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lunes, 14 de diciembre de 2009

EL NUMERO 13


EL NUMERO 13
Montague Rhodes James
-
Viborg es una de las ciudades de Jutlandia, de mayor prestigio e
importancia. Es sede de un obispado, tiene una hermosa catedral —restaurada
casi en su totalidad—, un encantador parque, un lago bellísimo y muchas
cigüeñas. Hald, a su vez, es uno de los lugares más atractivos de Dinamarca, y
Finderup, también otro donde Marsk Stig asesinó al rey Eric Glipping, el día de
Santa Cecilia del año 1286. En el siglo XVII, abrieron su tumba y dicen que la
calavera de Eric conservaba las huellas de cincuenta y seis mazazos. De todos
modos, mi intención no es exponer una guía turística.
Viborg tiene excelentes hoteles; el Preisler y el Fénix son algunos de los
mejores. Mi primo, personaje principal del relato, la primera vez que visitó
Viborg, se dirigió al León de Oro. Sin embargo, nunca más volvió a alojarse en
ese lugar. Tal vez las páginas siguientes expliquen la razón.
El León de Oro es uno de los pocos edificios de la ciudad que
sobrevivieron al gran incendio de 1726, que devastó la catedral casi en su
totalidad, así como la Sognekirke, la Raadhuus y otras construcciones tan
antiguas como interesantes. El León de Oro es una casa de ladrillo rojo. Su
frente es de ladrillo, con altos gabletes almenados y una leyenda en la parte
superior de la puerta principal. El patio por donde entran los vehículos es de
madera y estuco, de matices blancos y negros.
Cuando mi primo llegó al león de Oro, los últimos rayos del sol hacían
brillar cada detalle de la imponente fachada. El aspecto anticuado del lugar
impactó a mi primo, por lo que pronosticó días placenteros y entretenidos. Esa
posada conservaba todas las características de un lugar clásico de la vieja
Jutlandia.
No eran los negocios, en el sentido vulgar de la palabra, el motivo del viaje
de Mr. Anderson a Viborg. Estaba realizando algunas investigaciones sobre la
historia de la Iglesia en Dinamarca y se había enterado de que el Rigsarkiv de
Viborg conservaba algunos documentos, salvados del incendio, sobre los
últimos días del Catolicismo Romano en ese país.
Por lo tanto, se propuso dedicar el tiempo necesario, tal vez dos o tres
semanas, al examen y copia de esos documentos. En el león de Oro esperaba
contar con una amplia habitación que fuera dormitorio y a la vez estudio. Mr.
Anderson le informó lo que deseaba al posadero y éste, tras meditar unos
instantes, sugirió que lo mejor para conformar al caballero sería que él mismo
visitara los cuartos más amplios y eligiera el más conveniente. Mr. Anderson
aceptó la idea.
El piso superior fue descartado de inmediato: tantas escaleras exigían un
esfuerzo excesivo luego de un día de trabajo; en el segundo piso, no había
cuartos de la amplitud requerida, pero en el primero había dos o tres
habitaciones que se adecuaban con total precisión a las exigencias del caballero,
al menos en cuanto al tamaño.
El posadero recomendó con énfasis la Número 17, pero Mr. Anderson
advirtió que sus ventanas se abrían sólo hacia el muro ciego de la casa vecina,
por lo que durante la tarde, debía ser muy oscura. Prefería, por su parte, la
Número 12 y la Número 14. Las dos daban a la calle y tenían las ventajas de una
iluminación adecuada más una vista agradable, ventajas que aceleraron con
creces la elección.
Eligió, entonces, el cuarto Número 12. Éste tenía, al igual que los cuartos
vecinos, tres ventanas, todas sobre una misma pared. Sus dimensiones eran
poco habituales: el techo era muy alto y su longitud llamaba la atención. Carecía
de chimenea y en su lugar había una antigua estufa de hierro forjado, sobre la
que era posible observar un bajorrelieve que representaba a Abraham
sacrificando a Isaac, con la inscripción: I Bog Mose, Cap. 22 (es decir, Génesis
XXII). No había otro objeto interesante. El único cuadro atractivo era un viejo
grabado en colores de la ciudad, cercano a 1820.
La hora de la cena se acercaba. Cuando Anderson, ya más despabilado
luego de su baño habitual, descendió las escaleras, faltaban unos minutos para
que la campanilla sonase. Dedicó el tiempo que faltaba a observar la nómina de
huéspedes de la posada. Según una costumbre de Dinamarca, los nombres
estaban expuestos en una amplia pizarra, dividida en casilleros que sumaban la
cantidad de habitaciones del lugar, cada uno con el número correspondiente y
el nombre de su huésped. No encontró nada de mucho interés. Se habían
registrado un abogado (o Sagförer), un alemán y algunos viajantes de
Copenhague. El único detalle que generó asombro fue la ausencia del Número
13 en la lista de habitaciones, un detalle que Anderson ya había observado en
otros hoteles que visitó en Dinamarca. Sin embargo, no pudo evitar un
pensamiento: ¿la supersticiosa reacción que suele provocar este número tendría
tanta difusión y vigencia como para que fuera un obstáculo, a punto tal que un
viajero no pudiera instalarse en la habitación con ese número? Decidió
preguntarle al posadero si él o sus colegas, en verdad, se habían encontrado con
muchos huéspedes que rechazaron ocupar el cuarto Número 13.
No pudo contarme nada interesante (yo registro los hechos tal como me
los transmitió) sobre lo ocurrido, durante la cena. El resto de la velada, en la que
se dedicó a ordenar ropas, libros y papeles, tampoco tuvo trascendencia alguna.
Alrededor de las once, decidió irse a acostar, pero tal como le sucede a muchas
personas, le era casi imposible dormir sin haber leído unas páginas. Recordó
entonces que el libro que venía leyendo en el tren, el único que en ese momento
podía conformarlo, estaba en el bolsillo de su abrigo, colgado a la entrada del
comedor.
Tardó un instante en bajar y tomar el libro. Puesto que los corredores
tenían muy buena iluminación, le costó poco hallar el camino de regreso a su
cuarto. Al menos, eso fue lo que creyó. Pero al llegar allí, giró el picaporte, la
puerta se resistió a abrirse y él pudo escuchar, en el interior de la habitación,
pasos que se dirigían hacia la entrada. Por supuesto, se había confundido de
cuarto. ¿El suyo estaba a la derecha o a la izquierda? Miró el número: era el 13.
El suyo, por lo tanto, debía estar a la izquierda, y así nomás fue. Ya en la cama,
leyó como de costumbre un par de páginas, apagó la luz y se dispuso a dormir.
Recién en ese momento reflexionó que, aunque en la pizarra del hotel no había
ningún cuarto con el número 13, existía, indudablemente, en la posada. Se
arrepintió de no haberlo ocupado él mismo. Quizá podría haber favorecido al
propietario ocupándolo y dándole la oportunidad de contar que un distinguido
caballero inglés había vivido en él durante tres semanas con sumo placer.
Aunque, quizás, tenía uso como habitación de servicio o algo por el estilo.
Incluso, seguramente, no era tan amplio ni agradable como su propio cuarto.
Con ojos somnolientos, observó su habitación, bajo la luz del crepúsculo que
daba la lámpara de la calle. Curioso brillo, sin duda, pensó. Las habitaciones
suelen parecer más amplias cuanto menos iluminadas están y este cuarto, por el
contrario, parecía haber disminuido en longitud y aumentado
proporcionalmente en altura. En fin, era más importante dormir que malgastar
el tiempo en reflexiones incoherentes. Así que se dispuso a hacerlo.
Al día siguiente de su llegada, Anderson se dirigió al Rigsarkiv de Viborg.
Lo recibieron, como suele hacerse en Dinamarca, con la mayor amabilidad, y
pusieron a su disposición cuanto necesitaba. Le facilitaron documentos cuya
cantidad e interés superó con creces sus expectativas. Además de los
documentos oficiales, encontró una carpeta con gran cantidad de cartas del
obispo Jörgen Friis, último obispo católico residente en esa sede, que describía
muchos detalles entretenidos y a la vez "íntimos", de la vida privada de
diversos personajes de la época. Abundaban las menciones acerca de cierta casa
de la ciudad, propiedad del obispo, deshabitada. Su inquilino anterior había
provocado un escándalo y esto significó un obstáculo para los partidarios de la
Reforma. Era un ser infame para la ciudad, a causa de sus prácticas, tan secretas
como condenables; sus adversarios decían también que había vendido su alma
al diablo. ¿Qué mejor prueba de la tremenda corrupción e impiedad de la
Iglesia de Babilonia que la protección que el propio obispo brindaba a
Troldmand, esa víbora que se nutría de sangre? El obispo afrontaba con coraje
tales acusaciones: acentuaba su repudio por los adeptos a llevar a cabo dichas
prácticas secretas, y solicitaba a sus opositores que presentaran el caso a un
tribunal eclesiástico, con el fin de que se investigase con la mayor severidad
posible. Nadie más interesado que él en castigar a Mag. Nicolás Francken, si en
verdad era culpable de los delitos que se le imputaban.
Antes de que cerraran el archivo, Anderson apenas tuvo tiempo para
echar una ojeada fugaz a la carta siguiente, escrita por Rasmus Nielsen, el jefe
de los protestantes. Esa lectura le bastó para darse una idea general de su
contenido: los cristianos ya no se sometían a las decisiones de los obispos de
Roma. El tribunal eclesiástico no era ni podía serlo el más competente para
dictaminar sobre una causa de tal gravedad e importancia.
Mr. Anderson abandonó el archivo acompañado por el anciano que lo
organizaba. Mientras caminaban, no pudieron evitar que la conversación girase
en torno a los documentos previamente mencionados.
Herr Scavenius, el archivista de Viborg, si bien estaba muy informado
sobre los documentos que tenía a su cargo, no era un especialista en los que se
referían al período de la Reforma. Tal vez por esa razón se mostró muy atraído
por los comentarios de Anderson. Leería con mucho interés, declaró, el artículo
que Mr. Anderson iba a escribir basándose en esos documentos.
—En cuanto a esa casa del obispo Friis —agregó—, es todo un enigma
conocer el sitio exacto donde pudo haber estado. He estudiado minuciosamente
la topografía de la antigua Viborg, y sin embargo, en el viejo inventario de
propiedades del obispo —datado en 1560, y que está casi completo en nuestro
archivo— falta la parte correspondiente a los bienes que tenía en la ciudad. No
importa. Tal vez algún día pueda encontrarla.
Tras un breve paseo —no recuerdo con precisión por dónde—, Anderson
regresó al León de Oro, donde lo aguardaban su cena, su solitario y su cama. Ya
en el pasillo, recordó que había olvidado comentarle al posadero la ausencia del
cuarto Número 13, pero decidió verificar si existía una habitación con ese
número, antes de alarmar con una alusión.
La respuesta no se demoró. La puerta con su número pintado con toda
claridad de ese estilo, allí estaba. Evidentemente alguien ocupaba el cuarto,
pues al acercarse a la puerta, oyó el rumor de pasos y de voces, o de una sola
voz, tal vez. En cuanto se detuvo un momento para verificar el número, el ruido de pasos cesó de inmediato, al parecer muy cerca de la puerta. Anderson,
asombrado, creyó escuchar una respiración jadeante, como de una persona
profundamente convulsionada. Se dirigió a su cuarto y una vez más se
sorprendió por encontrarlo mucho más pequeño de lo que le había parecido en
el primer momento cuando lo habitó. La pequeña decepción que le hizo sentir
era fácil de remediar: si lo deseaba, podía mudarse a otra habitación. En ese
momento, necesitó un pañuelo que estaba en su maleta. Un sirviente había
colocado la maleta sobre un taburete, contra la pared, en el otro extremo del
cuarto. Pero iba a recibir una sorpresa: la maleta ya no estaba. Indudablemente,
algún sirviente —en un exceso de prudencia— la había guardado luego de
ubicar su contenido en el guardarropa. Allí, sin embargo, no había nada.
Comenzaba a preocuparse. De inmediato descartó la posibilidad de un robo,
pues en Dinamarca rara vez sucede. Era indudable que alguien había cometido
un estúpido error, lo cual eso no es tan raro, por lo que decidió increpar a la
mucama. De todos modos, no era una necesidad urgente y podía esperar hasta
la mañana. Resolvió entonces no molestar a la servidumbre. Fue hasta la
ventana derecha y contempló la calle desierta. Se enfrentó con la pared ciega de
un alto edificio. No había transeúntes, la noche era oscura; nada interesante
despertaba su atención.
Al estar la luz situada a sus espaldas, pudo observar su propia sombra,
reflejada en la pared del edificio de enfrente. A la izquierda también veía la
sombra del huésped del cuarto Número 11, un hombre de barba, que se
paseaba en mangas de camisa y al que descubrió cepillándose el cabello y luego
cubriéndose con una bata de noche. A la derecha se veía la silueta del huésped
del cuarto Número 13. Ésta, tal vez, se presentaba más interesante. Estaba igual
que Mr. Anderson, apoyado en el alféizar de la ventana, contemplando la calle.
Parecía un hombre alto y delgado... ¿o tal vez una mujer? De todos modos, la
persona desconocida se cubría la cabeza con algo parecido a un velo, antes de
irse a la cama. Anderson dedujo que debía tener en la habitación una lámpara
con pantalla roja, porque el reflejo de una luz rojiza danzaba en la pared de
enfrente. Se asomó para ver si podía ver algo, pero sólo distinguió los pliegues
de una tela clara, que parecía blanca, sobre el alféizar.
Al escuchar el ruido de unos pasos que se acercaban por la calle, el
Número 13 pareció darse cuenta de que estaba expuesto a curiosas miradas y,
con gran habilidad y rapidez, se apartó de la ventana; su luz roja se desvaneció.
Anderson, que había estado fumando, dejó la colilla del cigarrillo sobre el
alféizar y se fue a dormir.
A la mañana siguiente lo despertó la mucama, que le traía agua caliente y
todo lo neesario para un baño personal. Anderson se incorporó, y luego de
pensar muy bien sus palabras, dijo, en el danés más correcto que pudo articular:
—No debió mover mi maleta. ¿Dónde está?
Como suele suceder, la criada se echó a reír y salió del cuarto sin decirle
nada.
Anderson, muy irritado, se sentó en la cama, dispuesto a llamarla otra vez.
De repente, fijó su vista en el extremo opuesto de la habitación. Sobre el
taburete estaba su maleta, en el mismo lugar en el que había visto que el
sirviente la dejó al entrar al cuarto por primera vez. Se trató de una ingrata
sorpresa para un hombre que siempre se jactaba de un profundo poder de
percepción. No quiso explicarse por qué la había ignorado la noche anterior. Al
fin de cuentas, era obvio que volvía a estar allí.
La luz del día no sólo le permitió ver la maleta sino comprobar las
verdaderas proporciones del cuarto, incluyendo sus tres ventanas, y verificar
que, después de todo, había elegido correctamente. Mientras terminaba de
vestirse, se asomó a la ventana del medio para ver el estado del tiempo. Y aquí
se llevó una segunda sorpresa. Su distracción, la noche anterior, sin duda había
llegado al extremo. Habría podido jurar que estuvo fumando un cigarrillo,
asomado a la última ventana de la derecha, antes de irse a dormir. Ahora
descubría la colilla sobre el alféizar, pero de la ventana del medio.
Salió de su habitación para ir a desayunar. Estaba retrasado, si bien el
Número 13 lo estaba aún más: sus botas todavía se hallaban al lado de la
puerta. Dedujo que el Número 13 era un hombre, no una mujer. Sin embargo,
en ese instante miró el número de la puerta: era el 14. Sin duda había pasado
junto al Número 13 sin darse cuenta. Tres errores estúpidos en tan sólo doce
horas eran mucho para un hombre metódico y fanático de la precisión, de modo
que volvió para asegurarse. El cuarto vecino al Número 14 era el Número 12, el
suyo. No existía en absoluto un cuarto con el Número 13.
Tras dedicarle unos minutos a repasar cuanto había comido y bebido en
las últimas veinticuatro horas, Anderson decidió olvidarse del asunto. Si la vista
o el cerebro empezaban a fallarle, ya tendría otras oportunidades de saberlo. Si
otra era la explicación, estaba frente a una experiencia llena de interés. De
cualquier modo, convenía estar atento ante cada uno de los acontecimientos.
Durante el día, Anderson continuó el estudio de la correspondencia
episcopal ya mencionada. Y su decepción fue grande cuando descubrió que
estaba incompleta. Sólo pudo hallar una carta más relacionada con el asunto de
Mag. Nicolás Francken, redactada por el obispo Jörgen Friis, quien la dirigía a
Rasmus Nielsen. Decía así:
"De ningún modo podemos aceptar vuestras declaraciones acerca de
nuestro tribunal, por lo que estaremos dispuestos a combatirlos, y si fuera
necesario, hasta el último de los extremos en aquella opinión. No obstante ello,
dado que nuestro fiel y bienamado Mag. Nicolás Francken, a quien se han
atrevido a acusar con cargos tan falsos como maliciosos, ha sido
repentinamente sustraído a nuestro afecto, es evidente que, por esta ocasión, el
caso queda cerrado. Mas en cuanto a vuestras declaraciones, en las que
aseguran que el Apóstol y Evangelista San Juan, en su divino Apocalipsis, cita a
la Sacra Iglesia Romana con el símbolo de la Mujer vestida de púrpura y grana,
sabed que...", etcétera.
A pesar de sus investigaciones, Anderson no encontró respuesta alguna a
esa carta ni tampoco algún dato sobre la forma en que fue "sustraído" el casus
belli. Sólo dedujo que Francken había padecido una muerte súbita. Apenas dos
días mediaban entre la carta de Nielsen, evidentemente redactada cuando
Francken vivía, y la del obispo, por lo que se podía sospechar que había sido
una muerte inesperada.
Anderson visitó Hald durante la tarde y tomó el té en Baekkelund.
Aunque estaba algo nervioso, no descubrió alteración alguna en la vista o en su
mente. Sus experiencias anteriores le habían hecho dudar de eso.
Durante la cena, le tocó sentarse frente al posadero.
—¿Por qué razón —preguntó luego de cambiar una conversación
intrascendenteen la mayoría de los hoteles de este país no existe un cuarto
Número 13? Por lo que veo, aquí sucede lo mismo.
El posadero lo miró sonriendo.
—Es curioso que usted lo haya notado. La verdad, yo mismo me lo
pregunté varias veces. Un hombre erudito, me dije, no debe hacerle caso a tales
supersticiones. Yo estudié aquí, en la escuela secundaria de Viborg, y nuestro
viejo maestro siempre descartaba esas creencias. Hace muchos años que murió.
Era un hombre maravilloso, muy hábil con las manos y con la mente. Recuerdo
a mis compañeros, un día en que nevaba...
Y continuó con sus recuerdos.
—Entonces, ¿usted cree que no hay ninguna razón válida para omitir el
Número 13? —insistió Anderson.
—Por supuesto. Bueno, escuche, mi pobre padre me inició en el oficio.
Primero tuvo un hotel en Aarhuus, y luego, cuando nacimos nosotros, llegó
aquí a Viborg, su ciudad natal. Dirigió el Fénix hasta su muerte, en 1876. Allí
hice mis primeras armas como hotelero, en Silkeborg, y apenas hace dos años
compré esta casa.
Luego detalló en forma minuciosa las características del establecimiento
en el momento en que se hizo cargo.
—Y cuando usted vino aquí, ¿había un cuarto Número 13?
—No, justo iba a decírselo. Usted sabe, en un sitio como éste, atendemos a
viajantes de comercio sobre todo. Y no se le ocurra ofrecerles una habitación
con el Número 13. Preferirían dormir en la calle antes que eso. A mí me importa
un bledo el número de las habitaciones, y a menudo se los he dicho. Ellos
siguen con la idea de que les trae mala suerte. Y se pueden pasar el día
contando cuentos de historias sobre viajantes que han dormido en una
habitación Número 13 y que nunca han vuelto a ser los mismos, o que han
perdido los mejores clientes, o..., bueno, imagínese cosas así... —concluyó el
posadero, tras buscar en vano una frase más.
—Entonces, ¿para qué usa usted el cuarto Número 13? —preguntó
Anderson, y al decirlo sintió una extrema ansiedad, que desentonaba con la
importancia de su pregunta.
—¿El cuarto Número 13? Si acabo de decirle que no hay ningún cuarto con
ese número en esta posada. Pensé que ya se había dado cuenta; además, si
hubiera una habitación Número 13, estaría exactamente al lado de la suya.
—Sí, claro; lo que pasa es que... Sinceramente, anoche me pareció ver una
puerta con el Número 13 en ese pasillo, y estoy casi seguro de no haberme
equivocado también con haberla visto anteanoche.
Herr Kristensen, como Anderson lo esperaba, se echó a reír, y repitió una
y mil veces que en esa posada no había ni hubo jamás una habitación Número
13.
Anderson sintió algo de alivio ante la firmeza de la respuesta, aunque aún
persistían sus dudas. Entonces pensó que la única manera de resolver de una
vez por todas el problema era invitar al posadero, esa noche, a su habitación. Lo
sedujo con algunas fotografías de ciudades inglesas que había traído y con un
buen cigarro.
Herr Kristensen, contento por la invitación, la aceptó con ganas.
Acordaron encontrarse a las diez. Mr. Anderson se retiró en ese momento, para
escribir unas cartas. Aunque lo avergonzara aceptarlo, era innegable que la
existencia o no de ese bendito cuarto Número 13 comenzaba a preocuparlo, a tal
punto que, para regresar a su habitación, lo hizo por el lado del Número 11,
para no tener que cruzar la puerta Número 13 o el lugar que correspondía a la
puerta. Al entrar, inspeccionó con rapidez su habitación, pero no advirtió nada
que no fuera esa idea imprecisa de que estaba más pequeña que de costumbre;
por su maleta no debía preocuparse, la había vaciado y ubicado bajo la cama.
Por un momento logró olvidarse del Número 13 y se puso a escribir.
Sus vecinos no lo molestaban. Sólo se escuchaba, de vez en cuando, el
gemido de una puerta y el ruido de un par de botas arrojadas al pasillo; o el
canto de algún viajante que lo recorría. Sobre la calle mal empedrada se
escuchaba, cada tanto, algún carro, o bien los pasos veloces de algún transeúnte.
Anderson terminó sus cartas y pidió un whisky con soda. Se dirigió hacia
la ventana para observar el edificio de enfrente y las sombras reflejadas sobre su
pared.
Si mal no recordaba, el cuarto Número 14 lo ocupaba un abogado, persona
grave y formal, que muy poco hablaba durante las comidas; por lo general, se
limitaba a revisar una pila de papeles que ubicaba junto a su plato.
Al parecer, tenía el hábito de liberar sus instintos cuando se encontraba
solo. No cabía otra posibilidad para los movimientos con que en ese momento
se divertía. La sombra en la pared de enfrente demostraba, con toda claridad,
que estaba bailando. Una y otra vez, su delgada figura se acercaba a la ventana,
agitaba y alzaba los brazos con gran agilidad, junto a una pierna macilenta.
Debía estar descalzo en un piso que mostraba gran solidez. Ningún ruido
denunciaba sus movimientos. El Sagförer Herr Anders Jensen, bailando a las
diez de la noche en un cuarto de hotel parecía un argumento justo para una
pintura histórica de gran estilo. Los pensamientos de Anderson, tal como los de
Emily en Los misterios de Udolfo comenzaron a "formar por sí mismos los
siguientes versos":
A mi hotel al regresar,
A eso de la hora diez,
Percibe en mí un malestar
El camarero esta vez.
Indiferente, la puerta
Cierro, y tiro el calzado,
No escuchando las reyertas
Que en mis vecinos alertas
Mi feroz danza despierta.
Y como la ley conozco,
De sus comentarios hoscos
Sonrío con desenfado.
Si el posadero no hubiese golpeado a la puerta, sin duda el lector ahora
tendría frente a sí un poema mucho más extenso. A juzgar por el gesto de
asombro que mostró al entrar en la habitación, Herr Kristensen se hallaba
sorprendido, tal como Anderson en otras ocasiones, por algo inusual en el
interior del cuarto. Evitó todo comentario. Demostró gran interés en las
fotografías de Anderson, las que le sirvieron de excusa para retomar aspectos
autobiográficos. Tal vez, la conversación se hubiese encauzado para el tema del
cuarto Número 13 si no fuese que el abogado, de repente, se puso a cantar de
una manera que no podía dejar dudas a nadie de que estaba borracho o
completamente loco. Su voz, aguda y chillona, revelaba un tono agrietado, tal
como si no hubiese cantado desde hacía mucho tiempo. Cantaba hasta llegar a
alturas increíbles, y luego proseguía en un ronco y desgarrado gemido, como el
viento feroz del invierno en el hueco de una chimenea o el de un órgano cuyas
notas saturaban los tubos. Ante sonido tan aterrador, Anderson no dudó de
que, de haber estado solo, se habría acercado al cuarto de algún viajante en
busca de refugio y compañía.
El posadero, boquiabierto, se tiró sobre la silla.
—No entiendo nada —dijo al fin, secándose el sudor de la frente—. Es
aterrador. Ya lo había escuchado antes, pero pensaba que era u n gato.
—¿Estará loco? —preguntó Anderson.
—Seguramente. ¡Pero qué cosa más decadente! Tan buen cliente según
dicen, le va muy bien con los negocios. Y tiene mujer e hijos que mantener...
En ese momento, alguien sacudió la puerta con golpes secos y perentorios
e interrumpió sin esperar la respuesta. Era el abogado, en bata de dormir y con
el cabello despeinado. Demostraba furor.
—Perdón, señor —comenzó—, pero le pediría por favor que dejara de...
Se interrumpió, asombrado, ya que ninguno de los presentes era
responsable de los estruendos y los cantos. Luego de una breve pausa, el salvaje
alarido se repitió con mayor estridencia.
—En nombre de Dios, ¿qué significa esto? —exclamó el abogado—. ¿De
dónde viene? ¿Qué es? ¿Acaso me estoy volviendo loco?
—Viene de su cuarto, Herr Jensen. ¿No habrá un gato o algún animal
encerrado en la chimenea?
Acabó de decir eso, y Anderson comprendió lo inútil de su explicación.
Todo era preferible a guardar un silencio que taladraría ese gemido atroz, o a
contemplar el débil rostro del posadero, que se aferraba, temblando, al respaldo
del sillón.
—Imposible —repuso el abogado—. No hay chimenea allí. Si vine a este
cuarto es porque estaba seguro de que el ruido provenía de aquí. Pero sin duda
viene del cuarto vecino al mío.
—¿No había ninguna puerta entre su habitación y la mía? —inquirió
Anderson, sabiendo lo que preguntaba.
—No, señor —respondió Herr Jensen, seco.
—Por lo menos, esta mañana no la había.
—¡Ah! —dijo Anderson—. ¿Y esta noche?
—No estoy seguro —dudó el abogado.
De pronto, la voz que cantaba o gemía en el cuarto vecino se transformó
en una risa sofocada, un gruñido que estremeció a los tres hombres. Luego,
retornó un absoluto silencio.
—Y bien, ¿usted qué tiene qué decir, Herr Kristensen? —increpó el
abogado—. ¿Qué significa todo esto?
—¡Por Dios! —respondió Kristensen—. ¿Qué quiere que le diga? Yo
tampoco entiendo nada. ¡Ojalá no deba escuchar nunca más un sonido así en
toda mi vida!
—Lo mismo digo —respondió Herr tensen, y murmuró luego algunas
palabras que Anderson reconoció —aunque no podía asegurarlo—: era la
última frase del Salterio, omnis spiritus laudet Dominum.
—Debemos hacer algo —propuso Anderson—. ¿Por qué no vamos los tres
e ingresamos en el cuarto contiguo?
—¡Pero si es el de Herr Jensen! —protestó el posadero—. ¿De qué servirá?
Él acaba de salir de ahí.
—Ya no estoy tan seguro —dijo Jensen—. Creo que este caballero tiene
razón. Tenemos que ir a ver qué pasa.
Las únicas armas de defensa de que disponían eran un bastón y un
paraguas; con ellas, la expedición se agrupó en el pasillo, presa de cierto temor.
En el corredor dominaba un silencio total, aunque por debajo de la puerta de al
lado filtrábase un poco de luz. Anderson y el abogado se acercaron. Jensen, tras
hacer girar el picaporte, arremetió con violencia. Fue en vano: la puerta no se
abrió.
—Herr Kristensen —dijo Jensen—. Será mejor que cuanto antes llame a
varios de sus empleados, los más fuertes, porque debemos aclarar esto.
El posadero aprobó y se alejó rápidamente, deseoso de abandonar el
campo de operaciones. Jensen y Anderson permanecieron en el corredor, sin
dejar de observar la puerta.
—No hay duda, es el Número 13 —dijo el segundo.
—Sí. Ahí está la puerta de mi cuarto, allá la del suyo —repuso Jensen.
—Mi habitación tiene tres ventanas durante el día —comentó Anderson,
ocultando una risa nerviosa.
—¡Por Dios, también la mía! —contestó el abogado, girando hacia la
posición de Anderson. De esa manera, quedó de espaldas a la puerta. Y, en ese
momento, la puerta se entreabrió, y de ella surgió un brazo, envuelto en
harapos amarillentos, aunque se veía la piel desnuda, cubierta por un vello
grisáceo y salvaje. La mano intentó clavarse en el hombro de Jensen.
Anderson tuvo el tiempo de empujar a Jensen a un lado, mientras profería
un grito que llamaba al rechazo y al terror. La puerta volvió a cerrarse y desde
el interior del cuarto, escucharon una risa ahogada.
Jensen no pudo ver nada, pero cuando Anderson, apresuradamente, le
sintetizó lo ocurrido, se mostró muy convulsionado y propuso abandonar la
expedición y encerrarse en uno de los dos cuartos.
En ese momento llegaron el dueño de la posada y dos robustos sirvientes,
los tres muy serios y preocupados. Jensen los recibió con una cantidad de
explicaciones, las que no resultaron estimulantes.
Los hombres abandonaron las barras que habían traído y anunciaron, sin
posibilidad de arrepentirse, que no estaban dispuestos a arriesgar la vida en ese
antro diabólico. El posadero estaba cada vez más nervioso e indeciso: sabía que,
de no desafiar el peligro, se arruinaría, su posada se vendría abajo y tampoco
estaba demasiado decidido a afrontarlo.
Por suerte, Anderson halló una estrategia para reanimar a la tropa
desmoralizada.
—¿Dónde está el tan afamado coraje danés? El enemigo no es un alemán
y, si así lo fuera, somos cinco contra uno.
Tal exhortación estimuló a ambos sirvientes y a Jensen. juntos embistieron
la puerta.
—¡Un momento! —los contuvo Anderson—. No pierdan la cordura.
Usted, Herr Kristensen, quédese aquí, con la lámpara, uno de ustedes rompa la
puerta, pero no entren cuando ceda —ordenó.
Los hombres asintieron. El más joven avanzó hacia la puerta; alzó la barra
de hierro y dio un rotundo golpe a la parte superior. El resultado fue diferente
al que esperaban. No se escuchó el seco crujido de la madera, sino un ruido
sordo y opaco, como si golpearan contra un muro hermético. El hombre tiró a
un costado la herramienta con un grito de dolor, y comenzó a frotarse el codo.
Todos acudieron hacia él. Anderson, luego, miró nuevamente hacia la puerta.
Había desaparecido. Miró otra vez hacia la puerta del corredor, cuyo revoque
mostraba el destrozo profundo producido por la barra. El Número 13 había
dejado de existir.
Todos, por un instante, permanecieron inmóviles ante la pared desnuda.
Desde el patio trasero se escuchó el canto de un gallo, y cuando Anderson giró
la cabeza descubrió a través del ventanal, en el fondo del extenso pasillo, las
primeras luces del alba.
—Tal vez —insinuó el posadero— para esta noche los señores preferirán
otro cuarto... ¿Uno con dos camas?
Ni Jensen ni Anderson rechazaron la propuesta. Luego de la reciente
experiencia, preferían permanecer juntos. Por esa misma razón decidieron que,
cuando cada uno de ellos ingresara en su cuarto para tomar lo que necesitaba
para pasar la noche, el otro lo acompañaría para iluminarlo. Los dos
comprobaron que ambos cuartos, el Número 12 como el Número 14, tenían tres
ventanas.
A la mañana siguiente, los expedicionarios se reunieron en el cuarto
Número 12. El posadero, como es natural, no quería la participación de
extraños, pero a la vez tenía mucho interés en que el misterio se aclarase lo
antes posible. Por lo tanto, había ordenado a los dos sirvientes que por el
momento trabajaran de carpinteros. Movieron los muebles y, tras arrancar
varios tablones, dejaron al descubierto la superficie del piso más cercano al
Número 14.
El lector, por supuesto, pensará que descubrieron un esqueleto, por
ejemplo, el de Mag. Nicolas Francken. No fue así. Sólo encontraron, entre las
vigas que sostenían el piso, una pequeña caja de cobre, que contenía un
pergamino plegado prolijamente, donde había escritas unas veinte líneas. Tanto
Anderson como Jensen, quien se confesó un discreto paleógrafo, se
entusiasmaron con el descubrimiento, que podía facilitar el esclarecimiento de
fenómenos extraordinarios.
Tengo en mi poder un ejemplar de una obra de astrología que jamás he
leído. En su portada tiene una xilografía de Hans Sebald Beham, que representa
a un grupo de sabios reunidos en torno a una mesa. Tal vez este detalle permita
que los especialistas descubran algo. Ahora no está a mi alcance y no puedo
recordar el título. Las páginas blancas del principio y del final llevan una
escritura que aún no he podido descifrar, a pesar de haber transcurrido ya diez
años. Tampoco he podido descubrir en qué sentido debería leerse, y mucho
menos a qué lengua pertenece tal escritura. Anderson y Jensen, tras someter a
un examen el documento encontrado en la caja de cobre, no lograron
conclusiones fehacientes.
Después de dos días de un análisis minucioso, Jensen, el más audaz de los
dos, puso en práctica la hipótesis de que la escritura sea latín o danés antiguo.
Anderson renunció a toda hipótesis y se limitó a donar —en actitud muy
digna— la caja y el pergamino al Museo de la Sociedad Histórica de Viborg.
Escuché este relato de sus propios labios, unos meses más tarde y después
de una visita a la biblioteca, en un bosque próximo a Upsala. En la biblioteca me
había burlado o nos habíamos burlado del contrato en el cual Daniel Salthenius
—posteriormente profesor de hebreo en Könisberg— vendía su alma al diablo.
Anderson, en verdad, no parecía muy entretenido.
—¡Qué muchacho estúpido! —exclamó, refiriéndose a Salthenius, que aún
era estudiante cuando cometió esa torpeza—. No se debe invocar a quien se
desconoce.
Y cuando yo sugerí las interpretaciones habituales, se limitó a encogerse
de hombros, con una queja. Esa misma tarde me contó el episodio que acabo de
relatar, aunque evitó sacar conclusiones y se negó a juzgar la hipótesis que yo
formulé por mi cuenta.

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