulqueria Alejandrovna sonrió y Raskolnikof soltó la carcajada.
‑Pero ¿adónde vas?
‑Tengo que hacer.
‑Tú no tienes nada que hacer. De modo que te has de quedar. Tú te quieres marchar porque se ha ido Zosimof. Quédate... ¿Qué hora es, a todo esto? ¡Qué preciosidad de reloj, Dunia! ¿Queréis decirme por qué seguís tan callados? El único que habla aquí soy yo.
‑Es un regalo de Marfa Petrovna‑‑dijo Dunia.
‑Un regalo de alto precio ‑añadió Pulqueria Alejandrovna.
‑Pero es demasiado grande. Parece un reloj de hombre.
‑Me gusta así.
«No es un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine, alborozado.
‑Yo creía que era un regalo de Lujine ‑dijo Raskolnikof. ‑No, Lujine todavía no le ha regalado nada.
‑¡Ah!, ¿no...? ¿Te acuerdas, mamá, de que estuve enamorado y quería casarme? ‑preguntó de pronto, mirando a su madre, que se quedó asombrada ante el giro imprevisto que Rodia había dado a la conversación, y también ante el tono que había empleado.
‑Sí, me acuerdo perfectamente.
Y cambió una mirada con Dunia y otra con Rasumikhine.
‑¡Bah! Hablando sinceramente, ya lo he olvidado todo. Era una muchacha enfermiza ‑añadió, pensativo y bajando la cabeza‑ y, además, muy pobre. También era muy piadosa: soñaba con la vida conventual. Un día, incluso se echó a llorar al hablarme de esto... Sí, sí; lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente... Era fea... En realidad, no sé qué atractivo veía en ella... Yo creo que si hubiese sido jorobada o coja, la habría querido todavía más.
Quedó pensativo, sonriendo, y terminó:
‑Aquello no tuvo importancia: fue una locura pasajera...
‑No, no fue simplemente una locura pasajera ‑dijo Dunetchka, convencida.
Raskolnikof miró a su hermana atentamente, como si no hubiese comprendido sus palabras. Acaso ni siquiera las había oído. Luego se levantó, todavía absorto, fue a abrazar a su madre y volvió a su sitio.
‑¿La amas aún? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, enternecida.
‑¿A ella? ¿Ahora...? Sí... Pero... No, no. Me parece que todo eso pasó en otro mundo... ¡Hace ya tanto tiempo que ocurrió...! Por otra parte, la misma impresión me produce todo cuanto me rodea.
Y los miró a todos atentamente.
‑Vosotros sois un ejemplo: me parece estar viéndoos a una distancia de mil verstas... Pero ¿para qué diablos hablamos de estas cosas...? ¿Y por qué me interrogáis? ‑exclamó, irritado.
Después empezó a roerse las uñas y volvió a abismarse en sus pensamientos.
‑¡Qué habitación tan mísera tienes, Rodia! Parece una tumba ‑dijo de súbito Pulqueria Alejandrovna para romper el penoso silencio‑. Estoy segura de que este cuartucho tiene por lo menos la mitad de culpa de tu neurastenia.
‑¿Esta habitación? ‑dijo Raskolnikof, distraído‑. Sí, ha contribuido mucho. He reflexionado en ello... Pero ¡qué idea tan extraña acabas de tener, mamá! ‑añadió con una singular sonrisa.
Se daba cuenta de que aquella compañía, aquella madre y aquella hermana a las que volvía a ver después de tres años de separación, y aquel tono familiar, íntimo, de la conversación que mantenían, cuando su deseo era no pronunciar una sola palabra, estaban a punto de serle por completo insoportables.
Sin embargo, había un asunto cuya discusión no admitía dilaciones. Así acababa de decidirlo, levantándose. De un modo o de otro, debía quedar resuelto inmediatamente. Y experimentó cierta satisfacción al hallar un modo de salir de la violenta situación en que se encontraba.
‑Tengo algo que decirte, Dunia ‑manifestó secamente y con grave semblante‑. Te ruego que me excuses por la escena de ayer, pero considero un deber recordarte que mantengo los términos de mi dilema: Lujine o yo. Yo puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Con un miserable hay suficiente. De modo que si te casas con Lujine, dejaré de considerarte hermana mía.
‑¡Pero Rodia! ¿Otra vez. Las ideas de anoche? ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. ¿Por qué lo crees infame? No puedo soportarlo. Lo mismo dijiste ayer.
‑Óyeme, Rodia ‑repuso Dunetchka firmemente y en un tono tan seco como el de su hermano‑, la discrepancia que nos separa procede de un error tuyo. He reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. La causa de todo es que tú supones que yo me sacrifico por alguien. Ésa es tu equivocación. Yo me caso por mí, porque la vida me parece demasiado difícil. Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi determinación.
«Miente ‑se dijo Raskolnikof, mordiéndose los labios en un arranque de rabia‑. ¡La muy orgullosa...! No quiere confesar su propósito de ser mi bienhechora. ¡Qué caracteres tan viles! Su amor se parece al odio. ¡Cómo los detesto a todos!»
‑En una palabra ‑continuó Dunia‑, me caso con Piotr Petrovitch porque de dos males he escogido el menor. Tengo la intención de cumplir lealmente todo lo que él espera de mí; por lo tanto, no te engaño. ¿Por qué sonríes?
Dunia enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.
‑¿Dices que lo cumplirás todo? ‑preguntó Raskolnikof con aviesa sonrisa.
‑Hasta cierto punto, Piotr Petrovitch ha pedido mi mano de un modo que me ha revelado claramente lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta opinión de sí mismo, acaso demasiado alta; pero confío en que sabrá apreciarme a mí igualmente... ¿Por qué vuelves a reírte?
‑¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunia; mientes por obstinación femenina, para que no pueda parecer que te has dejado convencer por mí... Tú no puedes estimar a Lujine. Lo he visto, he hablado con él. Por lo tanto, te casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu decisión es una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.
‑¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! ‑exclamó Dunetchka, perdiendo por completo la calma‑. No me casaría con él si no estuviera convencida de que me aprecia; no me casaría sin estar segura de que es digno de mi estimación. Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto, hoy mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices... Por otra parte, si tuvieses razón, si yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo puedes exigir de mí un heroísmo del que tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía. Si yo causo la pérdida de alguien, no será sino de mí misma... Todavía no he matado a nadie... ¿Por qué me miras de ese modo...? ¡Estás pálido...! ¿Qué te pasa, Rodia...? ¡Rodia, querido Rodia!
‑¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
‑No, no..., no ha sido nada... Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me he desmayado... No piensas más que en eso... ¿Qué es lo que yo quería decir...? ¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy mismo de que él te aprecia y es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has dicho...? ¿O acaso he entendido mal?
‑Mamá, da a leer a Rodia la carta de Piotr Petrovitch ‑dijo Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna le entregó la carta con mano temblorosa. Raskolnikof se apoderó de ella con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de abrirla dirigió a su hermana una mirada de estupor y dijo lentamente, como obedeciendo a una idea que le hubiera asaltado de súbito:
‑No sé por qué me ha de preocupar este asunto... Cásate con quien quieras.
Parecía hablar consigo mismo, pero había levantado la voz y miraba a su hermana con un gesto de preocupación. Al fin, y sin que su semblante perdiera su expresión de estupor, desplegó la carta y la leyó dos veces atentamente. Pulqueria Alejandrovna estaba profundamente inquieta y todos esperaban algo parecido a una explosión.
‑No comprendo absolutamente nada ‑dijo Rodia, pensativo, devolviendo la carta a su madre y sin dirigirse a nadie en particular‑. Sabe pleitear, como es propio de un abogado, y cuando habla te hace bastante bien. Pero escribiendo es un iletrado, un ignorante.
Sus palabras causaron general estupefacción. No era éste, ni mucho menos, el comentario que se esperaba.
‑Todos los hombres de su profesión escriben así ‑dijo Rasumikhine con voz alterada por la emoción.
‑¿Es que has leído la carta?
‑Sí.
‑Tenemos buenos informes de él, Rodia ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, inquieta y confusa‑. Nos los han dado personas respetables.
‑Es el lenguaje de los leguleyos ‑dijo Rasumikhine‑. Todos los documentos judiciales están escritos en ese estilo.
‑Dices bien: es el estilo de los hombres de leyes, y también de los hombres de negocios. No es un estilo de persona iletrada, pero tampoco demasiado literario... En una palabra, es un estilo propio de los negocios.
‑Piotr Petrovitch no oculta su falta de estudios ‑dijo Avdotia Romanovna, herida por el tono en que hablaba su hermano‑. Es más: se enorgullece de deberlo todo a sí mismo.
‑Desde luego, tiene motivos para estar orgulloso; no digo lo contrario. Al parecer, te ha molestado que esa carta me haya inspirado solamente una observación poco seria, y crees que persisto en esta actitud sólo para mortificarte. Por el contrario, en relación con este estilo he tenido una idea que me parece de cierta importancia para el caso presente. Me refiero a la frase con que Piotr Petrovitch advierte a nuestra madre que la responsabilidad será exclusivamente suya si desatiende su ruego. Estas palabras, en extremo significativas, contienen una amenaza. Lujine ha decidido marcharse si estoy yo presente. Esto quiere decir que, si no le obedecéis, está dispuesto a abandonaros a las dos después de haceros venir a Petersburgo. ¿Qué dices a esto? Estas palabras de Lujine ¿te ofenden como si vinieran de Rasumikhine, Zosimof o, en fin, de cualquiera de nosotros?
‑No ‑repuso Dunetchka vivamente‑, porque comprendo que se ha expresado con ingenuidad casi infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. Tu observación es muy aguda, Rodia. Te confieso que ni siquiera la esperaba.
‑Teniendo en cuenta que es un hombre de leyes, se comprende que no haya sabido decirlo de otro modo y haya demostrado una grosería que estaba lejos de su ánimo. Sin embargo, me veo obligado a desengañarte. Hay en esa carta otra frase que es una calumnia contra mí, y una calumnia de las más viles. Yo entregué ayer el dinero a esa viuda tísica y desesperada, no «con el pretexto de pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no a la hija, «cuya mala conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por primera vez en mi vida), sino a la viuda en persona. En todo esto yo no veo sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con vosotras. Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela claramente el fin perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre inteligente, pero no basta ser inteligente para conducirse con prudencia... La verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y conste que lo digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.
Dunetchka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la noche.
‑¿Qué piensas hacer, Rodia? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, inquieta ante el tono reposado y grave que había adoptado su hijo.
‑¿A qué te refieres?
‑Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta noche, y que se marchará si... si lo encuentra allí. ¿Qué harás, Rodia: vendrás o no?
‑Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece insultante. Sobre todo, es Dunia la que habrá de decidir si se siente o no ofendida. Yo ‑terminó secamente‑ haré lo que vosotras me digáis.
‑Dunetchka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer ‑respondió al punto Pulqueria Alejandrovna.
‑Lo que he decidido, Rodia, es rogarte encarecidamente que asistas a la entrevista de esta noche ‑dijo Dunia‑. ¿Vendrás?
‑Iré.
‑También a usted le ruego que venga ‑añadió Dunetchka dirigiéndose a Rasumikhine‑. ¿Has oído, mamá? He invitado a Dmitri Prokofitch.
‑Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él.

IV

En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta sorpresa como curiosidad. Raskolnikof no la reconoció en seguida. Era Sonia Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior ‑por primera vez‑, pero en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita de modales honestos y reservados y carita inocente y temerosa. Llevaba un vestido sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por completo la cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso a marcharse.
‑¡Ah! ¿Es usted? ‑exclamó Raskolnikof, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto también él se sintió turbado.
Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público». Todos estos pensamientos cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolución.
‑Estaba muy lejos de esperarla ‑le dijo vivamente, deteniéndola con una mirada‑. Haga el favor de sentarse. Usted viene sin duda de parte de Catalina Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la bondad.
Al entrar Sonia, Rasumikhine, que ocupaba una de las tres sillas que había en la habitación, se había levantado para dejarla pasar. Raskolnikof había empezado por indicar a la joven el extremo del diván que Zosimof había ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de este mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonia la silla de Rasumikhine.
‑Y tú siéntate ahí ‑dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.
Sonia se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres. Se veía claramente que ni ella misma podía comprender de dónde había sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. Y este pensamiento le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente y, sumida en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikof, balbuceando:
‑Sólo... sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo de parte de Catalina Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí. Catalina Ivanovna le ruega encarecidamente que asista mañana a los funerales que se celebrarán en San Mitrofan... y que después venga a casa, a su casa, para la comida... Le suplica que le conceda este honor.
Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.
‑Haré todo lo posible por... No, no faltaré ‑repuso Raskolnikof, levantándose y tartamudeando también‑. Tenga la bondad de sentarse ‑dijo de pronto‑. He de hablarle, si me lo permite. Ya veo que tiene usted prisa, pero le ruego que me conceda dos minutos.
Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una mirada llena de angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó los ojos. El pálido rostro de Raskolnikof se había teñido de púrpura. Sus facciones se habían contraído y sus ojos llameaban.
‑Mamá ‑lijo con voz firme y vibrante‑, es Sonia Simonovna Marmeladova, la hija de ese infortunado señor Marmeladof que ayer fue atropellado por un coche... Ya os he contado...
Pulqueria Alejandrovna miró a Sonia, entornando levemente los ojos con un gesto despectivo. A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y retadora de su hijo, no pudo privarse de esta satisfacción. Dunetchka se volvió hacia la pobre muchacha y la observó con grave estupor.
Al oír que Raskolnikof la presentaba, Sonia levantó los ojos, logrando tan sólo que su turbación aumentase.
‑Quería preguntarle ‑dijo Rodia precipitadamente- cómo han ido hoy las cosas en su casa. ¿Las han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la policía?
‑No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de la muerte. Nos han dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado con sus protestas.
‑¿Sus protestas?
‑Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empezaba a oler. Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio. Catalina Ivanovna se oponía al principio, pero al fin ha comprendido que había que hacerlo.
‑¿O sea que hoy se lo llevarán?
‑Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica que asista a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de funerales.
‑¡Hasta comida de funerales...!
‑Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por la ayuda que nos ha prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi padre.
Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y bajó nuevamente los ojos.
Mientras hablaba con ella, Raskolnikof la observaba atentamente. Era menuda y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos.
‑No comprendo cómo Catalina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con tan escasos recursos, y menos, que todavía le haya sobrado para dar una colación ‑dijo Raskolnikof, deseoso de que la conversación no se interrumpiera.
‑El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente sencilla... O sea, que no le costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la colación de funerales. Esto es muy importante para Catalina Ivanovna y no se la debe contrariar... Es un consuelo para ella... Ya sabe usted cómo es...
‑Comprendo, comprendo... También mi habitación es muy pobre. Mi madre dice que parece una tumba.
‑¡Y ayer nos entregó usted hasta su última moneda! ‑murmuró Sonetchka bajando de nuevo los ojos.
Otra vez sus labios y su barbilla empezaron a temblar. Apenas había entrado, le había llamado la atención la pobreza del aposento de Raskolnikof. Lo que acababa de decir se le había escapado involuntariamente.
Hubo un silencio. La mirada de Dunetchka se aclaró y Pulqueria Alejandrovna se volvió hacia Sonia con expresión afable.
‑Como es natural, Rodia ‑dijo la madre, poniéndose en pie‑, comeremos juntos... Vámonos, Dunetchka. Y tú, Rodia, deberías ir a dar un paseo, después descansar un rato y luego venir a reunirte con nosotras... lo antes posible. Sin duda te hemos fatigado.
‑Iré, iré ‑se apresuró a contestar Raskolnikof, levantándose‑. Además, tengo cosas que hacer.
‑¿Qué quieres decir con eso? ‑exclamó Rasumikhine, mirando fijamente a Raskolnikof‑. Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo. Dime: ¿qué piensas hacer?
‑Te aseguro que iré. Y tú quédate aquí un momento... ¿Podéis dejármelo para un rato, mamá? ¿Verdad que no lo necesitáis?
‑¡No, no! Puede quedarse... Pero le ruego, Dmitri Prokofitch, que venga usted también a comer con nosotros.
‑Yo también se lo ruego ‑dijo Dunia.
Rasumikhine asintió haciendo una reverencia. Estaba radiante. Durante un momento, todos parecieron dominados por una violencia extraña.
‑Adiós, Rodia. Es decir, hasta luego: no me gusta decir adiós... Adiós, Nastasia. ¡Otra vez se me ha escapado!
Pulqueria Alejandrovna tenía intención de saludar a Sonia, pero no supo cómo hacerlo y salió de la habitación precipitadamente.
En cambio, Avdotia Romanovna, que parecía haber estado esperando su vez, al pasar ante Sonia detrás de su madre la saludó amable y gentilmente. Sonetchka perdió la calma y se inclinó con temeroso apresuramiento. Por su semblante pasó una sombra de amargura, como si la cortesía y la afabilidad de Avdotia Romanovna le hubieran producido una impresión dolorosa.
‑Adiós, Dunia ‑dijo Raskolnikof, que había salido al vestíbulo tras ella‑. Dame la mano.
‑¡Pero si ya te la he dado! ¿No lo recuerdas? ‑dijo la joven, volviéndose hacia él, entre desconcertada y afectuosa.
‑Es que quiero que me la vuelvas a dar.
Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka le sonrió, enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y siguió a su madre. También ella se sentía feliz.
‑¡Todo ha salido a pedir de boca! ‑dijo Raskolnikof, volviendo al lado de Sonia, que se había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta calma, añadió‑: Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?
Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se iluminaba súbitamente. Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y atentamente. Todo lo que su difunto padre le había contado de ella acudió de pronto a su memoria...
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su hija a la calle‑. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido de esta casa...! ¡He respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de decir, cuando estaba en el tren, que me alegraría de separarme de mi hijo!
‑Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden perdonar muchas cosas, muchas cosas...
‑Sin embargo, tú no has sido comprensiva ‑dijo amargamente Pulqueria Alejandrovna‑. Hace un momento os observaba a los dos. Os parecéis como dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como en lo moral. Los dos sois severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es egoísta, ¿verdad, Dunetchka...? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en casa, se me hiela el corazón.
‑No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.
‑Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr Petrovitch renuncia a ese matrimonio? ‑preguntó indiscretamente.
‑Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción ‑repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.
Pulqueria Alejandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.
‑Hemos hecho bien en marcharnos. Rodia tenía que acudir urgentemente a una cita de negocios. Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero ¿es posible encontrar aire respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana. ¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen...! Mira, transportan un piano... Aquí la gente anda empujándose... Esa muchacha me inquieta.
‑¿Qué muchacha?
‑Esa Sonia Simonovna.
‑¿Por qué te inquieta?
‑Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?
‑¡Eso es absurdo! ‑‑exclamó Dunia, indignada‑. Para los presentimientos eres única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el primer momento.
‑Ya veremos quién tiene razón... Desde luego, esa joven me inquieta... He sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He tenido que hacer un esfuerzo para no huir... ¡Y nos la ha presentado! Esto es muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en la carta, nos la presenta... No me cabe duda de que está enamorado de ella.
‑No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito mucho sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado...? Estoy segura de que es una buena chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladurías.
‑¡Ojalá sea así!
‑Y Piotr Petrovitch es un chismoso ‑exclamó súbitamente Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversación.

‑Ven; tenemos que hablar ‑dijo Raskolnikof a Rasumikhine, llevándoselo junto a la ventana.
‑Ya diré a Catalina Ivanovna que vendrá usted a los funerales ‑dijo Sonia precipitadamente y disponiéndose a marcharse.
‑Un momento, Sonia Simonovna. No se trata de ningún secreto; de modo que usted no nos molesta lo más mínimo... Todavía tengo algo que decirle.
Se volvió de nuevo hacia Rasumikhine y continuó:
‑Quiero hablarte de ése..., ¿cómo se llama...? ¡Ah, sí! Porfirio Petrovitch... Tú le conoces, ¿verdad?
‑¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata? ‑preguntó con viva curiosidad.
‑Creo que es él el que instruye el sumario de... de ese asesinato que comentabais ayer. ¿No?
‑Sí, ¿y qué? ‑preguntó Rasumikhine, abriendo exageradamente los ojos.
‑Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto empeñado en casa de la vieja. Yo también tenía algo empeñado..., muy poca cosa..., una sortija que me dio mi hermana cuando me vine a Petersburgo, y el reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco o seis rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga? No quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un momento, temblaba al pensar que mi madre podía decirme que quería verlo, sobre todo cuando estábamos hablando del reloj de Dunetchka. Es el único objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le costaría una enfermedad. Ya Sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya sé que hay que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera hablar directamente con Porfirio... ¿Qué te parece...? Así se solucionaría más rápidamente el asunto... Ya verás como, apenas nos sentemos a la mesa, mi madre me habla del reloj.
Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.
‑No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo... Me has dado una verdadera alegría... Y ¿para qué esperar? Podemos ir inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo encontraremos.
‑De acuerdo: vamos.
‑Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti...! Ayer mismo te nombramos... ¿De modo que conocías a la vieja? ¡Estupendo...! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.
‑Sonia Simonovna ‑rectificó Raskolnikof‑. Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia Simonovna; un buen muchacho...
‑Si se han de marchar ustedes... ‑comenzó a decir Sonia, cuya confusión había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos hacia él.
‑Vamos ‑decidió Raskolnikof‑. Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.
Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.
‑No has cerrado la puerta ‑dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la escalera.
‑No la cierro nunca... Además, no puedo. Hace dos años que quiero comprar una cerradura.
Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose a reír y dirigiéndose a Sonia:
‑¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?
Al llegar a la puerta se detuvieron.
‑Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna...? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha podido encontrarme? ‑preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía.
‑Ayer dio usted su dirección a Poletchka.
‑¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?
‑Sí, ¿no se acuerda?
‑Sí, sí; ya recuerdo.
‑Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna...
Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo ignorado surgía confusamente en su alma.
De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.
‑Si al menos no viniera hoy... ‑murmuró, con el corazón palpitante como un niño asustado‑. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación...! Allí verá...
Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un desconocido.
En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habían detenido ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:
‑... he podido preguntar por el señor Raskolnikof.
Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso, como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.
«¿Dónde vivirá? ‑pensó‑. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte. Procuraré recordar.»
Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de distancia.
Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.
Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.
Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof, sastre.»
‑¡Qué casualidad! ‑exclamó el desconocido.
Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas puertas había una distancia de unos seis pasos.
‑¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? ‑dijo el caballero alegremente‑. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un pañuelo.
Sonia le miró fijamente.
‑Sí, somos vecinos ‑continuó el caballero, con desbordante jovialidad‑. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.
Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.
Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.
‑Has tenido una gran idea, querido, una gran idea ‑dijo varias veces‑. Y créeme que me alegro, que me alegro de veras.
«¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.
‑No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace mucho tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado en esa casa por última vez.
«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.
‑¿Cuándo estuve por última vez? ‑preguntó, deteniéndose como para recordar mejor‑. Me parece que fue tres días antes del crimen... Te advierto que no quiero recoger los objetos en seguida ‑se apresuró a aclarar, como si este punto le preocupara especialmente‑, pues no me queda más que un rublo después del maldito «desvarío» de ayer.
Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».
‑¡Comprendido, comprendido! ‑exclamó con vehemencia Rasumikhine y sin que se pudiera saber exactamente qué era lo que comprendía con tanto entusiasmo‑. Esto explica que te mostraras entonces tan... impresionado... E incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas... Todo aclarado; ya se ha aclarado todo...
«Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que seria capaz de dejarse matar por mi se siente feliz al poder explicarse por qué hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo esto los ha confirmado en sus suposiciones.»
‑¿Crees que encontraremos a Porfirio? ‑preguntó Raskolnikof en voz alta.
‑¡Claro que lo encontraremos! ‑repuso vivamente Rasumikhine‑. Ya verás qué tipo tan interesante. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de mundo. Bien es verdad que yo no le considero brusco porque carezca de mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser un grosero, a pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico. Le gusta engañar, chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas materiales... Sin embargo, conoce a fondo su oficio. El año pasado desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros indicios. Tiene grandes deseos de conocerte.
‑¿Grandes deseos? ¿Por qué?
‑Bueno, tal vez he exagerado... Oye; últimamente, es decir, desde que te pusiste enfermo, le he hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y cuando le dije que eras estudiante de Derecho y que no podías terminar tus estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco... Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles... Ayer, Zamiotof... Oye, Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de tonterías. Lamentaría que hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.
‑¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco? Pues bien, tal vez no se equivoquen.
Y se echó a reír forzadamente.
‑Si, si... ¡digo, no...! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión y sobre todas eran divagaciones de borracho.
‑Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas estas cosas! ‑exclamó Raskolnikof con una irritación fingida en parte.
‑Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo. Incluso me da vergüenza hablar de ello.
‑Si te da vergüenza, cállate.
Los dos enmudecieron. Rasumikhine estaba encantado, y Raskolnikof se dio cuenta de ello con una especie de horror. Lo que su amigo acababa de decirle acerca de Porfirio Petrovitch no dejaba de inquietarle.
«Otro que me compadece ‑pensó, con el corazón agitado y palideciendo‑. Ante éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante Rasumikhine. Lo más natural sería no decir nada, absolutamente nada... No, no; esto también podría parecer poco natural... En fin, dejémonos llevar de los acontecimientos... En seguida veremos lo que sucede... ¿He hecho bien en venir o no? La mariposa se arroja a la llama ella misma... El corazón me late con violencia... Mala cosa.»
‑Es esa casa gris ‑lijo Rasumikhine.
«Es de gran importancia saber si Porfirio está enterado de que estuve ayer en casa de esa bruja y de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario que yo sepa esto inmediatamente, que yo lea la verdad en su semblante apenas entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario, no sabré cómo proceder, y ya puedo darme por perdido.»
‑¿Sabes lo que te digo? ‑preguntó de pronto a Rasumikhine con una sonrisa maligna‑. Que he observado que toda la mañana te domina una gran agitación. De veras.
‑¿Agitación? Nada de eso ‑repuso, mortificado, Rasumikhine.
‑No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el borde de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las piernas. A cada momento te sobresaltabas sin motivo, y unas veces tenías cara de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has sonrojado varias veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.
‑Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?
‑A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto colorado.
‑¡Imbécil!
‑Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto en cierto sitio. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra persona!
‑Oye, oye... Hablemos en serio... Quiero saber... ‑balbuceó Rasumikhine, aterrado‑. ¿Qué piensas contarles? Oye, querido... ¡Eres un majadero!
‑Estás hecho una rosa de primavera... ¡Si vieras lo bien que esto te sienta! ¡Un Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy! Incluso te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que Dios me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo. A ver: baja un poco la cabeza.
‑¡Imbécil!
Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo, y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.
‑¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! ‑dijo Rasumikhine fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.

V

Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado, se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho, mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.
El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.
‑¡Demonio de hombre! ‑gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.
‑No hay que romper los muebles, señores míos ‑exclamó Porfirio Petrovitch alegremente‑. Esto es un perjuicio para el Estado.
Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.
En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y observaba a Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición inesperada de Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:
«Otra cosa en que hay que pensar.»
Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:
‑Le ruego que me perdone...
‑Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan agradable... ‑repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con un movimiento de cabeza‑. Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los Buenos días.
‑Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es todo lo que ha habido entre nosotros.
‑¡Imbécil! ‑exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.
‑Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva ‑‑comentó Porfirio echándose a reír.
‑Oye, juez de instrucción... ‑empezó a decir Rasumikhine‑. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos!
Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen humor.
‑¡Basta de tonterías! ‑dijo, acercándose alegremente a Porfirio Petrovitch‑. Sois todos unos imbéciles... Bueno, vamos a lo que interesa. Te presento a mi amigo Rodion Romanovitch Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo... ¡Hombre, Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?
«¿Qué significa todo esto?, se dijo, inquieto, Raskolnikof.
Zamiotof se sentía un poco violento.
‑Nos conocimos anoche en tu casa ‑respondió.
‑No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfirio, que la semana pasada me rogó insistentemente que te lo presentase, y vosotros habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?
Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento.
Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le presta. Sin embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y precisas palabras. Luego, satisfecho de si mismo, halló la serenidad necesaria para observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se habia sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de instrucción sin el menor disimulo.
«¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.
‑Tendrá que prestar usted declaración ante la policía ‑repuso Porfirio Petrovitch con acento perfectamente oficial‑. Deberá usted manifestar que, enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación escrita.
‑Pero lo que ocurre ‑dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo‑ es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero...
‑Eso no importa ‑le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger fríamente esta declaración de tipo económico‑. Además, usted puede exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega...
‑¿Puedo escribirle en papel corriente? ‑le interrumpió Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión.
‑Sí, el papel no importa.
Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona. Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikof. Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto. Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo lo sabía.
«Este hombre sabe algo, pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta, un tanto desconcertado:
‑Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mi. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe...
‑Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados ‑‑exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.
Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.
‑Tú todo lo tomas a broma ‑dijo con una irritación que no tuvo que fingir‑. Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de llegar ‑manifestó dirigiéndose a Porfirio‑, y si se enterase ‑continuó, volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara de que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo son las mujeres.
‑¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de lo que dices, sino todo lo contrario ‑protestó, desolado, Rasumikhine.
«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? ‑pensó Raskolnikof, temblando de inquietud‑. ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son las mujeres"?»
‑¿De modo que su madre ha venido a verle? ‑preguntó Porfirio Petrovitch.
‑Sí.
‑¿Y cuándo ha llegado?
‑Ayer por la tarde.
Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.
‑Sus objetos no pueden haberse perdido ‑manifestó al fin, tranquilo y fríamente‑. Hace tiempo que esperaba su visita.
Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine, que estaba echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero. Raskolnikof se había estremecido, pero el juez instructor, atento al cigarrillo de Rasumikhine, no pareció haberlo notado.
‑¿Dices que lo esperabas? ‑preguntó Rasumikhine a Porfirio Petrovitch‑. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?
Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente:
‑Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos.
‑¡Qué memoria tiene usted! ‑exclamó Raskolnikof iniciando una sonrisa.
Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero no pudo menos de añadir:
‑He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de objetos empeñados son muy numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni siquiera uno..., y... y...
«¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?» ‑Es que todos los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted ‑dijo Porfirio Petrovitch con un tonillo de burla casi imperceptible.
‑No me sentía bien.
‑Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente. Incluso ahora está usted un poco pálido.
‑Pues me encuentro admirablemente ‑replicó al punto Raskolnikof, en tono tajante y furioso.
Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.
«Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?»
‑Dice que no se sentía bien ‑exclamó Rasumikhine‑, y esto es poco menos que no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado... Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie... Pues bien, ayer aprovechó un momento, unos minutos, en que Zosimof y yo le dejamos, para vestirse, salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio! ¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!
‑¿En pleno delirio? ¡Qué locura! ‑exclamó Porfirio Petrovitch, sacudiendo la cabeza.
‑¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra...! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos ‑dejó escapar Raskolnikof, aturdido por la cólera.
Pero Porfirio no dio muestras de entender estas extrañas palabras.
‑¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? ‑exclamó Rasumikhine, perdiendo la calma a su vez‑: ¿Por qué saliste? ¿Con qué intención? ¿Y por qué lo hiciste a escondidas? Confiesa que no podías estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.
‑Me fastidiaron insoportablemente ‑dijo Raskolnikof, dirigiéndose a Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora‑. Huí para ir a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando o conservaba mi sano juicio?
De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su silencio y sus miradas equívocas.
‑Me pareció ‑dijo al fin Zamiotof secamente‑ que hablaba usted como un hombre razonable; es más, como un hombre... prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo exasperado.
‑Y hoy ‑intervino Porfirio Petrovitch‑ Nikodim Fomitch me ha contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un funcionario que acababa de ser atropellado por un coche.
‑¡Ahí tenemos otra prueba! ‑exclamó al punto Rasumikhine‑. ¿No es cierto que te condujiste como un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero no todo lo que tenías...
‑A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efecto, me lo he encontrado...
Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios temblorosos:
‑Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?
‑¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me interesa su compañía. Me encanta verle y oírle... Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.
‑Danos un poco de té ‑dijo Rasumikhine‑. Tengo la garganta seca.
‑Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti... ¿No quieres nada sólido antes?
‑¡Hala! No te entretengas.
Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.
La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.
«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch? Esto demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»
Y al pensar esto, temblaba de cólera.
«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis hasta qué punto os desprecio.»
Respiraba penosamente.
«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías? Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención oculta... Las cosas que dicen son perfectamente normales... Sin embargo, se percibe tras ellas algo que... Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se oculta una segunda intención... ¿Por qué Porfirio no ha nombrado francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono... Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada... Vuelvo a sentir fiebre... ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simplemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado... ¿A santo de qué? ¿Quieren exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son suposiciones mías...? ¿Lo saben todo...? Zamiotof se muestra insolente... ¿No me equivocaré...? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí... Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además, Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí antes de nuestra llegada... ¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de enterarse... He hecho muy bien en decir esto... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese Porfirio está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre... Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del empeño... Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso... Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué habré venido...? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que tengo los nervios de punta... Pero tal vez esto sea lo mejor... Así puedo seguir desempeñando mi papel de enfermo... Ese hombre quiere irritarme, desconcertarme... ¿Por qué habré venido?»
Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad cósmica.
Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.
‑Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en tu casa ‑dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta entonces‑. Aún estoy algo trastornado.
‑¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién fue la victoria?
‑Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.
‑Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe el crimen...? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.
‑Yo no veo nada de extraordinario en ello ‑repuso Raskolnikof distraídamente‑. Es una simple cuestión de sociología.
‑La cuestión no se planteó en ese aspecto ‑observó Porfirio.
‑Cierto: no se planteó exactamente así ‑reconoció Rasumikhine acalorándose, como era su costumbre‑. Oye, Rodia, te ruego que nos escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prometido tu visita... Los primeros en intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos la conocemos: el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es todo, y no admiten ninguna otra razón, absolutamente ninguna.
‑¡Gran error! ‑exclamó Porfirio Petrovitch, que se iba animando poco a poco y se reía al ver que Rasumikhine se embalaba cada vez más.
‑No, no admiten otra causa ‑prosiguió Rasumikhine con su creciente exaltación‑. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen: «Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase favorita. O sea que si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían crímenes, pues nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos. No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia. No hay necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la consecuencia de ello es que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos, cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas...!
‑Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo ‑dijo Porfirio Petrovitch entre risas‑. Figúrese usted -añadió dirigiéndose a Raskolnikof‑ esta misma música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de anoche. Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende usted lo que sería aquello...? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un gran papel en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.
‑Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta años que deshonra a una niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa?
‑Pues sí, se puede decir que es el medio el que le impulsa ‑repuso Porfirio Petrovitch adoptando una actitud especialmente grave‑. Ese crimen se puede explicar perfectamente, perfectísimamente, por la influencia del medio.
Rasumikhine estuvo a punto de perder los estribos.
‑Yo también te puedo probar a ti ‑gruñó‑ que tus blancas pestañas son una consecuencia del hecho de que el campanario de Iván el Grande [L36] mida treinta toesas de altura. Te lo demostraré progresivamente, de un modo claro, preciso e incluso con cierto matiz de liberalismo. Me comprometo a ello. Di: ¿quieres que te lo demuestre?
‑Sí, vamos a ver cómo te las compones.
‑¡Siempre con tus burlas! ‑exclamó Rasumikhine con un tono de desaliento‑. No vale la pena hablar contigo. Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace expresamente. Tú todavía no le conoces. Ayer sólo expuso su parecer para mofarse de todos. ¡Qué cosas dijo, Señor! ¡Y ellos encantados de tenerlo en la reunión...! Es capaz de estar haciendo este juego durante dos semanas enteras. El año pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y estuvo afirmándolo durante dos meses. Últimamente se imaginó que iba a casarse y que todo estaba ya listo para la boda. Incluso se hizo un traje nuevo. Nosotros empezamos a creerlo y a felicitarle. Y resultó que la novia no existía y que todo era pura invención.
‑Estás equivocado. Primero me hice el traje y entonces se me ocurrió la idea de gastaros la broma.
‑¿De verdad es usted tan comediante? ‑preguntó con cierta indiferencia Raskolnikof.
‑Le parece mentira, ¿verdad? Pues espere, que con usted voy a hacer lo mismo. ¡Ja, ja, ja...! No, no; le voy a decir la verdad. A propósito de todas esas historias de crímenes, de medios, de jovencitas, recuerdo un articulo de usted que me interesó y me sigue interesando. Se titulaba... creo que «El crimen», pero la verdad es que de esto no estoy seguro. Me recreé leyéndolo en La Palabra Periódica hace dos meses.
‑¿Un artículo mío en La Palabra Periódica? ‑exclamó Raskolnikof, sorprendido‑. Ciertamente, yo escribí un artículo hace unos seis meses, que fue cuando dejé la universidad. En él hablaba de un libro que acababa de aparecer. Pero lo llevé a La Palabra Hebdomadaria y no a La Palabra Periódica.
‑Pues se publicó en La Palabra Periódica.
‑La Palabra Hebdomadaria dejó de aparecer a poco de haber entregado yo mi artículo, y por eso no pudo publicarlo...
‑Sí, pero, al desaparecer, este semanario quedó fusionado con La Palabra Periódica, y ello explica que su articulo se haya publicado en este último periódico. así, ¿no estaba usted enterado?
En efecto, Raskolnikof no sabía nada de eso.
‑Pues ha de cobrar su artículo. ¡Qué carácter tan extraordinario tiene usted! Vive tan aislado, que no se entera de nada, ni siquiera de las cosas que le interesan materialmente. Es increíble.
‑Yo tampoco sabía nada ‑exclamó Rasumikhine‑. Hoy mismo iré a la biblioteca a pedir ese periódico... ¿Dices que el articulo se publicó hace dos meses? ¿En qué día...? Bueno, ya lo encontraré... ¡No decir nada! ¡Es el colmo!
‑¿Y usted cómo se ha enterado de que el artículo era mío? lo firmé con una inicial.
‑Fue por casualidad. Conozco al redactor jefe, le vi hace poco, y como su artículo me habia interesado tanto...
‑Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras cometía el crimen.
‑Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos momentos, es un enfermo. Es una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su articulo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a indicarla vaga y someramente... Si tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba usted que hay seres que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.
Raskolnikof sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.
‑¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia irresistible del miedo? ‑preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.
‑Sin esa influencia -respondió Porfirio Petrovitch‑. No se trata de eso. En el artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases: seres ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios. En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser extraordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.
‑¡Es imposible que haya dicho eso! ‑balbuceó Rasumikhine.
Raskolnikof volvió a sonreír. Habia comprendido inmediatamente la intención de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfectamente lo que habia dicho en su artículo, aceptó el reto.
‑No es eso exactamente lo que dije -comenzó en un tono natural y modesto‑. Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar, no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.
Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.
‑La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de actos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre extraordinario tiene el derecho..., no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral..., de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad... Dice usted que esta parte de mi artículo adolece de falta de claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de Képler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a la humanidad sino mediante el sacrificio de una, o cien, o más vidas humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi artículo, si la memoria no me engaña, expongo la idea de que todos los legisladores y guías de la humanidad, empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera; todos, hasta los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes violaban las antiguas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de sangre (de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes), por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.
»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi conclusión es, en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer.
»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han comentado mil veces de palabra y por escrito. En
cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que doy. Me limito a creer que el fondo de mi pensamiento es justo. Mi opinión es que los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la misma naturaleza, en dos categorías: una inferior, la de los individuos ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que se complacen en dejar oír en su medio "palabras nuevas. Naturalmente, las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos característicos de las dos categorías son, a mi entender, bastante precisos. La primera categoría se compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia, porque esta obediencia los encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues éste es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en desempeñarlo. En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo menos, todos tienden a violarlas por todos sus medios.
»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse obrar así; pero..., que quede esto bien claro..., teniendo en cuenta la clase e importancia de sus ideas. Sólo en este sentido hablo en mi artículo del derecho de esos hombres a cometer crímenes. (Recuerden ustedes que nuestro punto de partida ha sido una cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para inquietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los decapita o los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del modo más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los ajusticiados y crean un culto en torno de ellos..., dicho en términos generales. Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines. Las dos tienen su razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos derechos. Vive donc la guerre éternelle..., hasta la Nueva Jerusalén, entiéndase.
‑Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?
‑Sí ‑respondió firmemente Raskolnikof.
Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la había apartado durante su largo discurso.
‑¿Y en Dios? ¿Cree usted...? Perdone si le parezco indiscreto.
‑Sí, creo ‑repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en Porfirio.
‑¿Y en la resurrección de Lázaro?
‑Pues... sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?
‑¿Cree usted sin reservas?
‑Sin reservas.
‑Bien, bien... La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad... Ahora, y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos...
‑Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces...
‑Son ellos los que ejecutan.
‑Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego, su observación es muy sutil.
‑Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo especial o llevaran algún distintivo...? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices palabras. Entonces...
‑¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior en agudeza.
‑Gracias.
‑No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propias manos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted por qué inquietarse.
‑Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.
‑¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikof sin cambiar de tono‑. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.
‑¿Estáis bromeando? ‑exclamó Rasumikhine‑. ¿Os burláis el uno del otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.
Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura, consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.
‑Bien, querido ‑dijo el estudiante‑. Si estáis hablando en serio, quiero decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con plena conciencia y excusas con tanto fanatismo... Me parece que ésta es la idea principal de tu artículo: la autorización moral a matar..., la cual, por cierto, me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.
‑Exacto: es mucho más terrible ‑observó Porfirio.
‑Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir... Tú no puedes opinar así... Leeré tu artículo.
‑En mi artículo no hay nada de todo eso ‑dijo Raskolnikof‑. Yo me limité a comentar superficialmente la cuestión.
‑Lo cierto es ‑dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez‑ que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen. Pero... Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los casos de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero... sigo sintiendo cierta inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a destruir todos los obstáculos que encuentra en su camino..., se dirá que va a emprender una larga campaña y que para esta campaña necesita dinero... ¿Comprende...?
Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le miró siquiera.
‑Admito ‑repuso tranquilamente‑ que esos casos deben presentarse. Los vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son demasiado jóvenes.
‑Por eso se lo digo... ¿Y qué hay que hacer en ese caso?
Raskolnikof sonrió mordazmente.
‑¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre... Fíjese usted en éste ‑‑e indicó con un gesto a Rasumikhine‑. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.
‑¿Y si se le encuentra?
‑Peor para él.
‑Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.
‑Eso no debe preocuparle.
‑Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.
‑El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del penal.
‑Así ‑dijo Rasumikhine, malhumorado‑, los hombres geniales, esos que tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado sangre humana...?
‑No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo ‑añadió con un aire pensativo que contrastaba con el tono de la conversación.
Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:
‑Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que hacerle otra pregunta..., aunque reconozco que estoy abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que temo olvidar...
‑Bien, usted dirá ‑dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de instrucción.
‑Pues se trata... No sé cómo explicarme... Es una idea tan extraña... De tipo psicológico, ¿sabe...? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo, como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión... ¿No es así?
‑Es muy posible ‑repuso desdeñosamente Raskolnikof.
Rasumikhine hizo un movimiento.
‑En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso..., en fin, a matar para robar?
Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que antes.
‑Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted ‑repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.
‑Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.
«¡Qué celada tan buena! ‑pensó Raskolnikof, asqueado‑. La malicia está cosida con hilo blanco.»
‑Permítame aclararle ‑dijo secamente‑ que yo no me he creído jamás un Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en consecuencia, no puedo decirle lo que haría en el caso contrario.
‑Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un Napoleón? ‑exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente familiar.
Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era singularmente explícito.
De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón:
‑¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada a Alena Ivanovna?
Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza. No dijo nada. Rasumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía un momento sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un lado y a otro. Hubo un minuto de penoso silencio. Raskolnikof se dispuso a marcharse.
‑¿Ya se va usted? ‑exclamó Porfirio Petrovitch con extrema amabilidad y tendiendo la mano al joven‑. Estoy encantado de haberle conocido. En cuanto a su petición, puede estar tranquilo. Haga usted el requerimiento por escrito tal como le he indicado. Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la comisaría un día de éstos..., mañana, por ejemplo. A las once estaré allí. Lo arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los últimos que visitó aquella casa ‑añadió en tono amistoso‑, tal vez pueda aclararnos algo.
‑Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? ‑preguntó rudamente Raskolnikof.
‑Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha comprendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han dado una serie de informes, y usted, siendo el último... ¡Ah! ¡Ahora que me acuerdo! ‑exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine‑. He estado a punto de olvidarme otra vez... El otro día no paraste de hablarme de Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que ese joven es inocente ‑se dirigía de nuevo a Raskolnikof‑. Pero ¿qué puedo hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí lo que quería preguntarle. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no?
‑Sí, entre siete y ocho ‑repuso Raskolnikof, que inmediatamente se arrepintió de haber dado esta contestación innecesaria.
‑Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio usted en el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta..., recuerda usted..., no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno, trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos...
‑¿Dos pintores? Pues no, no los vi ‑repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas palabras‑. No, no los vi. Y tampoco advertí que hubiese ninguna puerta abierta... Lo que recuerdo es que en el cuarto piso ‑continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro‑ había un funcionario que estaba de mudanza..., precisamente el de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna... Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá me arrojaron contra la pared... Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta... No, no había ninguna abierta.
‑Pero ¿qué significa esto? ‑dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo de súbito las intenciones del juez de instrucción‑. Los pintores trabajaban allí el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces estas preguntas?
‑¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! ‑exclamó Porfirio golpeándose la frente‑. Este asunto acabará volviéndome loco ‑dijo en son de excusa dirigiéndose a Raskolnikof‑. Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.
‑Hay que llevar cuidado ‑gruñó Rasumikhine.Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala. Porfirio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta. Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en silencio. Raskolnikof respiró profundamente...
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[L1]Los rusos llamaban «alemana» a la indumentaria de tipo europeo, muy distinta a la tipica del país. Ademas, solían emplear el termino «aleman», como sinonimo de «extranjero».

[L2]El verdadero nombre es Helena. Alena es una deformación hija del lenguaje popular.

[L3]El rubro tiene cien kopecks.

[L4]Calle del centro de San Petesburgo.

[L5]Noveno grado de la jerarquía civil rusa en aquella época.

[L6]El autor llama a este personaje unas veces Amalia Feodorovna y otras Amalia Ivanovna.

[L7]Canción popular.

[L8]Tener alquilada una habitación entera estaba considerado como un lujo por la gente pobre, que alquilaba generalmente una parte, un ricón de habitación.

[L9]Sopa de coles, plato corriente en Rusia.

[L10]La versta tiene poco más de un kilometro

[L11]Cuando no había duda de la mala conducta de una muchacha, se manchaba con brea la puerta de la casa de sus padres.

[L12]Del 1 al 15 de agosto.

[L13]Isla de la desembocadura del Neva.

[L14]Fue una de las vírgenes mas veneradas en Rusia. En la catedral de Kazán, de Petesburgo, hubo, desde el año 1721, una imagen de la Virgen que hacía grandes milagros y procedía de Kazán.

[L15]Dunia es diminutivo de Avdotia; Dunetchka, de Dunia.

[L16]Esta isla debe su nombre a Pedro el Grande, que construyó un parque en ella.

[L17]El sueño de Roskolnikof se entremezcla con los recuerdos de las vacaciones que Dostoiewski pasó con sus padres, cuando era niño, a 150 kilómetros de Moscú.

[L18]Plato de arroz de gachas de trigo, con pasas y frutas de dulce, que sirve en las comidas de funerales y que se lleva a la iglesia cuando se celebran oficios conmemorativos.

[L19]Funcionarios del Estado.

[L20]Dostoiewski habitó cerca de estos jardines en cierta época de su vida.

[L21]Dostoiewski fue condenado a muerte por cuestiones políticas y conducido al lugar de la ejecución. Allí se le conmutó la pena por trabajos forzados. Despues de haber cumplido su condena, escribió una de sus obras más admirables. Recuerdo de la casa de los muertos, donde describe lo que vio en el presidio.

[L22]«Gracias». En alemán en el original.

[L23]«Se debe» En alemán en el original.

[L24]«Su frac» En alemán en el original.

[L25]Escritor ruso de fines del siglo XVIII. Es autor de un libro famoso: Viaje de San Petesburgo a Moscú, obra en la que ataca violentamente los abusos del sistema judicial ruso. Catalina II lo desterró a Siberia.

[L26]La mayor iglesia de San Petesburgo. Tiene una soberbia cúpula que recuerda la de San Pedro de Roma. Tambien se parece a la del Panteón.

[L27]En Rusia se considera indelicadeza cualquier error sobre el patrinímico de la persona con que se habla, ya que con ello se le demuestra que se ignora el nombre de su padre.

[L28]Famoso sastre petersburgués de aquella época.

[L29]Mas adelante, el autor llama a este personaje Porfirio Petrovitch.

[L30]Centro donde estudiaba la aristocracia.

[L31]Mikolai es diminutivo de Nicolás.

[L32]Calle de los Jardines.

[L33]Diminuto de Petersburgo.

[L34]Es una carta escrita a madame Fouvizine, Dostoiewski dice acerca de la verdad: «Si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, si estuviera positivamente demostrado que la verdad está fuera de Cristo, yo preferiría permanecer con Cristo que permanecer con la verdad.»

[L35]Hojas de pasta frita. Es un alimento muy popular en Rusia. Se come con caviar, con mantequilla, con setas, con crema o con anchoas, y al mezcla se rocia con vodka.

[L36]Campanario del Kremlin. Mide ochenta y dos metros de altura y se terminó en la época de Boris Godunov. Sobre él había una cruz dorada de quince metros de altura, que los franceses se llevaron en 1812, creyendo que era de oro, y que fue reemplazada posteriormente.

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