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domingo, 4 de octubre de 2009

EL BURLADO

EL BURLADO
UN CUENTO DE JACK LONDON

Aquél era el final.
Subienkow había recorrido un largo camino de amargura y horrores, guiado, como una paloma, por el instinto que le llevaba hacia las capitales de Europa, y allí, en el punto más lejano, en la América rusa, el sendero acababa. Estaba sentado en la nieve con los brazos atados a la espalda, esperando la tortura. Miró con curiosidad al enorme cosaco que, tendido de bruces sobre la nieve, gemía de dolor frente a él. Los hombres habían acabado con el gigante y se lo habían entregado a las mujeres. Sus gritos atestiguaban que ellas habían excedido en crueldad a los varones. Subienkow miró y se estremeció. No temía a la muerte. En el largo camino de Varsovia a Nulato había arriesgado la vida demasiadas veces para temerle ahora al simple hecho de morir. Lo que sí le asustaba era la tortura. Era una afrenta a su espíritu. Una afrenta, no por el dolor que tuviera que soportar, sino por el triste espectáculo que le haría ofrecer ese dolor. Sabía que rogaría, que suplicaría, que imploraría como lo habían hecho el Gran Iván y los que le habían precedido. Y eso le repugnaba. Con valor y serenidad, con una sonrisa y una chanza... así había que morir. Pero perder el control, dejar que el dolor de la carne afectara su espíritu, chillar y escandalizar como un simio, rebajarse a la categoría de bestia... eso era lo terrible. No había tenido ocasión de escapar. Desde el primer momento, desde el día en que se había entregado al sueño apasionado de la independencia de Polonia, había sido un títere en manos del destino. Desde el primer momento... A través de Varsovia, de San Petersburgo, de las minas de Siberia, de Kamchatka, de los barcos alucinantes de los ladrones de pieles, el destino le había ido conduciendo hasta este terrible final. Indudablemente, en los cimientos del universo estaba escrito que acabaría así. El, un hombre fino y sensible, con los nervios a flor de piel, un soñador, un poeta, un artista... Aun antes de que nadie imaginara su existencia se había sentenciado que aquel manojo estremecido de sensibilidad que había de ser su persona sería condenado a vivir en la brutalidad más cruda y vociferante y a morir en ese reino lejano de la noche, en ese lugar oscuro situado más allá del último confín. Suspiró. Aquel bulto informe que tenía ante él era el Gran Iván, el gigante, el hombre sin nervios, el de temple de acero, el cosaco convertido en pirata de los mares, flemático como el buey y dotado de un sistema nervioso tan resistente que lo que el hombre común consideraba dolor era para él apenas un simple cosquilleo. Pues bien, nadie como esos indios nulatos para encontrar los nervios de Iván y seguirlos hasta la raíz de su espíritu estremecido. Indudablemente lo habían conseguido. Era inconcebible que un hombre pudiera sufrir tanto y, sin embargo, seguir viviendo. El Gran Iván estaba pagando caro el temple de sus nervios. Ya había durado más del doble que cualquiera de los otros. Subienkow se dio cuenta de que no podía aguantar por más tiempo el sufrimiento del cosaco. ¿Por qué no moría ya? Si no dejaba de oír sus gritos, pronto se volvería loco. Pero cuando éstos cesaran, le llegaría el turno a él. Y para colmo, allí estaba Yakaga, sonriéndole de antemano con una mueca brutal... Yakaga, el hombre a quien sólo la semana anterior había arrojado del fuerte cruzándole la cara con el látigo que utilizaba para los perros. Yakaga se encargaría con gusto de él. Seguro que le reservaba torturas más refinadas, más exquisitas que las que destinaban a los otros. ¡Ay! Del grito de Iván dedujo que aquél había sido un buen golpe. Las indias que se cernían sobre el cosaco retrocedieron un paso entre palmas y carcajadas. Subienkow vio entonces la acción monstruosa que habían perpetrado y comenzó a reír histéricamente. Las mujeres le miraron asombradas. Pero Subienkow no podía dejar de reír. Así no llegaría a ninguna parte. Se dominó, y poco a poco sus sacudidas espasmódicas se fueron calmando. Se esforzó por pensar en otras cosas y comenzó a leer en su pasado. Recordó a su padre y a su madre y al pony de pintas que le habían regalado, y al profesor de francés que le había enseñado a bailar y le había prestado a hurtadillas un libro de Voltaire, viejo y manoseado. Una vez más vio a París, y el Londres melancólico, y la alegre Viena, y Roma. Y una vez más vio a aquel grupo bravío de jóvenes que, como él, habían soñado con una Polonia independiente y con instaurar a un rey polaco en el trono de Varsovia. Allí había comenzado el largo camino. Al menos él era el que más había durado. Uno por uno, comenzando por los dos que habían ejecutado en San Petersburgo, había visto caer a todos aquellos valientes: uno aquí a manos de un carcelero, otro allá en el camino sangriento de exilio que habían recorrido durante meses sin fin, otro más vencido por los golpes y malos tratos de los guardas cosacos. Siempre el mismo salvajismo; un salvajismo brutal, bestial... Habían muerto de fiebres, en las minas, bajo el azote del látigo. Los dos últimos habían sucumbido en la huida, en la batalla con los cosacos. Sólo él había logrado llegar a Kamchatka con los documentos y el dinero robados a un viajero que había dejado agonizando sobre la nieve. No había visto sino brutalidad. Todos aquellos años, mientras tenía el pensamiento puesto en salones, en teatros y en cortes, la brutalidad le había asediado. Había comprado su vida con sangre. Todos se habían manchado las manos. El mismo había asesinado a aquel viajero para poder robarle el pasaporte. Había tenido que probar su valor manteniendo sendos duelos con dos oficiales rusos en un mismo día. Había tenido que demostrar su valentía para ganarse un puesto entre los ladrones de pieles. Tras él quedaba el interminable camino que atravesaba toda Siberia y toda Rusia. No podía volver atrás; por allí no había escape posible. No le quedaba más opción que seguir adelante, atravesar el mar de Bering, oscuro y helado, para llegar a Alaska. El camino le había llevado del puro y simple salvajismo a un salvajismo aún más refinado. En los barcos de ladrones de pieles, castigados por el escorbuto, sin comida ni agua, asediados por las inacabables tormentas de aquel mar tormentoso, los hombres se convertían en animales. Tres veces había salido de Kamchatka en dirección al Este. Y otras tantas, después de pasar toda clase de sufrimientos y penalidades, los sobrevivientes habían vuelto a Kamchatka. No había posibilidad de huir y no podía volver al punto de partida, donde las minas y el látigo aguardaban. De nuevo, por cuarta y última vez, había zarpado hacia el Este. Había partido con los que descubrieron las fabulosas islas de las Focas, pero no había regresado con ellos para participar en el reparto de pieles ni en las bulliciosas orgías de Kamchatka. Había jurado no volver atrás. Sabía que si quería llegar a sus queridas capitales de Europa tenía que seguir siempre adelante. Y por eso había subido a bordo de otro barco y había permanecido en las oscuras tierras del Nuevo Continente. Sus compañeros de tripulación eran cazadores eslavos, aventureros rusos y aborígenes mongoles, tártaros y siberianos. Juntos habían abierto un camino de sangre entre los salvajes de aquel mundo nuevo. Habían exterminado aldeas enteras y se habían negado a pagar los tributos de pieles, pero a su vez habían sido víctimas de las matanzas a que los sometían otras tripulaciones. El y un tal Finn habían sido los únicos supervivientes de la suya. Habían pasado un invierno de soledad y de hambre en una isla desierta del archipiélago de las Aleutianas y al fin, en primavera, la posibilidad entre mil de que les rescatara otro navío se había realizado. Pero el salvajismo más terrible les seguía asediando. De barco en barco, siempre negándose a volver, había ido a parar a un navío que se dirigía a explorar las tierras del Sur. A todo lo largo de la costa de Alaska no habían encontrado sino hordas de salvajes. Cada anclaje que efectuaban entre las islas abruptas o bajo los acantilados amenazadores de la tierra firme había significado una batalla o una tormenta. O soplaban vientos que amenazaban con destruirles o llegaban las canoas cargadas de nativos vociferantes con rostros cubiertos de pinturas de guerra que venían a aprender qué virtudes sangrientas poseía la pólvora de aquellos señores del mar. Siempre navegando rumbo al Sur, habían bordeado la costa hasta llegar a las míticas tierras de California. Se decía que grupos de aventureros españoles habían logrado abrirse camino hasta allí partiendo de México. En esos aventureros españoles había puesto su esperanza. Si hubiera logrado encontrarse con ellos, el resto habría sido fácil (un año o dos más, ¿qué importaba?) Habría llegado a México; luego un barco, y Europa habría sido suya. Pero no había dado con los españoles. Sólo había tropezado con la eterna muralla inexpugnable de salvajismo. Los habitantes de los confines del mundo, cubiertos sus rostros de pinturas de guerra, les habían obligado a replegarse una y otra vez. Al fin, un día en que éstos lograron apoderarse de uno de sus barcos y exterminar a toda la tripulación, el que tenía el mando de la flota decidió abandonar la empresa y regresar al Norte. Pasaron los años. Estuvo a las órdenes de Tebenkoff cuando se construyó el fuerte de Michaelovski. Pasó dos años en la región del Kuskokwim. Dos veranos, en junio logró llegar al extremo del estrecho de Kotzebue. Allí era donde las tribus se reunían a traficar, donde se encontraban pieles moteadas de venado siberiano, marfil de las Diomedes, pieles de morsa de las costas del Artico, extraños candiles de piedra que pasaban de tribu en tribu y cuyo origen nadie conocía, y hasta un cuchillo de caza fabricado en Inglaterra. Aquél, Subienkow lo sabía, era el mejor lugar para aprender geografía. Porque halló allí esquimales del estrecho de Norton, de las islas del Rey y de la isla de San Lorenzo, del cabo Príncipe de Gales y de Punta Barrow. Allí aquellos lugares tenían otros nombres y las distancias se medían en jornadas. Era una región vasta la de procedencia de aquellos salvajes, y más vasta todavía era la región desde donde habían llegado hasta ellos, por caminos interminables, los candiles de piedra y el cuchillo de acero. Subienkow amenazaba, halagaba y sobornaba. Todos los viajeros y los nativos de alguna extraña tribu eran llevados a su presencia. Allí se mencionaban peligros sin cuento, animales salvajes, tribus hostiles, bosques impenetrables y majestuosas cadenas montañosas; y siempre, de lugares aún más lejanos, llegaban rumores de la existencia de hombres de piel blanca, ojos azules y cabellos rubios que peleaban como diablos y que buscaban pieles. Hacia el Este decían que se hallaban; muy lejos, siempre hacia el Este. Nadie los había visto. Era un rumor que corría de boca en boca. Fue aquél un duro aprendizaje. Se adquirían conocimientos de geografía a través de extraños dialectos, a través de mentes oscuras que mezclaban la realidad con la fábula y que medían las distancias en jornadas, que variaban según la dificultad del camino. Pero al fin llegó un rumor que le hizo concebir esperanzas. Al Este había un gran río donde se hallaban los hombres de ojos azules. El río se llamaba Yukón. Al sur del fuerte Michaelovski desembocaba otro gran río que los rusos conocían con el nombre de Kwikpak. Los dos eran el mismo, decía el rumor. Subienkow volvió a Michaelovski. Durante un año trató de organizar una expedición al Kwikpak. Al fin convenció a Malakoff, el mestizo ruso, de que se pusiera al frente de una mixtura infernal, la horda más salvaje y feroz de aventureros mestizos que jamás hubiera salido de Kamchatka. Subienkow iba de lugarteniente. Recorrieron los laberintos del delta del Kwikpak, atravesaron las colinas de la ribera norte del río y en canoas de piel cargadas hasta la borda de mercancías para traficar y de munición lucharon a lo largo de quinientas millas contra las corrientes de cinco nudos de aquel río de una anchura que oscilaba entre dos y diez millas y de muchas brazas de profundidad. Malakoff decidió construir un fuerte en Nulato. Subienkow le instó a seguir adelante, pero pronto se reconcilió con la idea. El largo invierno se echaba encima. Sería mejor esperar. A comienzos del verano siguiente, cuando se derritieran los hielos, remontarían el Kwikpak y se abrirían paso hasta las factorías de la Compañía de la Bahía de Hudson. Malakoff no había oído el rumor de que el Kwikpak era el Yukón, y Subienkow no se lo dijo. Y comenzaron a construir el fuerte. Lo hicieron sobre la base de trabajos forzados. Las murallas formadas por hileras de troncos se elevaron entre suspiros y quejas de los indios mulatos. El látigo restalló sobre sus espaldas, y era la mano de hierro de los bucaneros del mar la que sostenía el látigo. Algunos indios huían. Cuando lograban capturarles, les traían hasta el fuerte, les obligaban a tenderse de bruces ante la puerta y allí demostraban a la tribu la eficacia del látigo. Dos murieron bajo los azotes; muchos quedaron mutilados de por vida, y el resto aprendió la lección y no volvió a intentar la huida. Antes de que vinieran las nieves, el fuerte estaba terminado. Había llegado la época de las pieles. Impusieron a la tribu un pesado tributo. Para obligar a los indios a satisfacerlo, redoblaron los golpes y los latigazos, tomaron a mujeres y niños como rehenes y les trataron con la crueldad de que sólo los ladrones de pieles son capaces. Habían sembrado sangre y llegó el momento de la cosecha. Ahora el fuerte había desaparecido. A la luz de las llamas la mitad de los ladrones de pieles fue pasada a cuchillo. La otra mitad murió como consecuencia de las torturas. Sólo quedaba Subienkow o, mejor dicho, sólo quedaban Subienkow y el Gran Iván, si es que aquella masa informe que gemía y gimoteaba sobre la nieve podía llamarse el Gran Iván. Subienkow sorprendió en el rostro de Yakaga una mueca dirigida a él. Con Yakaga allí no había posibilidad de salvación. Aún llevaba en el rostro la marca de su látigo. Después de todo no podía reprochárselo, pero le estremecía pensar lo que aquel indio podía hacerle. Pensó en recurrir a Makamuk, el jefe de la tribu, pero su sentido común le dijo que sería inútil. Pensó también en romper sus ligaduras y morir peleando. Al menos así su fin sería más rápido. Pero no pudo desatarse. Las correas de caribú eran más fuertes que él. Siguió pensando y se le ocurrió una idea. Pidió ver a Makamuk y que trajeran un intérprete que conociera la lengua de la costa. -¡Oh, Makamuk! -le dijo-. Yo no estoy destinado a morir. Soy un gran hombre y sería una locura que muriera. En verdad debo seguir viviendo. Yo no soy como esta carroña -miró el bulto gimiente que había sido el Gran Iván y le rozó despectivamente con la punta de su mocasín-. Yo sé demasiado para morir. Mira que poseo una gran medicina. Yo sólo sé el secreto. Y como no voy a morir, cambiaré la medicina contigo. -¿Qué medicina es esa? -preguntó Makamuk. -Es una medicina muy extraña. Subienkow fingió debatir consigo mismo unos momentos, como si íntimamente se resistiera a compartir su secreto. -Te lo diré. Si aplicas un poco de esta medicina a tu piel, ésta se vuelve tan dura como la piedra, tan dura como el hierro, de modo que ni el arma más afilada puede cortarla. El filo más agudo, el golpe más fiero, resultan vanos contra ella. Esa medicina torna el cuchillo de hueso en un pedazo de barro y mella el filo de los cuchillos de acero que nosotros os hemos dado a conocer. ¿Qué me darás a cambio de mi secreto? -Te daré la vida -respondió Makamuk a través del intérprete. Subienkow rió despectivamente-. Y serás esclavo en mi casa hasta tu muerte. El polaco rió con desprecio aún mayor. -Ordena que me desaten las manos y los pies y hablaremos -dijo. El jefe de la tribu dio la señal. Cuando se vio libre, Subienkow lió un cigarro y lo encendió. -Esto es absurdo -dijo Makamuk-. No existe tal medicina. No puede ser. Nada puede resistir al filo del cuchillo -Makamuk no lo creía... y, sin embargo, dudaba. Los ladrones de pieles habían llevado a cabo ante sus ojos demasiados milagros. No podía desoír sus palabras totalmente-. Te daré tu vida y no serás mi esclavo -anunció. -Quiero más que eso -Subienkow se mostraba tan sereno como si regateara por una piel de zorro-. Es una medicina milagrosa. Me ha salvado la vida en muchas ocasiones. Quiero un trineo con perros, y que seis de tus cazadores viajen conmigo río abajo hasta que me encuentre a una jornada de distancia del fuerte Michaelovski. -Tienes que quedarte entre nosotros y enseñarnos todas tus artes -fue la respuesta. Subienkow se encogió de hombros y guardó silencio. Exhaló el humo de su cigarrillo en el aire helado y miró con curiosidad lo que quedaba del gran cosaco. -Mira esa cicatriz -dijo Makamuk de pronto, señalando el cuello del polaco, donde un trazo lívido delataba la cuchillada recibida una vez en una escaramuza de Kamchatka-. Tu medicina no sirve de nada. El filo de hierro fue más fuerte que ella. -El hombre que me hirió era muy fuerte -Subienkow meditó-. Más fuerte que tú, más fuerte que el más fuerte de tus cazadores, más fuerte que él. De nuevo rozó con la punta del mocasín el cuerpo del cosaco. Había perdido el sentido, ofrecía un espectáculo estremecedor y, sin embargo, la vida seguía aferrada a su cuerpo torturado por el dolor, y se resistía a abandonarlo. -Además, la medicina era débil. En ese lugar no crecían las bayas necesarias. En cambio, vosotros las tenéis en abundancia. Mi medicina aquí será fuerte. -Te dejaré ir río abajo -dijo Makamuk-, y te daré el trineo y los perros y los seis cazadores que has pedido para que te acompañen hasta que te halles a salvo. -Tardaste en decidirte -fue la fría respuesta-. Has ofendido a mi medicina al no aceptar inmediatamente mis condiciones. Ahora pido más. Quiero cien pieles de castor -Makamuk hizo una mueca irónica-. Quiero también cien libras de pescado seco -Makamuk asintió porque el pescado allí era abundante y barato-. Quiero dos trineos, uno para mí y otro para transportar las pieles y el pescado. Y quiero que me devuelvas mi rifle. Si no aceptas en pocos minutos, el precio subirá más. Yakaga susurró algo al oído del jefe. -¿Cómo sabré que tu medicina obra el milagro que dices? -preguntó Makamuk. -Eso será fácil. Primero iré al bosque... Yakaga volvió a susurrar al oído de Makamuk, que negó con gesto de recelo. -Manda a veinte cazadores conmigo -continuó Subienkow-. Tengo que recoger las bayas y las raíces con que fabricar la medicina. Cuando hayas traído a mi presencia los dos trineos y los hayan cargado con el pescado y las pieles de castor y el rifle, y cuando hayas seleccionado a los seis cazadores que han de acompañarme, cuando todo esté listo me frotaré el cuello con la medicina y pondré la cabeza sobre ese tronco. Entonces ordenarás al más fuerte de tus cazadores que aseste tres hachazos sobre mi cuello. Tú mismo puedes hacerlo, si así lo deseas. Makamuk permaneció en pie con la boca entreabierta, empapándose en aquella última y más portentosa de las maravillas de los ladrones de pieles. -Pero primero -añadió apresuradamente el polaco-, entre hachazo y hachazo has de permitirme que me aplique la medicina. El hacha es fuerte y pesada y no puedo arriesgarme a cometer un error. -Todo lo que has pedido será tuyo -dijo Makamuk, apresurándose a aceptar-. Comienza a preparar tu medicina. Subienkow ocultó como pudo su alegría. Era aquella una partida desesperada y no podía permitirse el menor desliz. Habló con arrogancia. -Has sido lento. Mi medicina se ha ofendido. Para enmendar la ofensa habrás de darme a tu hija. Señaló a la muchacha, una criatura de expresión maligna, con una nube en un ojo y afilados dientes de lobo. Makamuk se enfureció, pero el polaco seguía imperturbable. Lió y encendió otro cigarro. -Date prisa -le amenazó-. Si no te decides enseguida, pediré más. En el silencio que siguió, la tenebrosa escenas nórdica se esfumó ante sus ojos, y vio una vez más su tierra natal, y Francia, y en un momento que miraba a la muchacha de dientes de lobo recordó a otra muchacha, una bailarina y cantante que había conocido cuando, muy joven, había ido por primera vez a París. -¿Para qué quieres a la muchacha? -le preguntó Makamuk. -Para que me acompañe en mi viaje -Subienkow la estudió con ojo crítico-. Será una buena esposa y constituirá un honor digno de mi medicina emparentar con una mujer de tu sangre. De nuevo recordó a la bailarina y tarareó en voz alta una canción que ella le había enseñado. Revivía su pasado, pero de un modo impersonal, lejano, mirando las imágenes de su juventud como si se trataran de fotografías impresas en el libro de la vida de otra persona. La voz del jefe rompió abruptamente el silencio sacándole de su abstracción. -Así se hará -dijo Makamuk-. La muchacha irá contigo. Pero quedamos de acuerdo en que seré yo quien descargue los tres hachazos sobre tu cuello. -Pero recuerda que antes de cada uno de ellos habré de aplicarme la medicina -contestó Subienkow, poniendo una ligera nota de ansiedad en la pregunta. -Te aplicarás la medicina antes de cada hachazo. Aquí están los cazadores que se encargarán de impedir tu huida. Ve al bosque y recoge lo que necesites para tu medicina. La fingida rapacidad del polaco había convencido a Makamuk. Sólo la más maravillosa de las medicinas podía impulsar a un hombre amenazado de muerte a regatear como una anciana. -Además -susurró Yakaga cuando el polaco hubo desaparecido entre los abetos, acompañado de su escolta-, cuando tengas el secreto de la medicina puedes matarle. -¿Cómo podré matarle? -respondió Makamuk-. Su medicina me impedirá hacerlo. Subienkow no perdió mucho tiempo mientras reunía los ingredientes para su pócima. Seleccionó todo lo que le vino a las manos: agujas de abeto, cortezas de sauce, un trozo de corteza de abedul y unas bayas que hizo extraer de la tierra a los cazadores después de limpiar el terreno de nieve. Recogió por último unas cuantas raíces heladas y regresó al campamento. Makamuk y Yakaga le observaban en cuclillas a sus espaldas, anotando mentalmente qué ingredientes añadía a la olla de agua hirviendo y en qué cantidades. -Hay que tener cuidado de poner las bayas primero -explicó-. Me olvidaba. Falta una cosa. El dedo de un hombre. Déjame, Yakaga, que te corte un dedo. Pero Yakaga ocultó la mano y frunció el ceño. -Sólo el dedo índice -rogó Subienkow. -Yakaga, dale el dedo -ordenó Makamuk. -Ahí tiene todos los dedos que quiera -gruñó Yakaga, señalando el montón informe de cadáveres torturados que se apilaba sobre la nieve. -Tiene que ser el dedo de un hombre vivo -objetó el polaco. -Tendrás el dedo de un hombre vivo -Yakaga se acercó al cosaco y le cortó un dedo-. Aún no ha muerto -anunció, arrojando el trofeo sangriento a los pies del polaco-. Además es un buen dedo, porque es muy grande. Subienkow lo arrojó directamente al fuego y comenzó a cantar. Era una canción de amor francesa la que, con gran solemnidad, cantaba a la poción. -Sin esta fórmula, la medicina no valdría para nada -explicó-. Son estas palabras lo que le dan su fuerza. Mira, ya está lista. -Di las palabras despacio, para que pueda aprenderlas -ordenó Makamuk. -Te las diré después de la prueba. Cuando el hacha caiga tres veces sobre mi cuello te comunicaré la fórmula secreta. -Pero, ¿y si la medicina no sirve? -preguntó ansioso Makamuk. Subienkow se volvió hacia él enfurecido. -Mi medicina siempre es buena. Y si no lo es, haz conmigo lo que hiciste con los otros. Despedázame como has hecho con él -dijo señalando al cosaco-. La medicina ya se ha enfriado. Me la aplicaré en el cuello con otra fórmula mágica. Y mientras se frotaba el cuello con aquella mixtura entonó gravemente una estrofa de La Marsellesa. Un alarido vino a interrumpir la comedia. El cosaco gigante, obedeciendo al último impulso de su vitalidad monstruosa, se había puesto de rodillas. Y cuando el Gran Iván, un momento después, comenzó a arrastrarse a espasmos sobre la nieve, los mulatos acogieron el hecho con carcajadas, gritos de sorpresa y aplausos. Subienkow sintió náuseas ante aquel espectáculo, pero supo dominarse y fingir enojo. -Así no se puede hacer nada -dijo-. Acaba con él y luego haremos la prueba. Tú, Yakaga, encárgate de que cesen esos ruidos. Mientras Yakaga obedecía, Subienkow se volvió hacia Makamuk. -Y recuérdalo, el hachazo tiene que ser muy fuerte. No se trata de un juego de niños. Dale un par de tajos a ese tronco, para que pueda ver que manejas el hacha como un hombre. Makamuk obedeció y asestó al tronco dos hachazos precisos y vigorosos que arrancaron una gran astilla de madera. -Muy bien -Subienkow miró en torno suyo al círculo de rostros salvajes que parecían simbolizar la muralla de brutalidad que le había rodeado desde aquel día lejano en que la policía del zar le había arrestado en Varsovia-. Toma tu hacha, Makamuk, y ponte de pie aquí. Yo me echaré sobre el tronco. Cuando levante la mano asesta el golpe. Hazlo con toda tu fuerza, y ten cuidado de que nadie se ponga detrás de ti. La medicina es buena y el hacha puede rebotar en mi cuello y saltar de tus manos. Miró los dos trineos con los perros enganchados y cargados de pieles y pescado. Sobre las pieles de castor yacía su rifle, y junto a los trineos esperaban los seis cazadores que iban a constituir su guardia. -¿Dónde está la muchacha? -preguntó el polaco-. Que la lleven junto a los trineos antes de que dé comienzo la prueba. Cuando hubieron satisfecho su deseo, Subienkow se echó en la nieve y puso la cabeza sobre el tronco, como un niño fatigado que se dispone a dormir. Había vivido tantos años y tan terribles, que de verdad estaba cansado. -Me río de ti y de tu fuerza, Makamuk -dijo-. Pega y pega fuerte. Levantó la mano. Makamuk blandió el hacha, una segura de las que utilizaban los indios para cortar troncos. El acero hendió como un rayo el aire helado, se detuvo una fracción de segundo a la altura de su cabeza y descendió después sobre el cuello desnudo de Subienkow. Carne y hueso cortó la hoja limpiamente, abriendo después una profunda hendiduda en el tronco. Los salvajes, asombrados, vieron caer la cabeza a una yarda de distancia del tronco ensangrentado. Se hizo un profundo silencio, durante el cual, poco a poco, se fue abriendo camino en las mentes de aquellos salvajes la idea de que no existía tal medicina. El ladrón de pieles les había engañado. De todos los prisioneros, sólo él había escapado de la tortura. En eso había consistido su jugada. De pronto se levantó una oleada de risotadas. Makamuk agachó la cabeza avergonzado. El ladrón de pieles le había burlado. Le había ridiculizado ante los ojos de todos. Mientras los salvajes continuaban riendo a carcajadas, Makamuk se volvió y se alejó con la cabeza agachada. Sabía que desde aquel día ya no sería Makamuk. Sería el burlado. La fama de su vergüenza le seguiría hasta la muerte, y cuando las tribus se reunieran en primavera para la pesca del salmón, o en el verano para traficar, junto a las hogueras de los campamentos se referiría la historia de cómo el ladrón de pieles había muerto una muerte digna a manos de el burlado. ¿Quién fue el burlado?, oía preguntar en su imaginación a un jovenzuelo insolente. El burlado, le responderían, fue aquél a quien llamaban Makamuk antes de que cortara la cabeza al ladrón de pieles.

EL ALBERGUE

EL ALBERGUE
Guy de Maupassant

Semejante a todas las hospederías de madera construidas en los altos Alpes, al pie de los glaciares, en esos pasadizos rocosos y pelados que cortan las cimas blancas de las montañas, el albergue de Schwarenbach sirve de refugio a los viajeros que siguen el paso de la Gemmi. Durante seis meses permanece abierto, habitado por la familia de Jean Hauser; después, en cuanto las nieves se amontonan, llenando el valle y haciendo impracticable la bajada a Loéche, las mujeres, el padre y los tres hijos se marchan, y dejan al cuidado de la casa al viejo guía Gaspard Han con el joven guía Ulrich Kunsi, y Sam, un gran perro de montaña. Los dos hombres y el animal se quedan hasta la primavera en aquella cárcel de nieve, teniendo ante los ojos solamente la inmensa y blanca pendiente del Balmhorn, rodeados de cumbres pálidas y brillantes, encerrados, bloqueados, sepultados bajo la nieve que asciende a su alrededor, envuelve, abraza, aplasta la casita, se acumula en el tejado, llega a las ventanas y tapia la puerta. Era el día en que la familia Hauser iba a volver a Loéche, pues el invierno se acercaba y la bajada se volvía peligrosa. Tres mulos partieron delante, cargados de ropas y enseres y guiados por los tres hijos. Después la madre, Jeanne Hauser, y su hija Louise subieron a un cuarto mulo, y se pusieron en camino a su vez. El padre las seguía acompañado por los dos guardas, que debían escoltar a la familia hasta lo alto de la pendiente. Rodearon primero el pequeño lago, helado ahora en el fondo del gran hueco de rocas que se extiende ante el albergue, y después siguieron por el valle, blanco como una sábana y dominado por todos los lados por cumbres nevadas. El sol inundaba aquel desierto blanco resplandeciente y helado, lo iluminaba con llamas cegadoras y frías; ninguna vida aparecía en aquel océano de montañas; ningún movimiento en aquella desmesurada soledad; ningún ruido turbaba su profundo silencio. Poco a poco Ulrich Kunsi, el guía joven, un suizo muy alto de largas piernas, dejó atrás al padre Hauser y al viejo Gaspard Han, para alcanzar el mulo que llevaba a las dos mujeres. La más joven lo veía llegar, parecía llamarlo con ojos tristes. Era una campesinita rubia, cuyas mejillas lechosas y cuyos cabellos pálidos parecían descoloridos por las largas estancias entre los hielos. Cuando hubo alcanzado al animal que la llevaba, posó la mano en la grupa y aflojó el paso. La señora Hauser empezó a hablarle, enumerando con infinitos detalles todas las recomendaciones para la invernada. Era la primera vez que él se quedaba allá arriba, mientras que el viejo Han ya había pasado catorce inviernos bajo la nieve en el albergue de Schwarenbach. Ulrich Kunsi escuchaba, sin tener pinta de entender, y miraba sin cesar a la joven. De vez en cuando respondía: «Sí, señora Hauser.» Pero su pensamiento parecía lejos y su rostro tranquilo seguía impasible. Llegaron al lago de Daube, cuya gran superficie helada se extendía, muy lisa, al fondo del valle. A la derecha, el Daubehorn mostraba sus peñascos negros cortados a pico cerca de las enormes morrenas del glaciar de Loemmern que dominaba el Wildstrubel. Cuando se acercaron al puerto de la Gemmi, donde comienza la bajada hacia Loéche, descubrieron de repente el inmenso horizonte de los Alpes del Valais, de los que los separaba el profundo y ancho valle del Ródano. Había, a lo lejos, cumbres blancas sin cuento, desiguales, achatadas o picudas y brillantes bajo el sol: el Mischabel con sus dos cuernos, el poderoso macizo del Wissehorn, el pesado Brunnegghor, la alta y temible pirámide del Cervino, asesino de hombres, y la Dent Blanche, esa monstruosa coqueta. Después, debajo de ellos, en un agujero inmenso, al fondo de un abismo espantoso, divisaron Loéche, cuyas casas parecían granos de arena arrojados a esa hendidura enorme que limita y cierra la Gemmi, y que se abre, allá al fondo, sobre el Ródano. El mulo se detuvo al borde del sendero que avanza, serpenteando, con incesantes vueltas y revueltas, fantástico y maravilloso, a lo largo de la montaña recta, hasta la aldehuela casi invisible, a sus pies. Las mujeres desmontaron en la nieve. Los dos viejos se habían reunido con ellos. «Vamos, dijo el viejo Hauser, adiós y ánimo, amigos míos, hasta el año próximo.» El viejo Han repitió: «Hasta el año próximo.» Se besaron. Después la señora Hauser, a su vez, les ofreció las mejillas; y la joven hizo otro tanto. Cuando le llegó el turno a Ulrich Kunsi, murmuró al oído de Louise: «No se olvide de los de aquí arriba.» Ella respondió un «no» tan bajo que él lo adivinó sin oírlo. «Vamos, adiós, repitió Jean Hauser, a seguir bien.» Y, pasando ante las mujeres, empezó a bajar. Pronto desaparecieron los tres por el primer recodo del camino. Y los dos hombres regresaron hacia el albergue de Schwarenbach. Marchaban lentamente, uno junto a otro, sin hablar. Se había acabado, se quedarían solos, frente a frente, cuatro o cinco meses. Después Gaspard Han empezó a contar su vida durante el invierno pasado. Se había quedado con Michel Canol, demasiado anciano ahora para volver a hacerlo, pues durante la prolongada soledad puede ocurrir cualquier accidente. No se habían aburrido, por lo demás; todo estribaba en resignarse desde el primer día; y se acababa por inventar distracciones, juegos, muchos pasatiempos. Ulrich Kunsi lo escuchaba, los ojos bajos, siguiendo con el pensamiento a los que bajaban hacia el pueblo por todas las ondulaciones de la Gemmi. Pronto divisaron el albergue, apenas visible, tan pequeño, un punto negro al pie de la monstruosa ola de nieve. Cuando abrieron, Sam, el gran perro rizoso, empezó a brincar en torno a ellos. «Vamos, hijo, dijo el viejo Gaspard, ya no tenemos mujeres ahora, hay que hacer la cena; monda patatas.» Y los dos, sentándose en taburetes de madera, empezaron a preparar la sopa. la mañana del siguiente día le pareció larga a Ulrich Kunsi. El viejo Han fumaba y escupía al lar, mientras que el joven miraba por la ventana la resplandeciente montaña frontera a la casa. Salió por la tarde y, repitiendo el trayecto de la víspera, buscaba en el suelo las huellas de los cascos del mulo que había llevado a las dos mujeres. Después, cuando estuvo en el puerto de la Gemmi, se tumbó sobre el vientre el borde del abismo y miró hacia Loéche. El pueblo, en su pozo de rocas, aún no estaba anegado bajo la nieve, aunque ésta llegase muy cerca, detenida en seco por los bosques de abetos que protegían sus alrededores. Sus casas bajas parecían, desde allá arriba, adoquines en un prado. La hija de los Hauser estaba allí, ahora, en una de aquellas grises moradas. ¿En cuál? Ulrich Kunsi se hallaba demasiado lejos para distinguirlas por separado. ¡Cómo le hubiera gustado bajar, mientras aún estaba a tiempo! Pero el sol había desaparecido tras la gran cima del Wildstrubel, y el joven regresó. El viejo Han fumaba. Al ver entrar a su compañero, le propuso una partida de cartas; y se sentaron uno frente a otro a ambos lados de la mesa. Jugaron mucho tiempo, a un juego sencillo que se llama brisca, y después, habiendo cenado, se acostaron. Los días siguiente fueron parecidos al primero, claros y fríos, sin nuevas nieves. El viejo Gaspard se pasaba las tardes acechando a las águilas y a los pocos pájaros que se aventuran por aquellas cumbres heladas mientras que Ulrich volvía regularmente al puerto de la Gemmi para contemplar el pueblo. Después jugaban a las cartas, a los dados, al dominó, ganaban y perdían pequeños objetos para dar interés a las partidas. Una mañana, Han, que se había levantado el primero, llamó a su compañero. Una nube movediza, profunda y ligera, de espuma blanca, se abatía sobre ellos, a su alrededor, sin ruido, los sepultaba poco a poco bajo un espeso y sordo colchón de nieve. Duró cuatro días y cuatro noches. Hubo que despejar la puerta y las ventanas, cavar un pasillo y tallar peldaños para escalar aquel polvo helado que doce horas de escarcha habían vuelto más duro que el granito de las morrenas. Entonces vivieron como prisioneros, sin aventurarse ya lejos de su morada. Se habían repartido las tareas, que realizaban con regularidad. Ulrich Kunsi se encargaba de fregar, de lavar, de todos los cuidados y tareas de limpieza. También era el que partía la leña, mientras que Gaspard Han cocinaba y mantenía el fuego. Sus quehaceres, regulares y monótonos, eran interrumpidos por largas partidas de cartas o de dados. Nunca reñían, pues los dos eran tranquilos y plácidos. Tampoco nunca se mostraban impacientes, de mal humor, ni se decían palabras agrias, pues habían hecho provisión de resignación para la invernada en las cumbres. A veces el viejo Gaspard cogía su escopeta y marchaba en busca de gamuzas; mataba alguna de vez en cuando. Entonces era día de fiesta en el albergue de Schwarenbach, con un gran banquete de carne fresca. Una mañana, salió así. El termómetro de fuera marcaba dieciocho bajo cero. Como el sol aún no había salido, el cazador esperaba sorprender a los animales en las proximidades del Wildstrubel. Ulrich, solo, se quedó hasta las diez en cama. Era de natural dormilón; pero no se hubiera atrevido a abandonarse así a su inclinación en presencia del viejo guía, siempre activo y madrugador. Almorzó lentamente con Sam, que también se pasaba los días y las noches durmiendo junto al fuego; y después se sintió triste, casi asustado por la soledad, y asaltado por la necesidad de la cotidiana partida de cartas, como suele ocurrir con el deseo de un hábito invencible. Entonces salió para ir al encuentro de su compañero, que debía regresar a las cuatro. La nieve había nivelado todo el profundo valle, colmando las grietas, borrando los dos lagos, acolchando las rocas; formaba sólo, entre las inmensas cumbres, una inmensa concavidad blanca regular, cegadora y helada. Hacía tres semanas que Ulrich no había vuelto al borde del abismo desde donde miraba el pueblo. Quiso regresar allá antes de subir las pendientes que conducían al Wildstrubel. Loéche estaba ahora plantado en la nieve, y ya no se reconocían casi las casas, sepultadas bajo aquel manto pálido. Después, girando a la derecha, llegó al glaciar de Loemmern. Avanzaba con su paso largo de montañés, golpeando con su bastón herrado la nieve, dura como una piedra. Y buscaba con su aguda vista el puntito negro y móvil, a lo lejos, sobre aquella alfombra desmesurada. Cuando estuvo a la orilla del glaciar se detuvo, preguntándose si el viejo habría tomado aquel camino; después se puso a bordear las morrenas con pasos más rápidos e inquietos. La luz disminuía; la nieve se volvía rosada; un viento seco y helado corría con bruscas ráfagas sobre su superficie de cristal. Ulrich lanzó una llamada aguda, vibrante, prolongada. La voz se perdió en el silencio de muerte en el que dormían las montañas; corrió a lo lejos, sobre las olas inmóviles y profundas de espuma glacial, como un grito de pájaro sobre las olas del mar; después se extinguió sin que nada le respondiese. Reanudó la marcha. El sol se había hundido, allá abajo, tras las cimas que los reflejos del cielo teñían de púrpura aún; pero las profundidades del valle se estaban poniendo grises. Y el joven tuvo miedo de repente. Le pareció que el silencio, el frío, la soledad, la muerte invernal de aquellos montes entraban en él, iban a detener y helar su sangre, a entumecer sus miembros, a convertirlo en un ser inmóvil y helado. Y echó a correr, huyendo hacia la casa. El viejo, pensaba, habría regresado durante su ausencia. Había tomado otro camino; estaría sentado al amor de la lumbre, con una gamuza muerta a sus pies. Pronto divisó el albergue. No salía ningún humo. Ulrich corrió más de prisa, abrió la puerta. Sam se abalanzó a hacerle fiestas, pero Gaspard Han no había regresado. Asustado, Kunsi giró sobre sí mismo, como si hubiera esperado descubrir a su compañero escondido en un rincón. Después encendió el fuego y preparó la sopa, esperando siempre ver aparecer al anciano. De vez en cuando, salía para ver si llegaba. Había caído la noche, la macilenta noche de las montañas, la pálida noche, la lívida noche que iluminaría, al borde del horizonte, una media luna amarilla y fina a punto de ocultarse tras las cumbres. Después el joven volvía a entrar, se sentaba, se calentaba los pies y las manos imaginando todos los posibles accidentes. Gaspard había podido romperse una pierna, caer en un hoyo, dar un paso en falso que le había torcido el tobillo. Y permanecía tendido en la nieve, presa del frío, entumecido, angustiado, perdido, quizás pidiendo auxilio, llamando con toda la fuerza de sus pulmones en el silencio de la noche. Pero ¿dónde? La montaña era tan vasta, tan dura, tan peligrosa en las cercanías, sobre todo en esta estación, que habrían sido precisos diez o veinte guías y caminar durante ocho días en todas las direcciones para encontrar a un hombre en aquella inmensidad. Ulrich Kunsi, sin embargo, se decidió a salir con Sam si Gaspard Han no había vuelto entre la medianoche y la una de la madrugada. E hizo sus preparativos. Metió víveres para dos días en una bolsa, cogió sus garfios de hierro, se arrolló a la cintura una cuerda larga, delgada y fuerte, comprobó el estado de su bastón herrado y de la hachuela que sirve para tallar escalones en el hielo. Después esperó. El fuego ardía en la chimenea; el gran perro roncaba bajo la claridad de la llama; el reloj palpitaba como un corazón con golpes regulares en su caja de madera sonora. Esperaba, la oreja aguzada a los ruidos lejanos, estremeciéndose cuando el leve viento rozaba el tejado y los muros. Sonó la medianoche; él se estremeció. Después, como se notaba tembloroso y acobardado, puso agua al fuego, con el fin de tomar un café muy caliente antes de ponerse en camino. Cuando el reloj dio la una, se levantó, despertó a Sam, abrió la puerta y echó a andar en dirección al Wildstrubel. Durante cinco horas trepó, escalando las rocas con ayuda de los garfios, cortando el hielo, avanzando siempre y a veces izando, con la cuerda, al perro que se había quedado al pie de una escarpadura demasiado abrupta. Eran cerca de las seis cuando llegó a una de las cumbres donde el viejo Gaspard solía ir en busca de gamuzas. Y esperó a que amaneciera. El cielo palidecía sobre su cabeza; y de pronto un extraño resplandor, nacido no se sabe dónde, iluminó bruscamente el inmenso océano de las pálidas cimas que se extendían en cien leguas a la redonda. Hubiérase dicho que aquella vaga claridad brotaba de la propia nieve para difundirse por el espacio. Poco a poco las más altas cumbres lejanas se volvieron todas de un rosa tierno como la carne, y el rojo sol apareció tras los pesados gigantes de los Alpes berneses. Ulrich Kunsi reanudó su camino. Marchaba como un cazador, inclinado, rastreando huellas, diciéndole al perro: «Busca, pequeño, busca.» Bajaba la montaña ahora, registrando con la mirada las simas, y a veces, al llamar, lanzando un grito prolongado, muerto muy pronto en la inmensidad muda. Entonces pegaba la oreja al suelo, para escuchar; creía percibir una voz, echaba a correr, llamaba de nuevo, no oía ya nada y se sentaba, agotado, desesperado. Hacia mediodía almorzó y le dio la comida a Sam, tan cansado como él mismo. Después reanudó su búsqueda. Cuando anocheció, seguía caminando, habiendo recorrido cincuenta kilómetros de montaña. Como se hallaba demasiado lejos de la casa para volver a ella, y demasiado fatigado para arrastrarse más tiempo, cayó un hoyo en la nieve y se agazapó en él con su perro, bajo una manta que había llevado. Y se acostaron uno junto al otro, aunque helados hasta la médula. Ulrich apenas durmió, la mente obsesionada por visiones, los miembros sacudidos por escalofríos. Iba a amanecer cuando se levantó. Tenía las piernas rígidas como barras de hierro, el alma tan débil que casi gritaba de angustia, el corazón tan palpitante que casi se desplomaba de emoción en cuanto creía oír el menor ruido. Pensó de pronto que también él se iba a morir de frío en aquella soledad, y el espanto de aquella muerte, fustigando su energía, despertó su vigor. Descendía ahora hacia el albergue, cayendo, levantándose, seguido de lejos por Sam, que cojeaba de una pata. Llegaron a Schwarenbach sólo hacia las cuatro de la tarde. La casa estaba vacía. El joven encendió lumbre, comió y se durmió, tan embrutecido que ya no pensaba en nada. Durmió mucho tiempo, mucho tiempo, con un sueño invencible. Pero de pronto una voz, un grito, un nombre «Ulrich», sacudió su profundo letargo y lo hizo erguirse. ¿Había soñado? ¿Era una de esas llamadas extrañas que cruzan por los sueños de las almas inquietas? No, lo oía aún, aquel grito vibrante, metido en sus tímpanos y que seguía en su carne hasta la punta de sus nerviosos dedos. Sí, habían gritado; habían llamado: «¡Ulrich!» Alguien estaba allí, cerca de la casa. No cabían dudas. Abrió la puerta y chilló: «¿Eres tú, Gaspard?» con todo el poder de sus pulmones. Nada respondió; ni el menor sonido, ni el menor murmullo, ni el menor gemido, nada. Era de noche. La nieve estaba descolorida. Se había levantado viento, ese viento helado que raja las piedras y no deja nada vivo en aquellas alturas abandonadas. Pasaba con ráfagas bruscas más agostadoras y mortales que el viento de fuego del desierto. Ulrich gritó de nuevo: «¡Gaspard! ¡Gaspard! ¡Gaspard!» Después esperó. ¡Todo seguía mudo en la montaña! Entonces el espanto lo sacudió hasta los huesos. De un salto entró en el albergue, cerró la puerta y corrió los cerrojos; después cayó tiritando en una silla, seguro de que su camarada acababa de llamarlo en el momento en que entregaba su espíritu. De esto estaba seguro, como se está seguro de vivir o de comer pan. El viejo Gaspard Han había agonizado durante dos días y tres noches en alguna parte, en un hoyo, en uno de esos hondos barrancos inmaculados cuya blancura es más siniestra que las tinieblas de los subterráneos. Había agonizado durante dos días y tres noches, y acababa de morir ahora mismo pensando en su compañero. Y su alma, apenas libre, había volado hacia el albergue donde dormía Ulrich, y lo había llamado con la virtud misteriosa y terrible que tienen las almas de los muertos para hostigar a los vivos. Había gritado, esa alma sin voz, dentro del alma abrumada del durmiente; había gritado su postrer adiós, o su reproche, o su maldición al hombre que no había buscado lo bastante. Y Ulrich la sentía allí, muy cerca, detrás del muro, detrás de la puerta que acababa de cerrar. Merodeaba, como un ave nocturna que roza con sus plumas una ventana iluminada; y el joven, enloquecido, estaba a punto de gritar de horror. Quería huir y no se atrevía a salir; no se atrevía ni se atrevería ya en adelante, pues el fantasma se quedaría allí, día y noche, alrededor del albergue, mientras el cuerpo del viejo guía no fuera hallado y depositado en la tierra bendita de un cementerio. Llegó el día y Kunsi recobró parte de su seguridad con el brillante retorno del sol. Preparó su comida, hizo la del perro, y después se quedó en una silla, inmóvil, el corazón torturado, pensando en el viejo tendido en la nieve. Después, en cuanto la noche cubrió la montaña, nuevos terrores lo asaltaron. Caminaba ahora por la cocina oscura, apenas iluminada por la llama de una candela, caminaba de un extremo a otro de la pieza, a grandes pasos, escuchando, escuchando por si el grito espantoso de la otra noche iba a cruzar de nuevo el lóbrego silencio del exterior. Se sentía solo, el desdichado, ¡solo como ningún hombre había estado jamás! Estaba solo en aquel inmenso desierto de nieve, solo a dos mil metros sobre la tierra habitada, sobre las casas humanas, sobre la vida que se agita, bulle y palpita, ¡solo en el cielo helado! Lo atenazaban unas ganas locas de escapar a cualquier sitio, de cualquier manera, de bajar a Loéche arrojándose al abismo; pero ni siquiera se atrevía a abrir la puerta, seguro de que el otro, el muerto, le cerraría el camino, para no quedarse también solo allá arriba. Hacia medianoche, harto de caminar, abrumado de angustia y de miedo, se amodorró por fin en una silla, pues temía la cama como se teme un lugar frecuentado por aparecidos. Y de pronto el grito estridente de la otra noche le desgarró los oídos, tan agudo que Ulrich extendió el brazo para rechazar al aparecido, y cayó de espaldas con su asiento. Sam, despertado por el ruido, empezó a aullar como aullan los perros asustados, y daba vueltas alrededor de la vivienda buscando de dónde venía el peligro. Al llegar junto a la puerta, olfateó por debajo, resoplando y husmeando con fuerza, el pelaje erizado, la cola tiesa, gruñendo. Kunsi, enloquecido, se había levantado y, sujetando la silla por una pata, gritó: «No entres, no entres o te mato.» Y el perro, excitado por aquella amenaza, ladraba con furia contra el invisible enemigo que desafiaba la voz de su amo. Sam, poco a poco, se calmó y volvió a tumbarse cerca de la lumbre, pero seguía inquieto, la cabeza alzada, los ojos brillantes y gruñendo entre los colmillos. Ulrich, a su vez, recobró los sentidos, pero como se sentía desfallecer de terror, fue a buscar una botella de aguardiente a la alacena, y tomó, uno tras otro, varios vasos. Sus ideas se volvían vagas; su valor se afirmaba; una fiebre de fuego se deslizaba por sus venas. Casi no comió al día siguiente, limitándose a beber alcohol. Y durante varios días seguidos vivió así, borracho como una cuba. En cuanto volvía el pensamiento de Gaspard Han, empezaba a beber hasta el instante en que caía al suelo, abatido por la embriaguez. Y alli se quedaba, de bruces, borracho perdido, con los miembros rotos, roncando, la frente en el suelo. Pero apenas había digerido el líquido enloquecedor y ardiente, el grito, siempre el mismo de «¡Ulrich!», lo despertaba como una bala que le perforase el cráneo; y se erguía tambaleándose aún, extendiendo las manos para no caer, llamando a Sam en su auxilio. Y el perro, que parecía volverse loco como su amo, se precipitaba a la puerta, la arañaba con las patas, la roía con sus largos dientes blancos, mientras el joven, el cuello hacia atrás, la cabeza alzada, sorbía a grandes tragos, como si fuera agua fresca tras una carrera, el aguardiente que en seguida adormecería de nuevo su mente, y su recuerdo, y su pavoroso terror. En tres semanas se bebió toda su provisión de alcohol. Pero aquella borrachera continua no hacía sino adormecer su espanto, que se despertó con mayor furia cuando fue imposible calmarlo. Entonces la idea fija, exasperada por un mes de embriaguez, y creciendo sin cesar en la total soledad, penetraba en él a la manera de una barrena. Caminaba ahora por su morada como un animal enjaulado, pegando la oreja a la puerta para escuchar si el otro estaba allí, y desafiándolo, a través de los muros. Después, cuando se adormilaba, vencido por la fatiga, oía la voz que le hacía ponerse en pie de un salto. Por fin, una noche, semejante a un cobarde sacado de sus casillas, se precipitó hacia la puerta y la abrió para ver al que lo llamaba y para obligarlo a callarse. Recibió en pleno rostro un soplo de aire frío que lo heló hasta los huesos y volvió a cerrar la hoja y corrió los cerrojos, sin fijarse en que Sam se había lanzado al exterior. Después, temblando, arrojó leña al fuego, y se sentó ante él para calentarse; pero de pronto se estremeció, alguien arañaba el muro llorando. Gritó enloquecido: «Vete.» Le respondió una queja, larga y dolorosa. Entonces todo lo que le quedaba de razón fue arrastrado por el terror. Repetía «Vete» girando sobre sí mismo para encontrar un rincón donde ocultarse. El otro, sin dejan de llorar, pasaba a lo largo de la casa frotándose contra el muro. Ulrich se lanzó hacia el aparador de roble lleno de vajilla y provisiones, y, levantándolo con una fuerza sobrehumana, lo arrastró hasta la puerta, para defenderse con una barricada. Después, amontonando unos sobre otros todo lo que quedaba de muebles, los colchones, los jergones, las sillas, tapó la ventana como se hace cuando el enemigo nos sitia. Pero el de fuera lanzaba ahora grandes gemidos lúgubres a los que el joven empezó a responder con gemidos similares. Y transcurrieron días y noches sin que cesaran de aullar uno y otro. El uno giraba sin cesar en torno a la casa y clavaba sus uñas en las paredes con tanta fuerza que parecía querer derribarlas; el otro, dentro, seguía todos sus movimientos, encorvado, la oreja pegada a la piedra, y respondía a todas sus llamadas con espantosos gritos. Una noche, Ulrich no oyó ya nada; y se sentó tan destrozado por el cansancio que se durmió al punto. Se despertó sin un recuerdo, sin una idea, como si toda la cabeza se le hubiera vaciado durante aquel sueño agotador. Tenía hambre, comió. El invierno había acabado. El paso de la Gemmi volvía a ser practicable; y la familia Hauser se puso en camino para regresar a su albergue. En cuanto llegaron a lo alto de la cuesta las mujeres se encaramaron al mulo, y hablaron de los dos hombres a quienes iban a ver enseguida. Les extrañaba que uno de ellos no hubiera bajado unos días antes, en cuando el camino se había vuelto transitable, para dar noticias de la larga invernada. Por fin divisaron el albergue, todavía cubierto y acolchado de nieve. La puerta y la ventana estaban cerradas; un poco de humo salía por el tejado, lo cual tranquilizó al viejo Hauser. Pero al acercarse vio, sobre el umbral, un esqueleto de animal descuartizado por las águilas, un gran esqueleto tendido sobre un costado. Todos lo examinaron: «Debe ser Sam», dijo la madre. Y llamó: «¡Eh, Gaspard!» Un grito respondió en el interior, un grito agudo, que se hubiera dicho lanzado por un animal. El viejo Hauser repitió: «¡Eh, Gaspard! »Otro grito semejante al primero se dejó oír. Entonces los tres hombres, el padre y los dos hijos, trataron de abrir la puerta. Resistió. Cogieron en el establo vacío una larga viga para usarla como ariete, y la lanzaron con todo su peso. La madera crujió, cedió, las tablas volaron en pedazos; después un gran ruido estremeció la casa y vieron, dentro, detrás del aparador derribado, a un hombre de pie, con el pelo que le caía por los hombros, una barba que le caía sobre el pecho, ojos brillantes y jirones de tela sobre el cuerpo. No lo reconocían, pero Louise Hauser exclamó: «¡Es Ulrich, mamá! » Y la madre comprobó que era Ulrich, aun cuando su cabello era blanco. Los dejó acercarse; se dejó tocar; pero no respondió a las preguntas que le hicieron; y hubo que llevarlo a Loéche, donde los médicos comprobaron que estaba loco. Y nadie supo jamás qué había sido de su compañero. La joven Hauser estuvo a punto de morir, aquel verano, de una enfermedad de postración que se atribuyó al frío de la montaña.

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