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miércoles, 22 de mayo de 2013

CONFESIONES DE UN ARTISTA DE MIERDA - Philip K. Dick

CONFESIONES DE UN ARTISTA DE MIERDA
Philip K. Dick





Uno

Estoy hecho de agua. Jamás se darán cuenta de ello, porque la tengo contenida. También mis amigos están hechos de agua. Todos. Para nosotros, el problema no sólo radica en que debemos andar sin ser absorbidos por la tierra, sino que debemos ganarnos la vida.
En realidad, hay un problema aún mayor. No nos sentimos cómodos en ninguna parte. ¿Por qué?
La respuesta es la Segunda Guerra Mundial.
Comenzó el 7 de diciembre de 1941. En aquella época yo tenía dieciséis años y todavía asistía a la escuela secundaria de Sevilla. Tan pronto como escuché la noticia en la radio, me di cuenta de que iba a combatir en ella, de que nuestro presidente ahora tenía la oportunidad de azotar a los japoneses y a los alemanes, y que haría falta el esfuerzo de todos, hombro con hombro. La radio la había construido yo mismo. Siempre andaba montando receptores de tubos de superheterodino. Mi cuarto estaba atestado de auriculares, cables y condensadores, junto con mucho más material técnico.
El anuncio de la radio interrumpió una publicidad de pan que decía:
«¡Homer! ¡No te olvides del pan Homestead!»
Solía odiar esa publicidad, y acababa de pegar un salto para cambiar de frecuencia cuando, en el acto, la voz de la mujer fue cortada. Naturalmente, lo noté; no tuve que pensar dos veces para comprender que pasaba algo. Ahí tenía mi colección de sellos coloniales de Alemania —los que muestran el yate del Kaiser, el Hohenzollem— desplegados a muy poca distancia de la luz directa del sol, sabiendo que debía colocarlos en el álbum antes de que les sucediera algo. Sin embargo, me quedé de pie en medio de mi cuarto sin hacer absolutamente nada, salvo respirar, y, claro está, mantener otros procesos normales en marcha. Mantener mi lado físico mientras mi mente se centraba en la radio.
Por supuesto, mi hermana, mi madre y mi padre habían salido a pasar la tarde fuera, así que no tenía a nadie a quien contárselo. Eso me puso lívido de cólera. Después de las noticias sobre los aviones japoneses que nos bombardeaban, me puse a correr en círculos, tratando de pensar a quién llamar. Por fin, bajé a toda velocidad por la escalera y entré en el salón, desde donde telefoneé a Herman Hauck, un amigo de la escuela de Sevilla que compartía mi pupitre en la clase de Física 2A. Le conté las noticias y no tardó ni un instante en venir a casa en su bicicleta. Nos sentamos a la espera delante de la radio y discutimos la situación.
Al mismo tiempo encendimos un par de Camels.
—Esto significa que Alemania e Italia también intervendrán —le dije a Hauck—. Significa una guerra contra el Eje, no sólo contra los japoneses. Desde luego, primero deberemos machacar a los japs, y luego centrar nuestra atención en Europa.
—Cuánto me alegra ver que aquí tenemos nuestra oportunidad de darle su merecido a esos japoneses —comentó Hauck. Los dos nos mostramos de acuerdo—. Estoy ansioso de que entremos en guerra —añadió. Nos pusimos a dar vueltas por mi habitación, fumando y con los oídos atentos a la radio—. Miserables enanos de panza amarilla —soltó Herman—. ¿Sabes?, no tienen una cultura propia. Toda su civilización se la robaron a los chinos. En realidad descienden más de los monos; no son seres humanos de verdad. No es como luchar contra humanos reales.
—Es verdad —dije.
Por supuesto, esto era por 1941, y una afirmación no científica como ésa no se llegaba a cuestionar. En la actualidad sabemos que los chinos tampoco tienen una cultura. Se hicieron Rojos como la masa de hormigas que son. Para ellos, es una vida natural. Además, realmente no importa, porque estábamos destinados a tener problemas con ellos tarde o temprano. Algún día tendremos que machacarlos como machacamos a los japs. Y cuando llegue el momento, lo haremos.
No fue mucho después del 7 de diciembre cuando las autoridades militares transmitieron las noticias por los postes telefónicos, diciéndole a los japs que debían salir de California para tal y tal fecha. En Sevilla —que se encuentra a unos sesenta kilómetros de San Francisco— teníamos cierto número de japoneses haciendo negocios; uno llevaba un vivero, otro una tienda de comestibles... sus típicas tiendas pequeñas, con las que ganan unos peniques aquí y allá, haciendo que sus diez hijos realicen todo el trabajo y, por lo general, manteniéndose con un bol de arroz al día. Ningún blanco puede competir con ellos, ya que están dispuestos a trabajar por nada. Bueno, pues ahora tenían que largarse, les gustara o no. En mi opinión, era por su bien, ya que muchos de nosotros estábamos agitados ante la visión de los japs saboteando y espiando. En la escuela secundaria de Sevilla, unos cuantos perseguimos a un chico japonés y lo zarandeamos un poco, para que viera cómo nos sentíamos. Si no recuerdo mal, su padre era dentista.
El único jap que yo conocía de verdad era un vendedor de seguros que vivía enfrente de nosotros. Como todos ellos, tenía un gran jardín a ambos lados de la casa y en la parte de atrás, y por las tardes y durante los fines de semana solía aparecer con unos pantalones de color caqui, una camiseta y zapatillas de tenis, llevando una manguera y un saco de fertilizante, un rastrillo y una pala. Había plantado un montón de verduras japonesas que jamás reconocí, algunas alubias, calabazas y melones, más las acostumbradas remolachas y zanahorias. Yo solía observarlo mientras quitaba las malas hierbas alrededor de las calabazas, y siempre le decía:
—Ahí está Jack Calabacín de nuevo en su jardín buscando una nueva calabaza.
Con su cuello flaco y su cabeza redondeada no se parecía a Jack Calabacín; tenía el pelo afeitado, como lo llevan ahora los estudiantes universitarios, y siempre sonreía. Tenía dientes enormes que los labios jamás le tapaban.
En aquella época, antes de que sacaran a los japs de California, me obsesionaba la idea de ese amarillo dando vueltas por el barrio con una calabaza en descomposición, buscando una fresca. Tenía un aspecto tan enfermizo —principalmente porque era muy flaco y encorvado— que me puse a conjeturar cuál podía ser su mal. A mí me parecía que era tuberculosis. Durante un tiempo temí —me molestó semanas enteras— que un día que estuviera en su jardín o que bajara por el camino particular en dirección a su coche, se le rompiera el cuello y se le cayera la cabeza a los pies. Aguardé con temor que le sucediera, por eso siempre debía estar atento cuando le oía. Y siempre que andaba cerca podía escucharle, porque constantemente carraspeaba y escupía. Su mujer también escupía, y era muy pequeña y bonita. Casi se parecía a una estrella de cine. Pero su inglés, según mi madre, era tan malo que resultaba inútil que alguien intentara hablar con ella; lo único que hacía era reírse entre dientes.
La idea de que el señor Watanaba se parecía a Jack Calabacín jamás se me podría haber ocurrido si no hubiera leído los libros de Oz en mis años infantiles; de hecho, todavía tenía algunos por mi habitación bien entrada ya la Segunda Guerra Mundial. Los guardaba con mis revistas de ciencia-ficción, mi viejo microscopio y mi colección de piedras, y con el modelo del sistema solar que había construido en la escuela secundaria para mi clase de ciencia. Cuando se escribieron los libros de Oz, allá por 1900, todo el mundo los tomó por una ficción, igual que sucedió con los libros de Julio Verne y H.G. Wells. Pero ahora empezamos a ver que aunque los personajes, como Ozma, el Mago y Dorothy, eran creaciones de la mente de Baum, la idea de una civilización en el interior del mundo no es algo fantástico. Recientemente, Richard Shaver ha proporcionado una descripción detallada de una civilización en el interior del mundo, y otros exploradores están alerta ante la posibilidad de tales descubrimientos. También puede que se descubra que los continentes perdidos de Mu y la Atlántida pertenecen a una cultura antigua en la que las tierras interiores han desempeñado un papel importante.
Hoy en día, en los años 50, la atención de todo el mundo está dirigida hacia arriba, al cielo. La vida en otros mundos es lo que centra la atención de la gente. Sin embargo, en cualquier momento el suelo se puede abrir bajo nuestros pies y surgir extrañas y misteriosas razas de su interior. Vale la pena pensar en ello... Y en California, con eso de los terremotos, la situación resulta particularmente acuciante. Cada vez que hay un terremoto, me pregunto: ¿abrirá éste la grieta en el suelo que, finalmente, revele el mundo interior? ¿Será éste?
A veces, a la hora de la comida, lo he discutido con mis compañeros de trabajo, hasta con el señor Poity, el dueño de la empresa. Mi experiencia me dice que si algunos tienen conciencia de una raza no terrestre, sólo se preocupan de los ovnis y de las razas con las que nos encontramos, sin darnos cuenta, en el cielo. Es lo que llamaría intolerancia, incluso prejuicio, pero requiere mucho tiempo, hasta en estos días, que los hechos científicos lleguen al conocimiento del público en general. Los mismos científicos son remisos al cambio, así que depende de nosotros, el público científicamente entrenado, ser la avanzadilla. No obstante, he descubierto, incluso entre nosotros, que hay muchos a los que no les importa nada. Mi hermana, por ejemplo. En los últimos años, ella y su marido han estado viviendo en la parte norte del Condado de Marin, y lo único que parece preocuparles ahí arriba es el budismo zen. De modo que aquí, en mi propia familia, hay un ejemplo de una persona que ha pasado de la curiosidad científica a una religión asiática que amenaza, igual que el cristianismo, con ahogar la facultad racional de cuestionamiento.
Sea como fuere, el señor Poity está interesado, y yo le he prestado unos libros del Coronel Churchward sobre Mu.
Mi trabajo en el Servicio de Ruedas One-Day Dealer's es interesante, y me obliga a emplear parte de mi destreza con las herramientas, aunque muy poco de mi entrenamiento científico. Me encargo de volver a marcar surcos. Lo que hacemos es coger las lisas, es decir, las ruedas que están tan gastadas que ya casi no les quedan estrías; luego, con una punta caliente marcamos surcos hasta la misma cubierta, siguiendo el viejo patrón gastado, de modo que da la impresión de que la rueda aún tiene caucho... cuando, en realidad, sólo queda el material de la cubierta. Entonces, la pintamos con pintura negra de caucho, dejándole la apariencia de una rueda en buenas condiciones. Por supuesto, si la lleváis en vuestro coche, basta con que piséis una cerilla caliente y ¡boom! Tenéis una rueda pinchada. Sin embargo, por lo general, una rueda vuelta a marcar aguanta un mes. De paso, no podéis comprar ruedas como las que yo hago. Tratamos sólo al por mayor, esto es, con agencias de coches usados.
 El trabajo no paga mucho, pero resulta divertido descubrir el viejo patrón de surcos... a veces casi ni se ve. De hecho, a veces sólo un experto, un técnico entrenado como yo, puede verlo y rastrearlo. Y hay que hacerlo a la perfección, porque si te apartas del patrón original, queda una marca que hasta un idiota puede reconocer que no ha sido hecha por la máquina original. Cuando termino con una rueda, no parece marcada a mano. Muestra el aspecto exacto que tendría si lo hubiera hecho una máquina, lo cual, para un marcador de surcos, es la sensación más satisfactoria del mundo.


Dos

Sevilla, California, tiene una buena biblioteca pública pero lo mejor de vivir en Sevilla es que sólo en veinte minutos en coche llegas a Santa Cruz, donde está la playa y el parque de atracciones. Y durante todo el trayecto hay cuatro carriles.
Para mí, sin embargo, la biblioteca ha sido importante en la formación de mi educación y convicciones. Los viernes, que es mi día libre, voy a eso de las diez de la mañana y leo Life y las viñetas del Saturday Evening Post, y luego, si los bibliotecarios no me están mirando, saco de las estanterías las revistas de fotografía y las inspecciono con el propósito de encontrar esas poses especiales de arte en que aparecen chicas. Y si miras con atención al principio y al final de las revistas de fotografía, encuentras anuncios que casi nadie ve, anuncios que están ahí para ti. Sin embargo, debes estar familiarizado con el estilo. Sea como fuere, lo que esos anuncios te consiguen, si les envías el dólar, es algo distinto de lo que ves incluso en las mejores revistas, como Playboy o Esquire. Recibes las fotos de chicas haciendo algo completamente diferente, y en algunos aspectos son mejores, aunque por lo general las chicas son más viejas —a veces incluso brujas arrugadas— y nunca son bonitas y, lo peor de todo, es que tienen pechos grandes y caídos. Sin embargo, aparecen haciendo cosas inusuales de verdad, cosas que no esperas que las chicas hagan en las fotos —no se trata de cosas especialmente sucias, pues, después de todo, vienen por correo Federal desde Los Angeles y Glendale—, como una que recuerdo en la que una chica estaba echada sobre el suelo, con un sujetador negro de encajes, medias negras y zapatos de tacón alto, y otra chica la limpiaba con una fregona aclarada en un cubo lleno de espuma. Eso me tuvo concentrado durante meses. Y recuerdo otra de una chica vestida con lo habitual —como arriba— que empujaba a otra igualmente ataviada por una escalera, de modo que la víctima-chica (si es que se la llama así; al menos es como yo suelo pensar en ella) estaba toda doblada y ladeada, como si tuviera los brazos y las piernas rotas... una muñeca de trapo o algo por el estilo, como si la hubieran atropellado con un coche.
Y siempre están aquellas en que la chica más fuerte, el ama, tiene atada a la otra. Se les llama fotos de disciplina. Y mejores aún son los dibujos de disciplina. Los que las realizan son artistas realmente competentes... algunos sí que valen la pena verse. Otros, de hecho la mayoría, son basura mediocre, son tan vulgares que no se les debería permitir ir por correo.
Durante años he tenido un sentimiento extraño al mirar esas fotografías, no un sentimiento sucio —nada que ver con la sexualidad o las relaciones—, sino el que experimentas en lo alto de una montaña respirando aire puro, como en Big Basin Park, donde están las secoyas y las corrientes de la montaña. Por esas secoyas solíamos ir de caza, aunque, naturalmente, es ilegal cazar en un parque Estatal o Federal. De vez en cuando conseguíamos algún ciervo. Sin embargo, las armas que usábamos no eran mías. A mí me la prestaba Harvey St. James.
Por lo general, cuando hay algo que vale la pena hacer, nosotros tres, yo, St. James y Bob Paddleford, lo hacemos juntos en el Ford convertible del 57 de St. James, con los tubos de escape dobles, los faros gemelos y el parachoques trasero caído. Es todo un coche, famoso en Sevilla y Santa Cruz; tiene pintura metalizada dorada, con los rebordes de color púrpura que pintamos nosotros a mano. Para conseguir esas líneas tan brillantes empleamos moldes de fibra de vidrio. Se parece más a un cohete espacial que a un coche; tiene el aspecto del espacio exterior y velocidades que se aproximan a la de la luz.
Para pasarlo bien de verdad, cruzamos las Sierras en dirección a Reno. Salimos el viernes por la noche, cuando St. James termina de vender trajes en Hapsberg's Menswear, vamos a San José a recoger a Paddleford —trabaja para la Shell Oil, en el departamento de programación— y, entonces, partimos hacia Reno. Esa noche no dormimos nada; llegamos tarde y nos vamos directamente a jugar en las máquinas tragaperras o al blackjack. Luego, a eso de las diez de la mañana del sábado, nos echamos una cabezadita en el coche, localizamos unos servicios públicos para afeitarnos, cambiarnos las camisas y las corbatas, y salimos en busca de mujeres. Siempre se puede encontrar ese tipo de mujer en Reno; es una ciudad realmente sucia.
Francamente, a mí no me gusta mucho esa parte. No tiene ningún papel importante en mi vida, no más que cualquier otra actividad física. Sólo con mirarme reconoceríais que mi energía principal se encuentra en la mente.
Cuando estaba en sexto grado empecé a usar gafas, ya que leía demasiadas historias divertidas. Tip Top Comics, King Comics y Popular Comics... esos fueron los primeros cómics que aparecieron, allá a mediados de los años treinta, y luego les siguieron muchos más. Yo los leí todos en la escuela primaria, y los cambiaba con otros chicos. Más tarde, en la escuela secundaria, empecé a leer Astonishing Stories, que era una revista de pseudo-ciencia, y Amazing Stories y Thrilling Wonder. De hecho, tenía la colección casi completa de Thrilling Wonder, que era mi favorita. En un anuncio en Thrilling conseguí mi imán de la suerte, que todavía llevo conmigo. Eso fue en 1939.
Toda mi familia había sido delgada, a excepción de mi madre, y en cuanto me puse esas gafas de montura plateada que siempre le daban a los chicos por aquella época, adquirí un aire erudito, como el de un verdadero empollón. Además, tenía una frente ancha. Más tarde, en la secundaria, tenía bastante caspa, lo cual hacía que mi pelo pareciera mucho más claro de lo que era en realidad. De vez en cuando mostraba un tartamudeo que me molestaba, aunque descubrí que si me agachaba de repente, como si estuviera quitándome algo de la pierna, era capaz de pronunciar bien la palabra, de modo que cogí ese hábito. Tenía, y todavía tengo, una marca en la mejilla, al lado de la nariz, una cicatriz debida a la viruela. En la escuela secundaria me sentía nervioso la mayor parte del tiempo, y solía rascármela hasta que se infectó. También tenía otros problemas de piel, del tipo del acné, aunque en mi caso, los puntos mostraban una textura púrpura que el dermatólogo dijo que se debía a una infección ligera de todo mi cuerpo. De hecho, a pesar de que tengo treinta y cuatro años, de vez en cuando, y de manera súbita, me salen granos, no en la cara, sino en el culo o en las axilas.
En la secundaria llevaba ropa bastante buena, lo cual hizo posible que sobresaliera y fuera popular. En particular tenía un jersey azul de cachemira que usé durante casi cuatro años, hasta que olió tan mal que el profesor de gimnasia me obligó a tirarlo. De todas formas, me tenía sentenciado, ya que nunca me duchaba en el gimnasio.
Fue el American Weekly, ninguna otra revista, la que despertó mi interés por la ciencia.
Posiblemente, recordaréis el artículo que sacaron en el número del 4 de mayo de 1935, sobre el Mar de los Sargazos. Por aquel entonces, yo contaba diez años de edad y estaba en cuarto grado. Por lo tanto, apenas era lo suficientemente mayor para leer otra cosa que no fueran historietas. Había un dibujo enorme, en seis o siete colores, que abarcaba dos páginas enteras abiertas: mostraba barcos encallados en el Mar de los Sargazos que llevaban ahí cientos de años. Mostraba los esqueletos de los marineros, cubiertos de algas. Las velas podridas y los mástiles. Había todo tipo de barcos, incluso algunos de la antigua Grecia y Roma, y algunos de la época de Colón, y los barcos de los vikingos. Todos juntos. Inmóviles. Encallados allí para siempre, atrapados por el Mar de los Sargazos.
El artículo contaba cómo los barcos eran atraídos hacia allí y quedaban atrapados, y cómo ninguno jamás conseguía escapar. Había tantos que estaban uno al lado del otro a lo largo de kilómetros. Todas las clases de barcos que existieron, aunque más adelante, cuando aparecieron los buques a vapor, se redujo la cantidad de los que encallaban, obviamente porque no dependían de las corrientes del viento, sino que disponían de su propia energía de propulsión.
El artículo me afectó porque, en muchos aspectos, me recordó un episodio de Jack Armstrong, el Chico Americano, que me había parecido muy importante y tenía que ver con el Cementerio Perdido de los Elefantes. Recuerdo que Jack tenía una llave de metal que cuando la golpeabas resonaba de forma extraña, y era la clave para el cementerio. Durante mucho tiempo golpeé todo trozo de metal con el que me topaba para hacer que resonara, tratando de producir ese sonido y dar por mi cuenta con el Cementerio Perdido de los Elefantes (se suponía que en alguna parte de las rocas se abría una puerta). Cuando leí el artículo sobre el Mar de los Sargazos advertí un parecido importante; se buscaba el Cementerio Perdido de los Elefantes por el marfil, y en el Mar de los Sargazos había millones de dólares en joyas y oro, el cargamento de los barcos encallados, que sólo esperaban que alguien los encontrara y los reclamara. Y la diferencia entre los dos era que el Cementerio Perdido de los Elefantes no era un hecho científico, sino un mito contado por exploradores y nativos comidos por la fiebre, mientras que el Mar de los Sargazos estaba científicamente establecido.
Extendí el artículo en el suelo de nuestro salón, en la casa que teníamos alquilada en aquella época en la Avenida Illinois, y cuando mi hermana regresó a casa en compañía de mi madre y mi padre, traté de interesarla en él. Pero por aquel entonces ella sólo tenía ocho años. Nos enzarzamos en una pelea terrible a causa del artículo, y el resultado fue que mi padre cogió el American Weekly y lo tiró al cubo de la basura que había debajo de la pila. Eso me irritó tanto que tuve una fantasía sobre él en el Mar de los Sargazos. Era tan desagradable que ni siquiera ahora soporto recordarla. Fue uno de los peores días de mi vida, y siempre pensé que Fay, mi hermana, era responsable de lo que sucedió; si hubiera leído el artículo y me hubiera escuchado, como deseaba que hiciera, nada habría salido mal. De verdad me deprimió que algo tan importante y, en cierto sentido, hermoso, fuera degradado tal como ocurrió aquel día. Fue como si pisotearan y aplastaran un sueño delicado.
Ni mi padre ni mi madre estaban interesados en la ciencia. Mi padre trabajaba con otro hombre, un italiano, como carpintero y pintor de casas, y durante unos cuantos años estuvo empleado en los Ferrocarriles Southern Pacific en el departamento de mantenimiento. Nunca leyó nada salvo el Examiner, de San Francisco, el Reader's Digest y el National Geographic. Mi madre estaba suscrita a Liberty, y, luego, cuando la revista dejó de publicarse, se puso a leer Good Housekeeping. Ninguno de los dos recibió una educación científica ni de ningún tipo. Siempre nos desanimaron a mí y a Fay de leer, y de vez en cuando, en mi infancia, hacían incursiones a mi cuarto y quemaban todo material de lectura que pudieran capturar, incluso los libros de la biblioteca. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando estaba de servicio en el ejército, en ultramar, luchando en Okinawa, entraron en mi dormitorio, el cuarto que siempre me había pertenecido, amontonaron todas mis revistas de ciencia-ficción y mis álbumes de fotos de chicas, hasta mis libros de Oz y las revistas de Popular Science, y los quemaron, tal como habían hecho en mi niñez. Cuando regresé de defenderlos contra el enemigo, descubrí que no había nada para leer en toda la casa. Y todos mis valiosos ficheros de referencia de hechos científicos inusuales habían desaparecido para siempre. Sin embargo, recuerdo el que, probablemente, era el hecho más sorprendente de aquel fichero de miles de datos. La luz del sol tiene peso. Cada año la Tierra pesa cinco mil kilos más, debido a la luz del sol que se posa en ella. Nunca lo olvidé, y el otro día calculé que desde la primera vez que lo leí, en 1940, casi novecientos mil kilos de luz del sol han caído sobre la Tierra.
Y luego, también, un hecho que cada vez es más evidente entre las personas inteligentes: ¡la aplicación del poder mental puede mover a distancia un objeto! Es algo que siempre he sabido, porque de niño solía hacerlo. De hecho, toda mi familia lo hacía, hasta mi padre. Se trataba de una actividad que practicábamos con regularidad, en especial en lugares públicos, como los restaurantes. En una ocasión, nos concentramos todos en un hombre que llevaba un traje gris e hicimos que se llevara la mano derecha atrás y se rascara el cuello. Otra vez, en un autobús, influimos para que una vieja gorda de color se pusiera de pie y bajara del vehículo, aunque requirió cierto esfuerzo, probablemente porque era muy pesada. No obstante, un día se nos estropeó por culpa de mi hermana: estábamos concentrados en un hombre que aguardaba para entrar en el lavabo, que se hallaba enfrente de nuestra mesa, y mi hermana dijo de repente:
—Qué montón de mierda.
Tanto mi madre como mi padre se enfurecieron con ella, y mi padre le dio una bofetada, no tanto por emplear una palabra como esa a su edad (tenía unos once años), sino por interrumpir nuestra concentración mental. Creo que oyó la palabra a uno de los chicos de la Escuela Elemental Millard Fillmore, en la cual cursaba quinto grado por entonces. Siendo tan joven, ya había empezado a ser grosera y dura; le gustaba jugar al fútbol y al béisbol, y siempre estaba en el campo de juego con los chicos en vez de con las chicas. Igual que yo, siempre había sido delgada. Solía correr muy bien, casi como un atleta profesional, y tenía la costumbre de coger algo, digamos mi paquete semanal de Jujubees, que yo compraba los sábados por la mañana con mi asignación, y salía corriendo para ocultarse en alguna parte y comérselos. Nunca consiguió lo que llamaríamos una figura, ni siquiera ahora que tiene más de treinta años. Sin embargo, tiene unas piernas bonitas y largas, y un andar elástico, y dos veces por semana va a una clase de baile moderno y hace ejercicio. Pesa unos cincuenta y cinco kilos.
Debido a su afición a los juegos masculinos, siempre empleó palabras de hombres, y cuando se casó por primera vez, lo hizo con un hombre que se ganaba la vida como propietario de una fábrica pequeña de letreros y puertas metálicas. Hasta que le dio un ataque al corazón, fue un tipo duro. Los dos solían subir y bajar por los riscos de Point Reyes, por la zona en la que viven, en el Condado de Marin, y durante un tiempo tuvieron dos caballos árabes en los que cabalgaban. Extrañamente, sufrió el ataque al corazón jugando al badmington, un juego de niños. El pajarito pasó por encima de su cabeza —era un tiro de Fay— y él corrió hacia atrás, tropezó con un agujero de una ardilla y cayó de espaldas. Luego se levantó, soltó unas cuantas maldiciones vehementes cuando vio que su raqueta se había roto por la mitad, se dirigió a la casa para coger otra, y tuvo el ataque al corazón precisamente cuando volvió a salir al patio.
Por supuesto, él y Fay habían estado peleando, como de costumbre, y eso pudo haber tenido algo que ver. Cuando se enfurecía no tenía control sobre el lenguaje que empleaba, y Fay siempre había sido igual, no por emplear sólo palabras soeces, sino por la elección indiscriminada de insultos, que se lanzaban a sus puntos débiles, diciendo cualquier cosa que pudiera hacer daño, fuera o no verdad... en otras palabras, diciendo cualquier cosa, y en voz alta, de modo que sus dos hijas les oyeran con claridad. Incluso en su conversación normal, Charley siempre había sido malhablado, algo que cabe esperar de un hombre que creció en un pueblo de Colorado. Y Fay siempre disfrutó con su lenguaje. Los dos formaban toda una pareja. Recuerdo que un día estábamos los tres en su patio, disfrutando del sol, y yo comenté algo, creo que tenía que ver con el viaje espacial, y Charley me dijo:
—Isidore, sí que eres un artista de mierda.
Fay se rió, porque me dolió mucho. A ella le daba lo mismo que yo fuera su hermano; no le importaba a quién insultaba Charley. La ironía de un patán como ése, de un ignorante barrigudo y bebedor de cerveza del medio-oeste que nunca terminó la escuela secundaria, llamándome un «artista de mierda» se quedó en mi cabeza e hizo que eligiera el título irónico para este trabajo. Puedo ver claramente a todos los Charley Hume del mundo, con sus radios portátiles sintonizadas en los bailes de los Giants, con un cigarro enorme colgando de sus bocas, y esa expresión apagada y vacía en sus gordas y rojas caras... Y son esos patanes los que dirigen este país y sus industrias más importantes, el ejército y la marina, de hecho, todo. Para mí es un misterio eterno. Charley sólo empleaba a siete tipos en su fundición, pero pensad en ello: siete seres humanos que dependían de un granjero como ese para su subsistencia. Un hombre semejante, en una posición en la que pudiera limpiarse la nariz sobre el resto de nosotros, sobre cualquiera que tuviera sensibilidad o talento.

Su casa, en el Condado de Marin, les costó un montón de dinero porque la construyeron ellos. Allá por 1951, recién casados, compraron diez acres, y luego, mientras vivían en Petaluma, donde se encuentra la fábrica de Charley, contrataron a un arquitecto e hicieron que les trazara los planos para su casa.
En mi opinión, el motivo para que Fay se mezclara con un tipo así fue, en primer lugar, para terminar, finalmente, con una casa como la que terminó. Después de todo, cuando la conoció, él ya era el propietario de la fábrica y ganaba sus buenos cuarenta mil dólares al año (al menos es lo que él decía). Nuestra familia jamás tuvo dinero; durante años compramos la comida en las tiendas baratas y creo que en ningún momento de su vida mi padre se puso un traje nuevo. Por supuesto, al ganar una beca y poder ir a la universidad, Fay empezó a conocer a hombres de buenas familias: los chicos de las fraternidades que siempre pasan el tiempo con las luminarias importantes y tipos parecidos. Durante un año, más o menos, salió regularmente con un chico que estudiaba derecho, una criatura delicada que jamás me atrajo mucho, aunque le gustaba jugar en las máquinas de pinball... para conocer las probabilidades matemáticas, según lo explicaba él. Charley la conoció por casualidad, en una tienda de comestibles de la autopista Uno, cerca de Fort Ross. Ella estaba delante de él en la cola, comprando panecillos de hamburguesa, Coca-Cola y cigarrillos, y tarareando una melodía de Mozart que había aprendido en un curso de música de la universidad. Charley pensó que se trataba de un viejo himno que él había cantado en Canon City, Colorado, y se puso a hablar con ella. Afuera tenía aparcado su Mercedes Benz, y mi hermana podía verlo, con la estrella de tres puntas saliendo del radiador. Naturalmente, Charley llevaba el alfiler de la Mercedes Benz en su camisa, de modo que mi hermana y el resto del mundo pudieran ver de quién era el coche. Y ella siempre había querido tener un coche bueno, en especial uno importado.
Mientras la reconstruyo, basada en el detallado conocimiento que poseo de ambos personajes, la conversación fue así:
—¿Ese coche de ahí es un seis o un ocho? —le preguntó Fay.
—Un seis —contestó Charley.
—Santo cielo —dijo Fay—. ¿Sólo un seis?
—Hasta el Rolls Royce es un seis —dijo Charley—. Esos europeos no fabrican de ocho. ¿Para qué necesitas ocho cilindros?
—Santo cielo. El Rolls Royce es un seis.
Toda su vida Fay había querido montar en un Rolls Royce. En una ocasión había visto uno, aparcado ante un restaurante lujoso de San Francisco. Los tres, ella, yo y Charley, dimos la vuelta alrededor de él, observándolo.
—Es un coche estupendo —comentó Charley, y pasó a darnos detalles de cómo funcionaba.
A mí no me interesaba. Si me dan a elegir, me gustaría un Thunderbird o un Corvette. Fay le escuchó mientras seguimos caminando, y me di cuenta de que ella tampoco estaba muy interesada. Algo la había angustiado.
—Son tan llamativos —dijo—. Siempre pensé en un Rolls como en un coche de aspecto clásico. Como un sedán militar de la Primera Guerra Mundial. Un coche de oficiales.
Si alguna vez habéis visto un Rolls nuevo, pensadlo. Son pequeños, metálicos, aerodinámicos, pero también gordos. De apariencia pesada. Como algunos de los modelos de salón de Jaguar, sólo que más impresionantes. Una aerodinámica británica, para entendernos. Personalmente, jamás compraría uno, y me di cuenta de que Fay también luchaba, presa de la misma reacción. El Rolls tenía un acabado plata azulado, con un montón de cromo. De hecho, todo el coche tenía un aspecto demasiado brillante, lo que atraía sobremanera a Charley, a quien le gustaba el metal y no la madera o el plástico.
—Es un coche de verdad —alabó. Resultaba evidente que se daba cuenta de que no lograba llegar a ninguno de nosotros; lo único que era capaz de hacer era repetirse a su manera habitual y torpe. Aparte de sus palabras soeces, poseía el vocabulario de un niño de seis años, sólo unas cuantas palabras para abarcar todo—. Ése es un coche —dijo por último, cuando llegamos a la casa que habíamos ido a visitar a San Francisco—. Sin embargo, parecería fuera de lugar en Petaluma.
—En especial aparcado en tu planta —dije.
—Qué desperdicio sería... —comentó Fay—, gastar todo ese dinero en un coche. Doce mil dólares.
—Demonios, yo podría comprar uno por mucho menos —indicó Charley—. Conozco al tipo que lleva la Agencia de la British Motor Car aquí.
No cabía duda de que lo quería y, si dependiera de él, posiblemente lo habría comprado. Pero su dinero tenía que gastarse en la casa, sin importar que a Charley le gustara o no. Fay no le dejaría comprar más coches. Había tenido, aparte del Mercedes, un Triumph y un Studebaker Golden Hawk, y, por supuesto, varios camiones para el negocio. Fay le había dicho al arquitecto que pusiera radiadores en toda la casa, y allí, en el campo, les costaría una fortuna en electricidad. Todo el mundo allí usa butano o leña. En las tierras de pastoreo, Fay estaba consiguiendo que le construyeran una lujosa casa moderna al estilo de San Francisco, con bañeras empotradas en nichos, paneles de pared de loseta y caoba, iluminación fluorescente, cocina de lujo, provista de lavaplatos con secador incorporado... Todo, incluyendo un equipo de música último modelo con los altavoces camuflados en la pared. La casa tenía un lateral de cristal que dominaba sus tierras, y un hogar en el centro del salón, circular, tipo barbacoa, con una enorme y negra chimenea. Naturalmente, el suelo tenía que ser de baldosas de asfalto, por si algún tronco se caía del fuego. Fay había hecho que construyeran cuatro baños, uno para los niños, uno para invitados, uno para ella y otro para Charley. Y un cuarto de costura, otro destinado a mil usos, una sala de estar, un comedor... hasta un cuarto para la nevera. Y, desde luego, un cuarto para la TV.
Toda la casa descansaba sobre una plancha de cemento. Eso, junto con las baldosas de asfalto, la hacían tan fría que nunca se podían apagar los radiadores de la calefacción, salvo en el período más caluroso del verano. Si la apagabas antes de acostarte, por la mañana la casa era como una cámara frigorífica. Después de que la construyeran, de que Charley y Fay se hubieran mudado con los dos niños, descubrieron que incluso con la chimenea y la calefacción estaba fría desde octubre hasta abril, y que durante la estación húmeda el agua no era absorbida por la tierra, sino que se filtraba a la casa alrededor del marco de los cristales y por debajo de las puertas. Tuvieron que llamar a un contratista para que les construyera un nuevo sistema de desagüe con el fin de desviar el agua que entraba en la casa. En 1956 pusieron por fin unos calentadores de pared de 220 voltios con interruptores manuales y termostatos en todas las habitaciones de la casa; la humedad y el frío habían comenzado a enmollecer la ropa y las sábanas de la cama. También descubrieron que en invierno la corriente eléctrica era interrumpida durante varios días seguidos, y que mientras tanto no podían preparar comida en la cocina eléctrica, y la bomba que les suministraba agua, que era eléctrica, dejaba de bombear; también el calentador de agua era eléctrico, de modo que todo tenía que ser cocinado y hervido en la chimenea. Fay incluso se veía obligada a lavar ropa en un cubo de cinc colgado sobre el hogar. Y los cuatro cogieron la gripe cada año que vivieron allí. Disponían de tres sistemas separados de calefacción, y a pesar de ello, la casa seguía expuesta a las corrientes de aire; por ejemplo, el largo vestíbulo que había entre los dormitorios de los niños y la parte frontal de la casa no recibía nada de calor, y cuando las chicas salían corriendo en sus pijamas de noche, tenían que pasar de sus habitaciones calientes al frío del vestíbulo, y de nuevo al calor del salón. Y lo hacían todas las noches seis veces por lo menos.
Lo peor de todo es que Fay jamás podía encontrar una chica que le cuidara a los niños ahí en el campo, y las consecuencias fueron que ella y Charley dejaron de ir a visitar a otra gente gradualmente. Tenían que ir a visitarlos a ellos, y llegar a Drake's Landing desde San Francisco suponía una hora y media de complicada conducción.
No obstante, les encantaba la casa. Tenían cuatro ovejas de cara negra pastando al otro lado del gran ventanal, sus caballos árabes, un perro collie, tan grande como un pony, que ganaba premios en las exposiciones caninas, y algunos de los patos importados más hermosos del mundo. Durante la primera época que viví allí, disfruté de algunos de los momentos más interesantes de mi vida.


Tres

Conducía con Elsie a su lado en la furgoneta ford, que saltó arriba y abajo al pasar por el bordillo y cambiar el asfalto por la grava. En las laderas de las colinas pastaban las ovejas. Había una granja blanca.
—¿Me comprarías unos chicles en la tienda? —preguntó Elsie—. ¿Me comprarías unos chicles Black Jack?
—Chicles —repitió, aferrando el volante.
Aceleró; el volante giró en sus manos. Tengo que comprar una caja de Tampax, se dijo. Tampax y chicles. ¿Qué iban a decir en el supermercado Mayfair? ¿Cómo puedo hacerlo?
¿Cómo puede pedirme que lo haga?, pensó. Comprar Tampax por ella.
—¿Qué tenemos que comprar en la tienda? —entonó Elsie.
—Tampax —contestó—. Y tus chicles.
Habló con tal furia que la niña se volvió para mirarle con cara temerosa.
—¿Q-qué? —murmuró, encogiéndose y apoyándose contra la puerta.
—A ella le da vergüenza —dijo—, así que debo hacerlo yo por ella. Me obliga a entrar en la tienda y comprarlos.
Y pensó: voy a matarla.
Por supuesto, tenía una buena excusa. Él tenía el coche —se encontraba en casa de unos amigos, en Olema—, y ella telefoneó y le pidió que los comprara de regreso. Y el Mayfair cerraba más o menos en una hora; a las cinco o las seis, no pudo recordar con exactitud. A veces a una hora, algunos días —los de semana— a otra.
¿Qué pasa si no se los llevo?, se preguntó. ¿Se desangran hasta morir? El Tampax es un freno, como un corcho. O... intentó imaginarlo. Pero no sabía de dónde venía la sangre. De una de esas zonas. Demonios, no se supone que yo deba saber esas cosas. Es asunto de ella.
Pero, pensó, cuando los necesitan, los necesitan. Tienen que contenerlo.
Aparecieron edificios con letreros. Entró en la estación de Point Reyes cruzando el puente de Paper Mili Creek. Luego, las marismas a su izquierda... el camino giró a la izquierda, dejando atrás el garaje de Cheda y Harold's Market. Después el viejo hotel abandonado.
En el siguiente descampado, que era el aparcamiento del Mayfair, aparcó al lado de un camión de transporte de heno vacío.
—Vamos —le dijo a Elsie, manteniendo la puerta abierta.
Elsie no se movió. La cogió del brazo, la levantó del asiento y la bajó. Elsie trastabilló, pero él no la soltó y la condujo lejos del coche, hacia la calle.
Puedo comprar un montón de cosas, pensó. Llenar un carro para que no se den cuenta.
En la entrada del Mayfair el miedo se apoderó de él. Se detuvo y se agachó, fingiendo que se anudaba los cordones del zapato.
—¿Tienes el zapato desabrochado? —preguntó Elsie.
—Por todos los demonios, sabes que sí —contestó.
Se soltó los cordones y volvió a atarlos.
—No te olvides de comprar el Tampax —le dijo Elsie.
—¡Cállate! —ordenó con furia.
—Eres malo —dijo Elsie, echándose a llorar. Su voz se convirtió en un grito—. Vete —empezó a golpearle; él se incorporó y ella retrocedió, golpeándole todavía.
La cogió del brazo y la metió en la tienda, más allá de los mostradores de madera, en dirección a las estanterías de comida enlatada.
—Escucha, maldita sea —le dijo, inclinándose—. Quédate quieta y mantente pegada a mí, o cuando volvamos al coche sabrás lo que es bueno, ¿me oyes? ¿Lo entiendes? Si te quedas quieta te compraré los chicles. ¿Quieres los chicles? ¿Quieres los chicles? —La llevó hasta el expositor de golosinas que había al lado de la puerta. Alargando el brazo, cogió dos cajas de chicle Black Jack y se las dio—. Y ahora quédate quieta, para que pueda pensar. Tengo que pensar. —Al rato, añadió—: He de recordar lo que se supone que debo comprar.
Puso pan, una lechuga y un paquete de cereales en el carro; compró varias cosas que sabía que siempre eran necesarias, zumo de naranja congelado y un cartón de Pall Mall. Luego se dirigió al mostrador donde estaban los Tampax. No había nadie. Puso una caja en el carrito, junto con los otros productos.
—Muy bien —le dijo a Elsie—. Ya está.
Sin aminorar la marcha, empujó el carro hasta la caja.
En la caja, dos de las dependientas, con sus batas azules, estaban inclinadas mirando una instantánea. Una clienta, una mujer mayor, se la estaba enseñando; las tres discutían sobre la fotografía. Y, justo enfrente de la caja, una mujer examinaba los diferentes vinos. Así que giró el carrito y lo llevó hasta el fondo de la tienda y comenzó a descargar los diversos artículos que llevaba. Entonces se dio cuenta de que las dependientas le habían visto con el carrito, de modo que no podía vaciarlo; tenía que comprar algo, o les resultaría extraño que lo llenara y se marchara sin comprar nada. Podían pensar que estaba enfadado. Así que sólo devolvió la caja de Tampax y dejó el resto en el carrito. Regresó a la caja y se puso en la cola.
—¿Qué pasa con el Tampax? —preguntó Elsie con una voz tan cargada de cautela que, si no hubiera sabido lo que significaba la palabra, no habría sido capaz de entenderla.
—Olvídalo —dijo.
Después de pagarle a la dependienta, cruzó la calle con la bolsa, en dirección a la furgoneta. ¿Y ahora qué?, se preguntó, sintiéndose desesperado. Tengo que comprarla. Pero si regreso seré más conspicuo que nunca. Quizá pueda conducir hasta Fairfax y comprarla allí, en uno de esos nuevos y enormes drugstores.
Así, de pie, no pudo decidirse. Entonces vio el Western Bar. Qué demonios, pensó. Voy a sentarme allí y tomar una decisión. Cogió la mano de Elsie y la condujo calle abajo hasta el bar. Pero al llegar a los escalones de ladrillo se dio cuenta de que no podría entrar con la niña.
—Tendrás que quedarte en el coche —le dijo, emprendiendo el regreso. De inmediato ella empezó a llorar y a negarse a andar—. Sólo por unos segundos... sabes que no te dejarán entrar en el bar.
—¡No! —aulló la niña, mientras él la arrastraba y la hacía cruzar de nuevo la calle—. No quiero esperar sentada en el coche. ¡Quiero ir contigo!
La metió en la cabina de la furgoneta y cerró las puertas.
Malditas sean, pensó. Las dos. Me están sacando de mis jodidas casillas.
En el bar se bebió un Gin Buck. No había nadie más, así que se sintió relajado y capaz de pensar. El local estaba como siempre, oscuro y espacioso.
Podría ir a la ferretería, pensó, y comprarle una especie de regalo. Una fuente o algo así. Algo para la cocina.
Entonces volvió la idea de matarla. Regresaré, entraré en la casa y la moleré a palos, pensó. La golpearé; lo haré.
Pidió un segundo Gin Buck.
—¿Qué hora es? —le preguntó al camarero.
—Las cinco y cuarto —le dijo el hombre.
Otros clientes habían llegado ya y tomaban cervezas.
—¿Sabe a qué hora cierra el Mayfair?
Uno de los clientes le dijo que creía que a las seis. Se inició una discusión entre éste y el camarero.
—Olvídelo —indicó Charley Hume.
Después de haberse bebido un tercer Gin Buck, decidió volver al Mayfair y comprar los Tampax. Pagó las copas y salió del bar. Al rato se encontró de nuevo en el Mayfair, recorriendo las estanterías, dejando atrás las sopas enlatadas y las cajas de espaguetis.
Además de los Tampax compró un tarro de ostras ahumadas, uno de los platos favoritos de Fay. Luego regresó a la furgoneta. Elsie se había quedado dormida apoyada contra la puerta. Tiró de la palanca, tratando de abrirla, y entonces recordó que había echado el seguro. ¿Dónde demonios tenía las llaves? Dejó en el suelo la bolsa de papel y hurgó en los bolsillos. No estarían en el encendido... Pegó la cara a la ventanilla. Santo Dios, tampoco se veían ahí. Entonces, ¿dónde podían estar? Golpeó el cristal y dijo en voz alta:
—Eh, despierta, ¿quieres? —Volvió a golpear. Por fin Elsie se irguió y lo vio. Señaló la guantera—. Mira si las llaves están ahí —aulló—. Sube el seguro —gritó, señalando el seguro del interior de la puerta—. Súbelo para que pueda entrar.
Por fin Elsie abrió la puerta.
—¿Qué compraste? —preguntó, alargando los brazos hacia la bolsa—. ¿Algo para mí?
Había una llave de repuesto bajo la alfombrilla; la guardaba ahí siempre. Por fin arrancó el coche. Nunca averiguaré adónde fueron a parar, decidió. Debo hacer unas copias. De nuevo buscó en los bolsillos... y ahí estaban, en el interior, donde se suponía que debían estar. Jesús, donde las había guardado, pensó. Debo estar realmente colgado. Salió del aparcamiento y se metió en la Autopista Uno, en la dirección por la que había venido.
Cuando llegó a casa y aparcó en el garaje, al lado del Buick de Fay, cogió las dos bolsas de comestibles y subió por el sendero hacia la puerta delantera. Estaba abierta y se escuchaba música clásica. Pudo ver a Fay por el costado acristalado de la casa; estaba lavando platos, de espaldas a él. Su collie, Bing, se levantó de la estera que había delante de la puerta para saludarlos. Frotó su rabo suave con placer contra él, casi haciéndole perder el equilibrio y tirar una de las bolsas. Con el canto del zapato apartó al perro y se dirigió a la puerta y entró en el salón. Elsie siguió por el sendero hasta el patio trasero, dejándole solo.
—Hola —saludó Fay desde el otro extremo de la casa, con la voz apagada por la música.
Durante un instante no consiguió captar que era la voz de ella lo que oía; durante un instante, pareció únicamente un ruido, un defecto en la música. Entonces apareció, dirigiéndose hacia él con su andar vivo y flexible, secándose al mismo tiempo las manos con un trapo. Se había anudado un pañuelo a la cintura; llevaba pantalones ceñidos y sandalias, y tenía el pelo suelto. Dios, qué hermosa está, pensó. Ese maravilloso andar alerta... dispuesto a girar en la dirección opuesta. Siempre consciente del suelo que había bajo ella.
Mientras abría las bolsas con las compras contempló sus piernas, recordando cuánto las abría, por las mañanas, al hacer sus ejercicios. Una pierna alzada mientras estaba sentada en el suelo... rodeando el tobillo con los dedos mientras se agachaba a un costado. Qué músculos tan fuertes tenía, pensó. Suficientes para cortar a un hombre en dos. Biseccionarlo, desexualizarlo. Parte de ello adquirido gracias al caballo... al montar a pelo y clavar las piernas en los flancos del animal.
—Mira lo que te he traído —dijo, mostrando el frasco de ostras ahumadas.
—Oh... —dijo Fay.
Cogió el frasco, aceptándolo de una manera que daba a entender que comprendía que se lo había comprado con un objetivo profundo, con el deseo de expresar sus sentimientos. De todas las personas del mundo, ella era la mejor en aceptar regalos. Comprendía cómo se sentía él, o cómo se sentían los niños, los vecinos o cualquiera.

Nunca decía mucho, nunca se pasaba, y siempre remarcaba los rasgos importantes del regalo, por qué era tan valioso para ella. Alzó la cara y le miró, y su boca esbozó esa sonrisa rápida, casi un gesto... echando la cabeza a un lado.
—Y esto —dijo, sacando los Tampax.
—Gracias —contestó, aceptándolos.
Cuando cogió la caja, él retrocedió y, escuchándose a sí mismo jadear, la golpeó en el pecho. Ella voló hacia atrás, lejos de él, y soltó el frasco de ostras ahumadas. Entonces corrió tras ella —se deslizaba hacia el suelo por el costado de la mesa, tirando la lámpara mientras intentaba sujetarse— y volvió a golpearla, esta vez haciendo que las gafas salieran disparadas de su cara. En el acto ella se desplomó en el suelo, y las cosas que había sobre la mesa le cayeron encima.
Elsie comenzó a gritar en la puerta. Apareció Bonnie —vio su cara pálida, los ojos abiertos—, pero no dijo nada; se quedó de pie apretando con fuerza el pomo de la puerta... había estado en el dormitorio.
—Ocupaos de vuestras cosas —les gritó a las niñas—. Vamos —aulló—. Largaos de aquí.
Avanzó unos pasos hacia ellas; Bonnie no se movió, pero la pequeña dio media vuelta y huyó.
Arrodillándose, agarró con fuerza a su mujer y la levantó hasta sentarla. Se había roto un cenicero de cerámica que había hecho ella y empezó a recoger las piezas con la mano izquierda, al tiempo que la sostenía con la derecha. Fay se apoyó contra él, con los ojos abiertos y la boca floja. Parecía estar mirando el suelo, con la frente arrugada, como si intentara encontrar algún sentido a lo que había sucedido. Al rato desabrochó dos botones de la blusa y metió la mano dentro, masajeándose el pecho. Sin embargo, estaba demasiado atontada para hablar.
—Ya sabes cómo me siento por tener que comprar eso —dijo Charley a modo de explicación—. ¿Por qué no puedes comprártelo tú? ¿Por qué he de ir yo?
Fay levantó la cabeza hasta mirarle directamente a la cara. El color oscuro de sus ojos le recordó el de las niñas: el mismo tamaño, la misma profundidad. Los ojos de las tres reaccionaban alejándose de él, volando cada vez más lejos a lo largo de una línea que él era incapaz de imaginar o seguir. Las tres juntas... y él se quedaba solo, al margen, mirando únicamente esa superficie exterior. ¿Adónde habían ido? A la comuna, a conferenciar. A acusarle... No oyó nada, pero lo vio muy claramente. Hasta las paredes tenían ojos.
En ese momento, ella se puso de pie y se alejó de él, empujándole con la mano. Tenía una fuerza terrible en movimiento, y le arrolló con el fin de alejarse. Le apartó de una patada para saltar. Pies, manos... caminó sobre él y atravesó el salón, no con movimientos ligeros, sino golpeando el suelo de baldosas de asfalto con los talones, impactando con el fin de obtener una buena tracción... no podía permitirse el lujo de caer. En la puerta cometió un error con el pomo; hubo un momento en el que no pudo avanzar más.
En el acto salió tras ella, hablando todo el tiempo.
—¿Adónde vas? —No se podía esperar ninguna réplica; ni siquiera la esperaba—. Has de reconocer que sabes cómo me siento. Apuesto a que piensas que entré a tomar unas copas en el Western. Bueno, pues no.
Por entonces ella había abierto la puerta. Bajó por el sendero de agujas de ciprés, sólo visible su espalda, el cabello, los hombros, el pañuelo, las piernas y los tacones. Me ha mostrado sus tacones, pensó. Se metió en el coche, en el Buick aparcado en el garaje. De pie en la puerta, observó cómo daba marcha atrás. Dios, a qué velocidad puede ir en marcha atrás con ese coche... el largo y gris Buick bajando por el sendero, con el morro, la parrilla y los faros de cara a él. Después por el portón abierto a la carretera. ¿En qué dirección? ¿Hacia la casa del sheriff? Va a denunciarme, pensó. Me lo merezco. Delito: propinarle una paliza a la esposa.
El Buick desapareció de vista, y sólo quedó flotando el humo del tubo de escape. El ruido del motor seguía siendo audible para él; se lo imaginó por el camino estrecho, girando aquí y allá, coche y camino girando juntos. Ella lo conocía tan bien que jamás se saldría, ni siquiera con una niebla densa. Qué conductora tan buena era, pensó. Me quito el sombrero.
Bueno, regresará con el sheriff Chisholm o se le pasará.
Sin embargo, en ese momento vio algo que no esperaba: el Buick reapareció y se metió en el sendero, casi rozando el portón. ¡Jesús! Frenó, deteniéndose justo delante de él. Fay bajó de un salto y se acercó.
—¿Cómo es que has vuelto? —preguntó con tanta naturalidad como pudo.
—No quiero dejar a las niñas aquí contigo —contestó Fay.
—Demonios —dijo él, atónito.
—¿Puedo llevármelas? —le preguntó, mirándole—. ¿Te importa? —Las palabras salieron con energía.
—Como te plazca —contestó con dificultad—. ¿A cuánto tiempo te refieres? ¿Sólo por hoy?
—No lo sé.
—Creo que deberíamos ser capaces de solucionar todo esto —dijo él—. Deberíamos. Vayamos dentro, ¿de acuerdo?
Pasando a su lado y entrando en la casa, Fay dijo:
—¿Te importa si intento tranquilizar a las niñas?
Desapareció más allá del borde de los armarios de la cocina; al rato, oyó que llamaba a las chicas, en alguna parte de la zona de los dormitorios de la casa.
—Ya no tienes que preocuparte por recibir más golpes —comentó, siguiéndola.
—¿Qué? —preguntó ella desde el interior de uno de los baños, el suyo, que se encontraba fuera del dormitorio y que las niñas usaban en ocasiones.
—Era algo que tenía que quitarme de encima —explicó, bloqueando la puerta cuando ella iba a salir del baño.
—¿Las chicas salieron fuera? —preguntó Fay.
—Es muy posible.
—¿Te importaría dejarme pasar? —su voz revelaba la tensión que sentía. Y él vio que mantenía la mano dentro de la camisa, contra el pecho—. Creo que me rompiste una costilla —dijo, respirando por la boca—. Apenas puedo respirar.
Pero se la notaba tranquila. Se había impuesto un control absoluto sobre sí misma; vio que no le tenía miedo, que sólo era cautela. Esa perfecta cautela de Fay... la rapidez de sus respuestas. Pero le había dejado moverse y volar... no había sido lo suficientemente precavida. Por lo tanto, pensó, después de todo no es un espécimen tan preparado. Si se encuentra en un estado físico tan jodidamente bueno —si esos ejercicios que hace por la mañana sirven para algo—, debió de haber sido capaz de bloquear mi derecha. Por supuesto, es buena al tenis y al golf, y al ping pong... así que está bien. Mantiene su figura mejor que cualquiera de las mujeres que viven por aquí... apuesto a que tiene la mejor figura de toda la asociación de padres y maestros del Condado de Marin.

Mientras Fay encontraba y calmaba a las niñas, él dio vueltas por la casa, buscando algo que hacer. Llevó una caja de cartón llena de basura hasta el incinerador y la quemó. Luego, cogiendo un destornillador del cuarto de herramientas, apretó los grandes tornillos de latón que sostenían la correa del nuevo bolso de piel de Fay... cada dos por tres se aflojaban, soltando un extremo del bolso en momentos inoportunos. ¿Algo más?, se preguntó, haciendo una pausa.
En el salón, la radio había dejado de transmitir música clásica y había empezado con jazz. Así que fue a poner otra emisora. Entonces, mientras giraba el dial, pensó en la cena. Se le ocurrió ir a la cocina y ver cómo iban las cosas.
Descubrió que la había interrumpido mientras preparaba la ensalada. Había una lata medio abierta de anchoas sobre el aparador, al lado de una lechuga, tomates y un pimiento verde. Sobre el hornillo eléctrico —una instalación que él mismo había supervisado—, hervía una olla con agua. Giró el mando de máximo a mínimo. Después cogió un cuchillo de mondar y se puso a pelar un aguacate. Fay nunca había sido buena para eso, era demasiado impaciente. Él hacía siempre ese trabajo.


Cuatro

En la primavera de 1958, mi hermano mayor, Jack, que vivía en Sevilla, California, y que entonces tenía treinta y tres años, robó de un supermercado una lata de hormigas cubiertas de chocolate, y el director lo descubrió y lo entregó a la policía.
Mi marido y yo fuimos en coche desde el Condado de Marin para cerciorarnos de que todo había terminado bien.
La policía le había dejado en libertad; el supermercado no había presentado cargos, aunque le hicieron firmar una declaración en la que reconocía que había robado las hormigas. La idea era que así jamás volvería a atreverse a robarles una lata de hormigas, ya que si le cogían una segunda vez, su declaración firmada lo enviaría a la cárcel de la ciudad. Era un trato de beneficio recíproco; él conseguía irse a casa —que era en lo único que estaría pensando, con su cerebro limitado— y, a partir de ese momento, el supermercado podía contar con su ausencia... pues no se atrevería a que le vieran allí, ni siquiera junto a las cajas vacías de naranjas que había en el muelle de carga de la parte de atrás.
Durante varios meses Jack había alquilado una habitación en la calle Oil, cerca de Tyler, que está situada en el distrito de color de Sevilla; pero, aunque habitada por negros, es una de las pocas zonas interesantes de la ciudad. Hay tiendas, alrededor de veinte por calle, que cada mañana colocan a la venta en la acera somieres para camas, bañeras de hierro galvanizado y cuchillos de caza. De jóvenes solíamos imaginar que cada tienda era la tapadera de algo. Además, el alquiler allí también es barato, y con el asqueroso trabajo que tenía en ese miserable negocio de ruedas, más los gastos de ropa y las salidas con sus amigos, siempre tenía que vivir en lugares semejantes.
Aparcamos ante un parquímetro de veinticinco centavos la hora y cruzamos la calle de manera imprudente, por entre los autobuses amarillos, hasta llegar a la pensión. A Charley le ponía nervioso estar en un distrito así; no dejaba de mirarse los pantalones para ver si había pisado alguna cosa... era obvio que se trataba de algo psicológico, porque en su trabajo siempre se mete hasta el culo en limaduras de metal, chispas y grasa. El pavimento estaba lleno de envoltorios de chicle, escupitajos, orina de perro y preservativos usados, y Charley adoptó esa sombría y desaprobadora expresión protestante.
—No olvides lavarte las manos después de marcharnos —dije.
—¿Puedes contagiarte enfermedades venéreas de farolas o buzones? —me preguntó.
—Si tienes esa clase de mentalidad, sí —contesté.
Arriba, en el pasillo húmedo y oscuro, llamamos a la puerta de Jack. Yo sólo había ido una vez, pero reconocí su cuarto por la gran mancha en el techo, probablemente causada por un viejo inodoro desbordado.
—¿Crees que pensó que se trataba de alguna delicia? —me preguntó Charley—. ¿O desaprobaba que el supermercado vendiera hormigas?
—Ya sabes que siempre amó a los animales —contesté.
Oímos unos resortes provenientes del interior de la habitación, como si Jack estuviera en la cama. Era la una y media del mediodía. Sin embargo, la puerta no se abrió, y al rato cesaron los ruidos.
—Soy Fay —dije, cerca de la puerta.
Una pausa; luego se abrió.
El cuarto estaba limpio, como, por supuesto, tendría que estarlo si Jack iba a vivir allí. Todo se veía reluciente; todos los objetos estaban bien guardados, donde él pudiera encontrarlos, y, desde luego, también tenía los cupones de rebajas de compras: apilados al lado de la ventana. Guardaba todo, en especial el papel de plata y las cuerdas. Había acercado la cama a la ventana para airearla, y él mismo se hallaba sentado sobre las sábanas. Con las manos en las rodillas, nos miró.
Debido a esta crisis, había vuelto a usar la ropa que llevaba de joven por la casa. De nuevo tenía esos pantalones de pana marrón que nuestra madre le había comprado a principios de los años cuarenta. Y llevaba puesta la camisa azul de algodón... limpia, pero lavada tantas veces que se había vuelto blanca. El cuello estaba totalmente deshilachado y no le quedaba ni un botón. Sujetaba la pechera con clips.
—Pareces un pelagatos —dije.
Mirando a su alrededor, Charley comentó:
—¿Por qué guardas toda esta basura? —Se había acercado a una mesa llena de pequeñas rocas lavadas.
—Las cogí debido a la posibilidad de que fueran minerales radiactivos —explicó Jack.
Eso significaba que, incluso con su trabajo, seguía dando sus largos paseos. Para confirmarlo, en el armario, bajo un montón de jerseys que se habían caído de las perchas, en una caja de cartón de sobrantes del ejército había unas botas cuidadosamente atadas con cordones de bramante y marcadas con la inclinada letra de Jack. Más o menos cada mes, cuando iba a la escuela secundaria, había gastado un par de botas, de esas antiguas con la lengüeta alta.
Para mí esto era más serio que el robo, así que quité un montón de revistas Life de una silla y me senté, con la decisión de quedarme el tiempo suficiente para hablar en serio con él. Charley, naturalmente, permaneció de pie para que yo no olvidara que quería irse. Jack le ponía nervioso. No se conocían nada, pero así como Jack no le prestaba atención, Charley siempre parecía imaginar que iba a ocurrir algo en perjuicio suyo. Después de ver a Jack por primera vez, me dijo sin tapujos —Charley era incapaz de guardarse algo para sí mismo— que mi hermano era la persona más chalada que había visto jamás. Cuando le pregunté por qué lo decía, contestó que sabía bien que Jack no tenía por qué actuar como lo hacía; que se comportaba así porque lo deseaba. Para mí la distinción no tenía sentido, pero Charley siempre le dio mucha importancia a esas cosas.
Los largos paseos habían empezado en la escuela secundaria elemental, allá por los años treinta, antes de la Segunda Guerra Mundial. Vivíamos en una calle llamada Garibaldi, y durante la Guerra Civil Española, debido a los sentimientos en contra de los italianos, el nombre de la calle se cambió por el de Cervantes. Jack tuvo pronto la intuición de que se iban a cambiar todas las calles, y durante un tiempo pareció vivir entre los nombres nuevos —sin duda todos de escritores y poetas antiguos—, pero cuando comprobó que no se cambió el de ninguna otra, se le pasó la fiebre. Sea como fuere, durante un mes o así, había hecho que la situación del mundo pareciera real para él, y pensamos en ello como una mejoría, pues hasta entonces no había sido capaz de imaginar que la guerra era un suceso verdadero, y que el mundo en el que tenía lugar también lo era. Nunca había podido distinguir entre lo que leía y lo que realmente experimentaba. Para él, la intensidad era el criterio, y esos nauseabundos relatos que aparecían en el suplemento dominical sobre continentes perdidos y diosas de la selva siempre le habían resultado más atractivos y convincentes que los titulares diarios.
—¿Sigues trabajando? —le preguntó Charley a su espalda.
—Claro que sí —dije yo.
—He dejado temporalmente mi puesto en el servicio de neumáticos —contestó Jack.
—¿Por qué? —pregunté.
—Estoy demasiado ocupado —contestó.
—¿Haciendo qué?
Señaló un montón de cuadernos de notas, llenos de páginas manuscritas. En una época había pasado todo su tiempo libre escribiendo cartas a los periódicos, y ahora, una vez más, se hallaba involucrado en algún proyecto descabellado y demente, elaborando, probablemente, algún plan para irrigar el desierto del Sahara. Charley cogió el primer cuaderno de notas y lo hojeó, para volver a tirarlo sobre la mesa.
—Es un diario —dijo.
—No —corrigió Jack, poniéndose de pie. Su cara delgada y marcada adquirió ese aire frío y superior, esa imitación de la arrogancia del erudito que se enfrenta al profano—. Es una relación científica de hechos probados —afirmó.
—¿Cómo te mantienes? —inquirí.
De forma instintiva supe cómo lo hacía; de nuevo dependía de lo que le mandaran de casa, de nuestros padres... quienes, en este momento de sus vidas, no podían permitirse el lujo de mantener a alguien más, casi ni a ellos mismos.
—Estoy bien —dijo Jack.
Por supuesto que diría eso; tan pronto como entraba el dinero se lo gastaba, habitualmente en ropas llamativas. Y si no, lo perdía, lo prestaba o lo invertía en alguna estupidez que hubiera leído en una revista pulp: en algún hongo gigante, quizá, o en algún ungüento que curaba la piel y que vendían de puerta a puerta. Al menos el trabajo de los neumáticos, aunque al límite de la estafa, había sido fijo.
—¿Cuánto dinero tienes? —quise saber, sin darle un respiro.
—Veré —contestó.
Abrió el cajón de una cómoda. Del interior sacó una caja de cigarros. Se sentó en la cama, de nuevo sobre las sábanas, y la abrió apoyándola sobre su regazo. La caja estaba vacía salvo por una docena de peniques y tres níqueles.
—¿Estás buscando otro trabajo? —pregunté.
—Sí.
En el pasado había tenido los trabajos más bajos: había ayudado en un comercio en la entrega de lavadoras; había sacado verduras de sus cajas para una tienda de comestibles; había barrido un drugstore; en una ocasión, incluso había servido como repartidor de herramientas en la Alameda Naval Air Station. Durante el verano, de vez en cuando se ofrecía como recolector de frutas, y lo transportaban en un camión abierto al interior del campo. Ese era su trabajo favorito, porque se atiborraba de fruta. Y en otoño, invariablemente, se dirigía a la enlatadora Heinz, cerca de San José, y enlataba peras.
—¿Sabes lo que eres? —dije—. Eres el individuo más ignorante e inepto de la faz de la tierra. En toda mi vida no he visto a alguien con tanta basura en la cabeza. ¿Cómo consigues mantenerte con vida? ¿Cómo demonios llegaste a nacer en mi familia? Antes que tú, jamás tuvimos un loco.
—Tranquila —dijo Charley.
—Es verdad —me dirigí a él—. Santo cielo, seguro que piensa que esto es el fondo del océano y que estamos viviendo en un castillo de la Atlántida. ¿En qué año estamos? —le pregunté a Jack—. ¿Por qué robaste esas hormigas? ¿Por qué? Dímelo.
Empecé a sacudirlo, como había hecho de niña cuando le oí por primera vez soltar esa basura demente que llenaba su cerebro, cuando, exasperada y asustada, me había dado cuenta de que su cerebro estaba torcido, que entre distinguir la realidad de la ficción, elegía la ficción, y entre el buen sentido y la estupidez, prefería la estupidez. Él podía conocer la diferencia... pero prefería la basura; se llenaba de ella con meticulosa sistematización. Como si fuera un fanático de la Edad Media memorizando todo ese sistema absurdo de Santo Tomás de Aquino sobre el universo, esa endeble y falsa estructura que se derrumbó finalmente... excepto en algunas cloacas intelectuales, como el cerebro de mi hermano.
—Necesitaba realizar un experimento —anunció Jack.
—¿De qué tipo? —pregunté.
—Existen casos verificados de sapos que siguen vivos en animación suspendida en el barro durante siglos —explicó.
Entonces vi lo que su mente había concebido: que las hormigas, al estar sumergidas en chocolate, quizá se encontraran preservadas, embalsamadas, y se las pudiera volver a la vida.
—Sácame de aquí —le pedí a Charley.
Abrí la puerta y salí al pasillo. Temblaba de verdad; no era capaz de soportarlo. Charley me siguió y dijo en voz baja:
—Resulta evidente que no puede cuidar de sí mismo.
—Está claro —acordé.
Sentí que si no iba a algún lugar a tomar una copa perdería la razón. Deseé por todos los demonios que no hubiéramos salido del Condado de Marin; no había visto a Jack durante meses y, en lo que se refiere a este punto, me habría encantado no verle nunca más.
—Mira, Fay —dijo Charley—, es de tu sangre y carne. No puedes dejarlo.
—Seguro que puedo —afirmé.
—Debería vivir en el campo —indicó Charley—. Al aire libre, donde pueda estar con animales.
Charley había intentado varias veces llevar a mi hermano a la zona rural de Petaluma; quería meterlo en una de las grandes granjas lecheras como ordeñador. Lo único que Jack tendría que hacer era abrir una puerta de madera, meter a una vaca dentro, ponerle los artilugios eléctricos en las tetillas, encender el ordeño al vacío, pararlo en el momento adecuado, quitarle los aparatos a la vaca, y pasar a la siguiente. Una y otra vez... Era el escalafón más bajo, en lo que a trabajos creativos se refería, pero algo que Jack podría manejar. Pagaban más o menos un dólar y medio la hora, y los ordeñadores recibían comida y cama gratis. ¿Por qué no? Y estaría en compañía de animales... grandes y sucias vacas cagando y meando, cagando y meando.
—No estoy en contra de ello —comenté.
Conocíamos a varios rancheros; nos sería fácil conseguir que lo contrataran como aprendiz de ordeñador.
—Llevémosle con nosotros —dijo Charley.

Para llevarlo al Condado de Marin tuvimos que guardar todas sus cosas valiosas, su colección de hechos científicos, sus rocas, sus escritos y dibujos, y toda su ropa llamativa, sus elegantes jerseys y los pantalones que se ponía para deslumbrar a los indeseables de Reno durante los fines de semana... todo se metió en cajas y se cargó en la parte de atrás del Buick. Cuando terminó —Charley hizo todo el trabajo; yo me senté a leer en el asiento delantero del coche, y Jack desapareció durante una hora para despedirse de algunos de sus amigos—, el cuarto estaba casi vacío, salvo por las hojas de los cupones, que me negué a dejarle traer.
Igual que la habitación que tenía de niño, pensé. Durante la guerra, cuando estuvo unos pocos meses en el ejército, habíamos entrado en ella y limpiado todo, destruyéndolo. Naturalmente, al regresar —con una baja médica debido a sus alergias... tenía ataques de asma— experimentó un arrebato terrible, seguido de retraimiento y depresión. Languideció por su basura desaparecida. Y después, en vez de crecer e interesarse por algo más razonable, se había marchado, alquilado una habitación para él y vuelto a empezar de nuevo.
Mientras Charley conducía hacia la autopista que iba en dirección norte, conmigo a su lado y Jack en la parte trasera junto a sus cajas, temí lo que le podría pasar a mi casa si mi hermano chiflado residiera en ella, incluso por unos pocos días. Sin embargo, podíamos meterlo en el trastero. Ya las niñas mantenían su parte de la casa hecha un desastre. Seguro que él no podría hacer algo peor que dibujar en las paredes, manchar las cortinas y almohadones de arcilla, derramar pintura sobre el cemento del patio, dejar los calcetines del mes pasado en el azucarero, estornudar con la sopa en la boca, caerse mientras sacaba la basura y quitarse medio ojo con el borde de una tapa de lata de sardinas. Un niño es un animal asqueroso y amoral, sin instintos o sentidos, que ensucia su propio nido si se le da una oportunidad. No se me ocurría ninguna cualidad que redimiera a un niño, salvo que le puedes zurrar mientras es pequeño. Charley y yo vivíamos en la parte delantera de la casa, y, en la de atrás, poco a poco las niñas iban empujando su desorden, centímetro a centímetro... hasta que nosotros y la señora Mendini entrábamos y limpiábamos todo, tirábamos todo, quemábamos la basura, y el proceso volvía a comenzar. Jack, sencillamente, añadiría más material al caos; no aportaría nada nuevo, sólo más de lo mismo.
Claro está que, siendo físicamente maduro, no se lo podría manejar como manejábamos a las chicas, lo cual me asustaba. En algunos aspectos, me tenía asustada desde hacía años; siempre tuve la certeza de que nunca sería capaz de anticipar qué podría hacer o decir, qué ideas antinaturales saldrían de su cerebro... quizá que consideraba a las farolas como figuras de autoridad, y a los policías como objetos hechos de cables. Sé que de niño había tenido la idea de que las cabezas de varias personas iban a caerse; nos lo había contado. Y sé que creía que su maestro de geometría de la secundaria era un gallo vestido con traje... noción que tal vez sacó al ver una vieja película de Charlie Chaplin. Ciertamente, aquel maestro sí que andaba como un gallo cuando recorría la clase.
Supón, por ejemplo, que le entrara una locura homicida y se comiera las ovejas de los vecinos. En las zonas rurales, matar ovejas es un delito grave, y a cualquier cosa que mate a una se la abate de un disparo. En una ocasión, un chico granjero había ido por ahí rompiéndole el cuello a todo tipo de crías en una extensión de kilómetros a la redonda... Nadie había sido capaz de imaginar por qué, pero, sin duda, era el equivalente rural de los chicos de ciudad que rompen ventanas o pinchan ruedas. Sin embargo, el vandalismo en el campo casi siempre involucra matanzas, ya que la propiedad granjera se expresa en términos de patos y de pollos, rebaños de vacas lecheras, corderos y ovejas, incluso cabras. A nuestra derecha, los Lardner, una pareja de viejos, tenían cabras, y a menudo mataban una y se la comían, preparándose cosas como guiso y sopa de cabra. Para la gente del campo una oveja o una vaca campeonas debían ser protegidas contra cualquier amenaza; están acostumbrados a envenenar a las ratas, disparar a los zorros y mapaches, a los perros y a los gatos que entran en su propiedad, e imaginé a Jack, alguna noche, recibiendo disparos mientras se arrastraba por debajo de una valla de alambre de espinos con un ensangrentado cordero en sus fauces.
Así que ahora, conduciendo de regreso a Drake's Landing, empezaba a experimentar fantasías mórbidas de ansiedad... supongo que las tenía por Jack, ya que él se encontraba más bien tranquilo e impasible.
Pero ése es un aspecto de la vida en el campo. Yo he estado sentada en el salón, escuchando a Bach en el equipo de música, y he mirado por las ventanas, a través del campo, hacia el rancho que había al pie de la colina del otro lado, y he visto algunas cosas horribles: un viejo ranchero con sus vaqueros, botas y sombrero impregnados de estiércol, salir con un hacha y despedazarle el cráneo a un perro que merodeaba por su gallinero. No había nada que hacer salvo seguir escuchando a Bach y tratar de leer «By Love Possessed». Y, por supuesto, nosotros matábamos a nuestros propios patos cuando llegaba el momento de comerlos, y el perro mataba tuzas y ardillas a diario. Y, al menos una vez a la semana, encontrábamos la cabeza medio devorada de un ciervo ante la puerta delantera, transportada allí por el perro desde el cubo de la basura de alguna casa del vecindario.
Desde luego, el problema radicaba en tener a un necio como Jack en tu camino todo el tiempo. Para Charley era fácil; se pasaba el día en la planta, y al anochecer se encerraba en su estudio a revisar papeles, y los fines de semana, por lo general, salía y se dedicaba a usar la cortadora giratoria o a podar algún árbol con la sierra. Analizar la idea de tener a mi hermano todo el día en casa hizo que me diera cuenta de lo aislado que estás realmente en el campo; no hay ningún lugar al que ir ni nadie a quien visitar... te quedas sentada todo el día en casa leyendo, trabajando o cuidando de las niñas. ¿Cuándo salía de la casa? Las noches de los martes y jueves tenía mis clases de escultura en San Rafael. Los miércoles por la tarde venían los Bluebird para hornear pan o tejer alfombras. Los lunes por la mañana iba a San Francisco para ver al doctor Andrews, mi analista. Los viernes por la mañana conducía hasta Petaluma para comprar en el Purity Market. Y los martes por la tarde tenía mis clases de baile moderno. Y eso era todo, a excepción de las cenas ocasionales con los Fineburg o los Meritan, o ir los fines de semana en coche hasta la playa. Lo más excitante que había ocurrido en años fue el camión de heno que perdió su carga en el camino a Petaluma y chocó contra la furgoneta de Alise Hatfield, con ella y los tres niños dentro. Y los cuatro adolescentes que recibieron una paliza en Olema por parte de veinte leñadores. Éste es el campo. Esto no es la ciudad.
Eres afortunada al vivir donde vivimos, al poder comprar todos los días el Chronicle de San Francisco; no lo reparten... tienes que ir en coche hasta el Mayfair y adquirirlo en los kioscos.
Mientras conducíamos por San Francisco, Jack se estiró y comenzó a hacer comentarios sobre los edificios y el tráfico. Resultaba evidente que la ciudad le estimulaba, sin duda de manera malsana. Vio las pequeñas y apiñadas tiendas que hay a lo largo de Mission y quiso parar. Afortunadamente, salimos del distrito Market y nos metimos en Van Ness. Charley observó los diversos coches importados que había en los expositores de las agencias de automóviles, pero Jack no pareció interesado. Cuando entramos en el Golden Gate, ninguno de los dos le prestó atención a la increíble vista de la ciudad y la bahía y las colinas de Marin; carecían de capacidad para disfrutar estéticamente de algo... Para Charley las cosas debían ser financieramente valiosas, y para Jack tenían que ser... ¿qué? Sólo Dios lo sabía. Hechos extraños, como la lluvia de ranas. Milagros y cosas por el estilo. Esta vista espectacular se perdía para los dos, pero yo mantuve los ojos en el paisaje todo lo que pude, hasta que, por último, dejamos atrás las colinas y los fuertes, y nos adentramos de nuevo entre la porquería de los pequeños pueblos suburbanos, Mili Valley, San Rafael... en lo que a mí respecta, el fondo del pozo. Algo realmente vulgar, con la suciedad y la contaminación, y siempre las maquinarias del Condado destruyendo los caminos para una nueva autopista.
Despacio, pasamos por Ross y San Anselmo, luchando con el tráfico. Luego, dejamos atrás Fairfax, las tiendas y los apartamentos, y salimos a la extensión de la primera tierra de pastoreo, los primeros desfiladeros. De pronto había vacas en vez de estaciones de servicio.
—¿Qué te parece? —le preguntó Charley a mi hermano.
—Está desierto —contestó Jack.
—Bueno, ¿quién querría vivir aquí con las vacas? —dije con amargura.
—Una vaca tiene cuatro estómagos —comentó Jack.
White's Hill le impresionó, con su pendiente terriblemente escarpada y sinuosa, y al otro lado, el Valle de San Jerónimo hizo que los tres nos sintiéramos a gusto. En el tramo recto del camino, Charley puso el coche a ciento veinte, y el viento cálido del mediodía, el viento puro del campo sopló a nuestro alrededor y limpió el coche del olor a papel mohoso y ropa vieja. Los campos a ambos lados se habían tornado marrones por el sol y la falta de agua, pero entre los grupos de robles, entremezclados con las rocas, vimos hierba y flores silvestres.
Nos habría gustado vivir por aquí, más cerca de San Francisco, pero el terreno era demasiado caro, y el tráfico en verano contenía un elemento deprimente: la multitud de los fines de semana que iba a Lagunitas y a las cabañas que alquilaban allí, y los excursionistas del Parque Samuel Taylor. En ese momento pasamos por Lagunitas, con su única tienda, y luego el camino giró, con la misma brusquedad de siempre, haciendo que Charley frenara de forma tan radical que el morro del Buick bajó y las cuatro ruedas chirriaron. La cálida y seca luz del sol desapareció y nos encontramos en el corazón de las secuoyas, oliendo el arroyo, las hojas húmedas, los lugares oscuros y fríos donde los helechos crecían en julio.
—Eh, ¿no vinimos de picnic aquí en una ocasión? —dijo Jack, despertándose.
Ladeó el cuello ante la vista de las mesas y los hoyos para las barbacoas.
—No —contesté—. Fue en Muir Woods. Tú tenías nueve años.
Después de llegar a las colinas que dan a Olema y la Bahía de Tómales, Jack comenzó a darse cuenta de que ya había salido por completo de la zona de ciudad y que había entrado en el campo. Vio los viejos y descascarados molinos de viento de madera, los albergues abandonados, los pollos en los senderos, y esa típica señal del campo: los tanques de butano montados detrás de cada casa. Allí, también, estaba el letrero, a la derecha del camino, justo antes de llegar a Inverness Wye, que indicaba la perforación de pozos.
Al pasar por Paper Mili Creek, observó a los pescadores en el agua y vio, por primera vez en su vida, un airón, de un blanco centelleante, pescar en los marjales.
—Por aquí se ven garzas azules —dije—. Y en una ocasión vimos una bandada de cisnes silvestres. Dieciocho en total, en una cala cerca de Drake's Estero.
Después de haber cruzado Drake's Landing y empezado a subir por el estrecho camino recubierto de alquitrán, Saw Mili Road, en dirección a nuestra casa, Jack comentó:
—Sí que reina la tranquilidad aquí.
—Sí —corroboró Charley—. De noche oyes el mugido de las vacas.
—Suenan como dinosaurios atrapados en la ciénaga —indiqué.
Encaramado sobre los cables telefónicos, en el último recodo del camino, había un halcón. Le conté a Jack cómo ese halcón en particular se pasaba el tiempo sobre el cable, un año tras otro, cazando ranas y saltamontes. A veces se le veía muy lustroso, pero otras, las plumas mostraban una apariencia fea, como si fuera a cambiarlas. Y no lejos de nuestra casa, los Hallinan perdían las carpas doradas que tenían en su estanque particular ante el martín pescador que se posicionaba en el ciprés cercano.
No hace muchos años, los alces y los osos solían vagar por las colinas que daban a la Bahía Tómales, y el invierno pasado Charley afirmó haber divisado una enorme y negra pata en la periferia de los faros del coche; algo se había metido en el bosque, y si no era un oso, se trataba de un hombre con una piel de oso. Pero no lo discutí con Jack. No tenía sentido proporcionarle los mitos locales, porque pronto se inventaría mitos propios; y no serían alces u osos los que se adentrarían en la huerta una vez que oscureciera para comerse los ruibarbos... serían marcianos cuyos platillos volantes habían aterrizado en los desfiladeros de Inverness. Y ahora se me ocurrió pensar en la enfebrecida actividad sobre platillos volantes que había en Inverness Park; ya existía un grupo rabioso que sin duda atraería a Jack a sus filas y le suministraría el beneficio de sus dos sesiones por semana de exploraciones en la hipnosis, la reencarnación, el budismo Zen, los poderes extrasensoriales y, por supuesto, los ovnis.


Cinco

El chico y la chica, que llevaban unos jerseys de lana de cuello vuelto, de color rojo, y vaqueros, apoyaron sus bicicletas contra el edificio de la farmacia y se abrazaron. La chica levantó un dedo y quitó una mota del ojo de él. Conversaron pausadamente. El perfil de la chica, con sus bucles de cabello castaño, era el de una moneda antigua, quizá una de los años veinte o de comienzos de siglo... un perfil arcaico, la cara de la alegoría: suave, introspectiva, impersonal, delicada. El pelo del joven había sido cortado según la forma de la cabeza, una taza negra. Los dos eran delgados. Él era un poco más alto.
Cerca de ellos, Fay observó a través del parabrisas del coche mientras el chico y la chica se alejaban juntos.
—Tengo que conocerlos —dijo—. Creo que bajaré y los invitaré a casa a tomar un Martini. —Empezó a abrir la puerta—. ¿No son hermosos? —preguntó—. Como salidos de un libro de Nietzsche. —Su cara había adquirido una expresión despiadada; no les dejaría marchar, y él vio que no les quitaba los ojos de encima, que no los perdía de vista. Los tenía a su alcance visual; los había localizado—. Quédate aquí —dijo, poniendo los pies en la acera y empezando a cerrar la puerta a su espalda; el bolso, que colgaba de su correa de cuero, chocó contra el coche.
Justo cuando iba a ir tras ellos, las gafas de sol que le habían prescrito se le cayeron de la mano y fueron a parar al suelo de grava del aparcamiento. Las recogió rápidamente, sin mirar si los cristales seguían intactos. Tan preocupada estaba por contactar con el chico y la chica que comenzó a andar al trote. Sin embargo, no perdió su gracia, el equilibrio de sus hermosas piernas. Corrió tras ellos consciente de sí misma, tratando de imaginar la impresión que su aparición les causaría, a ellos y a las personas que pudieran estar mirando.
Asomándose por la ventanilla, él la llamó:
—Espera. —Fay se detuvo con mirada inquisitiva, impaciente—. Vuelve —dijo con un tono de voz impostado, dando a entender que ella iba a la tienda y que él había recordado algo que debía comprar. Ella sacudió la cabeza con un gesto negativo—. Vamos —insistió, saliendo ahora del coche.
Sin dirigirse hacia él ni continuar la marcha, le esperó mientras se acercaba.
—Maldito seas, cabrón —dijo cuando la alcanzó—. Van a subirse a sus jodidas bicicletas e irse pedaleando.
—Déjalos —dijo—. No los conocemos. —Su decidido interés por ellos, el alcance de la fascinación que se veía en su rostro, le habían hecho sospechar—. ¿Qué te importan? —preguntó—. Son sólo unos chicos... como mucho tendrán dieciocho años. Probablemente van a nadar un rato a la bahía.
—Me pregunto si serán hermanos —comentó Fay—. O si se han casado y están disfrutando de su luna de miel. No pueden vivir por aquí. Deben de estar de visita. ¿Quién los conocerá? ¿Viste de dónde vinieron? ¿Desde qué lado de la ciudad? —Los observó pedalear por la colina en dirección a la autopista Uno—. Quizá estén recorriendo los Estados Unidos en bicicleta —aventuró, llevándose una mano a la frente para poder ver mejor. En cuanto los perdió de vista, regresó al coche con él. Mientras iban a casa, dijo—: Se lo puedo preguntar a Pete, el cartero. Si alguien los conoce, debe ser él. O a Florence Rhodes.
—Maldita seas —exclamó él—, ¿para qué quieres conocerlos? ¿Pretendes follártelos? ¿A cuál? ¿A los dos?
—Son tan hermosos —anunció Fay—. Son como algo que hubiera caído del cielo; si no los conozco, moriré. —Habló con voz apagada, dura, sin sentimentalismo—. La próxima vez que los vea me acercaré a ellos y les diré sin rodeos que no soporto no llegar a conocer a dos personas tan fascinantes, y quién demonios son y por qué.
—Supongo que estás muy sola aquí —comentó él por fin, sintiendo indignación y melancolía—, en el campo, donde no hay nada que hacer y nadie a quien merezca la pena conocer.
—No pienso pasar por alto la oportunidad de conocer a alguien —dijo Fay—. ¿Tú lo harías si fueras yo? Sabes que me gusta que venga gente a cenar a casa... si no, no hay otra cosa que hacer más que alimentar a las niñas, lavar los platos, limpiar las alfombras y sacar la basura.
—Echas de menos la vida social —comentó él.
Ante ese comentario, su mujer se rió.
—La echo de menos como loca. Por eso pierdo la chaveta. Es la razón por la que me paso casi todo el tiempo en el jardín. Por lo que siempre voy por ahí en vaqueros.
—Vosotras, matronas del Condado de Marin —dijo, entre bromista y colérico—. Bebiendo café y cotilleando.
—¿Es así como me ves?
—Antigua reina de la universidad —continuó—. Antigua chica de fraternidad femenina se casa con hombre acomodado, se traslada al Condado de Marin y funda un grupo de danza moderna. —Giró la cabeza a la derecha, hacia el edificio de tres plantas donde se reunía el grupo de baile—. La cultura a los granjeros y lecheros.
—Bésame el culo —dijo Fay. Después de eso los dos guardaron silencio y clavaron la vista al frente, ignorándose mutuamente hasta que él entró por el sendero de su casa y aparcó—. Una de las chicas dejó la puerta abierta —anunció Fay en voz baja mientras descendía del coche.
La puerta de entrada estaba abierta, y se podía ver el rabo del collie por ella. Sin esperarle, se dirigió a la casa, dejándole solo.
Me molesta, pensó él. Su reacción hacia aquellos dos jóvenes. Porque... ¿Porqué? Demuestra que le falta algo. No está recibiendo algo que debería recibir.
Cierto, reconoció. Ninguno de los dos. Los dos lo deseamos con vehemencia... Fue él quien advirtió primero la presencia del chico y de la chica, quien dirigió la atención de su mujer a ellos. Los jerseys de lana suave. Los colores cálidos. La piel pura, ese frescor. ¿De qué habían hablado en voz tan baja? La chica acariciando la cara de él, calmándolo y cuidándolo... sumergidos en su mundo compartido, mientras se hallaban de pie ante la farmacia de la Bahía de Tómales, en una tarde de sábado, bañados por los rayos del sol. Y ninguno de los dos sudaba...
Apenas tocados por nosotros, pensó. Ni siquiera conscientes de nuestra presencia. Somos sombras a la deriva, que no van a ninguna parte.

Al día siguiente, mientras compraba sellos en la oficina de correos, volvió a verlos. En esta ocasión había venido solo, dejando a Fay en casa. Los vio en la esquina, con sus bicicletas, tratando de decidirse por algo. Estaban parados ante el bordillo.
Le invadió el impulso de salir de la oficina de correos y acercarse a ellos. ¿Estáis perdidos?, les preguntaría. ¿Tratáis de encontrar una casa en particular? No hay numeración, es una ciudad muy pequeña.
Pero no lo hizo. Se quedó en la oficina de correos. Y al rato apartaron las bicis del bordillo y pedalearon hasta perderse de vista.
Se sintió vacío.
Una pena, pensó. Oportunidad perdida. Si Fay hubiera estado aquí, no habría dudado en salir. Ésa es la diferencia entre nosotros: yo lo pensaría, ella lo haría. Lo estaría haciendo mientras yo seguía pensando cómo hacerlo. Simplemente, empezaría a hacerlo... no lo pensaría.
Es lo que admiro de ella, pensó. Donde es superior a mí. Aquella vez... cuando la conocí. Me habría quedado allí para siempre, mirándola, deseando conocerla. Pero ella empezó a hablarme, me preguntó por el coche. Sin titubeos.
Se le ocurrió que si Fay no hubiera iniciado la conversación aquel día en la tienda, allá por 1951, jamás se habrían conocido. Ahora no estarían casados; no existiría ninguna Bonnie y Elsie; ninguna casa; ni siquiera él viviría en el Condado de Marin. Ella domina la vida, pensó. Controla la vida, mientras que yo me quedo sentado y dejo que pase.
Dios, pensó. Y, ciertamente, tiene un control firme sobre mí; ¿no planeó todo este asunto? ¿No me consiguió, no consiguió la casa?
Todo el dinero que gano, pensó, va destinado a mantener esa maldita casa y lo que hay dentro. Lo chupa, lo absorbe. Me devora a mí y todo lo que gano. ¿Y quién se beneficia de ello? Yo no.
Como la vez que se deshizo de mi gato. Lo había encontrado escondiéndose en una barraca de suministros de la planta, y durante casi un año lo había alimentado en su despacho, comprándole comida para gatos y llevándole los restos del almuerzo. Había sido un gato grande y peludo, gris y blanco, un macho, y en aquel año se había entregado a él, le seguía a todas partes, lo cual le divertía, a él y a sus empleados. Jamás le prestaba atención a otro. Un día, Fay fue a la oficina en busca de algo y vio al gato, y en seguida se dio cuenta de la devoción que le tenía.
—¿Por qué no lo traes a casa? —preguntó, escrutándolo mientras se acomodaba sobre el escritorio.
—Me hace compañía aquí —contestó—. Cuando me quedo a trabajar hasta tarde.
—¿Tiene algún nombre?
Intentó acariciarlo, pero el gato se apartó de ella.
—Yo lo llamo Porky.
—¿Por qué?
—Porque se come todo lo que le dan —dijo, sintiéndose avergonzado, como si lo hubieran cogido en una inmodestia o algo femenino.
—A las chicas les encantará —dijo Fay—. Ya sabes cuanto tiempo llevan deseando tener un gato. Bing es demasiado grande para ellas, y ese conejillo de indias que compraron en el museo no hacía otra cosa que cagarse y esconderse todo el tiempo.
—Se escaparía —indicó él—. El perro lo asustaría.
—No —contestó ella con firmeza—. Tráelo a casa. Lo mantendremos dentro. Yo le daré de comer; allí será mucho más feliz. Ya sabes que tú te quedas aquí una noche por semana, como mucho... Mira, estará en un lugar caliente, algo que a los gatos les encanta, y dispondrá de todos los huesos y restos de tres comidas... —Palmeando al gato, añadió—: Y yo también quiero uno.
Al final lo convenció. Sin embargo, mientras observaba cómo intentaba acariciarlo, tuvo la certeza de que realmente no deseaba tener al gato por la casa; estaba celosa porque a él le gustaba y trataba de mantenerlo apartado de ella al dejarlo en la planta. Lo mantenía separado de su vida con ella, y para Fay aquello era intolerable; se afanaba por convertirlo en una parte de su mundo, y hacer que dependiera de ella. Tuvo una imagen fugaz de Fay separando al gato de él, mimándolo, alimentándolo en exceso, haciendo que durmiera en su regazo... no porque lo amara, sino porque para ella era importante pensar que le pertenecía.
Aquella noche llevó al gato a casa metido en una caja. Las niñas quedaron encantadas y le pusieron leche y una lata de sardinas nórdicas. El gato se quedó dentro toda la noche y durmió en el sofá, satisfecho en apariencia. Encerraron al perro arriba, en el baño, y los animales no entraron en contacto. Durante uno o dos días Fay lo alimentó y se ocupó de él; entonces, una noche, al llegar a casa encontró la puerta de entrada abierta.
Con aprensión, buscó a su mujer. La encontró cosiendo en el patio.
—¿Por qué está abierta la puerta? —preguntó—. Sabías que íbamos a mantener al gato dentro durante un par de días más.
—Deseaba salir —contestó Fay, con expresión perdida detrás de las enormes gafas de sol—. No dejaba de maullar, y las chicas querían dejarlo salir, así que lo hicimos. Debe andar por alguna parte, probablemente cerca de los cipreses, persiguiendo ardillas.
Durante varias horas lo buscó con una linterna, llamándolo, tratando de verlo. No descubrió ninguna señal. El gato se había escapado. Fay no parecía preocupada y sirvió la cena impasible. Las niñas no lo mencionaron ni una sola vez. Tenían la cabeza en la fiesta de una amiga, que se celebraría el domingo por la mañana. Engulló la cena con tristeza y rabia, y se levantó en seguida para reanudar la búsqueda.
—No te preocupes —le dijo Fay mientras tomaba el postre—. Es un gato adulto, no le pasará nada. Aparecerá por la mañana. Si no aquí, en la planta.
—¿Crees que podrá recorrer cuarenta kilómetros hasta Petaluma? —preguntó agitado.
—Los gatos viajan miles de kilómetros.
Nunca más supieron nada de él. Puso un anuncio en la Bay Wood Press, pero nadie llamó para decir que lo había visto. Durante una semana, todas las noches condujo despacio por los alrededores, llamándolo y buscándolo.
Y todo el tiempo experimentó la profunda e intuitiva sensación de que ella lo había hecho adrede. Trajo al gato a casa con la intención de dejarlo escapar. Se había deshecho deliberadamente de él por celos.
Una noche, cansado, le dijo a Fay:
—No pareces especialmente inquieta.
—¿Por qué? —contestó, levantando la vista de sus cacharros.
Estaba concentrada sobre la gran mesa del comedor haciendo cuencos de arcilla. Llevaba la camisa azul, los pantalones cortos y las sandalias; estaba muy bonita. Apoyado sobre el borde de la mesa, casi todo ceniza ya, se consumía su cigarrillo.
—Por la desaparición del gato —dijo.
—Las niñas se quedaron muy mal —comentó—. Pero yo les dije que un gato está más preparado para cuidar de sí mismo que cualquier otra clase de mascota que se escape. Además, por aquí hay ardillas y conejos... —Echándose el cabello hacia atrás, concluyó—: Lo más probable es que recuperara el instinto de la caza y ahora se haya vuelto salvaje y se lo esté pasando de miedo en el bosque. Dicen que a muchos gatos que han traído aquí les ha sucedido lo mismo.
—No mencionaste eso cuando me convenciste para que lo trajera a casa —comentó con cuidado.
Ella ni se molestó en contestar. Sus dedos fuertes y eficaces modelaban la arcilla; la observó y notó cuánta presión era capaz de ejercer sobre el material. Le sobresalían los tendones.
—En cualquier caso —dijo Fay—, tú te habías involucrado emocionalmente demasiado con él. No es bueno apegarse tanto a un animal.
—¡Entonces te deshiciste de él a propósito! —exclamó en voz alta.
—No. Sólo era un comentario. Quizá sea mejor que se haya escapado. Esto demuestra que te habías involucrado demasiado; de lo contrario, no insistirías tanto. Dios mío, era sólo un gato. Tienes una mujer y dos hijas y te obsesionas por un gato.
El agudo desprecio de su voz le hizo temblar. Era su tono más efectivo, el que contenía el peso de la autoridad; le recordaba a sus maestros de escuela, a su madre, a todo ese grupo.
Incapaz de seguir discutiendo, dio media vuelta y se marchó a comprar la última edición del periódico.
En la oficina de correos, al recordar a su gato perdido, experimentó una terrible sensación de soledad, una especie de sensación de desposeimiento. Compró unos sellos y regresó al coche aparcado, reconociendo que su fracaso en contactar con el chico y la chica se había unido, en su mente, con la pérdida del gato. La ruptura de relaciones entre seres vivos... el abismo entre él y otros seres vivos. ¿Por qué?, se preguntó mientras subía al vehículo.
A la mierda todo, pensó con amargura.
Condujo pensativo, sacando el coche a la calle con dificultad. Luego, justo al pasar delante del Mayfair, vio apoyadas contra el muelle de descarga dos bicicletas de carrera. Sus bicicletas... habían ido al Mayfair. Sin pensárselo, acercó el coche al bordillo, bajó de un salto y cruzó corriendo la calle, atravesó la puerta abierta y entró en el fresco edificio de madera, metiéndose entre las verduras y expositores de botellas de vino y estanterías de revistas.
El chico y la chica se hallaban en la parte de atrás, ante el mueble de las verduras enlatadas. Se dirigió hacia ellos; tenía que encararlos o soportar el peso de su conciencia durante meses. Fay nunca le perdonaría... Empujado hacia ellos, llegó mientras llenaban una cesta de alambre con latas, cajas y una barra de pan.
—Eh —dijo, con las orejas rojas de vergüenza. Sorprendidos, aunque de un modo controlado, se volvieron en su dirección—. Escuchad —empezó, tirando de la hebilla de su cinturón y mirando el suelo; al instante, alzó los ojos—. Mi mujer y yo os vimos ayer... o anteayer, quiero decir. Vivimos aquí, en Drake's Landing, a unos ocho kilómetros camino abajo, cerca de Paper Mili Creek, detrás de Inverness Park. Mi mujer está sola en casa siempre y se muere por tener compañía. Tenemos un caballo, si os gusta montar —añadió—. ¿Qué os parece si vamos y charlamos un poco? ¿Podría convenceros para que os quedarais a cenar?
En silencio, el chico y la chica intercambiaron miradas. Mientras él estaba allí de pie, se comunicaron sin palabras y llegaron a una conclusión.
—Acabamos de mudarnos aquí —dijo la chica con voz suave y baja.
—¿Sois recién casados? —preguntó Charley.
Asintieron. Los dos parecían tímidos y reservados, aunque contentos de que se les hubiera acercado.
—Es difícil llegar a conocer gente aquí —les dijo, sintiéndose inmensamente satisfecho consigo mismo por haber establecido el contacto; lo había hecho, había tenido éxito. Fay estaría llena de respeto—. ¿Tenéis coche? Oh, claro, vais en bici. Nos fijamos en las bicicletas. —Se oyó reír entre dientes—. Bueno, podemos meterlas en la parte de atrás del coche.
Terminaron de hacer sus compras con pesada deliberación. Charley se quedó en un rincón con cierta sensación de ridículo, fumando un cigarrillo y mirando a su alrededor.
Al rato, los tres se dirigieron hacia las bicicletas, y luego al coche.
El nombre del joven era Nat Anteil. El de su mujer Gwen. Nat trabajaba por las mañanas para una inmobiliaria pequeña y moderna en Mili Valley, y por las tardes volvía hasta Point Reyes y pasaba el tiempo estudiando. Estaba en el segundo año de unos cursos a distancia que realizaba la Universidad de Chicago. Cuando terminara, explicó, tendría una licenciatura en historia.
—¿Y qué vas a hacer con eso? —preguntó Charley.
Con cierta timidez, Nat contestó:
—Quizá dedicarme a la enseñanza.
—Es más para su propia formación que para ganar dinero —dijo Gwen—. Los dos queremos ser conscientes de lo que sucede en el mundo.
—Yo estoy en el negocio del hierro —indicó Charley—. Pero no dejéis que eso os engañe. Mi mujer es la que trajo la cultura a esta zona; es la que mueve todos los acontecimientos culturales aquí.
—Ya veo —comentó Gwen, moviendo la cabeza.
—Como el grupo de danza moderna —continuó Charley—. Y yo soy socio del Yatch Club de Inverness. Tenemos un equipo de alta fidelidad... montado en un nicho en la pared. Hicimos que nos construyeran la casa; contratamos a nuestro propio arquitecto. Dios, me mandó una factura de casi cuarenta mil dólares. Esperad a verla; sólo tiene cuatro años. Y tenemos diez acres.
Mientras conducía, les contó todo sobre las ovejas y el collie, soltando las palabras a más y más velocidad, incapaz de detenerse.
Los Anteil le escucharon arrobados.
—Podemos jugar al badmington en la parte de atrás —dijo Charley cuando los cipreses aparecieron a la vista—. Esperad a ver a mi esposa. Es la mujer más atractiva de la zona. Comparadas con ella, las demás son una manada de perras. Demonios, incluso después de tener dos niñas mantiene la talla doce. —Eso le sonó correcto. ¿O era la talla dieciséis?—. De verdad que no pierde la figura —añadió al salir del camino y meterse en el sendero particular.
—Qué árboles tan hermosos —comentó Gwen, mirando los cipreses—. ¿Son vuestros? —Y después a su marido, en tono excitado—: Nat, mira ese collie. Es azul.
—Ese perro vale quinientos pavos —anunció Charley, deleitado con la reacción de los muchachos. Los vio afanarse por contemplar la casa, percibiendo la silueta del caballo mientras pastaba en el campo—. Vamos —dijo, abriendo la puerta para ellos—, seguro que a mi mujer le encantará veros.
Mientras caminaban hacia la casa, les explicó, con frases inconexas, cómo había reaccionado Fay al verlos y lo mucho que los dos habían querido conocerlos.


Seis

Cuando vi a Charley subiendo por el sendero con aquellas dos hermosas apariciones, no pude creer lo que mis ojos me mostraban. Era el mejor regalo que podía hacerme, y lo adoré por ello sin reservas. Dejé a un lado mi libro, corrí al dormitorio y me miré en el espejo. ¿Por qué, justo en esta ocasión, esa pequeña zorra de Fairfax había elegido cortarme el pelo de un lado más que del otro? Saqué la blusa azul a rayas del armario y comencé a abotonármela por encima de la camiseta y a meterla bajo los pantalones cortos.
—¡Cariño! —llamó Charley desde el salón—. ¡Eh, mira a quiénes he traído conmigo!
Me pinté los labios ante el espejo, me los sequé, me eché el pelo hacia atrás y me quité las gafas oscuras que había estado usando fuera de la casa; luego me dirigí rápidamente al salón.
Allí estaban, mirando con timidez las estanterías con libros y discos, como una pareja de niños ante un altar histórico... tal como yo me había sentido cuando visitamos la misión en Sonoma y me encontré de pie en la vieja capilla, contemplando la paja que sobresalía del adobe en los lugares en que éste se había roto. Me alegró que a la señora Mendini le hubiera parecido adecuado limpiar bien el suelo; al menos la casa tenía buen aspecto, aunque yo no estuviera muy arreglada.
Les sonreí y ellos me devolvieron la sonrisa. Esto es histórico, pensé. Como el encuentro de Lewis y Clarke. O el de Gilbert y Sullivan.
—Hola —dije.
—Qué casa tan hermosa —comentó la joven.
—Gracias —repuse. Me dirigí hacia el bar y pregunté—: ¿Qué os gustaría beber? —Abrí el mueble de los licores y saqué la botella de Gin y el Vermuth. No sé por qué me sentía nerviosa, y derramé un poco de Gin mientras llenaba la coctelera—. Soy Fay Hume —dije—. ¿Cómo os llamáis? ¿Estáis casados o sois hermanos? Estoy impaciente por averiguarlo.
—Ésta es mi esposa Gwen —anunció el joven—. Yo soy Nathan Anteil.
Entraron unos pasos en la cocina y se quedaron allí de pie, nerviosos, observándome preparar los Martinis, como si no desearan beber pero no supieran cómo pararme. Así que seguí mezclando las copas. Casados, pensé.
—Te pareces a mi hermano —le dije al chico. Y pensé sorprendida: no se parece en nada a Jack, ni un poco. Jack tiene un aspecto horrible, y este chico es arrebatador; ¿qué me pasa?— ¿No crees que podría ser mi hermano? —le comenté a Charley.
—Bueno —contestó—, los dos sois delgados. —También él parecía incómodo, pero, evidentemente, satisfecho de haber conseguido que le acompañaran—. Yo tomaré una cerveza danesa —dijo, y después a los Anteil—: ¿Qué os parece una cerveza negra importada? —Pasó a mi lado y abrió la nevera—. Probadla —comentó, cogiendo el abridor.
Al rato todos estábamos sentados en el salón. Charley y yo en los sillones, los Anteil en el sofá. Gwen y yo tomábamos Martini; ellos cerveza.
—Nat trabaja en una inmobiliaria —indicó Charley.
Ante eso, el chico adoptó una expresión malhumorada. Tanto él como su mujer parecieron acalorarse.
—Eso se presta a equívocos —dijo Gwen—. Nat está estudiando historia —me explicó—. Simplemente, trabaja allí para pagar las facturas.
—No hay nada de malo en una inmobiliaria —comentó Charley, incómodo, dándose cuenta, en apariencia, de que los había ofendido.
—Historia —repetí, deslumbrada por nuestra buena suerte—. Aquí vive un profesor de historia retirado de la Universidad de California... cultiva melocotones. Os lo tenemos que presentar. Él y yo jugamos al ajedrez una vez al mes. Y hay un arqueólogo al otro lado de la bahía, en Point Reyes Station. ¿Vosotros dónde vivís?
—En Point Reyes —contestó él—. Hemos alquilado una casa pequeña, situada sobre la colina que da a la lechería.
—Y en Olema —intervino Charley— hay un tipo que solía escribir artículos para Harper's. Y un viejo que todavía hace ilustraciones para el Saturday Evening Post... vive en lo que antes era el ayuntamiento de Olema. Lo compró por cuatro mil dólares.
Hablando con los Anteil, averigüé que venían de Berkeley. Los padres de la chica tenían una cabaña de verano en Inverness, y los dos —Nat y ella—, habían ido de vacaciones allí, y les llegó a gustar... naturalmente, como les sucede a todos los que visitan la zona. Conocían a algunas personas de por aquí, en su mayoría de Inverness, y también las playas públicas, el parque y los pájaros que podían esperar ver. Pero no habían estado en ninguna de las playas privadas; no conocían a ninguno de los grandes rancheros y jamás habían oído hablar del Bear Valley Ranch.
—Santo Dios —dije—. Bueno, tendremos que llevaros a verlo. El camino está cerrado por tres puertas con candados, pero yo puedo conseguir las llaves; los conocemos y nos dejan pasar por la colina para ir a su playa. Es tan grande que tiene unos seis mil ciervos salvajes.
—Es un lugar enorme —corroboró Charley.
Durante un rato hablamos de la región, y luego le conté algo a Nat sobre un artículo que había escrito en la universidad acerca del general romano Estilicón.
—Oh, sí —dijo, asintiendo—. Se trata de un período interesante.
Discutimos sobre Roma, y Gwen dio vueltas por el salón. Entonces, después de haberlos tenido tan cerca durante un rato, descubrí que existía una diferencia entre ellos, una diferencia que no noté al principio. Cuando los vi por primera vez, espiándolos de lejos, los uní mentalmente, para encontrarlos igualmente atractivos y deseables. Pero ahora comprendí que en Gwen había una cierta ausencia, casi insipidez. Carecía de la agudeza de su marido. Y me pareció que gran parte de su parecido no era accidental; la chica, deliberadamente, había modificado su estilo de vestir para que hiciera juego con él, y también descubrí que las ideas —el material intelectual— comunes a ambos se originaban en él. Gwen apenas participaba en las discusiones. Se retiraba, igual que muchas esposas.
Me dio la impresión de que a Nat le encantaba charlar con una mujer capaz de medirse con él en su terreno, en un tema de su elección. Mientras hablábamos se tornó más riguroso; se le arrugó la frente y su voz bajó, adquiriendo un tono decidido. Sopesando con cuidado las palabras, me ofreció una larga teoría propia sobre la situación económica en Roma durante el reinado de Teodorico. Me pareció fascinante, pero al final mi atención empezó a vagar.
Durante una pausa, mientras Nat intentaba recordar el nombre de un distrito administrativo romano, no pude contenerme:
—¿Sabes?, eres tan joven —le dije.
Al escucharme, abrió mucho los ojos y me miró.
—¿Por qué dices eso? —preguntó despacio.
—Bueno, te tomas todo tan en serio... —contesté.
—Es mi especialidad —contestó con brusquedad.
—Sí, lo sé —comenté—. Pero eres tan intenso. ¿Cuántos años tienes? Vamos, dímelo. Pareces mucho más joven que nosotros.
—Veintiocho —respondió Nat con aparente dificultad.
Eso me sorprendió.
—Santo Dios. Pensamos que sólo teníais dieciocho o diecinueve años. Que erais de otra generación. —Su rostro, al oír esas palabras, se ensombreció más—. Resulta difícil creer que de verdad tienes veintiocho años. Yo tengo treinta y uno. Sólo soy tres años mayor que tú; pero, Dios mío, es otra generación.
Hablamos un poco más de la región, y después los Anteil se pusieron de pie y anunciaron que debían marcharse. Yo me sentía cansada ya. Lamentaba que tuvieran que irse, pero, al mismo tiempo, en el análisis final, el encuentro me había decepcionado. No había surgido nada de importancia de él, aunque sólo Dios sabe lo que yo había esperado. Establecimos más o menos una fecha para cenar juntos a finales de la semana, y le dije a Charley que los llevara a su casa.
Cuando se marcharon, fui al baño y me tomé un par de Anacin. Me dolía la cabeza y decidí que probablemente se debía a la fatiga visual. No obstante, volví al salón y saqué de la biblioteca un libro de Robert Graves que trataba sobre el período romano; salí al patio, me acomodé en la chaise-longue y me dediqué a releer el libro... habían pasado años desde la última vez que leyera algo sobre el período romano, y supe que si iba a discutirlo con Nat, debía estudiarlo a fondo.
Qué extraño era... Habíamos estado tan ansiosos por conocer a los Anteil; nos habíamos visto atraídos hacia ellos con tanta intensidad, y ahora que ya había sucedido... no era aburrimiento, seguro, pero... de algún modo, tampoco lo que habíamos esperado. Sin embargo, me sentía terriblemente tensa. Todos mis músculos estaban contraídos y tensos. Dejé el libro a un lado, fui a la cocina y me serví otro Martini. Aquí estaba, agitada e irritable. El sol hacía daño a mis ojos, y eso siempre indicaba que empezaba a ponerme de mal humor. O quizá estaba embarazada de nuevo. Ciertamente, me dolían las piernas; todos esos músculos grandes de los muslos me dolían, como si durante la última hora hubiera llevado un gran peso.
Me eché sobre el cemento en el patio y comencé a hacer ejercicios. Aún podía subir las piernas tan bien como siempre, aunque sentía el estómago algo hinchado. Así que cogí las tijeras y me puse a arreglar el jardín; un buen ejercicio ese de agacharte y podar. El mejor del mundo.

Uno o dos días después, por la tarde, recibí una llamada telefónica de Mary Woulden sobre la subasta que iban a hacer los Bluebird para recolectar fondos. Mientras hablábamos, mencionó que los Anteil le habían comentado que nos habían conocido.
—Oh, Dios mío —dije—, ¿los conoces? ¿Por qué no lo mencionaste? Revolvimos cielo y tierra para tratar de conocerlos... Apenas los vimos, juramos que íbamos a conocerlos e invitarlos a casa, y, al final tuvimos que abordarlos en frío, presentarnos y pedirles que vinieran aquí.
—Son unas personas muy agradables —dijo Mary—. Llevan viniendo a Inverness años, pero ahora han alquilado una casa para todo el año. Sólo eran veraneantes; ésa es la razón por la que nunca los viste. Ya sabes cómo son los veraneantes, se pasan todo el tiempo en la playa McClure. —Entonces me la dio en medio de los ojos, sin advertencia previa—. En apariencia, a él no le impresionaste mucho —soltó Mary.
—¿Por qué? —pregunté, en guardia y con aprensión. En el acto, empecé a tener imágenes ardientes y frías—. Parecían estar pasándolo bien... nos esforzamos para que se sintieran cómodos. Y, santo Dios, prácticamente los recogimos de la calle.
—A ella le caes bien —dijo Mary—. Y creo que también a él. Lo que dijo, si lo recuerdo bien... algo así como que le pareciste una persona dominante. En realidad —añadió—, comentó que le dabas igual.
—Bueno, discutimos de historia —dije, sintiendo que la nuca me hervía—. Posiblemente, le moleste la idea de que una mujer le discuta sobre su tema favorito.
Hablamos de cosas diversas y colgué. Tan pronto como se cortó la comunicación, llamé a la operadora y conseguí el número de los Anteil. Los llamé, sentada en la cama, viendo cómo me temblaban las manos. De hecho, todo mi cuerpo temblaba de indignación, y con una variedad de emociones que no tenía tiempo de descifrar.
Respondió el chico en persona.
—Hola.
—Escucha —dije, tratando de mantener la voz tranquila. Me pareció que lo conseguí—. Quizá no comprenda la mentalidad masculina, pero en mi agenda, cualquiera que habla de una tercera persona a sus espaldas carece de integridad para decirle lo que piensa a la cara... —Tuve problemas para terminar lo que quería decir—. ¿No os tratamos con hospitalidad? —pregunté, y en ese momento se me quebró la voz.
—¿Quién es? —preguntó Anteil.
—Fay Hume.
Después de una pausa, comentó:
—Es evidente que te han llegado algunos comentarios descuidados.
—Sí —dije, respirando con dificultad, tratando de que los jadeos no se escucharan por el auricular.
—Fay —dijo en voz baja, lúgubre—, lamento que estés tan irritada. Permite que te asegure que es innecesario.
—Es irritante —indiqué— tener a alguien fingiendo disfrutar de tu hospitalidad y que luego hable de ti. ¿Te molesta que intente discutir contigo en tu propio terreno? Hice un curso de historia en la universidad; me gusta hablar de Roma. Puede que no sea muy competente para hacerlo, pero...
—Esto resulta difícil de discutir por teléfono —interrumpió Anteil.
—Bueno, ¿pues qué propones? Francamente, no tengo un interés particular en discutirlo contigo, sólo quería que supieras cómo me sentía. —Y colgué.
Casi en el acto sentí con precisión que era una loca histérica. No deberían confiarte el teléfono, me dije a mí misma. Me levanté de la cama y di vueltas por el dormitorio, dándome cuenta que ahora lo sabrían en toda la ciudad. Fay Hume llama a algunas personas de Point Reyes y desvaría como una borracha. Eso es lo que comentarán: que estaba borracha. Vendrá el sheriff Chisholm y me arrestará. Tal vez debería llamarle yo y eliminar al intermediario.
No sabía qué hacer, pero tuve la aguda sensación de que lo había dejado en un mal punto, que alguien tenía que hacer algo. Y aquí estaba yo, la anfitriona, la mujer de esta casa bastante notable, poniendo un gran énfasis en dar a unas personas una cena y una conversación que recordarían... unos pocos incidentes más como estos y ya podía olvidarme de considerarme anfitriona de alguien. Qué faux pas. Sólo eres una niña, una niña, me dije. Peor que Elsie o Bonnie. Hasta el perro tiene más autocontrol, más diplomacia.
Aquella noche, Gwen Anteil apareció en la puerta. Charley y yo estábamos preparando la cena. Las niñas habían ido a ver la televisión.
—Lamento molestaros —se disculpó a su manera dulce pero algo hueca—. ¿Puedo pasar un momento?
Había apoyado la bici contra el porche, y llevaba unos pantalones capri y una camiseta. Tenía el cabello echado hacia atrás y la cara acalorada, probablemente por haber estado pedaleando.
—Pasa —dijo Charley.
Yo no le había contado lo de la llamada de Mary o la mía a Anteil, así que durante un instante titubeé. De inmediato supe que la visita de Gwen tenía que ver con el asunto entre su esposo y yo, y también que iba a ser algo incómodo. Debía deshacerme de Charley, así que dije:
—Cariño, hay algo de lo que tenemos que discutir y que no te concierne. —Apoyando la mano sobre su hombro, le empujé en dirección a su estudio—. Déjanos a solas un rato, ¿de acuerdo?
Y antes de que se diera cuenta de lo que pasaba, le había llevado a su estudio y cerraba la puerta tras él.
Malhumorado, comentó:
—Malditas mujeres y vuestros temas de mujeres. —Pero ya había encendido la lámpara de su escritorio—. ¿Vino sola? —preguntó—. Si aparece Nat, envíalo aquí.
Se quejó un poco más, pero yo cerré definitivamente la puerta y, volviéndome hacia Gwen, me olvidé de él.
—Le debo una disculpa a tu marido —le dije.
—Por eso he venido. Nat se encuentra terriblemente perturbado porque algo que dijo pudiera causarte molestias. Los dos fuisteis tan amables con nosotros la otra noche. —No hizo ningún movimiento para sentarse, sino que se quedó en la puerta, como una colegiala recitando de memoria—. No le mencioné que pensaba venir a tratar de arreglarlo —añadió—. Es una de esas cosas que una tercera persona puede estropear si todo se saca de quicio. A Nat le caéis bien, tú y tu esposo, y le preocupa que esto se solucione cuanto antes. Le dije que iba a visitar a los McRae. Creo que los conoces.
—Sí —dije distraída. Intentaba calcular si la había mandado Nat, o si había sido idea de ella. Quizá a él no le preocupara mucho disculparse, quizá a ella le pareciera que en una zona rural como ésta, que contaba con tan pocas familias, nadie podía permitirse un vacío social de este tipo, en especial una nueva pareja que acababa de mudarse e intentaba establecerse y ser aceptada por la gente que ya vivía aquí. Después de todo, toda su vida social dependía de cerrar una grieta de esta clase; yo podía permitirme el lujo de ignorarlos, pero, ¿podían ellos permitirse el lujo de ignorar a los Hume? Sin duda, tales pensamientos habían pasado por la mente de la muchacha; los vi escritos en su cara más bien fatua—. Me encantaría mantener buenas relaciones con tu marido —dije—. Creo que es terco y está demasiado centrado en sí mismo y en lo que piensa, pero los dos sois personas maravillosas. Sólo fue un malentendido —le sonreí.
Pero en vez de devolverme la sonrisa, Gwen dijo:
—Creo que deberías tener cuidado de no tratar tan despóticamente a la gente, sólo por poseer una casa grande.
Y sin pronunciar otra palabra, dio media vuelta, se subió a la bici, encendió el faro y se puso a pedalear. Santo Dios.
Me quedé en el umbral, mirándola, preguntándome quién estaba loca, si ella o yo. Entonces cogí el bolso, corrí hasta el Buick, entré de un salto, encendí el motor y fui tras ella. Y ahí estaba, pedaleando con todas sus fuerzas por el camino. Me situé a su lado, aminoré la velocidad, me asomé por la ventanilla y dije:
—En nombre de Dios, ¿qué he hecho ahora? —Sin pronunciar una palabra, sencillamente pedaleando, ella continuó la marcha—. Mira —proseguí—, ésta es una ciudad pequeña y todos debemos mantenernos en buenos términos. Descubrirás que no es como en la ciudad; no puedes ser tan selectiva. Y ahora, ¿qué dije? No lo entiendo.
—Vuelve a tu casa grande —contestó Gwen al cabo de un rato.
—Sabes que sois bienvenidos en mi casa.
—Claro —comentó.
—Lo sois —repetí—. Te juro que lo sois. ¿Qué he de hacer para demostrártelo? ¿Tengo que arrodillarme y rogarte que vuelvas? De acuerdo, si tengo que hacerlo, lo haré. Te ruego que vuelvas y hables como una adulta y dejes de actuar como una niña. ¿Qué os pasa a vosotros dos, sois adultos, una pareja casada, o sois un par de chiquillos? —Entonces, levanté el tono de voz—. Todo esto es demasiado para mí. ¿Por qué no podemos ser amigas? Si estoy loca por ti y tu marido. ¿Cómo empezó todo este desacuerdo?
Después de una larga pausa, Gwen comentó:
—Bueno, quizá los dos somos demasiado sensibles por parecer tan jóvenes.
—¡Dios! —exclamé—. Ojalá yo pareciera tan joven como tú; eres algo caído del cielo. Jamás habíamos visto a una pareja tan hermosa antes. Desearía abrazaros a los dos... me gustaría poder adoptaros o algo así. Por favor, vuelve. Mira —insistí, acercándome a su bicicleta todo lo posible—. Vayamos a recoger a tu marido, y os llevaré al Western y cenaremos mariscos. ¿Habéis cenado? O iremos a cenar al Drake's Arms. Por favor. Deja que os invite a cenar. Hazlo como un favor hacia mí. —Empleé mi tono más persuasivo.
Por último, cedió.
—No tienes por qué invitarnos a cenar.
—¿Habéis ido alguna vez al Drake's Arms? Jugaremos a los dardos... ya sé, os desafiaré a los dos, un dólar por partida. Le gano a todos menos a Oko.
Al final se rindió. Metí su bici en la parte de atrás del coche y a ella en el asiento delantero —echaba humo por el sudor debido al esfuerzo realizado— y aceleré. Ahora me sentía feliz, realmente feliz por primera vez en meses. Sentí que había conseguido algo de verdad al romper las barreras y llegar a estas personas agradables y hermosas, que eran tan tímidas y sensibles, y a las que se hería con tanta facilidad. Mentalmente, me juré que iría con más cuidado y que no los insultaría con mi forma de ser tan brusca. Ahora que había cedido —de hecho, me había humillado— para recuperar su amistad, no quería echarlo a perder.
Y ya sabes cómo eres, Fay, me dije a mí misma. Ya sabes cómo tu lengua estúpida te mete en problemas; siempre sueltas lo que te viene a la mente, sin pensar en las consecuencias.
—Cuando llegues a conocerme mejor —le dije—, aprenderás a no prestarme atención. Soy una persona tosca, vulgar. Recuerdo que un día en la biblioteca pública dije la palabra «joder» delante de una bibliotecaria. Quise morirme. Quise que me tragara la tierra. Nunca volví; nunca fui capaz de mirarla otra vez a la cara. —Gwen se rió un poco, pensé que con cierta incomodidad—. Saco ese lenguaje de Charley —le expliqué, y, entonces, le describí la fábrica, cuántos hombres empleaba, lo que ganaba en un año.
Pareció interesada, al menos hasta cierto punto.


Siete

El viaje hasta su casa en el condado de Marin me mareó debido a las curvas cerradas por todo el Parque Samuel P. Taylor. A cada giro del volante pensaba que Charley iba a salirse del camino. Tanto él como Fay lo conocían tan bien que sabían exactamente hasta dónde podían pisar el acelerador en cada curva. Un kilómetro más por hora y el coche habría caído al arroyo. En una ocasión, llegó hasta los cien kilómetros por hora. La mayoría de los conductores habrían tenido que ir a cuarenta, en especial los de los fines de semana, que son los más numerosos. Y Charley no sólo utilizaba su carril, sino que cruzaba toda la superficie y se situaba en el borde opuesto. Parecía saber si venía un coche o no, a pesar de que yo sólo era capaz de ver árboles. Fay no mostraba ninguna señal de nerviosismo yendo a su lado en el asiento delantero; de hecho, daba la impresión de estar medio dormida.
Pero a mi alrededor mis posesiones resbalaban y se sacudían. Qué sensación tan extraña era tenerlas conmigo en movimiento, no en mi cuarto. Prácticamente lo había dejado; ahora iba a vivir con mi hermana y su marido en su casa... yo no tenía ningún lugar mío de verdad. Era como regresar a la infancia, y me sentí deprimido e inquieto. Sin embargo, el paisaje me animó. Y sabía, de acuerdo con la descripción que me dieron, qué clase de casa era; sabía que era muy lujosa, con los aparatos más modernos.
Para mantener en alto la moral, pensé en los animales. En una ocasión, en la escuela secundaria, había trabajado para un veterinario, barriendo la consulta, limpiando las jaulas, ayudando a la gente a sacar sus mascotas de los coches, alimentando a los animales ingresados y deshaciéndome de los que morían. Había disfrutado cerca de ellos. Y hace tiempo, cuando tenía once años, me había pasado un montón de tiempo atrapando insectos y analizándolos. Había diseccionado esas babosas gigantes y amarillas. Solía atrapar moscas y colgarlas de lazos hechos con hilo... sin embargo, por lo general, el peso del cuerpo resultaba demasiado ligero para conseguir que el lazo se cerrara, así que casi siempre me veía obligado a tirar hacia abajo de la mosca. Entonces se le saltaban los ojos y la cabeza se desprendía de su cuerpo.
Cuando llegamos a la casa, Charley me ayudó a llevar mis cajas de pertenencias dentro, a un cuarto situado en la parte de atrás que habían decidido destinar para mi uso personal. Era evidente que lo habían empleado como almacén; tuvimos que sacar en varios viajes herramientas de jardín, juegos y muñecas que las niñas ya habían descartado, incluso una cama que había pertenecido al collie.
Me encerré en el cuarto y comencé a guardar mi ropa en el armario y a colocar mis cosas, tratando de darle a esta nueva habitación un aire de familiaridad. Con cinta scotch pegué varios hechos científicos importantes en las paredes. Acomodé algunas rocas de mi colección en los rincones. Y por último, metí la cabeza en la bolsa que contenía mi colección de tapas de botellas de leche y respiré el rico y agrio olor que soltaban, un aroma que había estado conmigo desde cuarto grado. Eso levantó mi ánimo y por primera vez miré por la ventana.
Aquella noche la cena me hizo ser consciente del lujo en el que vivía ahora mi hermana. Fuera, en el patio, Charley estaba asando unos chuletones en la barbacoa, mientras ella preparaba unos canapés de picadillo de almejas y unas tostadas con crema de queso, Martinis, ensalada de aguacate, patatas al horno, habas italianas sacadas de la nevera y que ellos mismos habían cultivado... y, de postre, grosellas que habían recogido el verano pasado en algún lugar cerca de Point Reyes. Ellos tomaron café; las niñas y yo leche. Y las niñas y yo acompañamos las grosellas con crema batida.
Después de la cena llevé a las niñas sobre mi espalda un rato, mientras Fay y Charley se sentaban en el salón a tomar un segundo Martini y a escuchar música clásica en el equipo de alta fidelidad. Habían encendido un fuego en el hogar con leños de roble que guardaban en la leñera que había junto a la casa. Creo que jamás disfruté de tal confort, y me centré en jugar con las niñas, pasándomelo en grande mientras las lanzaba al aire y las volvía a coger, escondiéndome y dejando que me encontraran. Los gritos que daban parecieron irritar a Fay, que se levantó bruscamente y fue a meter los platos en el lavavajillas automático.
Más tarde ayudé a que las niñas se durmieran. Les leí una historia del libro de Oz. Hizo que me sintiera muy extraño leerles una de las historias que tan bien conocía... libros que eran una parte importante de mi vida, y estas niñas ni siquiera habían nacido hasta entrados los cincuenta. Ni siquiera estaban vivas durante la Segunda Guerra Mundial.
Me di cuenta de que era la primera vez que tenía algo que ver con niños.
—Tienes unas hijas encantadoras —le dije a Fay cuando salimos del dormitorio de las niñas.
—Todo el mundo lo dice —comentó—, así que debe de ser verdad. Personalmente, encuentro que dan un sinfín de trabajo. Disfrutas jugando con ellas, pero después de darte la lata un día tras otro durante años... Espera hasta que tengas que levantarte todas las mañanas a las siete para prepararles el desayuno.
Preparar el desayuno era una de las cosas que mi hermana odiaba; le gustaba quedarse en la cama hasta tarde, hasta las nueve o las diez, y cuando las niñas iban a la escuela no tenía más remedio que levantarse temprano. Por supuesto, Charley tenía que irse a la fábrica, de modo que no podía asumir la responsabilidad de vestirlas, cepillarles el pelo, prepararles el almuerzo, cerciorarse de que llevaban los libros, y todo lo demás.
Después de algo así como una semana, descubrí que no me importaba levantarme temprano y poner la mesa, servirles el Cream of Wheat, hacerles los sándwichs de mantequilla de cacahuete y mermelada, llenar los termos con sopa de tomate, descorrer las cortinas, freír bacon, cortar en dos los pomelos, abotonar los vestidos de las niñas, y después de haberles servido el desayuno, levantar la mesa, lavar los platos, sacar la basura y, por último, barrer el suelo alrededor de la mesa. Mientras tanto, Charley se afeitaba, se vestía, se comía los huevos pasados por agua y las tostadas, se tomaba el café, y se marchaba a Petaluma. A eso de las nueve Fay se levantaba, tomaba una ducha, se vestía, sacaba una taza de café y un bol con compota de manzana al patio, comía, leía el Chronicle —si a alguien se le había ocurrido ir a comprárselo— y se fumaba un cigarrillo.
No sólo disfrutaba preparando el desayuno, sino que también disfrutaba cuidando a las niñas por las noches, y eso fue un regalo de Dios para Fay. Significaba que de nuevo podía empezar a salir y a visitar gente; podía bajar al Área de la Bahía para ir al cine, al teatro y a sus clases, incluso podía ir tres veces por semana a su analista en San Francisco en lugar de una sola, y debido a que no tenían que preocuparse por mantenerme despierto hasta tarde, como les había sucedido con las niñeras adolescentes, podían quedarse en la ciudad hasta la hora que les apeteciera, asistiendo a fiestas o tomando copas. Y los viernes por la mañana acompañaba a mi hermana a Petaluma y llevaba las bolsas de la compra por ella, guardando todo en su sitio cuando llegábamos a casa e incluso sacando las cajas vacías y quemándolas en el incinerador.
A cambio recibía unas comidas maravillosas, y podía montar en el caballo y jugar con las niñas. Se había erigido un poste de metal afuera para el Tether Ball, y las niñas y yo jugábamos casi todas las tardes. Me volví un experto.
—¿Sabes? —me dijo Charley una vez—, equivocaste tu vocación. Deberías haber sido director de campamento o trabajado para la YMCA. Nunca vi a nadie a quien le encantaran tanto los niños. El ruido no te molesta. Es lo que más me fastidia a mí.
Por la noche, siempre parecía agotado.
—Creo que los padres deberían pasar más tiempo con sus hijos —comenté.
—¿Y cómo pueden evitarlo? —intervino Fay—. Santo Dios, siempre los tienes en medio. Los niños crecen mejor si los adultos no interfieren demasiado con ellos. Tendrían que dejarlos solos.
Le encantaba que fuera su niñera y que jugara con sus hijas, pero no aprobaba que me metiera en las continuas peleas de las niñas. Siempre había dejado que las solventaran entre ellas; sin embargo, pronto me di cuenta de que la mayor, al estar más avanzada intelectualmente y ser mucho más fuerte físicamente, las ganaba todas. No era justo, y sentí que era mi obligación intervenir.
—La única forma de que los niños aprendan qué es la justicia es que se lo enseñan los adultos —le dije a Fay.
—¿Qué sabes tú de justicia? —preguntó—. Aquí estás en mi casa viviendo de gorra. Además, ¿cómo viniste aquí? —Me miró con ojos centelleantes, con esa exasperación medio en serio, medio en broma, que tan bien conocía yo; tenía esa costumbre de mezclar una declaración seria con la ironía, de modo que nunca resultaba posible descubrir cuan en serio hablaba—. ¿Quién te trajo aquí? —preguntó.
Yo no experimentaba culpa alguna. Le estaba devolviendo suficiente por lo que recibía; realizaba casi todo el trabajo de la casa por Fay, y conseguía que se ahorraran mucho dinero haciendo de niñera. Como media, sólo contratar a una niñera les había costado tres dólares por noche, y en un período de un mes la cuenta a veces ascendía a sesenta o setenta dólares. Todas esas cifras las registraba en mi libro de notas; calculé cuánto les costaba y cuánto les ahorraba. El único coste real que añadía a su presupuesto era el de la comida. Pero yo no comía por valor de sesenta dólares al mes, de modo que sólo por cuidar de las niñas me ganaba el alojamiento. No incrementaba mucho las facturas eléctricas o de agua, aunque, desde luego, me bañaba y lavaba, y mi ropa tenía que meterse en la lavadora automática. Y siempre iba por la casa apagando luces que no se usaban, bajando los termostatos cuando la gente salía de los cuartos, así que según mis cálculos —he de reconocer que algo semejante resulta difícil de calcular— en realidad les ahorraba dinero en sus facturas. Y al montar su caballo le prolongaba la vida, ya que de permanecer quieto empezaría a engordar, lo cual provocaría una tensión antinatural en su corazón.
Sin embargo, más que cualquier otra cosa, y algo que no se podía calcular en dólares y centavos, mejoré la atmósfera en la que se movían las niñas. En mí tenían a alguien que se preocupaba por ellas, que disfrutaba jugando con ellas y escuchándolas, que les daba afecto... yo no lo consideraba una tarea o un deber. Las llevaba a dar largos paseos, les compraba chicles en la tienda, veía en la tele «La Ley del Revólver» con ellas, limpiaba sus cuartos...
Y hay otra cosa: al realizar el trabajo pesado de la casa, como fregar los suelos, hice posible que Fay despidiera a la señora Mendini, su asistenta. Considerad que su presencia siempre la había irritado; tenía la impresión de que la señora Mendini espiaba todo lo que se hablaba, y a mi hermana siempre le había gustado la intimidad. Era uno de los motivos principales para desear una casa aislada en el campo.

Un sábado por la tarde, cuando Fay se había ido a San Rafael de compras, y las niñas se encontraban en casa de Edith Keever jugando con sus hijos, Charley se puso a hablar conmigo en el campo, cerca del corral de los patos. Había estado tendiendo una nueva tubería hacia el canal de agua de los patos.
—¿No te molesta hacer el trabajo de la casa? —me preguntó.
—No —contesté.
—Yo no creo que un hombre tenga que hacer esas cosas —dijo. Luego, continuó—: Tampoco creo que las niñas deban ver a un hombre haciéndolas. Les da la idea de que un hombre puede ser mandado por una mujer.
Ante eso no dije nada; no se me ocurrió nada pertinente.
—Desde luego, yo no estoy dispuesto a hacer sus malditos recados —añadió.
—Ya veo —comenté educadamente.
—Un hombre debe mantener su autoestima —anunció Charley—. El trabajo de la casa le roba su masculinidad.
Me había dado cuenta, casi en el acto de instalarme con ellos, de lo quisquilloso que era Charley con ella. Parecía sentirse agraviado cada vez que ella le pedía algo, hasta que le ayudara en el jardín. Una noche, cuando le pidió que le abriera una lata o un tarro —no lo vi con claridad, aunque salí de mi cuarto para observar—, él estalló, tiró el frasco al suelo y empezó a insultarla. Lo apunté en mis registros, porque pude percibir una línea de conducta.
Casi una vez por semana, Charley solía salir solo, por lo general al Western Bar, o a un bar de Olema que le encantaba, y se atiborraba de cerveza. Parecía ser su sistema para descargar el resentimiento hacia mi hermana; de lo contrario, se metía poco a poco en su interior, y se volvía pendenciero y sombrío. Pero cuando había tomado unas copas, era capaz de amenazarla físicamente. En realidad, nunca vi que le pegara, pero notaba, por la respuesta de ella cuando llegaba a casa del bar, que en tales ocasiones le tenía un miedo real. No creo que ella se diera cuenta de por qué bebía, que estaba liberando un resentimiento acumulado; pensaba que se trataba más de un defecto de carácter y, posiblemente, de un defecto común a todos los hombres.
Cada vez que Charley iba a beber, ella le trataba de forma fría. Le mortificaba con reprimendas tranquilas, racionales. Pasado un tiempo conseguía convencerle de que había algo malo en él por marcharse a beber y volver a casa para atacarla; en lugar de verlo como una especie de desahogo, prefería considerarlo como un profundo y penetrante —incluso peligroso— síntoma de deformación.
O, con toda probabilidad, sólo fingía pensarlo. En cualquier caso, era su política considerarlo como un hombre deformado, un hombre al que debía enfrentarse, y siguiendo esa línea de argumentación, montaba un tremendo alboroto con cada una de sus juergas. Cuanto más se le resistía saliendo y emborrachándose para volver a casa y atacarla, ella aumentaba el cuadro que había hecho de él, y era un cuadro que, cuando no estaba borracho, también Charley tenía que aceptar. La casa estaba impregnada de esa atmósfera de una mujer sosegada y adulta y un hombre que cedía a sus impulsos animales. Le informaba con todo detalle de lo que su analista, el doctor Andrews, de San Francisco, decía sobre sus juergas y su hostilidad. Utilizaba el dinero de Charley para pagarle al doctor Andrews por el catálogo de las anormalidades de Charley. Y, por supuesto, Charley jamás oyó una palabra que procediera directamente del doctor; no tenía modo alguno de impedir que ella informara sólo de lo que servía a sus propósitos y se reservara lo que no. Tampoco el doctor tenía modo alguno de descubrir la verdad de lo que Fay le contaba; sin duda que sólo le proporcionaba los hechos que encajaban con su cuadro, de forma que la visión que tenía el doctor de Charley se basaba en lo que ella quería que supiera. Una vez que Fay había preparado lo que debía relatar en ambas direcciones, poco quedaba que no estuviera bajo su control.
Como cualquier otro patán, Charley se quejaba de que fuera al analista y, al mismo tiempo, aceptaba como si fuera algo sagrado cada cosa que ella le decía. Cualquier hombre que cobrara veinte dólares la hora debía de ser bueno.
A veces me preguntaba qué se proponía mi hermana, si es que planeaba algo. Disponía de tiempo libre todas las tardes, después de haber lavado los platos de la comida, y esporádicamente me sentaba a ver cómo moldeaba potes de arcilla, tejía o leía. Había crecido para convertirse en una mujer atractiva, aunque apenas tenía pechos, y vivía en esta casa grande y moderna, con diez acres de terreno y todo lo demás... más allá de toda duda era feliz. Pero le faltaba algo. Después de un mes o algo así llegué a la conclusión de que, sencillamente, quería que Charley fuera distinto de como era; tenía profundamente grabada la imagen de cómo debía ser un marido —siempre había sido muy exigente—, y, aunque en algunos aspectos Charley cumplía sus requisitos, en otros no. Por ejemplo, tenía el dinero suficiente para construirle esta casa, y hacía casi todas las cosas que ella deseaba. Y era razonablemente atractivo. Pero, por otro lado, era un patán, y en Fay siempre había existido esa tendencia aristocrática, desaprobadora, que juzgaba todo. Se mostró con fuerza en la escuela secundaria, cuando empezó a planear ir a la universidad. Hizo cursos de literatura e historia, y creía que las chicas que realizaban cursos de cocina —y los chicos que hacían cursos de taller— eran la chusma del mundo.
Más allá de toda duda, a Charley no le interesaba lo que Fay consideraba las cosas civilizadas de la vida, como la música clásica que escuchaba en el equipo de alta fidelidad. Reconozco que era un patán. Pero ya lo era cuando se casó con él; era un patán el día que lo vio en la tienda de la carretera, cuando confundió la melodía de Mozart con un himno. Si ella lo sabía, entonces se equivocaba en condenarle como si fuera un rasgo secreto que él le hubiera ocultado para destaparlo una vez que se hubieron casado. Dios mío, Charley siempre había sido honesto con ella... y le había dado todo lo que estaba a su alcance. Y ahora, en vez de conducir su mercedes, llevaba un Buick porque ella prefería los colores de los Buicks y el cambio automático. En su propio campo, como con los coches, sabía más que mi hermana; ahí era ella la bárbara, la palurda. Pero eso no le ayudaba en nada, ya que Fay no consideraba que esos temas fueran importantes. El hecho de que fuera capaz de tender una buena tubería hacia el canal de desagüe de los patos no la impresionaba; sólo los patanes eran buenos en eso, y así se demostraba su punto de vista.
Y, no obstante, ella aceptaba, incluso usaba, su lenguaje.
Supongo que era ambivalente respecto a él, que de alguna manera lo consideraba tosco y masculino, algo vital para ella... le calificaba sexualmente como un hombre. Lo que ansiaba era, me parece a mí, paradójico; quería que fuera un hombre, pero, al mismo tiempo, que estuviera a la altura de sus propias normas, y éstas, al haberlas establecido para ella, no eran las normas de un hombre. En ese punto —su sexo—, ella también tenía cierta confusión. Creo que odiaba hacer los trabajos de la casa porque la hacían sentirse como una mujer, lo cual era intolerable para ella. No es de extrañar que Charley despreciara hacer tales tareas; si resultaba degradante que ella las hiciera, seguro que era más degradante para él —no por lo que sintiera al respecto, puede que en el pasado no le hubiera importado—, sino por el significado que tenían para ella. Hacer el trabajo de la casa demostraba que una persona era un esclavo, un sirviente, una doncella; ella era incapaz de realizarlas, pero estaba dispuesta a dejar que su marido las llevara a cabo. Por ejemplo, no soportaba bajar a la tienda a comprarse Tampax; era la prueba sine quo non de su condición de mujer, de modo que le obligaba a ir a Charley.
Naturalmente, volvió a casa y la golpeó.
Sin embargo, a mí no me molestaba hacer las tareas de la casa, porque para mí era un trabajo, no un símbolo. A cambio me daban comida y una casa cálida... recibía algo en compensación, y me parecía justo. Viviendo con ellos era mucho más feliz y estaba más satisfecho de lo que había estado en cualquier momento de mi vida, antes o después. Me gustaba estar con las niñas y los animales; me gustaba encender el fuego en el hogar... me gustaban los chuletones en la barbacoa. ¿No resultaba más degradante para mí trabajar para Poity marcando neumáticos?
La parte más extraña era la sensación de Fay de que la casa le pertenecía a ella y que Charley, su marido, era alguien que llegaba, se sentaba en un sillón y lo ensuciaba, y sudaba en los muebles. No obstante, quizá ésta no fuera su actitud real, sino más una pose; quizá, sencillamente, habría querido mantener viva la idea de que ésta era su casa, y que en ella funcionaban sus leyes. En su interior, puede haber reconocido con claridad que sin Charley y su dinero no habría existido ninguna casa... pero, al igual que con la bebida, una teoría particular encajaba con sus necesidades y, de ese modo, ella potenciaba dicha teoría. Le hacía saber que la casa era su esfera... y eso, ¿qué le dejaba a él? Un despacho en la fábrica en el que trabajar por las noches, más la misma fábrica... y, posiblemente, el entorno exterior de la casa, los campos pelados y sin trabajar.
Y esto también tendía a aceptarlo Charley, porque, por encima de todo, no era tan rápido con la lengua como ella... y, en el análisis final, imaginaba que al ser ella más inteligente y culta que él debía tener razón. La consideraba de la misma forma que un libro o un periódico: podía quejarse de ellos, denunciarlos, pero, en última instancia, lo que decían era verdad. Carecía de fe en sus propias ideas. Como todos los demás, se reconocía a sí mismo como un patán de primer grado.
Por ejemplo, mirad a sus amigos: los Anteil. Resultaba obvio que los dos, Gwen y Nat, eran universitarios que compartían los intereses de Fay en temas culturales y eruditos. Aquí había un hombre, otro hombre, no una mujer, que les visitaba y discutía —no de negocios o de técnicas de arado— de sectas religiosas medievales. Fay y los Anteil podían comunicarse, y, entonces, se convirtieron en tres contra uno, no uno contra uno. Charley solía escuchar un rato, y después se iba a su estudio a revisar papeles. Y esto era verdad no sólo con los Anteil, sino con los Fineburg y los Meritan y todos los demás: artistas, diseñadores de ropa, universitarios que se habían mudado a Inverness... todos pertenecían a ella, no a él.


Ocho

Se tomaron una hora libre para ir a volar cometas. La suya se alzó del suelo y permaneció en el aire, sin caerse, pero sin subir más alto. Corrió por la hierba soltando cordel, pero su cometa se mantuvo a la misma altura, sólo que ahora el cordel se quedó extendido, paralelo al suelo.
A cierta distancia del establo del caballo, Fay corría como un insecto de agua sobre un estanque: sus pies aterrizaban y se levantaban, transportándola a una velocidad enorme. Su cometa salió disparada hacia arriba. Cuando se detuvo ante la valla, se volvió y, en un principio, ninguno de los dos vio nada: la cometa había subido tan alto que durante un momento no pudieron vislumbrarla. Se hallaba directamente encima de sus cabezas, un verdadero objeto celestial lanzado fuera de la gravedad del mundo.
Las niñas gritaron para coger el cordel de la cometa de Fay y la maldijeron porque no las dejaba hacerlo, pero, al mismo tiempo, estaban maravilladas de su éxito. Admiración y furia... él se quedó jadeando, sosteniendo su cometa de segunda clase con el cordel flojo.
Después de pasarle el hilo de su cometa a las niñas, Fay se acercó a él, con las manos metidas en los bolsillos delanteros de los vaqueros. Sonriendo contra el resplandor de la luz del mediodía, llegó a su lado, se detuvo y dijo:
—Podríamos ponerte a ti en el extremo de un cordel. Yo te haría volar.
Eso le llenó de ira, una ira terrible. Pero, al mismo tiempo, se sentía tan extenuado por el esfuerzo realizado con la cometa que no pudo expresarla; ni siquiera fue capaz de gritarle. Lo único que pudo hacer fue darle la espalda y dirigirse despacio hacia la casa, sin decir nada.
—¿Qué sucede? —preguntó Fay tras él—. ¿Estás enfadado de nuevo?
Siguió sin decir nada. Se sentía deprimido, embargado por una completa desesperanza. De repente, deseó morir; deseó estar muerto.
—¿No sabes aceptar una broma? —dijo Fay, alcanzándole—. Eh, pareces enfermo. —Alzando la mano, le tocó la frente, igual que lo hacía con las niñas—. Quizá sea gripe —dijo—. ¿Por qué te has enfadado?
—No lo sé —contestó.
—Recuerda —comentó caminando a su lado— aquella vez que te metiste en el corral de los patos para alimentarlos... debió de ser la primera vez que les dabas de comer, poco después de haberlos comprado, y yo me encontraba de pie en el exterior, mirándote, cuando de repente dije: «¿Sabes?, pienso en ti como en un pato; quédate ahí que te alimentaré.» ¿Estarías pensando en eso? ¿Mi comentario sobre la cometa te lo recordó? Sé que aquello te irritó. Realmente, fue algo horrible; no tengo ni idea de por qué lo hice. Ya sabes que digo todo tipo de cosas... no tengo control sobre mi lengua. —Cogiéndole del brazo, se pegó a él—. Ya sabes que lo que digo no significa nada. ¿Bien? ¿Mal? ¿En medio?
—Déjame solo —dijo él, apartándose con un movimiento brusco.
—No te metas en la casa —pidió ella—. Por favor. Por lo menos juega al badmington conmigo durante un rato... recuerda que los Anteil vendrán a cenar esta noche, así que si no jugamos ahora ya no podremos hacerlo... y mañana tengo que ir a la ciudad. ¿Es que no puedes jugar un minuto?
—Estoy muy cansado —dijo—. No me siento bien.
—Te hará bien. Sólo un minuto.
Dejándole atrás, corrió por el campo, atravesó el patio y se metió en la casa. Cuando él llegó a la puerta, allí estaba ella, con las raquetas y la red del badmington.
Las dos niñas aparecieron, gritando.
—¿Podemos jugar? ¿Dónde están las otras raquetas?
Al ver que Fay tenía las cuatro, se esforzaron por quitarle dos.
Al final, jugaron. Pero la raqueta de él se había roto por la mitad. Se quedó de pie sosteniendo las piezas y tratando de recuperar el aliento; le dolía el pecho y parecía que los huesos estaban clavados en sus pulmones.
—Hay otra raqueta en la casa —dijo Fay desde el otro lado de la red—. Leslie O'Neill la trajo para jugar y la olvidó. Está en el armario del estudio.
Fue a buscarla. La encontró al cabo de un rato. De regreso al patio sintió que le daba vueltas la cabeza y que sus piernas se tambaleaban como si fueran de plástico barato, la basura que usaban para hacer los juguetes de regalo, pensó. Los juguetes que dan gratis en las cajas de cereales o en las tiendas...
Entonces, cayó de bruces. Mientras caía, estiró las manos hacia la hierba; las hundió en ella y las cerró. Después arrancó la hierba y se atiborró: la comió, la bebió y la respiró; perdió el aliento, tratando de respirarla... no pudo metérsela dentro, en sus pulmones. Y, después de eso, no pudo hacer nada.

Lo siguiente que supo era que se hallaba en una cama grande, con la cara y el cuerpo afeitados. Las manos, con los dedos sobre la colcha, se asemejaban a los dedos rosados de un cerdo. Me he convertido en un cerdo, pensó. Se llevaron mi pelo y rizaron lo que quedaba; he estado chillando durante un buen rato.
Intentó chillar, pero lo único que le salió fue un sonido áspero.
Entonces apareció una figura. Su cuñado Jack Isidore le escudriñó desde arriba; llevaba una chaqueta de tela y unos pantalones marrones, con una mochila a la espalda. Se había limpiado la cara.
—Has tenido una oclusión —dijo Jack.
—¿Qué es eso? —preguntó, pensando que alguien le había golpeado.
—Tuviste un ataque al corazón —explicó Jack, y pasó a exponer una serie de detalles técnicos. Transcurrido un rato, se marchó. Una enfermera ocupó su lugar y luego, por fin, un médico.
—¿Cómo me encuentro? —preguntó Charley—. Bastante robusto para un viejo. Queda un montón de vida en el viejo marco, ¿verdad?
—Sí, se encuentra en buena forma —dijo el médico, y se fue.
Se quedó allí solo, tumbado, pensando, esperando que viniera alguien. Pasado un tiempo regresó el médico.
—Escuche —dijo Charley—: mi mujer es la responsable de que esté aquí. Fue su idea desde el principio. Quiere la casa y la fábrica, y la única manera de obtenerlas es mi muerte, así que lo preparó todo para que me diera este ataque al corazón y cayera muerto, de acuerdo con sus planes. —El médico se agachó para escuchar—. Y yo iba a matarla. Maldita sea.
El médico se marchó.
Después de un largo espacio de tiempo, varios días evidentemente —vio que la habitación se oscurecía, volvía a tener luz, se oscurecía, y que le afeitaban y lavaban con agua tibia y una esponja, y que le hacían orinar y le alimentaban—, varias personas entraron en la habitación y se mantuvieron en un rincón, hablando. Por fin, al lado de la cama, apareció Fay.
Su mujer llevaba una chaqueta azul, una falda pesada y leotardos, y sus zapatos italianos de punta. Tenía la cara pálida y con un tono anaranjado, tal como aparecía a menudo a primeras horas de la mañana. Hasta sus ojos eran anaranjados, y su cabello. El cuello tenía arrugas, como si la cabeza no hubiera parado de moverse hacia adelante y atrás. Tenía el bolso grande de piel bajo el brazo, y cuando se acercó a la cama olió el cuero.
Al verla, empezó a llorar. El agua cálida de sus ojos se deslizó por las mejillas. Fay sacó un Kleenex del bolso, tirando cosas del interior al suelo, se agachó y le secó la cara con aspereza. Se la frotó hasta que le ardió.
—Estoy enfermo —le dijo, deseando alzar los brazos y acariciarla.
—Las niñas te hicieron un cenicero y yo lo cocí en el horno —comentó Fay. Su voz sonó con la misma aspereza que la de él, como si hubiera estado fumando mucho de nuevo. No intentó aclararse la garganta como solía hacer—. ¿Puedo traerte algo? ¿Tu cepillo de dientes y el pijama? No me dejaron hasta que te lo preguntara. Tengo correo para ti. —Sobre su pecho, cerca de la mano derecha, dejó unas cartas—. Todo el mundo te escribe, incluso tu tía de Washington, D.C. El perro se encuentra bien, las niñas te echan de menos, pero no están asustadas ni nada parecido, el caballo está bien, una de las ovejas se escapó y tuvimos que llamar a Tom Sibley para que la recogiera con su camioneta. —Giraba la cabeza hacia aquí y allí para mirarle.
—¿Cómo va la planta? —preguntó.
—Todos te envían sus saludos. Marcha bien.
Más tarde, en la misma semana, se le consideró suficientemente bien como para permitir que se sentara y bebiera leche a través de un tubo de cristal doblado. Apoyado sobre almohadas tomó el sol. Le pusieron en una silla de ruedas y le dieron paseos. Gente diferente, su familia, hombres de la planta, amigos, Fay y las niñas, gente de la zona donde vivían, fueron a verle.
Un día, mientras se encontraba en el solario, tomando el sol a través de las ventanas dobles, Nathan y Gwen Anteil fueron a visitarle, llevándole un frasco de loción para después del afeitado. Leyó la etiqueta del frasco. Era de Inglaterra.
—Gracias —dijo.
—¿Hay algo más que podamos traerte? —preguntó Nat Anteil.
—No —contestó—. Quizá los números atrasados del Chronicle.
—De acuerdo —dijo Nat.
—¿Se ha apolillado la casa?
—La hierba necesita que la corten —comentó Nat—. Eso es todo.
—Nat iba a preguntarte si querías que lo hiciera él —comentó Gwen.
—Fay puede poner en marcha la cortadora —contestó. Durante un rato pensó en ello, la maleza, el recipiente de cinco litros de gasolina, el tiempo que la cortadora giratoria llevaba sin usarse—. No podrá activar el carburador. Quizá se lo puedas encender tú. Es difícil conseguir la mezcla justa cuando lleva tiempo sin usarse.
—Los médicos dicen que vas bien —dijo Gwen—. Tendrás que quedarte un poco más aquí y recuperarte, eso es todo.
—De acuerdo —comentó.
—Están haciendo todo lo posible para que recuperes las fuerzas —continuó ella—. No necesitarás mucho tiempo. Son muy buenos; el Hospital U. C. tiene buena fama.
Asintió.
—Hace frío aquí en San Francisco —indicó Nat—. La niebla. Pero el viento no es tan duro como en Point Reyes.
—¿Cómo lo lleva Fay? —preguntó.
—Ha sido muy fuerte —respondió Nat.
—El camino desde Point Reyes es bastante malo —intervino Gwen—. En especial con las niñas en el coche.
—Sí. Es un viaje de unos ciento veinte kilómetros ida y vuelta.
—Ha bajado todos los días —señaló Nat.
Asintió.
—Incluso cuando sabía que no podría verte —añadió Gwen—, venía, con las niñas en la parte de atrás del coche.
—¿Cómo va con la casa? —inquirió—. ¿Se las arregla con una casa tan grande?
—Me comentó que había estado un poco nerviosa por las noches —explicó Gwen—. Tuvo un par de pesadillas. Pero mantiene al perro dando vueltas por la casa.
Y se ha llevado a las niñas a dormir con ella. Al principio empezó a cerrar las puertas con llave, pero el doctor Andrews le dijo que en cuanto se metiera en eso, no sería capaz de ponerle fin, así que consiguió hacer a un lado sus temores y ahora ya no cierra ninguna con llave: las deja abiertas.
—Hay diez puertas que dan acceso a la casa —comentó.
—Diez —repitió Gwen—. Así es.
—Tres al salón —dijo Charley—. Una al cuarto de estar. Tres a su dormitorio. Ya van siete. Dos a los cuartos de las niñas. Van nueve. Así que hay más de diez. Dos al vestíbulo, una a cada lado de la casa.
—Hasta ahora van once —sumó Gwen.
—Una al trastero —añadió Charley.
—Doce.
—Ninguna al estudio. Creo que son doce. Cómo mínimo, doce. Siempre hay una abierta, dejando escapar el calor.
—Su hermano ha ayudado mucho —dijo Gwen—. Se ha encargado de las compras y de la limpieza, y le hace todo tipo de recados.
—Así es —afirmó Charley—. Me había olvidado por completo de él. Si sucede algo, está ahí. —Había pensado que Fay y las niñas eran las únicas, solas ahora en la casa, sin un hombre. También los Anteil lo habían pasado por alto. Ninguno lo consideraba igual que si hubiera un hombre en la casa, y, en apariencia, Fay había sentido lo mismo. Pero, en cualquier caso, Jack le hacía las cosas, de modo que no tenía que añadir la carga del trabajo en la casa a la preocupación—. No habéis oído que hubiera ningún problema financiero, ¿verdad? —preguntó—. No debería. Dispone de la cuenta conjunta, y mi seguro ya debe de estar a punto de pagar.
—Si existe alguno, ella no lo ha mencionado —contestó Gwen—. Parece tener dinero.
—Siempre baja al Mayfair a cambiar un cheque —comentó Nat con una sonrisa.
—Se las ingeniará bien para gastarlo —dijo Charley.
—Sí, parece arreglárselas bien —acordó Nat.
—Espero que recuerde las facturas —indicó Charley.
—Tiene toda una caja llena con facturas —intervino Gwen—; la vi en el escritorio del estudio. Las estaba repasando, tratando de decidir cuáles pagar.
—Normalmente soy yo quien lo hace —dijo Charley—. Decidle que pague las de la casa. Ésa es la regla. Siempre pagarlas primero.
—Bueno, no hay problema, ¿no? —inquirió Nat—. Dispone de capital para pagarlas todas, ¿verdad?
—Probablemente, sí —contestó Charley—. A menos que esta maldita hospitalización esté subiendo demasiado.
—Siempre puede pedir un préstamo al banco —indicó Gwen.
—Sí —afirmó Charley—. Pero no debería verse en esa situación. Tenemos bastante dinero. A menos que ella lo despilfarre.
—Es una mujer de recursos —dijo Nat—. Bueno, es la impresión que da y yo supongo que lo es.
—Lo es —corroboró Charley—. Es buena en una crisis. Entonces aflora lo mejor de ella. En una ocasión, nos encontrábamos navegando en un bote de vela en la Bahía de Tómales y no podíamos achicar agua. La bomba se había estropeado. Entraba agua. Ella manejó el timón mientras yo achicaba a mano. No se asustó en ningún momento. No obstante, podríamos habernos hundido.
—Nos lo contaste —dijo Gwen, asintiendo.
—Siempre consigue que alguien la ayude —comentó Charley—. Si se queda tirada en el camino, siempre logra que alguien se detenga.
—Un montón de mujeres son así —comentó Nat—. Tienen que serlo. Es casi imposible para una mujer cambiar una rueda.
—Ella no lo haría —indicó Charley—. Conseguiría que alguien la cambiara. ¿Acaso crees que cambiaría una rueda? ¿Estás bromeando?
—Es una buena conductora —dijo Nat.
—Sí que lo es. Le gusta conducir. Es buena en cualquier cosa que le guste —añadió—. Pero si no le gusta hacerlo, no lo hace; consigue que alguien lo haga por ella. Nunca la vi realizar algo que no deseara. Ésa es su filosofía. Ya debes saberlo, siempre estás hablando de filosofía con ella.
—Ha conducido hasta aquí —indicó Gwen—. No hay nada agradable en eso.
—Claro que ha venido —dijo Charley—. ¿Sabes que es lo que nunca ha hecho y jamás hará? Pensar en otra persona aparte de sí misma. La gente está ahí para hacerle cosas.
—Oh, yo no diría eso —comentó Gwen.
—No me digas cómo es mi esposa. La conozco; llevo casado con ella siete años. Todas las personas del mundo son sirvientes. Es lo que son, sirvientes. Yo soy un sirviente. Su hermano es un sirviente. Hará que la esperes. Se quedará allí sentada y conseguirá que hagas las cosas por ella.
Entró el médico y dijo que los Anteil tenían que irse. O quizá fue la enfermera. Vio que se acercaba una figura de blanco, y los oyó hablar. Entonces los Anteil se despidieron con un rápido adiós y se marcharon.
Yació en la cama, pensando. Fay le visitó varias veces durante los siguientes días, con y sin las niñas, y también Jack, y algunos amigos.
También le visitó Nat, sin su mujer. Explicó que Gwen tenía que ir al dentista en San Francisco, y que le había llevado hasta allí, al Hospital U. C.
—¿Dónde se encuentra este hospital? —preguntó Charley—. ¿En qué parte de San Francisco?
—Entre Parnaso y la Cuarta —contestó Nat—. En dirección a la playa. Estamos en lo alto, de cara a uno de los extremos del Parque Golden Gate. Es un trayecto largo.
—Ah. Podía ver casas, pero no lograba descubrir en qué parte de la ciudad estábamos. No conozco muy bien San Francisco. El verde que vi debía ser el parque.
—El comienzo del parque —dijo Nat.
—Escucha —dijo Charley después de una pausa—, ¿te ha convencido ya para que empezaras a hacerle cosas?
—No estoy seguro de lo que quieres decir —contestó Nat con lentitud—. Tanto Gwen como yo estamos encantados de hacer lo que esté a nuestro alcance, no por ella, sino por vosotros dos. Por la familia.
—No permitas que te obligue a hacer cosas por ella —dijo.
—Es algo natural —comentó Nat—, bueno, es natural hacer ciertas cosas. Por supuesto, hay un límite. Los dos nos damos cuenta, Gwen y yo, de que es impulsiva. Es franca; habla directamente.
—Tiene la mente de una niña —señaló Charley—. Si quiere algo, va por ello. No acepta un no. —Nat guardó silencio—. ¿Te molesta que diga eso? —preguntó—. Santo Dios, no quiero que trotes detrás de ella haciéndole los recados. No quiero ver cómo te roba tu autoestima. Ningún hombre debería hacer las cosas de una mujer por ella.
—De acuerdo —aceptó Nat en voz baja.
—Lo siento, si esto te perturba —dijo Charley.
—No, está bien.
—Sólo quiero hacerte una advertencia. Es una persona excitante y la gente se siente atraída hacia ella. No estoy diciendo nada en su contra. La amo. Si tuviera que hacerlo, me volvería a casar con ella. —No, pensó. Si pudiera, la mataría. Si pudiera salir de esta cama la mataría. En voz alta dijo—: Maldita sea.
—Está bien —dijo Nat para conseguir que parara.
—No —contestó—, no está bien. Esa zorra devoradora... Me secó. Cuando vuelva, voy a despedazarla. Dios, ya sabes cuál fue tu reacción original hacia ella. La conozco. Le contaste a Betty Heinz que era una mujer dominante, exigente, y que no te gustaba mucho.
—Le dije a Mary Woulden que tenía dificultad en tratar con ella porque era muy intensa —explicó Nat—. Y dije que era dominante. Hicimos las paces.
—Sí —comentó Charley—. Estaba dolida. No soporta eso.
—No hemos tenido ninguna dificultad en mantener una relación con tu esposa. Ha sido muy equitativa. No estamos muy unidos a ella, pero disfrutamos de su compañía; nos gustan las niñas y la casa... nos gusta estar allí.
Charley guardó silencio.
—Hasta cierto punto, entiendo lo que quieres decir —añadió Nat al rato.
—En cualquier caso, ya no importa —dijo Charley—. Porque cuando salga de aquí voy a matarla. No me importa quién lo sepa. No me importa si lo sabe el sheriff Chisholm. Puede solicitar una orden de detención. ¿Te contó que una vez la pegué?
Nat asintió.
—Puede solicitar una orden de detención por malos tratos —continuó—. Para mí es igual. Puede hacer que ese psicoanalista de veinte dólares la hora jure en el juzgado que todo es imaginación mía, que estoy carcomido por la hostilidad, que estoy resentido con ella porque tiene buen gusto y es refinada. No me importa una mierda nada. Ni siquiera mis hijas. No me importa si no vuelvo a verlas jamás. No espero ver de nuevo la casa, te lo aseguro. Aunque es probable que vuelva a ver a las niñas; ella las traerá aquí.
—Sí —dijo Nat—. Las ha estado trayendo con regularidad.
—Nunca saldré de este hospital. Lo sé.
—Claro que sí —aseguró Nat.
—Dile que lo sé —pidió—, y que no me importa. Dile que es lo mismo, que no me importa una mierda. Puede quedarse con la casa. Puede volver a casarse con quien le apetezca. Puede hacer lo que quiera.
—Más adelante te sentirás mejor —musitó Nat, palmeándole el brazo.
—No —contestó—, no me sentiré mejor.


Nueve

Por la noche, Nathan Anteil se sentó a estudiar a la mesa de la cocina de su casa de un dormitorio. Acababa de cerrar la puerta que daba al salón para amortiguar el sonido del televisor. Gwen estaba viendo Playhouse 90. El horno abierto soltaba calor para calentar la cocina. Tenía una taza de café a su alcance, pero se había concentrado demasiado en los estudios y ya se había enfriado.
Como de lejos, notó que Gwen había abierto la puerta y entrado.
—¿Qué sucede? —preguntó al fin, soltando la pluma.
—Fay Hume está al teléfono —indicó Gwen.
Ni siquiera había sido consciente de que hubiera sonado.
—¿Qué quiere?
La última vez que la vieron, hizo hincapié en que estaría ocupado toda la semana estudiando; tenía un examen que se iba a celebrar en la biblioteca pública de San Rafael.
—Ha recibido la hoja de movimientos del banco y no logra cuadrarla con su chequera —dijo Gwen.
—Así que quiere que vayamos a ayudarla.
—Sí.
—Dile que no podemos.
—Iré yo —indicó Gwen—. Le conté que tú estabas estudiando.
—Ya lo sabe. —Cogió la pluma y continuó tomando notas.
—Sí —acordó Gwen—, dijo que se lo mencionaste. Pensó que quizá podía ir yo. Realmente es incapaz de hacer ese tipo de cosas... sabes que no tiene cabeza para las finanzas.
—¿No puede hacérselo su hermano?
—Ese papanatas... —dijo Gwen.
—Ve y hazlo —comentó. Pero sabía que su mujer no podría, porque no era mejor en cuadrar una chequera que Fay Hume, y puede que hasta fuera peor—. Ve —repitió, irritado—. Sabes que yo no puedo.
—Dice que vendrá a recogerte —anunció Gwen, titubeando—. De verdad creo que deberías ir... sólo te llevará media hora... lo sabes. Y te preparará un sándwich de carne; lo prometió. Por favor. Creo que deberías ir.
—¿Por qué?
—Bueno, está ahí sola por las noches, y se pone nerviosa; ya sabes lo nerviosa que se pone con su marido en el hospital. Es probable que sólo se trate de una excusa para hablar con alguien. En serio: necesita compañía. Ahora va a ver al analista tres veces por semana, ¿lo sabías?
—Sí. —Siguió escribiendo. Pero Gwen no se marchó de la cocina—. ¿Todavía está al teléfono? —preguntó—. ¿Está esperando?
—Sí.
—De acuerdo. Si me recoge y me trae de vuelta.
—Claro que lo hará —dijo Gwen—. Se pondrá tan contenta... Y sólo te llevará quince minutos: eres tan bueno con las matemáticas.
Salió del cuarto y la oyó, en el salón, decirle a Fay Hume que estaría encantado de ayudarla.
Si es simplemente un pretexto para tener compañía, pensó, entonces, ¿por qué no puede ir Gwen? Porque, se dio cuenta, aunque desea compañía —y, en un sentido, es un pretexto—, también quiere a alguien que le cuadre la chequera. Quiere las dos cosas. Muy eficiente. Las dos cosas conseguidas al mismo tiempo.
Dejó a un lado la pluma y fue a buscar la chaqueta al armario.
—Te molesta, ¿verdad? —preguntó Gwen mientras esperaba en la puerta para ver los faros del Buick de Fay aparecer por la esquina.
—Estoy ocupado —contestó.
—Pero muchas veces que también estás ocupado no te importa parar y hacer cosas.
—No —repitió—. Lo que pasa es que estoy concentrado, y no me gusta que me descentren.
Pero ella tenía razón. Había algo más.

La bocina del Buick le sacó al porche. Mientras bajaba los escalones, Fay se asomó por la ventanilla y dijo:
—Eres tan amable... sé que estás estudiando. Pero esto no te llevará nada de tiempo. —Mantuvo la puerta abierta para él, que se sentó a su lado. Arrancando el coche, continuó—: En realidad, supongo que podía haberlo hecho yo misma; hay un cheque en particular... es evidente que me olvidé de apuntarlo. Es uno de cien dólares que cambié en el Purity, en Petaluma.
—Ya veo.
No tenía muchas ganas de hablar. Mirando por la ventanilla, observó las calles y los setos oscuros que iban dejando atrás. Conducía muy bien; el coche se deslizaba por las curvas.
—¿Sigues pensando en tus estudios?
—Un poco.
—Te traeré tan pronto como pueda. Te juro que no te retendré mucho tiempo. Dudé bastante antes de llamar... de hecho, casi no llamo. Odio molestarte cuando estudias.
No mencionó a Gwen, y él lo notó. Sin duda sabía que Gwen se encontraba al margen por completo.
No debería estar haciendo esto, pensó.
Una tarde, en casa de Fay, vio por casualidad una factura que había sobre la mesita del salón. Era de una tienda de ropa en San Rafael, de ropa para niñas. La cantidad habría cubierto las facturas de todo un mes de Gwen y de él, todas. Y sólo era de vestidos para las niñas.
Sus ingresos, procedentes de su trabajo de media jornada, más los de Gwen del trabajo de dos días por semana en San Anselmo, sumaban unos doscientos dólares al mes. Apenas les alcanzaba para sobrevivir a duras penas. Para los Hume doscientos dólares no eran nada; sabía que la factura de su psiquiatra a menudo era más alta. Y la de electricidad... hasta una factura de la casa, pensó. Una sola. Ese dinero nos mantendría a nosotros vivos. Y quiere que le revise los cheques del mes. Tendré que mirar con lupa cada uno. Ver todo ese dinero, todo ese despilfarro. Cosas que no necesitan...
Una noche en que Gwen y él cenaron en casa de los Hume, se había quedado mirando mientras Fay le daba al perro un chuletón que había descongelado, junto con los demás, pero que no había entrado en la barbacoa. Le había preguntado, intentando mantener ocultos sus sentimientos, por qué no volvía a guardar el chuletón intacto en la nevera y se lo comía al día siguiente. Fay le había mirado y respondido:
—No soporto las sobras. Lo que queda de la cena se lo doy al perro. Si él no se lo come, va a la basura.
La había visto tirar a la basura ostras ahumadas y corazones de alcachofas; al perro no le gustaron.
Ahora, en voz alta, le dijo:
—Pase lo que pase, deberías apuntar en la chequera cada cheque que libres.
—Oh, lo sé. A veces en el banco estoy en números rojos de doscientos o trescientos dólares. Pero siempre los cubren; nunca los devuelven. Me conocen. Saben que soy de fiar. Dios, si alguna vez devolvieran uno de mis cheques no volvería a hablarles, armaría tal escándalo que jamás lo olvidarían.
—Si no tienes fondos —dijo él—, deberían devolverlos.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque no son buenos.
—Oh, sí que son buenos. ¿Es que no lo sabes? ¿Qué quieres decir con que no son buenos? ¿Crees que no los cubriría?
Se rindió y volvió a guardar silencio.
—¿Por qué vas tan callado?
—Te los cubren a ti —contestó—, pero si yo no tuviera fondos no me los cubrirían. Los devolverían.
—¿Sabes por qué? —preguntó Fay.
—¿Por qué?
—Porque nunca han oído hablar de ti —explicó.
Se volvió hacia ella y la miró. Pero no había malicia en su cara, sólo la precaución necesaria para el camino.
—Bueno —comentó con dura ironía—, es el precio que pagas por ser una nulidad. Por no ser una persona importante en la comunidad.
—¿Sabes lo que yo he hecho por está comunidad? —preguntó Fay—. Más que nadie. Cuando intentaban despedir al director de la escuela elemental, fui a San Rafael, hablé con mi abogado y le pagué para que revisara las leyes y viera cómo se podía mantener al señor Pars, el director, en su puesto a pesar de la junta; encontramos seis o siete maneras.
—Bien por ti —dijo.
—Claro que sí —afirmó Fay—. Y también hice circular una petición para que colocaran farolas en las calles. Cuando nos mudamos aquí, no había ni una en Drake's Landing. Y luchamos un montón para que derribaran la vieja estación de bomberos y construyeran una nueva.
—Increíble.
—¿Por qué lo dices? —Le lanzó una mirada fugaz.
—Prácticamente, tú sola has hecho esta zona —comentó.
—Suena como si te molestara.
—Me molesta que alardees tanto de ello.
Fay guardó silencio, pareció encogerse. Entonces, cuando hubo metido el Buick en el sendero de su casa flanqueado por cipreses, dijo:
—¿Sabes?, no estabas obligado a venir; sé lo que piensas de mí. Crees que soy egoísta, exigente e indiferente al bienestar de otras personas. Pero yo he hecho más por el bienestar de otras personas que todos los que viven por aquí. Desde que te mudaste, ¿qué has hecho tú por esta zona? —Todo lo pronunció con calma, pero él se dio cuenta de que estaba enfadada—. ¿Bien? —insistió.
Creo que él tiene razón, pensó. Charley tiene razón sobre ella. Por lo menos, hasta cierto punto. Posee una cualidad infantil, una especie de temeridad.
Entonces, ¿por qué estoy aquí?, se preguntó.
¿Puedo decirle no a ella?
—¿Quieres regresar? —inquirió Fay.
Frenó el coche y puso el cambio automático en marcha atrás. Con un chirrido de ruedas, retrocedió por el sendero, ladeando el coche frenéticamente en una curva que lo metió en el camino. El parachoques delantero pasó a unos centímetros del buzón, y Nat se puso tenso de forma automática, aguardando el sonido del metal contra la madera.
—Te llevaré de vuelta a casa —dijo, poniendo la marcha adelante y emprendiendo el retorno por el camino—. No voy a obligarte a hacer algo que no quieres. La decisión es tuya.
—No me molesta ayudarte con tus facturas —dijo, sintiendo como si le hablara a una niña furiosa.
Ante eso, y para su sorpresa, ella dijo:
—No te pedí que vinieras a ayudarme con las facturas. Que se vayan al infierno. —Alzó la voz—. ¿Qué me importan las facturas? No son asunto mío. Esas malditas facturas las tiene que pagar él. Quise que vinieras porque estoy sola. Santo Dios... —La voz se tornó áspera—. Charley lleva en el hospital más de un mes y yo me estoy volviendo loca en casa; estoy a punto de perder la razón. ¡Enjaulada con las niñas, que me vuelven loca! Y ese cabrón y chiflado hermano mío.
Parecía tan crispada, tan harta y exasperada, que le divirtió. Ese clamor estridente de ella... no iba con su aspecto, su elasticidad, su cuerpo ligero, casi no desarrollado. Entonces, empezó a toser; toses profundas, roncas, como si hubiera un hombre sentado a su lado y tosiera.
—He estado fumando tres paquetes de L&M al día —le informó—. ¡Santo Dios, jamás en toda mi vida había fumado tanto! No me extraña que no pueda ganar peso. Dios —dijo con perplejidad atontada—. ¿Para qué le pago a ese patán de psiquiatra trescientos dólares al mes? Ese gilipollas...
—Tranquilízate —le dijo—. Ve a tu casa y cuadraremos las facturas. Después tomaremos una copa o una taza de café y volveré a casa a estudiar.
—¿Por qué no te trajiste los libros, gilipollas? —preguntó ella.
—Creí que venía a trabajar.
—Dios. Santo Dios. En toda mi vida no había oído algo tan ridículo. Cielos. —Pareció completamente derrotada—. Me esforcé tanto por encontrar algo que no supusiera que ella te acompañara... esa mujer tuya de 1926. No te molesta si hablo de tu esposa, ¿verdad? —Aminorando la velocidad del coche, se volvió hacia él y dijo—: Sabes que me has estimulado desde la primera vez que te vi. ¿Lo sabes? Dios mío, ya te lo he dicho una docena de veces. ¿Recuerdas la noche que te pedí que lucharas conmigo? ¿Para qué creías que quería luchar contigo? Estaba segura de que tu mujer lo cogería. Y, santo Dios, lo único que hiciste fue tirarme al suelo, largarte y dejarme ahí. ¿Sabías que durante una semana tuve un moretón en el culo?
Nat guardó silencio, la cabeza le daba vueltas.
—Dios —continuó ella, más compuesta ya—. Nunca me sentí tan atraída por un hombre. Me sentí atraída hacia los dos, con vuestros grandes y viejos jerseys de lana... ¿dónde los conseguisteis? ¿Por qué vas en bici? ¿No tuviste una de pequeño? ¿Tu familia no te compró una bicicleta?
—No hay nada malo en que un adulto vaya en bicicleta —contestó.
—¿Podré montarla alguna vez?
—Claro. Por supuesto que sí.
—¿Es difícil?
—¿Nunca has montado en bicicleta? —preguntó.
—No.
—Esta tiene cambios —explicó—. Es inglesa.
Pero ella ya no parecía estar escuchándole; conducía con aire preocupado y el rostro sombrío.
—Escucha —dijo al cabo de un rato—, ¿piensas ir corriendo a tu casa y contarle a tu mujer que te he hecho una proposición?
—¿Me estás haciendo una proposición?
—No —contestó ella—. Claro que no. Tú lo hiciste. ¿No lo recuerdas? —anunció con absoluta convicción—. ¿No es ésa la razón por la que viniste? Santo Dios, no me atrevería a dejarte entrar en casa. Por eso me di media vuelta. —Ya casi habían llegado a casa de Nat, y él se dio cuenta súbitamente de que ella pensaba dejarlo allí—. No te dejaré entrar en mi casa —afirmó—. No sin tu mujer. Si quieres venir a visitarme, debes traerla.
Furioso, dijo en voz alta:
—Estás loca. Estás loca de verdad.
—¿Qué? —preguntó ella, titubeando.
—¿Es que no le prestas atención a nada de lo que dices?
El comentario pareció aplastarla.
—No me regañes. No te enfades. ¿Por qué me atormentas?
El tono de su voz le recordó el de su hija más pequeña, ese tono gimoteante, autocompasivo. Quizá estaba imitando de forma calculada el tono de la niña, y tuvo la intuición de que así era. Se trataba tanto de una sátira como de un plagio. Lo usaba y, al mismo tiempo, lo satirizaba, a la espera de ver cómo reaccionaba él.
—Creo que eres realmente una caprichosa —dijo.
Y lo creía. Ella le intrigaba, con sus estados de ánimo cambiantes; y Nat se reconocía incapaz de averiguar por dónde iba a saltar. Parecía tener una cantidad de energía infinita. Seguía y seguía, sin fatigarse.
—No me tomas nada en serio —comentó ella; entonces, le sonrió, una sonrisa mecánica, hasta formal—. Bueno, gracias por querer ayudarme. —Habían llegado su casa y empezó a frenar el coche. Era evidente que estaba muy enfadada con él, muy fría—. De verdad que estoy furiosa contigo —anunció con voz tranquila, gélida—. En serio que lo estoy. Nunca te perdonaré el modo en que me has tratado. Vete al infierno. —Se estiró y cogió el manillar de la puerta—. Adiós.
—Adiós —dijo él, bajando.
Ella cerró de un portazo; el coche se alejó con un rugido. Como en las nubes, subió los escalones hasta el porche.

Al día siguiente la llamó por teléfono, no desde su casa, sino desde la oficina de la inmobiliaria.
—Hola, Fay. Espero no haberte interrumpido en algo.
—No —dijo ella—. No estoy ocupada. —Por el auricular, su voz tenía una cualidad aguda, enérgica, como si hablara con una mujer acostumbrada a realizar gran parte de sus transacciones de negocios por teléfono—. ¿Quién es? ¿No será ese desagradable de Nat Anteil?
Y ésta es una mujer de treinta y dos años, pensó.
—Fay, empleaste el peor lenguaje que jamás he oído en una mujer.
—¡Métetelo por el culo! —exclamó animada—. ¿Me llamaste para reprenderme un poco más o qué? Sí, ¿por qué me has llamado? Aguarda un segundo. —La oyó soltar el auricular e ir a cerrar una puerta. De vuelta, dijo atronadoramente en su oreja—: He estado sentada reviviendo lo que pasó anoche. Es evidente que no entiendo la mentalidad masculina. ¿Qué te pasó? Y ya que estamos en eso, ¿qué me pasó a mí?
Hoy parecía hallarse en un estado alegre, sin tomarse nada en serio. Conociéndola, parecía encontrarse en un estado de ánimo relativamente bueno.
—¿Por qué no voy a visitarte un rato esta noche? —dijo él, sintiendo cómo se ponía tenso—. Sólo un rato.
—De acuerdo —aceptó ella—. ¿Quieres que te recoja?
—No. —Tenía un viejo Studebaker con el que solía ir a Mili Valley a trabajar—. Iré en mi coche.
—No traerás a esa mujer tuya, ¿verdad? Como se llame. Repítemelo... ¿cómo se llama?
—Te veré luego —dijo, y colgó.
El tono de voz de ella, en cuanto se dio cuenta de quién llamaba y por qué lo hacía, había sido rígido y alto. Lo sabe, pensó. Los dos lo sabemos.
¿Qué sabemos?
Que hay algo; que estamos haciendo algo. Y en ello no entran ni mi mujer ni su marido.
¿Qué es? ¿Qué tengo en mente?, se preguntó. ¿Hasta dónde quiero llegar? ¿Hasta dónde quiere llegar Fay Hume?
Quizá ninguno de los dos lo sepa.
Se preguntó por qué lo estaba haciendo. Tengo una mujer realmente maravillosa. Y me cae bien Charley Hume. Y, pensó, Fay está casada y tiene dos hijas.
Entonces, ¿por qué?
Porque quiero, decidió.
Más tarde, mientras regresaba a la zona noroeste del Condado de Marin, pensó: y porque ella quiere.


Diez

Para visitar a Charley en el hospital de la universidad de California, situado en la Cuarta y Parnaso, en San Francisco, tenía que coger el autobús de las 6:20 de la Greyhound desde Inverness. Me deja en San Francisco a las 8:00 de la mañana. Habitualmente iba a la biblioteca pública de San Francisco, donde leía las revistas nuevas, sacaba libros que a Charley podían gustarle, y realizaba trabajo de investigación. Ahora que había sufrido el ataque al corazón, investigaba sobre el sistema circulatorio, copiando información científica en mis cuadernos de notas y, cuando era posible, llevándome los libros de referencia y los artículos para que los leyera él.
Cuando me veía entrar en su habitación, con la mochila llena de libros y revistas técnicas de la biblioteca, casi siempre decía:
—Bueno, Isidore, ¿qué es lo último sobre mi corazón?
Yo le proporcionaba la información que había podido sonsacarle al personal del hospital sobre su condición y sobre cuándo era factible esperar que saliera y regresara a casa. Daba la impresión de que apreciaba ese informe detallado. Sin mi ayuda, recibía los tópicos usuales sobre su estado, de modo que, hasta cierto punto, dependía de mí.
En cuanto le había dado la información científica, sacaba el cuaderno de notas que empleaba para la información concerniente a la situación en Drake's Landing.
—Oigamos las últimas noticias de la vieja casa —decía casi siempre.
En esta ocasión en particular, abrí el cuaderno para ordenar los hechos y empecé:
—Tu mujer empieza a mantener una relación extramarital con Nathan Anteil.
Mi intención había sido la de continuar, pero Charley me detuvo.
—¿Qué quieres decir?
—Durante los últimos cuatro días —contesté, comprobando mis datos—, Nathan Anteil ha venido por la noche sin su esposa. Y él y Fay han hablado de una forma que sugiere que hay un romance entre ellos.
No disfrutaba dándole esa información, pero me había propuesto mantenerle al tanto de la situación en casa; lo había convertido en parte de mi trabajo, a cambio de lo que recibía en comida y alojamiento. Junto con mis otras tareas, llevarle información era mi deber, y debía hacerse de manera escrupulosa, tomando en consideración sólo la exactitud y la integridad.
—El martes por la noche estuvieron juntos, tomando Martinis, hasta las dos de la madrugada —le informé.
—Bien —dijo al rato—. Sigue.
—En cierto momento, estaban sentados juntos en el sofá, él le pasó el brazo por el hombro y la besó. En la boca.
Charley no dijo nada. Pero era obvio que estaba escuchando. Así que continué:
—Nathan no llegó a decir que amaba a tu mujer...
—No me importa una mierda —interrumpió Charley.
—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a que no te importa una mierda esta información en particular o...?
—No me importa una mierda todo el tema —indicó. Guardó silencio un buen rato; luego, dijo—: ¿Qué más pasó en la vieja casa durante la semana? Y no me digas nada más sobre ese tema... Háblame de los patos.
—Los patos —musité, mirando las notas—. Los patos pusieron un total de treinta huevos desde mi último informe. Los chinos fueron los que más pusieron, los franceses los que menos.
No comentó nada.
—¿Qué más te gustaría saber? —pregunté—. ¿Cuánto han comido? —Lo tenía apuntado por peso y volumen.
—De acuerdo. Cuéntamelo.
Sentí que el fracaso en interesarle en un tema tan importante como la relación de su mujer con Nathan Anteil se debía a mi incapacidad para relatarlo de la forma adecuada. Era evidente que yo no había conseguido hacerle justicia: no le había presentado un cuadro convincente. Si él hubiera estado presente, habría reaccionado, pero sólo disponía de las áridas declaraciones que yo le exponía. Cuando un periódico o una revista quieren producir una reacción emocional en sus lectores, realizan un trabajo profesional en la presentación de un tema; no se dedican, sencillamente, a listar hechos en orden cronológico, como era mi tendencia.
En ese momento, y allí mismo, me di cuenta de la limitación de mi método sistemático. Como medio para registrar datos importantes, resultaba insuperable, pero como medio para transmitir esos datos a otra persona carecía de mérito. Hasta ahora, el registro y mantenimiento de hechos significativos que yo había realizado había sido para mi uso personal... sin embargo, ahora estaba reuniendo hechos para el uso de otra persona, en este caso un hombre que tenía poca o ninguna educación científica. Mirando hacia atrás, recordé que en el pasado una gran cantidad de hechos que me impresionaron habían sido transmitidos en artículos altamente dramatizados, como los del American Weekly, y otros en formas de ficción, como las historias que leía en Thrilling Wonder y Astonishing.
Resultaba obvio que tenía que aprender una o dos cosas. Me fui del hospital sintiéndome mortificado y, por primera vez en años, cuestionando las bases de mis métodos y a mí mismo.
Un día después, mientras pasaba la tarde solo en casa, oí el timbre de la puerta. Había estado doblando la ropa limpia que acababa de sacar de la secadora. La dejé sobre la mesa y fui a abrir la puerta, pensando que con toda probabilidad se trataba de Fay, que había regresado de la ciudad y quería que la ayudara con alguna bolsa del coche.
Al abrir la puerta me encontré de cara con una mujer que nunca antes había visto.
—Hola —dijo.
—Hola —contesté.
Era bastante pequeña, con una enorme coleta que sujetaba un pelo tan pesado que pensé que debía de tratarse de una extranjera. Su cara tenía una cualidad oscura, como la de una italiana, pero con la nariz y la prominencia ósea de una india americana. Poseía una barbilla bastante fuerte y ojos grandes y castaños que me miraron con tanta intensidad y fijeza que me pusieron nervioso. Después de decir hola, guardó silencio, aunque me sonrió. Tenía unos dientes afilados, como los de un salvaje, y también eso me hizo sentir incómodo. Llevaba una camisa verde, de hombre, suelta en la cintura, pantalones cortos, sandalias doradas, y llevaba un bolso, un sobre de papel manila y unas gafas de sol. En el sendero vi aparcada una furgoneta Ford nueva, pintada de un rojo brillante. En algunos aspectos la mujer me pareció arrebatadoramente hermosa, pero al mismo tiempo fui consciente de que había algo raro en sus proporciones. La cabeza era un poco grande para sus hombros —aunque podía tratarse de una ilusión debido al cabello pesado y negro—, y el pecho algo cóncavo, de hecho, hueco, nada parecido al pecho de una mujer. Y las caderas eran demasiado estrechas en proporción a sus hombros. Además, en orden, las piernas eran demasiado cortas para sus caderas, y los pies demasiado pequeños para sus piernas. Así que se asemejaba a una pirámide invertida.
Se me ocurrió que, aunque esta mujer pasaba de los treinta años, tenía la figura de una chica de catorce algo escasa de peso pero muy atractiva. Su cuerpo no había madurado, sólo su cara. No se había desarrollado más allá de cierto punto, y este efecto no era una ilusión. Si sólo le mirabas la cara, parecía absoluta y arrebatadoramente hermosa, pero si tus ojos la abarcaban en su totalidad, entonces eras consciente de que había algo mal en ella, algo fundamentalmente desproporcionado.
La voz tenía una cualidad áspera, ronca, muy baja. Como sus ojos, poseía una autoridad fuerte e intensa, y me descubrí incapaz de apartar los ojos de su mirada. Aunque nunca antes me había visto —posado los ojos en mí, como se dice—, actuaba como si hubiera esperado verme, como si yo le resultara familiar. Su sonrisa mostraba una certeza solapada. Después de un momento, avanzó, y yo me hice a un lado y ella entró en la casa, deslizándose con pasos muy cortos y en completo silencio. En apariencia, ya había estado aquí, pues pasó al salón sin ningún titubeo y dejó el bolso sobre una de las mesas, la misma en la que lo dejaba Fay. Luego se volvió para mirarme y dijo:
—¿Has tenido algún dolor de la cabeza últimamente? ¿Por las sienes? —Levantó la mano y trazó una línea a través de su frente, de ojo a ojo—. Yo sí. ¿Sabes lo que es? —Se deslizó hacia mí y se detuvo a corta distancia—. Es la corona de espinas. Todos tenemos que llevarla antes de que el mundo termine y uno nuevo ocupe su lugar. Yo la llevo ahora. La tengo desde el viernes pasado, cuando subí a la cruz y fui crucificada, y pasé una noche en la tumba. —Sonriéndome, y manteniendo sus ojos grandes y castaños clavados en mí, continuó—: Dormí toda la noche fuera, en el frío, y ni siquiera me enteré. Mi marido y mi hijo no supieron que falté; era como si no hubiera transcurrido tiempo. He sido transfigurada en la eternidad. Toda la casa vibraba... yo la vi vibrar, Dios mío, como si fuera a volar al cielo igual que una nave espacial.
—Ya veo —comenté, incapaz de apartar mis ojos de los de ella.
—Por encima de la casa —prosiguió— colgaba una luz enorme y azul, como un crepitante fuego eléctrico. Me tumbé en el suelo y el fuego me consumió, venía de esa nave espacial. Toda la casa se convirtió en una nave espacial preparada para partir al espacio.
No pude evitar asentir.
Con el mismo tono de voz, continuó:
—Soy la señora Hambro. Claudia Hambro. Vivo en Inverness Park. Tú eres el hermano de Fay, ¿verdad?
—Sí. Fay no se encuentra aquí, fue a la ciudad.
—Lo sé —dijo la señora Hambro—. Lo supe cuando me desperté esta mañana. —Se dirigió a la ventana y observó las ovejas, que pastaban al lado de la valla. Luego dio media vuelta y se sentó en una silla, cruzando las piernas desnudas y apoyando el bolso en el regazo; lo abrió, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno—. ¿Por qué has venido aquí? —preguntó—. A Drake's Landing. ¿Conoces la razón?
Negué con la cabeza.
—Es la fuerza que nos está juntando a todos —indicó—. En todo el mundo. Por todas partes se están formando grupos. El mensaje es el mismo: sufrir y morir para salvar al mundo. Cristo no sufrió por nuestros pecados, sufrió para mostrarnos el camino. Todos tenemos que sufrir. Todos hemos de subir a la cruz para ganar la vida eterna, cada uno a su manera. —Soltó humo por la nariz en mi dirección—. Cristo era de otro planeta. De una raza más evolucionada. La Tierra es el planeta más atrasado del universo. Por la noche puedo quedarme despierta, a veces me asusta de verdad, y oírles hablar. La otra noche comenzaron a abrirme la cabeza. Cortaron un colgajo aquí y otro aquí. —Con la mano trazó líneas a lo largo de su cabeza—. Y oí ese ruido terrible; fue el ruido más fuerte que escuché jamás. Me dejó sorda. ¿Sabes qué era? Era la vara de Aarón, que descendía; apareció en el aire ante mí. Desde entonces no he sido capaz de mirar al sol. La intensidad de los rayos cósmicos es demasiado fuerte; nos está abrasando los cerebros. A finales de mayo alcanzará su clímax y el mundo llegará a su fin, según los científicos. Los polos cambiarán posiciones. ¿Lo sabías? San Francisco se está acercando a Los Angeles.
—Sí —dije. Recordé haberlo leído en el periódico.
—Los seres más evolucionados de todos viven en el sol —prosiguió la señora Hambro—. Han estado entrando en mi cabeza cada noche. Soy una iniciada. Pronto conoceré todo el misterio. Es muy excitante. —De repente, se rió, mostrándome sus dientes afilados—. ¿Crees que estoy loca? ¿Piensas llamar al manicomio?
—No —contesté.
—He sufrido, pero vale la pena —comentó—. Nadie puede ocultarse: es el destino. Tú te has ocultado toda la vida, ¿no? Pero el destino te trajo aquí. Mira esto. —Apoyando el cigarrillo en el borde de la mesita, abrió el sobre de papel manila y sacó una hoja doblada; la desplegó y vi un intrincado dibujo de un chino hecho a lápiz—. Es nuestro gurú. Nunca le hemos visto, pero Bárbara Mulchy lo realizó bajo sugestión hipnótica cuando le pedimos ver a Aquel Que Nos Conduce. Nadie ha sido capaz de leer la inscripción. Es anterior a cualquier lengua conocida. —Señaló una escritura de aspecto chino que había al pie del dibujo—. Él te atrajo hasta Drake's Landing —dijo—. Ha estado guiándote toda tu vida.
En muchos aspectos, lo que dijo era difícil de aceptar. Pero es cierto que yo había sentido que no entendía el propósito real de mi vida. Y, ciertamente, había venido a Drake's Landing no por propia voluntad...
—Nuestro grupo ha realizado varias observaciones científicamente autentificadas —continuó la señora Hambro—. Hemos establecido contacto con estos evolucionados seres superiores que controlan el universo y que dirigen la radiación cósmica hacia aquí en un esfuerzo por salvarnos de nuestro propio anticristo. Vi al anticristo anoche. He venido por ellos. Supe entonces que tenía que ponerme en contacto contigo e introducirte en el grupo. En la última semana, once o doce personas han contactado con nosotros, por diversos artículos aparecidos en los periódicos, algunos con tono inoportunamente humorístico.
Sacó un recorte de periódico del sobre y me lo pasó:
GRUPO LOCAL DE INVESTIGACIÓN SOBRE PLATILLOS VOLANTES DICE QUE SERES SUPERIORES CONTROLAN AL HOMBRE Y LE CONDUCEN A LA III GUERRA MUNDIAL
Inverness Park. La Tercera Guerra Mundial comenzará antes de finales de mayo, y no para destruir al hombre, sino para salvarlo, según la señora Hambro, de Inverness Park, Condado de Marin. El grupo de los platillos volantes de quien es portavoz, declara que se han establecido varios contactos psíquicos con los «seres superiores que controlan nuestras vidas», y que «nos están conduciendo a la destrucción material con el propósito de nuestra salvación espiritual», de acuerdo con las palabras de la señora Hambro. El grupo se reúne una vez por semana para informar de observaciones de OVNIS, objetos voladores no identificados. Lo forman doce miembros, procedentes de Inverness Park y los pueblos del noroeste del Condado de Marin. Se reúnen en casa de la señora Hambro. «Los científicos saben que el mundo está a punto de explotar», declaró ésta. «Ya sea por un incremento de la presión interna, o por la radiación atómica producida por el hombre. Sea cual sea el caso, el hombre ha de prepararse para el fin del mundo».
Le devolví el recorte y ella lo volvió a guardar en el sobre.
—Apareció en el Journal de San Rafael —explicó—. También en periódicos de Petaluma y Sacramento. No dieron una impresión justa de lo que yo dije.
—Ya veo —comenté, sintiéndome raro y débil.
La fuerza de su mirada hacía que me zumbara la cabeza. Hasta hoy jamás he conocido a una persona que me afectara tanto como la señora Hambro. La luz del sol, cuando alcanzaba sus ojos, no se reflejaba de la manera habitual, sino que se astillaba. Eso me fascinó. Sentándome frente a ella, no muy lejos, vi una parte de la estancia reflejada en sus ojos, y no era igual. En vez de un solo plano, la realidad se convirtió en trozos. Mientras hablaba, seguí observando la luz fragmentada. Y en todo ese tiempo no parpadeó ni una sola vez.
—¿Has tenido sensaciones extrañas últimamente, como si te pasaran seda por el estómago? —me preguntó—. ¿O has oído silbatos agudos o gente hablando? Yo los oigo decir «No te despiertes, Claudia. Aún no ha llegado la hora de que ella despierte».
—He experimentado algunas sensaciones —dije.
Durante el último mes he tenido una terrible sensación de compresión alrededor de la cabeza, como si estuviera a punto de estallarme la frente. Y mi nariz ha estado tan constreñida que casi me ha sido imposible respirar. Fay dijo que se trataba de la habitual inflamación de los senos, que se siente al estar tan cerca del océano, con el viento fuerte y el polen de las flores y los árboles, pero no llegó a convencerme.
—¿Se hacen más fuertes? —inquirió la señora Hambro.
—Sí.
—¿Irás el viernes por la tarde? —preguntó—. ¿A la reunión de nuestro grupo?
Asentí.
Entonces se puso de pie y apagó el cigarrillo.
—Si Fay desea ir —añadió—, será bienvenida. Dile que siempre es bien recibida.
Sin pronunciar otra palabra, se marchó.
Me quedé donde estaba sentado, completamente abrumado.

Aquella noche, cuando Fay se enteró de que Claudia Hambro había pasado por casa, tuvo un ataque terrible.
—¡Esa mujer está loca! —gritó. Estaba en el baño, lavándose la cabeza; yo le sostenía el mango de la ducha y ella se quitaba el champú. Las niñas se habían ido a sus dormitorios a ver la televisión—. De verdad que está chiflada. Dios mío, hace un par de años le dieron tratamiento de choque y en una ocasión intentó suicidarse. Cree que los marcianos están en contacto con nosotros... tiene un grupo de lunáticos que se reúne en Inverness Park... hipnotizan a gente. Su padre es uno de los más archireaccionarios del Condado de Marin, propietario de una de las granjas lecheras más grandes que hay en Point Reyes y responsable de que tengamos la peor escuela secundaria de los catorce estados del oeste.
—Me pidió que fuera el viernes y participara en una de las reuniones —dije.
—Claro que te lo pidió. Va a ver a todas las personas que se mudan aquí. Apuesto a que te dijo que fue «el destino el que te trajo aquí», ¿verdad? —Asentí—. Creen que son peones en manos de seres superiores —continuó Fay—. Cuando en realidad son peones en manos de sus propios subconscientes, que se han desbocado. Debería estar ingresada en una institución mental. —Cogiendo una toalla, me empujó y pasó a mi lado. Salió del baño y fue por el vestíbulo hasta el salón. La seguí y la encontré arrodillada ante la chimenea, secándose el pelo—. Supongo que son inofensivos. Quizá sea mejor para su esquizofrenia sistematizada adoptar la forma de engaños sobre seres superiores que pasar a una paranoia abierta de un tipo persecutorio e imaginar que la gente intenta matarlos.
Al oír a Fay tuve que reconocer que había buena parte de verdad en lo que decía. Muchas de las cosas que la señora Hambro había dicho no me habían sonado bien; tenían el toque del desorden mental.
Pero, por otro lado, todos los profetas y santos habían sido llamados «locos» por sus contemporáneos. Naturalmente, un profeta parecería loco porque oiría, vería y entendería cosas que nadie más era capaz de comprender. Serían lapidados y escarnecidos en vida, tal como lo había sido Cristo. Comprendía lo que Fay quería decir, pero también podía vislumbrar un poco de lógica en lo que había dicho Claudia Hambro.
—¿Vas a ir? —preguntó Fay.
—Tal vez —contesté, sintiéndome avergonzado de reconocerlo.
—Sabía que esto iba a pasar —fue lo único que comentó.
Durante el resto de la noche se negó a dirigirme la palabra; de hecho, hasta la mañana siguiente, cuando quiso que bajara al Mayfair y realizara las compras por ella, no me volvió a hablar.
—Toda su familia es como ella —dijo Fay. Estaba sacando del armario su chaqueta de ante—. Su hermana, su padre, su tía... lo llevan en la sangre. Escucha, la locura es una infección. Mira cómo a infectado esta zona, todo lo que hay alrededor de la Bahía de Tómales. Toda una comunidad de personas influenciadas por esa loca. Cuando la vi por primera vez hace tres años pensé, Dios mío, qué mujer tan atractiva. Es hermosa de verdad. Se parece a una princesa de la selva o algo así. Pero me dio la impresión de ser fría. No tiene emociones. Carece de la capacidad de experimentar emociones humanas normales. Tiene seis hijos y, sin embargo, odia a los niños; no los quiere, y tampoco a Ed. Y siempre está preñada. Está loca. Es la mente de un crío de dos años la que controla al mundo.
No dije nada.
—Tiene el aspecto de un ama de casa de los suburbios, triunfadora y perteneciente a la clase media alta del Condado de Marin, esa clase de gente que da barbacoas. Pero, a cambio, es una loca de primer grado. —Abrió la puerta delantera y salió—. Me voy a San Francisco —anunció—. Visitaré a Charley. Cerciórate de estar aquí cuando lleguen las niñas. Ya sabes cuánto las asusta llegar a casa y no encontrar a nadie.
—Sí —afirmé.
Desde el ataque al corazón de su padre las dos niñas habían experimentado mucha ansiedad durante la noche, pesadillas, por ejemplo, y períodos en los que eran difíciles de manejar. Y Elsie había empezado a hacerse pis de nuevo en la cama. Ahora las dos pedían un vaso de leche cada noche antes de irse a la cama. Probablemente eso tenía mucho que ver con hacerse pis.

Sabía que en realidad no bajaba a San Francisco para ver a Charley, sino que iba a reunirse con Nat Anteil, quizá en alguna parte entre Point Reyes y Mili Valley, posiblemente en Fairfax, para almorzar con él. Habían tenido problemas para verse desde que su mujer, Gwen, empezara a sospechar del tiempo que pasaban juntos e insistiera en acompañarle por las noches. Como su mujer ya no le dejaba seguir visitando a Fay a solas, Nat y mi hermana se veían a escondidas.
Y en una ciudad pequeña, donde todo el mundo se conoce, resultaba muy difícil, si no imposible, mantener una relación secreta. Si entras en un bar con la mujer de otro, todo el mundo presente te reconoce, y al día siguiente aparece escrito en la Baywood Press. Si te detienes a comprar gasolina, Earl Frankis, propietario de la Standard Station, reconoce tu coche y a ti. Si vas a la oficina de correos, te reconocen, ya que el cartero conoce a todo el mundo de la zona, es su trabajo. El barbero te ve cuando pasas delante de su local. El hombre del mercado se sienta ante la caja y mira la calle todo el día. Todas las dependientas del Mayfair conocen a todo el mundo, ya que compran allí. Así que Fay y Nat tenían que verse fuera de la zona si es que querían verse. Y si su relación se convirtió en un asunto público, no fue culpa mía.
Sin embargo, se las habían apañado bastante bien para mantenerlo en secreto. Cuando bajaba a la ciudad de compras, no oía a nadie comentarlo, ya fuera en el Mayfair, la oficina de correos o el drugstore. Varias personas me preguntaron cómo estaba Charley. Así que habían sido discretos. Después de todo, incluso la esposa de Nat lo ignoraba. Lo único que sabía con certeza era que él y Fay habían estado en casa de ésta solos varias veces, y sin duda que Nat le había contado que yo me encontraba presente, y, posiblemente, también las niñas. Resultaba probable que él y Fay se hubieran inventado una historia para explicarlo... Fay tenía la Enciclopedia Británica, por ejemplo, y el gran diccionario Webster, y Nat siempre podía aducir que iba a usar sus diversos libros de referencia. Y ella ya había dado el pretexto de que necesitaba ayuda para cuadrar la chequera. Y todo el mundo al noroeste del Condado de Marin sabía que Fay los llamaba a todos y les pedía favores; utilizaba a todo el que conociera, y la visión de Nat Anteil conduciendo hasta su casa o siendo llevado por ella no podía despertar comentarios, pues para ellos se convertía en otra persona atrapada, que le hacía el trabajo mientras ella se sentaba en el patio a fumar y leer el New Yorker.
El hecho real es que, a pesar de todas sus actividades enérgicas, como las subidas a los riscos, la jardinería y el badmington, mi hermana siempre había sido perezosa. Si pudiera, dormiría hasta el mediodía. Su idea del trabajo es el de pasar dos noches por semana —cuatro horas— haciendo marmitas de arcilla, algo que los Bluebird hacían por la tarde con el mismo esfuerzo... y para ellos era una diversión. La casa tenía cinco o seis estatuas que Fay había realizado, y a mis ojos no se parecían a nada que hubiera en la Tierra. Cuando construí un sintonizador en mis días de escuela, solía pasarme días enteros enfrascado en ello, diez horas ininterrumpidas. Jamás vi a Fay pasarse más de una hora con algo; pasado de ese tiempo se aburría, lo dejaba y se ponía a hacer otra cosa. Por ejemplo, no soportaba planchar. Le resultaba tedioso. Quiso que yo lo intentara, pero, sencillamente, no conseguí adquirir el toque necesario, de modo que había que llevar la ropa a que la plancharan en la tintorería de San Rafael. Su idea del trabajo, del trabajo creativo, provenía de los parvularios progresistas a los que había ido de niña allá por los años treinta. Nunca había tenido que trabajar, como yo lo había hecho y todavía lo hago.
Pero yo no ponía objeción a hacer el trabajo por ella, como le sucedía a Charley y, hasta cierto punto, a Nat. No estaba muy seguro de cómo se sentía Nat, o si comprendía que además de mantener una relación emocional con él también le utilizaba del mismo modo que utilizaba a todo el mundo que la rodeaba. De hecho, utilizaba a sus hijas. Las había convencido de que era su trabajo prepararse el desayuno los sábados y los domingos, y hasta que llegué yo sencillamente se negaba a hacérselo los fines de semana, sin importarle lo hambrientas que estuvieran. Por lo general ellas se preparaban leche con cacao y sándwichs de mermelada y se iban a ver la televisión hasta la tarde. Yo puse fin a esa costumbre, por supuesto, haciéndoles incluso unos desayunos más completos que los que les hacía durante la semana. Me daba la impresión de que los domingos en especial debían tomar un desayuno realmente importante, de modo que les hacía tortitas con bacon... y otras veces tortitas con fresas... En otras palabras, algo que constituía un genuino desayuno dominical. También Charley, antes de su ataque al corazón, lo apreciaba. Sin embargo, Fay se quejaba de que preparaba tanta comida que ya empezaba a engordar. De hecho, se irritaba cuando entraba en la cocina y veía que en vez del pomelo, las tostadas, el café y la compota de manzana yo había preparado bacon, huevos, cereales y tortitas. Se enfurecía porque quería comerlo, y al carecer de la capacidad de negarse algo, tarde o temprano se comía lo que yo había cocinado, manteniendo el labio inferior hacia delante en un gesto petulante durante todo el desayuno.
Una mañana, cuando me levanté como siempre antes que los demás —a eso de las siete de la mañana— y fui del dormitorio a la cocina para descorrer las cortinas, poner agua al fuego para el café de Fay y comenzar a preparar el desayuno, vi que la puerta del estudio había sido cerrada con llave desde el interior. Lo supe nada más verla, ya que, a menos que se la cerrara, siempre se quedaba un poco abierta. Tenía que haber alguien dentro, y sospeché que se trataba de Nathan Anteil. Para corroborarlo, a eso de las siete y media, cuando las niñas se habían levantado y Fay se estaba cepillando el pelo, Nat apareció por la parte delantera de la casa.
—Hola —nos saludó.
Las niñas se le quedaron mirando; luego Elsie preguntó:
—¿De dónde has salido? ¿Dormiste aquí anoche?
—No —contestó Nat—, acabo de entrar por la puerta delantera. Nadie me oyó. —Se sentó a la mesa y dijo—: ¿Puedo desayunar con vosotros?
—Claro —dijo Fay, sin mostrar sorpresa alguna por verlo.
¿Por qué iba a mostrarla? Pero ni siquiera lo fingió, no le preguntó por qué había venido tan temprano... Después de todo, nadie va a visitarte a las siete y media de la mañana.
Coloqué un plato, cubiertos y taza extras para él, y, al rato, ahí estaba Nat comiendo con nosotros, tomando su melón, cereales, tostadas, bacon y huevos. Como siempre, tenía un buen apetito; disfrutaba con ganas de la comida que ingería, la comida que Charley Hume, enfermo en el hospital, le suministraba.
Tan pronto como acabé de limpiar la mesa y lavar los platos, fui a mi cuarto y me senté en la cama para registrar en mi cuaderno de notas el hecho de que Nathan Anteil había pasado la noche allí.
Más tarde, aquella misma mañana, después de que Nat se marchara y yo estuviera ocupado barriendo el patio, Fay se me acercó.
—¿Te molestó tener que prepararle el desayuno? —preguntó.
—No.
Con agitación mal disimulada, se quedó conmigo mientras yo trabajaba. De repente, estalló con su temperamento impaciente.
—Sin duda eres consciente de que pasó la noche en el estudio. Estaba trabajando en sus estudios, y se encontraba tan cansado que no era capaz de ir a su casa, así que le dije que podía dormir en el estudio. No pasa nada, pero cuando vayas a ver a Charley no se lo cuentes, podría alterarse por nada. —Asentí sin dejar de trabajar—. ¿De acuerdo? —insistió.
—No es asunto mío —comenté—. No es mi casa.
—Cierto —dijo—. Pero eres tan insensato que no se sabe qué podrías hacer.
No le respondí. Sin embargo, mientras continuaba con mi tarea, me concentré en construir mentalmente un método mucho más vivido para presentarle los hechos verdaderos a Charley. Una dramatización, como las que se ven en televisión cuando te muestran, digamos, los efectos del Anacin o la aspirina. Algo que de verdad le transmitiera el mensaje.


Once

En la cabeza de Nat Anteil había aparecido una sospecha, y no podía hacer nada para quitársela de encima. Le parecía que Fay Hume se había involucrado con él porque su marido se estaba muriendo y quería tener la seguridad que, cuando ello sucediera, tendría a otro hombre que ocuparía su lugar.
Pero, pensó, ¿qué hay de malo en ello? ¿Es antinatural para una mujer con dos hijas que cuidar, más una casa grande, más todos esos animales y esa tierra, querer un hombre que le descargue la responsabilidad de los hombros?
Era la intencionalidad del acto lo que le molestaba. Ella le había visto, y le había elegido y preparado para conseguirle a pesar del hecho de que estaba casado y ya tenía una vida planeada. A ella no le importaba que deseara conseguir una carrera universitaria y que su mujer y él se mantuvieran de forma tan modesta; ella sólo le veía como un apoyo a su vida. O, al menos, es lo que sospechaba. No lograba entender su posición; parecía genuina y emocionalmente involucrada con él, y era posible que lo estuviera incluso contra su propia voluntad. Después de todo, corría un riesgo terrible, poniendo en peligro su casa y hogar, su vida entera, por los encuentros que mantenía en secreto.
Cuando llego a esa conclusión, no logro entenderla del todo, pensó. No hay manera de saber con cuánta intencionalidad actúa, lo consciente que es de las consecuencias de sus actos. En la superficie parece impaciente, infantil, que desea algo en el presente inmediato, sin preocuparse por el futuro. Juega para la ganancia a corto plazo. Decididamente, nos vio a Gwen y a mí y quiso conocernos; nunca ha habido dudas al respecto. Y ella misma reconoce que es egoísta, que está acostumbrada a salirse con la suya. Que si se le niega algo, le da un ataque de rabia. El mantener una relación conmigo —cuando es un pilar de la comunidad, propietaria de un hogar tan grande e importante, que conoce a todo el mundo y tiene a dos niñas en la escuela— demuestra lo corta de vista que es. ¿Es éste el acto de una mujer que piensa en las consecuencias a largo plazo?
Sin embargo, pensó, yo me considero una persona madura y responsable, y me he involucrado con ella. Tengo mujer, familia, una carrera en la que pensar y, no obstante, estoy poniendo todo en peligro con esta relación; estoy tirando —posiblemente— el futuro por algo del presente.
¿Podemos llegar a conocer nuestros propios motivos?
En realidad, un ser humano es un organismo biológico que se va desplegando, que muy a menudo se ve atrapado por fuerzas instintivas. No es capaz de percibir el objetivo de esas fuerzas, cuál es su meta. De lo único que es consciente es de la tensión que ponen en él, la presión. Le obligan a hacer algo. Pero, ¿por qué?... Es incapaz de contestar en ese momento. Quizá después. Algún día tal vez sea capaz de mirar hacia atrás y ver exactamente por qué me involucré con Fay Hume, y por qué ella arriesgó todo para relacionarse conmigo.
En cualquier caso, tengo la convicción de que sea cual fuere la razón, es un asunto profundamente serio, profundamente responsable y calculado, y no el capricho del momento. Ella sabe lo que está haciendo, mejor que yo.
Y me está utilizando; es la principal manipuladora en este asunto, siempre lo ha sido, y yo no soy más que su instrumento. ¿En qué me convierte eso? ¿Dónde me coloca? ¿Mi vida ha de modificarse para ponerse al servicio de otra persona, de una mujer que está decidida a mantener a su familia sobre una base operativa segura y a la que no le importa destrozar el matrimonio de otro, su futuro, sus sueños, con el fin de conseguirlo?
Pero si no es consciente de ello, si actúa de manera instintiva, ¿puedo considerarla moralmente responsable?
¿Estoy pensando como el universitario que soy?
Llevaba días atormentándose con tales ideas. Y parecía que cada vez se hundía más en la ciénaga circular del raciocinio puro. De nuevo se encontraba en su clase de filosofía, donde el debate no llevaba a la solución o la comprensión, sino a más y más preguntas. Las palabras engendraban palabras. Los pensamientos engendraban una preocupación febril con el pensamiento, con la lógica como tal.
¿Quién lo sabría? ¿Fay? ¿Su hermano? ¿Charley?
Si alguien lo sabe, debe ser Charley Hume, allí tumbado en la cama del hospital.
O quizá él tampoco lo resolvió nunca. Por lo que Fay había dicho, en apariencia Charley había sido ambivalente hacia ella, a veces amándola con perdida devoción y otras sintiéndose tan atrapado, tan victimizado y degradado, convertido en un objeto, que le había tirado una cosa tras otra a la cabeza. Charley, ingresado en el hospital, sabía más de lo que él había sabido jamás; poseía la débil intuición —a veces— de que su mujer le había utilizado por motivos personales para construirle una gran casa, que también utilizaba a sus hijas, y a todo el mundo... pero, entonces, esa intuición se desvanecía y se quedaba sólo en el amor desesperado que sentía por ella. ¿No se trataba de un patrón histórico entre hombres y mujeres? Las mujeres obtenían la ventaja de forma indirecta, por medio de la astucia.
Y el problema es, se dio cuenta, que una vez que empiezas a pensar así, que empiezas a buscar indicios de que estás siendo utilizado, encuentras evidencias por todas partes. Paranoia. Si ella te pide que la lleves a Petaluma para recoger un saco de cincuenta kilos de alimento para patos, que, claramente, no puede levantar, ¿es una señal de que ya no eres un hombre, un ser humano, sino sólo una máquina capaz de levantar un saco de cincuenta kilos y meterlo en la parte de atrás del coche?
¿Es que no elige todo el mundo a sus amigos porque les son útiles? ¿Un hombre no se casa con una mujer que le halaga, que le hace cosas como cocinar y comprarle ropa? ¿No es natural? ¿El amor es natural cuando une a personas que, de lo contrario, no serían de valor práctico la una para la otra? Continuó razonando de esta forma.

Un domingo por la mañana, él y Fay fueron hasta el Point, al rancho de los McClure. Esta zona quizá se convierta algún día en un parque estatal, esta altiplanicie salvaje, parecida a un marjal, que llegaba hasta el borde del océano, una de las partes más desoladas de los Estados Unidos, con un clima distinto al del resto de California. De momento, sin embargo, pertenecía a las diversas ramas de la familia McClure y se usaba, como la mayoría de la tierra del Point, para la cría de vacas lecheras de primera calidad. Los McClure ya habían donado una extensión de costa al estado, y se había convertido en una playa pública. Pero el estado quería el resto de su rancho. Los McClure amaban la región y su rancho, y la batalla por la tierra ya llevaba bastante tiempo desatada, con el problema aún sin resolver. Casi todo el mundo de la zona quería que los McClure se quedaran con su rancho.
En aquellos días hacía falta tener amistad con alguien de la familia McClure para obtener permiso para cruzar el rancho hasta la costa. El camino que lo atravesaba —quizá de unos dieciséis kilómetros de largo— era de grava roja apisonada, profundamente marcada debido a las lluvias de invierno. Un coche que se metiera en uno de los surcos o en la tierra de pastoreo se quedaba atascado. Y no había ningún teléfono para llamar a la AAA.
Mientras conducían, saltando a medida que el coche se deslizaba de un lado a otro, Nat fue cada vez más consciente de lo aislados que se encontraban aquí. Si les sucediera algo, sería imposible conseguir ayuda. A cada lado del camino se veía ganado en estado semisalvaje. No vio ningún poste de telégrafo, ningún cable o señal de electricidad. Sólo las colinas rocosas cubiertas de pasto. En alguna parte más adelante estaba el océano y el fin del camino. Nunca había venido hasta aquí. Fay, por supuesto, sí, varias veces, para recoger orejas de mar. El camino no parecía molestarla; llevaba el volante confiada, charlando de diversos temas.
—El problema de tener un VW o cualquier coche deportivo en esta zona —le dijo—, es que si chocas con un ciervo, vuelcas. Estás muerto. O con una vaca. Algunas de esas vacas pesan lo mismo que un VW.
A él le pareció una exageración, pero no dijo nada. El trayecto le había mareado y se sentía de nuevo como un niño, con su madre al volante.
En algunos aspectos eso resumía su relación con ella. Tenía una actitud hacia los hombres similar al de una madre hacia los niños; daba por hecho que eran más frágiles, que vivían menos, que eran peores que las mujeres para solucionar los problemas. Comprendió que se trataba de un mito de la época. Todos los productos de consumo iban dirigidos al mercado femenino... las mujeres controlaban el dinero y los fabricantes lo sabían. En los dramas de la tele, se mostraba a las mujeres como las responsables, mientras que a los hombres les daban los papeles más estúpidos...
Me esforcé tanto, pensó, en cortar con mi familia —en particular con mi madre— y emprender mi camino, en ser económicamente independiente, en establecer mi propia familia. Y ahora me he mezclado con una mujer fuerte, exigente, calculadora, que ni siquiera parpadearía en devolverme otra vez a aquella vieja situación. De hecho, para ella resultaría perfectamente natural.
Cada vez que salían juntos en público, Fay le elegía de antemano la ropa. Estaba en su papel darle su aprobación. «¿No crees que deberías ponerte una corbata?», decía. A él jamás se le había pasado por la cabeza emitir un juicio sobre lo que ella se ponía, decirle, por ejemplo, que creía que unos pantalones cortos y una camiseta no eran adecuados para un supermercado, o que una chaqueta de ante, unos pantalones verdes, gafas oscuras y sandalias constituían un conjunto grotesco, que no debía llevarse en ninguna parte. Si usaba colores que chocaban entre sí, él, sencillamente, los aceptaba como una parte de ella, los tomaba como un postulado de su existencia.
Los surcos marcados en la roca del sendero terminaron ante una arboleda de cipreses que había en el borde de los riscos que daban al océano. En el centro de la arboleda vio una granja vieja y pequeña, bien cuidada, con un jardín y una palmera a la entrada, y construcciones laterales que parecían mucho más antiguas que cualquiera que hubiera visto en California, a excepción de los edificios españoles de adobe que, por supuesto, eran ahora monumentos históricos. La granja y las construcciones laterales —a diferencia de otras estructuras que había visto—, estaban pintadas de color oscuro. También el jardín tenía un tono marrón, y la palmera mostraba la cualidad espesa y velluda de los árboles de su especie. Los edificios parecían abandonados, tanto, que se preguntó si alguien había estado allí en el último mes. Pero todo había quedado en perfecto orden. Aquí, tan apartados de los coches y la gente, nadie se aventuraba a causar daño. Ni los merodeadores llegaban tan lejos.
—Algunas de estas construcciones tienen cien años de antigüedad —le dijo Fay mientras sacaba el coche del camino, que terminaba en un portón cerrado, y lo metía en un pequeño campo herboso. Se detuvo delante de una valla de alambres de espino y apagó el motor—. Desde aquí vamos a pie.
Llevaron el equipo de pesca y sus almuerzos desde el coche a la valla. Fay alzó un alambre y se deslizó con facilidad entre ése y el de abajo, pero él tuvo que usar el portón; no se sentía tan delgado como ella. Después siguieron un sendero a través de la hierba y comenzaron a descender por una pendiente arenosa cubierta con escarchada. Entonces oyó el oleaje del océano. El viento sopló más fuerte. Bajo sus pies, la arena crujió y cedió; tuvo que echarse al suelo y aferrarse a un manojo de escarchada. Delante de él, Fay resbaló y trastabilló, recuperó el equilibrio y continuó sin detenerse, sin dejar de decirle cómo ella, Charley, las niñas y diversos amigos habían venido a esta playa; lo que les había costado bajar, qué habían atrapado, cuáles eran los peligros, quién había estado asustado y quién no... Nat siguió bajando esforzadamente tras ella, pensando que las mujeres podían ser divididas en dos clases: las que eran buenas escaladoras y las que se apelotonaban juntas. Una mujer que escalaba bien no era igual que las demás. Probablemente, la diferencia impregnaba cada parte de sus aparatos físicos y mentales; en este momento le pareció algo crucial, vital para él.
Fay ya había llegado a unas salientes rocosas. Detrás de ella vio lo que parecía ser una caída en picado y, luego, la superficie de las rocas muy abajo, y el oleaje. Acuclillándose, Fay descendió paso a paso hasta un reborde, y allí, entre la arena y las piedras que habían caído, cogió una cuerda sujeta a una estaca metálica empotrada en la roca.
—A partir de ahora —gritó desde donde se encontraba—, se baja con cuerda. —Santo Dios, pensó él—. Las niñas lo hacen —añadió.
—Te diré la verdad —indicó él, deteniéndose con los pies bien abiertos y manteniendo el equilibrio con cuidado—. Yo no estoy seguro de poder hacerlo.
—Yo bajaré las cosas —indicó Fay—. Pásame las mochilas y las cañas de pescar.
Empezó a alcanzarle las cosas con cautela. Fay se puso las mochilas a la espalda y desapareció después de aferrarse a la cuerda. Pasado un rato, reapareció, en esta ocasión bastante más abajo, de pie en la playa y mirándole casi directamente a los ojos, una figura pequeña entre las rocas.
—Todo bien —gritó, llevándose las manos a los lados de la boca.
Maldiciendo, totalmente asustado, medio se deslizó, medio saltó hasta el reborde donde estaba la cuerda. La encontró bastante corroída, y eso no mejoró su moral. Pero por primera vez descubrió que el risco no bajaba en picado, que tenía puntos de apoyo fáciles para los pies, y la cuerda sólo era una medida de seguridad. Incluso sin ella, en una situación de emergencia, una persona podía bajar y subir. La cogió y empezó a bajar, con un pie detrás del otro, hasta la playa. Cuando llegó, observó que Fay, mientras tanto, se había ido a buscar un sitio donde las aguas fueran algo profundas para pescar. Ni siquiera se molestó en verle descender.
Más tarde, con las cañas metidas entre rocas, pescaron en un estanque formado por la marea. Varios cangrejos se movían en el agua, y vio una estrella de mar de muchas puntas, de una clase que nunca antes había visto. Doce puntas... de un anaranjado brillante.
—Es una babosa de mar —dijo Fay, señalando un bulto pequeño indescriptible.
Usaron mejillones como cebo. Según Fay, era posible coger truchas de mar. Pero no vieron ningún pez en el estanque, y tanto él como ella no esperaban tener mucha fortuna. En cualquier caso, resultaba estimulante estar en esta playa desierta en la base de un risco, que sólo era accesible por cuerda... y no había latas de cerveza, ni cáscaras de naranjas, sólo conchas de orejas de mar y de berberechos, y las rocas negras y resbaladizas en las que se podían encontrar los berberechos y las orejas de mar.
—Deja que te haga una pregunta —comentó él.
—De acuerdo —contestó ella somnolienta.
Casi se había quedado dormida apoyada contra las rocas. Llevaba una camisa de algodón, unos pantalones de lona con manchas de agua y unas viejas zapatillas de tenis.
—¿Adónde va nuestra relación?
—El tiempo lo dirá —contestó Fay.
—¿Tú adónde quieres que vaya?
Ella abrió un ojo y lo miró detenidamente.
—¿No eres feliz? Santo Dios... recibes unas comidas gloriosas, usas mi coche, mi tarjeta de crédito, te he comprado un traje decente de última moda con mi dinero... y, además, me follas, ¿no es verdad?
Esa palabra siempre le había molestado, desde la primera vez que oyó a Fay emplearla. Ahora, por supuesto, ya no dejaría de usarla; se había dado cuenta de la reacción que provocaba en él.
—¿Qué más quieres? —preguntó ella.
—Pero, ¿qué es lo que quieres tú de la relación? —insistió él.
—Tengo un hombre agradable. Un hombre muy atractivo. Tú lo sabes. Eres el hombre más guapo que he visto en toda mi vida; apenas te vi aquel día quise llevarte a la cama y follarte. ¿No te lo dije?
—Echémosle un vistazo a las posibilidades —comentó él con paciencia—. Primero, tu marido se recuperará, o no lo hará. Lo cual significa que puede llegar a salir del hospital, o no. ¿Te das cuenta de que no sé qué sientes hacia él? Si prefieres que regrese, y si lo hace...
—¿Sabes?, podríamos echarnos en la arena y follar —le interrumpió.
—Maldita seas.
—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Porque estoy usando las mismas palabras que tú? Lo haces, y no importa cómo lo llames. Me follas; me has follado... cinco veces. Escucha —dijo, poniéndose seria de golpe—. La última vez, mientras lavaba mi diafragma después de acabar... ¿te lo conté?
—No —contestó con aprensión.
—Estaba comido. Corroído. ¿Estás seguro de que tu esperma no tiene una especie de ácido sulfúrico? Santo Dios, estaba totalmente estropeado... me vi obligada a ir hasta Fairfax y comprar otro, y tuvieron que medirme otra vez... me dijo que siempre deberían medirme cuando usara un diafragma nuevo. No lo sabía. He cambiado de diafragma seis o siete veces sin que me midieran. Me dijo que había estado usando uno demasiado pequeño. Es una suerte que se haya desgastado.
Después de una pausa, él intentó reanudar su propio tema.
—Quiero saber si estás interesada en mí sobre una base permanente.
—¿Qué pasaría si dijera que no? —preguntó ella.
—Bueno, sólo siento curiosidad.
—¿Importa? ¿Por qué necesitas estas respuestas importantes? Santo Dios.
—Recuerda, tengo una esposa —dijo con furia creciente—. Para mí es importante saber dónde estamos tú y yo.
—¿Te refieres a si «mis intenciones son honorables»?
—Sí —aceptó finalmente.
—Estoy enamorada de ti —dijo Fay—. Tú sabes cómo influyes en mí; nadie ha influido así en toda mi vida. Pero... te refieres a que estás pensando en el matrimonio, ¿verdad? ¿Podrías mantenerme? Los gastos de la casa son de doce mil dólares al año, ¿lo sabías?
—Sí.
—¿Podrías mantenernos a mí y a las niñas con tu sueldo?
—Es de suponer que habría algún tipo de acuerdo —indicó él.
—Yo soy dueña de la mitad de la casa —comentó ella—. Bienes comunes. Mi capital es de unos quince mil dólares. Y tengo acciones de la compañía Ford que Charley me regaló. Recibo unos cien al mes de las acciones. Y otros ciento cincuenta de un apartamento en Tampa, Florida. Así que ingreso doscientos cincuenta al mes, y eso es todo lo que tengo, excepto que me quedo con el Buick; es mío.
—¿Considerarías separarte de Charley? —preguntó—. ¿Si se recupera?
—Bueno —comenzó ella—, a las niñas les gustas. Le tienen miedo a Charley porque le han visto pegarme. Tú nunca me has pegado. ¿Lo harías? De verdad que no lo soporto; casi le dejé en un par de ocasiones. Estuve a punto de ir a ver al sheriff Chisholm para que le arrestara por comportamiento violento... quizá tendría que haberlo hecho. —Calló un instante, concentrada—. Realmente, debería quedarme con la casa. Es mía. Debería dármela.
—Es una casa bonita —dijo él.
Imaginó cómo sería. En parte —tal vez en su totalidad— vivirían del dinero de Fay, y en la casa de Fay. Las niñas serían de ella. También el coche. Por supuesto, comería bien... dando por sentado que el acuerdo con Charley se resolviera a favor de ella. Pero, ¿y si Charley contrataba abogados y la acusaba de adulterio? ¿Si la acusaban de no ser una buena madre? Posiblemente, acabaría sin ningún acuerdo, sin recibir ninguna pensión, sin nada para mantener a las niñas.
—Tú no tendrías que mantener a las niñas. Sé que él se ocuparía siempre de su bienestar. —asintió—. ¿Cómo te sentirías teniendo que vivir de mi dinero?
—¿Cómo te sentirías tú?
—No me molestaría. El dinero es dinero, nada más. Sería dinero que recibiría de él.
—Supón que algo saliera mal y no obtuvieras nada —comentó él—. Que terminaras sin un centavo, que tuvieras que vivir sólo con lo que gano yo.
—Podrías abandonar los estudios —contestó—. Dedicarte a un trabajo de jornada completa. ¿No serías capaz de ganar lo suficiente en el terreno inmobiliario para mantenernos? Conozco a un hombre, de San Francisco, que gana catorce mil al año en los bienes inmuebles. Los hombres hacen fortunas en ese campo.
Entonces, pasó a contarle todos los tratos, todas las fortunas rápidas y vidas cómodas que según había oído llevaban los corredores de fincas y los especuladores de terrenos. Por ejemplo, el apartamento que tenían en Tampa. Casi no les había costado nada. Charley era muy bueno en seleccionar propiedades baratas... sus diez acres aquí, en el Condado de Marin, no les habían costado demasiado, y durante un tiempo tuvieron opciones para comprar todo tipo de tierra alrededor de esta zona, incluyendo alguna muy selecta.
—En última instancia —dijo él—, creo que me iría mucho mejor si consiguiera la licenciatura.
—Oh, mierda. Yo tengo una en artes y no podría ganar ni un centavo con ella. No estaba cualificada para ningún trabajo de remuneración alta, para ningún trabajo profesional, y cuando solicité uno de esos trabajos que le dan a las graduadas, mecanografía, cosas de oficina, se mostraron suspicaces conmigo porque tenía una licenciatura. Me dijeron que «no sería feliz». Fue antes de que me casara, por supuesto. Preferiría estar muerta antes que trabajar en una oficina, ahora que he tenido la oportunidad de llevar una vida verdaderamente feliz. Me encanta el campo, ésta es una zona tan hermosa... No volvería a la ciudad por nada del mundo. Acabaría conmigo.
El mensaje está claro, pensó él. No haría ningún esfuerzo por verme acabar la carrera. No permitiría que su nivel de vida bajara un ápice. Ni siquiera estaría dispuesta a dejar el Condado de Marin ni su casa; querría —esperaría— continuar exactamente de la misma manera, pero conmigo como marido, en vez de Charley.
De hecho, obtendría todo lo que ha recibido de Charley, pero sin él. Es la única parte que no le interesa. Le gustaría tenerme en su lugar. Pero con todo lo demás exactamente igual.
No tendríamos una vida compartida. Sencillamente, yo encajaría en una ranura de la que Charley había sido expulsado. Entraría en su vida y ocuparía una zona específica.
Pero, ¿sería una vida tan terrible?, se preguntó.
La casa era mucho mejor que la que él podría esperar comprar, construir o alquilar, con su limitada capacidad de ganar dinero. Y, sin duda alguna, ella era una persona excepcional. Era una compañera extraordinaria para un hombre: maldecía, le gustaba la escalada, practicaba deportes... estaba dispuesta a probar cualquier cosa. Tenía un verdadero sentido de la aventura, de la exploración.
Un día habían ido juntos hasta los puestos de ostras para comprar un cuarto de kilo de ostras frescas. Cuando vio el bote y los rastrillos que empleaban para su captura, de inmediato quiso salir y acompañar a los hombres que las recogían. Preguntó a qué hora partía el bote —se trataba de una barca que llevaba a dos o tres hombres y su equipo—, y si los podía acompañar. Todos ellos, el mexicano que abría las ostras, el patrón y él mismo, habían quedado impresionados por esa mujer delgada que no tenía ningún reparo, ninguna ansiedad.
Era tan intenso estar con ella, pensó. Descubre tantas cosas en cada situación. Cuando conducían veía cosas que a él se le pasaban por alto... vivía con mucha más intensidad. Por supuesto, sólo vivía en el presente. Y carecía de habilidad para reflexionar. O, más aún, para acabar una lectura o para contemplar. Poseía un alcance limitado de atención, como un niño. Pero, a diferencia de un niño, poseía la habilidad de perseguir una meta durante un largo período de tiempo... y de nuevo se encontró preguntándose: ¿Durante qué período de tiempo? ¿Años? ¿Toda su vida? Cuando quiere algo, ¿se rinde alguna vez?
Intuía que jamás se rendía, que cuando parecía ceder sólo estaba tomándose un descanso.
Y todos nosotros somos cosas que ella quiere o no quiere, pensó. Da la casualidad de que yo soy algo que quiere: me quiere como su marido.
¿No soy afortunado? ¿No es posible que un hombre pueda tener una vida más completa, feliz, siendo utilizado por una mujer excitante como ésta en vez de vivir su propia vida monótona y limitada? ¿No es ésta la tendencia de nuestra época, el nuevo papel que han de desempeñar los hombres? ¿Es necesario que sea yo quien persiga los objetivos que me he propuesto alcanzar? ¿Puedo acceder a otra persona más vital y activa y permitirle que me establezca los objetivos?
¿Qué hay de malo en ello?
Sin embargo, sintió que estaba mal. Incluso en asuntos insignificantes... Por ejemplo, cuando le servía ensalada, que a él no le gustaba, porque ella creía que tenía que comerla. No le servía lo que él deseaba; incluso en esto le trataba como a un niño y le servía lo que debía comer.
—Las patatas tienen vitaminas y minerales —le había informado Elsie.
Y las dos niñas, juguetonamente, decían que era «un chico grande y bueno». El chico más grande —el único— que cenaba con ellas. Nada de un papaíto. No como el hombre del hospital. Me pregunto si terminaré pegándola. Jamás había golpeado a una mujer; no obstante, ya empezaba a sentir que Fay era la clase de mujer que impulsaba a un hombre a golpearla. Que no le dejaba otra alternativa. Sin duda que ella no se daba cuenta: no resultaría ventajoso para ella darse cuenta...
Y el ataque al corazón que sufrió Charley. Cuando llegue el momento en que le haya dado lo que quiere, que se canse, o me tenga miedo y quiera deshacerse de mí, ¿también yo sufriré un ataque al corazón?
Hasta cierto punto, sentía miedo de ella.
Si es capaz de hacerme ir tan lejos, pensó, de que me arriesgue a perder a mi esposa por tener una relación con ella, entonces sí que conseguirá que llegue hasta el final. ¿Por qué no? Divorciarme de Gwen y casarme con ella. Dando por hecho, claro está, que se haya librado de Charley de manera más permanente. Y si yo no quisiera recorrer todo el camino, si, en algún momento, deseara liberarme...
No tendría mucha suerte, pensó.
Enfrentémonos a la situación... seguro que es demasiado tarde. Ahora ya no podría librarme de ella.
Pero, ¿por qué no? Sencillamente, lo único que tendría que hacer sería dejar de verla. ¿Soy tan débil que me resulta imposible hacerlo?
Llegó a la conclusión de que en algún momento, si Fay lo deseaba, encontraría los medios para atraerle de nuevo. Alguna noche llamaría y diría algo, pediría algo, y él sería incapaz de negarse; es decir, no querría negarse.
Es una persona tan peculiar, pensó. Tan compleja. Por una parte parece tan ágil, tan atlética y, sin embargo, la he visto parecer tan torpe que me ha avergonzado. Da la impresión de poseer una habilidad tan dura, mundana, y en algunas situaciones es como una adolescente: rígida, con viejas actitudes de clase media, incapaz de pensar por sí misma, alguien que recurre a las viejas certezas... una víctima de las enseñanzas de su familia, escandalizada por lo que escandaliza a la gente, deseando lo que habitualmente desea la gente. Quiere un hogar, un marido, y su idea de un marido es un hombre que gana una cierta cantidad de dinero, que la ayuda con el jardín, lava los platos... la idea de un buen marido que se encuentra en las tiras cómicas de la revista This Week; un punto de vista que procede del estrato más vulgar, ese mundo inmenso y ubicuo de la vida familiar burguesa, transmitido de generación en generación. A pesar de su lenguaje soez.
Igual que una pequeña ama de casa... así se había calificado un día, mientras se quitaba la ropa para acostarse con él. Fue por la tarde, cuando su hermano se hallaba de compras en Petaluma. Se había reído al escucharla referirse a sí misma como una pequeña ama de casa.
¿Por qué me siento tan atraído hacia ella?, se preguntó. ¿Es atracción física? En el pasado jamás se había sentido atraído por mujeres delgadas, y sin duda ella lo era; a veces incluso parecía flacucha. ¿Se trataba, quizá, de esos valores de clase media? Le daba la impresión de que en ella había algo fuerte y sensato. Posiblemente admiro esos valores, pensó. Creo que sería una buena esposa porque cree en lo que cree, porque es de tan clase media. Desde luego es un asunto muy poco revolucionario, conservador. El matrimonio es un asunto muy conservador.
En un nivel profundo, confío en ella. Es decir, confío en el entrenamiento que ha sido grabado en ella, en la herencia. Cosas que no inventó y que apenas controla. No obstante, entiende que bajo toda su extravagancia es una persona bastante corriente... en el mejor de los sentidos posibles. No es atractiva porque sea inusual y estimulante, sino porque ha encontrado algo estimulante en lo corriente... es decir, en ella misma.
—Eres una conservadora, ¿verdad? —le preguntó.
—¿Es que no lo sabías? —contestó Fay—. Santo Dios, ¿qué creías que era? ¿Una beatnik?
—¿Por qué estás tan interesada en mí? —exigió.
—Porque eres un buen material como marido —contestó Fay—. Estoy siendo muy astuta; no hay nada romántico en ello.
Eso le dejó sin una réplica. Ella se echó hacia atrás, se apoyó contra la roca, cerró los ojos y disfrutó del sol y del ruido de las olas, mientras él se atormentaba. Pasaron el resto de la tarde de esa manera.


Doce

El viernes, a pesar de las maldiciones de mi hermana, subí andando por el camino hasta Inverness Park, a casa de Claudia Hambro, y asistí a la reunión del grupo.
Había sido construida en uno de los desfiladeros, a mitad de altura sobre una de las caras, en uno de los caminos serpenteantes que eran demasiado estrechos para aceptar el paso de un coche. El exterior de la casa tenía un aspecto húmedo, como si la madera, a pesar de la pintura, hubiera absorbido la humedad de la tierra y los árboles. La mayoría de las casas construidas en los desfiladeros jamás se secaban. Los helechos crecían en todos los lados de la casa de los Hambro, algunos tan altos y densamente apiñados contra las paredes de la casa que parecían estar consumiéndola. En realidad, era grande: tenía tres plantas, y un porche con barandillas que recorría uno de los lados. Pero el follaje hacía que se mezclara con la pared del desfiladero y resultara indistinguible. Vi varios coches aparcados delante, en el borde del camino, y así es cómo supe adónde debía ir.
La señora Hambro me abrió la puerta de entrada. Llevaba unos pantalones de seda china y sandalias, y su cabello, en esta ocasión, había sido peinado hacia atrás hasta formar una lustrosa y negra cola que le llegaba a la cintura. Observé que sus uñas estaban pintadas de plata y que eran largas y afiladas. Lucía bastante maquillaje; los ojos parecían más oscuros y grandes, y los labios estaban tan rojos que parecían casi marrones.
Dos puertas de cristal, mantenidas abiertas con pilas de libros, daban al salón, que tenía paredes y techo de madera oscura, con estanterías por doquier, más sillas y sillones, y un hogar en un extremo, sobre el cual los Hambro habían colgado un tapiz chino que mostraba la rama de un árbol y una montaña en la distancia. Había seis o siete personas sentadas en las sillas. Mientras recorría el salón, vi una grabadora y cierto número de carretes de cinta, y unos cuantos números de la revista Fate, que se dedicada a los hechos científicos inusuales.
Las personas que había en el cuarto parecían tensas, y considerando la razón por la que nos habíamos reunido, no pude culparlas. La señora Hambro me los presentó. Un hombre mayor, con ropas de aspecto rústico, trabajaba en la ferretería de Point Reyes. Otro, me dijo ella, era carpintero en Inverness. El último era casi tan joven como yo, rubio y con el cabello corto. Según la señora Hambro, era el propietario de una pequeña granja lechera en la costa, al otro lado de la bahía, cerca de Marshall. Las otras personas eran mujeres. Una, enorme y bien vestida, que rondaría los cincuenta y tantos, era la mujer del dueño de la tienda de café en Inverness Park. Otra era la mujer de un técnico del transmisor RCA situado en el Point. Otra la mujer de un mecánico del garaje Point Reyes Station.
En cuanto me hube sentado entró una pareja de mediana edad. La señora Hambro nos contó que acababan de mudarse a Inverness; el hombre era paisajista y su mujer modista. Se habían trasladado a la zona norte del Condado de Marin por razones de salud. Era evidente que así se completaba el grupo. La señora Hambro cerró las puertas de cristal detrás de la pareja y se sentó en medio de nosotros.
La reunión comenzó. Se bajaron las persianas y la señora Hambro hizo que la mujer grande y bien vestida —cuyo nombre era señora Bruce— se echara en el sofá. Entonces, la señora Hambro la hipnotizó y la obligó a recordar cierto número de vidas pasadas, con el objeto de establecer contacto con una personalidad interior que muy raramente salía a la superficie y que tenía la capacidad de recibir información acerca de los seres evolucionados que controlan nuestras vidas. Se nos explicó a mí y a la pareja que había llegado después que yo, que a través de esta personalidad interior de la señora Bruce el grupo había sido capaz de reunir información exacta sobre los planes que los seres tenían para la disposición de la Tierra y sus habitantes.
Después de un intervalo de suspiros y murmullos, la señora Bruce dijo que los seres evolucionados habían decidido acabar definitivamente con la Tierra, y que sólo se salvarían aquellos que habían establecido contacto con las fuerzas auténticas del universo. Serían evacuados de la Tierra en un platillo volante más o menos un día antes de la conflagración. Después, la señora Bruce entró en un sueño profundo, durante el cual roncó. Por último, la señora Hambro hizo que despertara contando hasta diez y palmeando las manos.
Naturalmente, todos nosotros estábamos agitados por las noticias. Si había tenido alguna duda antes, la visión real —de la que fui testigo en persona— de esta personalidad interior de la señora Bruce, que respondía a las transmisiones directas de los seres superiores evolucionados procedentes de otros planetas, había hecho que me decidiera. Después de todo, ahora tenía una verificación empírica, la mejor prueba científica del mundo.
El problema que ahora se le planteaba al grupo era el de descifrar la fecha exacta en la que el mundo sería destruido. La señora Hambro escribió doce papelitos con el nombre de cada mes, más treinta y un papelitos con una fecha del uno al treinta y uno, y los colocó en dos montoncitos sobre la mesa. Luego volvió a sumir a la señora Bruce en trance y preguntó a quién se debería enviar como instrumento del conocimiento iniciado para elegir entre los papeles.
La señora Bruce declaró que la persona que debía hacerlo acababa de ingresar en el grupo aquel día, y que había venido sola. Resultaba evidente que se refería a mí. Cuando hubo despertado a la señora Bruce, la señora Hambro me dijo que cerrara los ojos, me acercara a la mesa y cogiera un pedazo de papel de cada montón.
Con todo el grupo observándome, me dirigí a la mesa y elegí dos papeles. En el primero ponía abril. En el segundo veintitrés. Así que el mundo, de acuerdo con los seres superiores evolucionados que controlan el universo, llegaría a su fin el veintitrés de abril.
Me sentí raro al darme cuenta de que había sido escogido para elegir y anunciar la fecha en la que el mundo acabaría. Pero, como ya he reconocido, estas fuerzas superiores habían estado controlándome todo el tiempo; sin duda me habían llevado de Sevilla a Drake's Landing con este propósito. De modo que, en cierto sentido, no había nada raro en que me acercara a la mesa para decidir la fecha. En realidad, en este punto nos encontrábamos bastante tranquilos. Todo el mundo en el salón tenía los sentimientos bajo control. Tomamos café y nos sentamos en silencio, meditando.
Discutimos un poco si debíamos notificar la noticia al Journal de San Rafael y a la Baywood Press. Al final llegamos a la conclusión que no tenía sentido realizar una declaración pública, ya que los que iban a ser salvados por los seres superiores evolucionados —a los que nos referíamos como SSE— tendrían noticias de ello por telepatía mental directa.
En una especie de neblina aturdida, dimos por finalizada la reunión y nos fuimos de la casa de la señora Hambre en silencio, como los miembros de una congregación al salir de la iglesia. Uno del grupo, el hombre que trabajaba en la ferretería, me llevó en coche y me dejó en la puerta de casa. Nunca me enteré de su nombre, y ambos estábamos demasiado ocupados con nuestros pensamientos como para hablar.
Cuando entré en casa, encontré a Fay limpiando el salón. Suponía que me iba a preguntar cómo había ido la reunión, pero no me prestó atención. A juzgar por el ritmo agitado con que quitaba el polvo, me di cuenta que la atormentaba algún problema personal y no estaba interesada en mí o en lo que yo tuviera que decir.
—Llamaron del hospital —anunció finalmente—. Quieren que vaya; quieren hablarme de algo sobre Charley.
—¿Malas noticias? —pregunté, pensando que fueran cuales fueren, apenas podían compararse con las que yo tenía que comunicarle. No obstante, aun cuando sabía que sólo nos quedaba un mes, me sentí preocupado por las posibles noticias sobre Charley—. ¿Qué dijeron? —pregunté, siguiéndola al dormitorio.
—Oh —comentó con vaguedad—, no lo sé. Desean discutir si puede venir a casa.
—¿Quieres que te acompañe?
—No me siento con ánimos de conducir —dijo Fay—. He llamado a los Anteil y me llevarán ellos. En el estado en que me encuentro no podría manejar el coche.
Desapareció en el baño, cerrando con llave la puerta detrás de ella. Oí correr agua; se estaba dando una ducha y cambiándose de ropa.
—Suena como si las noticias no fueran muy malas —comenté cuando reapareció—. Si ya hablan de traerlo a casa...
—Calla —dijo en el tono de voz que empleaba con las niñas—. Quiero pensar. —Y entonces, deteniéndose, me miró y preguntó—: No le contaste nada a Charley de que Nathan vino aquí, ¿verdad?
—No —contesté.
—Maldito seas —dijo, sin quitarme los ojos de encima—. Apuesto a que sí lo hiciste. Sé que sí.
—Es mi trabajo informar de hechos científicos —dije—. ¿Qué hay de malo en que Nathan venga aquí para que no pueda contárselo a Charley? Después de todo, ésta es su casa. Tiene derecho a saber quién entra en ella.
Mirándome con ojos centelleantes, se golpeó el pecho y dijo en voz alta:
—Ésta es mi casa. Éste es asunto mío.
Al ver la expresión en su cara, con tal preocupación y animosidad, me sentí perturbado. No sabía qué decir y me fui a jugar con el perro. Lo siguiente que supe fue que el Studebaker de los Anteil había aparecido por el sendero, y vi a Nathan Anteil y a su mujer en el interior, con Nat al volante. Tocó la bocina y Fay salió, con su traje, su abrigo y sus tacones altos, y se metió en el coche.
Mientras el coche marchaba hacia atrás, Fay bajó la ventanilla de su lado y me dijo:
—Asegúrate de estar aquí cuando las niñas regresen a casa. Y si yo no he vuelto a las cinco, empieza a preparar la cena. Será mejor que saques carne del congelador para que se descongele ya. Y hay unas patatas...
Y el coche se perdió de vista enseguida.
Para mi insatisfacción, no tuve oportunidad de hablarle sobre la reunión y lo que habíamos decidido, y que yo, personalmente, había sido seleccionado por los SSE para elegir la fecha del fin del mundo. Me sentía frustrado, así que entré en casa y me senté en el salón a leer el periódico de ayer. También me sentía irritable y culpable por la acusación de Fay; por supuesto que se lo había dicho a Charley, como consecuencia de la presión del deber, pero me molestaba que ella estuviera tan enfadada conmigo. Aunque no tuviera razón, resultaba una situación desagradable. No me gusta que alguien esté enojado conmigo.

Durante la ausencia de Fay pasé el tiempo en el estudio utilizando la máquina de escribir para plasmar en papel la nueva y más vivida presentación de hechos que creía que Charley debía tener ante sí. Después de todo, la elección humana es imposible sin el conocimiento, y la elección adecuada sólo es posible allí donde el conocimiento es completo y está científicamente organizado. Eso es lo que nos diferencia de las bestias.
Como referencia —como prototipo o modelo—, saqué algunas de las pocas revistas que me quedaban del Thrilling Wonder Stories y seleccioné historias que me habían impresionado de manera especial. Después de estudiarlas, fui capaz de percibir los métodos por los cuales los autores habían dramatizado sus puntos de vista. Así que me puse a trabajar con las revistas abiertas sobre el escritorio delante de mí.
Si Charley iba a regresar pronto a casa, resultaba imperativo presentarle casi en el acto mi descripción convertida en ficción. La necesitaría como base sobre la que actuar en referencia a la situación.
Cuando Fay volvió aquella noche anunció que posiblemente en una semana Charley estaría en casa. Por fortuna yo había avanzado bastante en mi trabajo durante el día, y tenía la certeza de que lo terminaría a tiempo. Resultó que acabé la narración al día siguiente, y el viernes cogí el autobús a San Francisco, llevando mi trabajo enrollado y sujeto con unas gomitas.
Después de pasar un rato en la biblioteca pública estudiando las revistas recientes, cogí un autobús hasta el Hospital U.C. Encontré a Charley en la terraza, tomando el sol en la silla de ruedas y enfundado en una bata.
—Hola —dije.
Me miró. En el acto sus ojos se posaron en las hojas enrolladas que llevaba, y vi que entendía —por lo menos, de una manera general— qué era lo que traía para él. Empezó a hablar; luego cambió de parecer.
—Ya no falta mucho —comenté— para que vuelvas a casa.
Asintió con un movimiento ligero de la cabeza.
Acercando una silla, me senté frente a él.
—No me leas eso —dijo.
—Son hechos dramatizados —indiqué.
—Lárgate de aquí.
Eso me perturbó y me confundió. Me quedé sentado jugueteando con las gomitas, sintiéndome estúpido. Había hecho todo este trabajo... ¿y para qué? Finalmente, dije:
—La diferencia entre nosotros y los animales es que nosotros podemos emplear palabras. ¿Correcto? —De mala gana, asintió—. Nosotros expandimos nuestro entorno —continué—. Aprendemos a través de la palabra escrita. Jamás llegaríamos a saber nada sobre lugares lejanos como Siam si no pudiéramos leer.
Proseguí, ampliando esta idea. Me escuchó, pero no pronunció palabra. Una vez finalizada mi exposición, siguió en silencio. Esperé, y luego quité las gomitas, desplegué las hojas de papel y empecé a leer con precisión.
Cuando terminé, me quedé a la espera de su reacción.
—¿Cómo has podido redactar algo así? —preguntó, con un tono de voz que sugería que estaba a punto de estallar en una carcajada. Parecía que toda su cara estaba retorcida y los ojos le brillaban como si al mismo tiempo se sintiera furioso. Vi que le temblaban las manos—. Suena como algo salido de una vieja revista pulp. ¿De dónde sacaste esas frases de «pechos como montículos de crema batida» y «conos de éxtasis puro de puntas rojizas»?
No podría haberme sentido más avergonzado. Dejando a un lado las hojas de papel, musité:
—Sólo intentaba animarlo.
Me miró con esa misma mezcla de expresiones en la cara. Había empezado a ponerse rojo, y la respiración se le hizo más rápida. Durante un instante pensé que iba a estornudar. Pero, entonces, se rió. Sentí que mi cara enrojecía de humillación. Charley se rió con más y más ganas.
—Vuelve a leerme esa parte —dijo por último con voz ahogada—. Esa de «Vi que su camisón se abría hasta la cintura y sólo quedaba sujeto con una joya en el ombligo».
Otra vez entró en un paroxismo de risa.
Su reacción me horrorizó. No tenía ni idea de que iba a responder de esa manera, y me desconcertó por completo; Me vi a mí mismo retorciéndome las manos y farfullando, incapaz de hablar.
—También esa parte que pone... —Intentó recordarla; vi que sus labios se movían—. Esa de «mientras besaba sus labios ardientes, dulces, la empujé hacia atrás, al sofá. Su cuerpo se entregó...»
Le interrumpí.
—No es justo detenerse en frases aisladas. Lo que importa es el trabajo en su conjunto. Intenté ser absolutamente exacto en esta narración. Se trata de una información vital que debes tener a tu disposición para que puedas actuar. ¿No es así? Necesitas información para actuar.
—Actuar —repitió—. ¿Qué quieres decir?
—Cuando vuelvas a casa —dije, sin ver que hubiera nada complejo en ello.
—Escucha —dijo Charley—. Todo está en tu imaginación. Estás chiflado. Eres un psicópata. Cualquiera que escriba algo así sobre su hermana es un psicópata. Enfréntate a ello. ¿Es que no lo sabes? ¿Nunca te has enfrentado al hecho de que eres un tipo tocado, atrofiado, un idiota?
Un ordenanza o una enfermera —o alguien— pasó por el corredor. Charley alzó la voz:
—¡Sacad a este idiota de aquí! —gritó—. ¡Me está volviendo loco!
Entonces, de forma voluntaria, me levanté y me fui. Me alegró salir de ahí. Durante el trayecto de regreso a casa en el autobús temblaba de ira e incredulidad; fue uno de los peores días de mi vida, y supe que mientras viviera jamás lo olvidaría.
Cuando el autobús atravesaba el Parque Samuel P. Taylor me vino la idea de recurrir a una persona imparcial. Plantearle toda la situación, mis esfuerzos y la respuesta de Charley... todo el asunto, y dejar que juzgara de forma imparcial si no había hecho lo que era correcto.
Primero pensé en escribir una carta al Journal de San Rafael o a la Bay Wood Press. Incluso empecé a componerla mentalmente.
Pero entonces se me ocurrió una solución mejor. Desenrollé mi narración y la repasé con cuidado, tachando algunas de las frases que Charley había mencionado. Luego volví a enrollarla y escribí el nombre y la dirección de Claudia Hambro.
Cuando el autobús llegó a Inverness Park, me bajé y subí por el camino que llevaba a casa de la señora Hambro. Sin hacer ningún ruido que pudiera atraer la atención de alguien en el interior, pasé las hojas por debajo de la puerta y me marché.
Cuando ya casi había recorrido todo el camino hasta Inverness —ir caminando llevaba más tiempo que en autobús—, de pronto me di cuenta de que no había escrito mi nombre en la presentación. Me detuve durante un momento y jugué con la idea de regresar. Entonces comprendí que la señora Hambro sabría de quién procedía; habría una comunicación telepática entre ella y yo tan pronto como la viera. Y, en la propia narración, aparecía el nombre de Fay y el de Nat Anteil, por supuesto. Así que no tendría ningún problema en descubrir quién la había dejado.
Animado, llegué a casa con pasos rápidos. Ya había abierto la puerta principal y comenzado a entrar cuando recordé, de repente, que dentro de un mes el mundo iba a llegar a su fin, en una fecha que había decidido yo, y que todas estas personas, Charley y Fay, Nat Anteil y Gwen... que todos ellos estarían muertos. Y así, en cierto sentido, no importaba. No importaba si llegaba a presentarle los hechos a Charley o no. No importaba lo que hiciera Charley como resultado del conocimiento de esos hechos. Nada de lo que hicieran importaba. Sólo eran polvo radiactivo, todos. Sólo un puñado de polvo negro, fino, radiactivo.
Esa visión, esa imagen de ellos, permaneció en mi mente de forma vivida durante días. No podía quitármela de la cabeza, ni aunque lo deseara. Varias veces traté de pensar en otra cosa, pero siempre volvía esa imagen.


Trece

Una tarde, cuando Nathan Anteil fue a casa de los hume, las dos niñas le recibieron muy animadas al aparcar el coche.
—¡Una de las ovejas ha tenido un cordero! —gritó Bonnie cuando salía del vehículo—. ¡Ha tenido un cordero hace sólo unos minutos!
—¡Lo vimos por la ventana! —gritó Elsie—. Los Bluebird lo vieron. Estábamos haciendo pan cuando vimos cuatro patas negras y yo dije: Mirad, hay un cordero, y lo había. Mamá dice que es una hembra, un cordero niña. Están en el patio de atrás con ella.
Las niñas corrieron detrás de él cuando entró en la casa y abrió la puerta trasera que daba al patio.
Fay estaba sentada con sus pantalones cortos amarillos, sus sandalias y camiseta, sobre una silla de hierro y loneta, bebiendo un Martini.
—Una de las ovejas dio a luz —dijo por encima del hombro— mientras los Bluebird aún estaban aquí.
—Me lo contaron las niñas.
Ella siguió mirando el campo, más allá de la valla y la red del badmington. Pasado un momento, él captó la forma de la oveja. Estaba echada de costado, como una gran maleta gris y negra. No pudo ver al cordero. El único movimiento era la esporádica sacudida de una de las orejas de la oveja.
—Eso significa que están agitadas —dijo Fay—. Cuando sacuden las orejas. En las ovejas es una señal de angustia.
Al rato, la oveja se levantó y vio una diminuta mancha negra en la hierba. Era el cordero. La oveja lo empujó, primero con el hocico, y luego con una pata. El cordero se levantó tembloroso y la oveja lo empujó hacia sus bolsas de leche.
—Ya lo ha limpiado —dijo Fay—. Encerré al perro en el baño, así que si entras no lo dejes salir. El año pasado el maldito perro mató a todos los corderos. Los encontró justo cuando habían nacido. Es evidente que aún estaban cubiertos de sangre, y parece que el perro creyó que sólo se trataba de carne.
—Comprendo —comentó.
Se sentó en una mecedora para observar la escena. Las dos niñas, después de quedarse en el patio un rato, se marcharon montadas en los triciclos.
—Me da la impresión de que va a parir a otro. Mira lo gorda que está todavía —indicó Fay.
—¿No crees que se debe a la leche? —preguntó él.
—No.
Más tarde, a la puesta del sol, mientras él llevaba los triciclos de las niñas a la casa, vio que la oveja estaba de nuevo echada de costado. Esta vez le temblaba la parte de atrás de forma rítmica, y se dio cuenta de que Fay estaba en lo cierto. Fue a la cocina. Fay estaba preparando una ensalada.
—Tenías razón —dijo—. Está de parto.
—Nacerá muerto —contestó Fay—. Si se produce un intervalo superior a una hora entre los alumbramientos, siempre nacen muertos. —Dejó la ensalada y fue a coger la chaqueta.
—Quizá no —comentó él, que no sabía nada de ovejas, pero con intención de decir algo que la animara.
Cogieron la linterna —el cielo se había oscurecido y empezaban a aparecer estrellas— y atravesaron la hierba en dirección a la oveja. Ya se había levantado y estaba pastando. El cordero yacía cerca, con la cabeza alzada.
—Llamaré al veterinario —dijo Fay.
Le telefoneó y habló con él durante un buen rato. Nat dio vueltas por la casa, mirando de vez en cuando hacia el campo. Desde ahí sólo podía distinguir el contorno del eucalipto, lejos, junto a la autopista.
—Ha dicho que si no sucede nada en una hora, le llamara —dijo Fay, saliendo del dormitorio—. Que, debemos hacerla caminar; quizá eso acelere el parto. Pero se mostró de acuerdo en que si ha pasado tanto tiempo, no hay muchas posibilidades.
Cenaron. Y después, antes de limpiar la mesa, se pusieron las chaquetas, cogieron la linterna y salieron fuera.
La luz se posó primero en una oveja; luego en otra.
—No —indicó Fay, reanudando la marcha—. Alumbra por allí.
A la luz de la linterna Nat vio a la oveja de pie, arrastrando detrás de ella un tejido de negrura. El tejido, hundiéndose como una hamaca de tela, conducía a un charco negro en la hierba. Le pareció un deshecho, algo descartado. Pero Fay, acercándose, dijo con voz monótona y vacía:
—Es un cordero muerto. Un cordero grande. —Se agachó y añadió—: Un cordero perfecto. Parece un macho. Debe haber nacido ahora mismo. —Con las dos manos empezó a quitarle el tejido húmedo y sangriento del cuerpo. Rastros de mucosidad cubrían la cara del cordero—. Un macho —repitió, dándole la vuelta.
—Es una pena —comentó él, sin sentir emoción alguna, sólo una reacción física: revulsión por la sangre y el tejido de mucus. Como no quería tocar aquella cosa, se mantuvo más atrás, sintiéndose algo culpable.
Fay metió la mano en la boca del cordero muerto y le abrió la quijada. Entonces se puso a presionarle la caja torácica, una y otra vez.
—Todavía está caliente. Por lo general, cuando salgo me encuentro con sus cuerpos rígidos. Éste era demasiado grande. Le llevó cinco horas. —Entonces, alzó al cordero por sus cuartos traseros y le dio palmadas—. Se hace esto con los bebés. No. Es inútil. Qué pena. Un cordero grande y perfecto. ¿No es extraño? Llega hasta aquí, se pasa cinco meses creciendo, y muere. Qué pena. —Continuó dándole masajes, limpiándole la cara y dándole palmadas. La oveja se había alejado con su cordero superviviente. —Saben cuándo están muertos. A veces lo mueven con el hocico durante una hora, tratando de que se levante. Sabe que éste está muerto. No intenta levantarlo. —Se incorporó—. Mira mis manos. Todas llenas de sangre.
—¿Quieres que lo meta en el cubo de la basura? —preguntó él.
—Habrá que enterrarlo.
Ya no se sentía tan asqueado. Lo levantó por las patas traseras. Qué pesado era. Llevándolo con los brazos estirados, regresó hacia la casa. Fay le siguió a uno o dos pasos, iluminando con la linterna.
—Es probable que, de todas formas, sólo hubiera podido amamantar a uno —dijo—. Los metíamos en la casa cuando estaban demasiado débiles para levantarse... los lavábamos, secábamos y alimentábamos con jarabe y agua, y luego los sacábamos fuera. Nunca conseguimos un cordero macho. Son tan frágiles. Siempre hay muchas probabilidades de que el macho muera... son demasiado grandes para salir.
Utilizando el rastrillo y la pala cavó un agujero cerca de los cipreses, donde la tierra estaba húmeda.
—De todas formas —comentó él—, aún tienes el otro. —Ella guardó silencio—. Fue impresionante —continuó él— verte quitarle ese tejido sin ningún tipo de titubeo.
Como una granjera, pensó. Y con sus pantalones cortos, sandalias y chaqueta azul. Sin confusión ni asco... había sacado esa clase de firmeza que tanto apreciaba. La firmeza que sabía que existía en ella, una de sus mejores cualidades. Siempre saldría, por supuesto, en una situación como ésa. A ella jamás se le había ocurrido mantenerse al margen.
—Debí haberle hecho la respiración boca a boca —dijo ella—. Pero no podía soportarlo. Con todo esa mucosidad. Creo que será mejor que vuelva a llamar al veterinario y le cuente lo que ha pasado.
Dejó la linterna apoyada en el suelo para que iluminara a Nat y se dirigió a la casa.
Después de enterrar al cordero, se lavó las manos en un grifo del patio y la siguió dentro. Las niñas se habían metido en sus cuartos a ver la televisión. En la mesa del comedor los platos de la cena seguían donde habían estado; recogió algunos y los llevó al fregadero. Se preguntó dónde estaba Jack. Seguro que en su cuarto; su hermano se mantenía fuera de vista, solo, siempre que él venía a visitar a Fay. Ni siquiera comía con ellos.
—Yo lo haré —dijo Fay, apareciendo—. Déjalos. —Encendió un cigarrillo—. Sentémonos un rato en el salón.
—¿Dónde está tu hermano? —preguntó cuando se sentaron.
—En casa de Claudia Hambro. En una reunión del grupo. Una sesión especial de emergencia. —Fumó con gesto pensativo.
—¿Estás deprimida? —le preguntó.
Ella se movió a su lado.
—Un poco. Con ganas de pensar.
—Lo del cordero deprimiría a cualquiera —comentó él.
—No es el cordero. Te vi dispuesto a limpiar los platos. No deberías hacerlo.
—¿Por qué no?
—Un hombre no debería hacer cosas como lavar los platos.
—Creí que tú querías que lo hiciera —contestó.
Sabía cuánto detestaba levantar la mesa. Siempre conseguía que alguien lo hiciera por ella, si no su hermano, entonces él.
—Nunca quise que lo hicieras tú —declaró Fay, y apagó el cigarrillo—. Deberías haber dicho que no. —Se puso de pie y caminó de un lado a otro—. ¿Te importa si camino? —preguntó con una sonrisa rápida, mecánica, casi una mueca.
—Me lo pides —dijo perturbado—, pero deseas que diga que no. Quieres que te diga a ti que no.
—No deberías permitir que te convenza de hacer cosas. Está mal... el hombre debería ser el más fuerte. Debería ejercitar su autoridad. El hombre es la autoridad última en el matrimonio. La mujer le sigue... ¿cómo se supone que ella va a saber lo que está bien o mal si él no se lo dice? Yo espero que tú me lo digas. Dependo de ti.
—Y por hacer cosas para ti, cosas que tú has pedido, te he defraudado.
—Te has defraudado a ti mismo —corrigió ella—. Así que supongo que sí, que me has defraudado. El mejor modo de ayudarme es siendo tú mismo y haciendo lo que sabes que está bien. Te respetaré más si impones tu autoridad moral. Las niñas necesitan eso.
—¿Es malo para las niñas ver a un hombre lavar los platos?
—Hacer cualquier cosa que le diga la mujer. Deberían verle diciéndole a la mujer lo que debe hacer. Eso es lo principal que veo en ti... una profunda autoridad moral. Es lo que tú aportas a esta casa. Todos la necesitamos.
—Y por esa «profunda autoridad moral» —dijo, con problemas para respirar—, quieres que adopte una postura firme y me oponga a ti. ¿Bien? ¿Y si me opongo? ¿Qué harías?
—Respetarte —contestó.
—No. No te gustaría. ¿No ves la paradoja? Si yo hago lo que tú dices...
—Está bien —interrumpió ella—. Pásame la responsabilidad.
—¿Qué?
—Soy culpable —dijo Fay.
Se la quedó mirando, sin poder seguir su cambio anímico.
—No —comentó al final—. Esto es algo en lo que nos hemos involucrado mutuamente. Por ello deberíamos luchar, por un sentido mutuo de responsabilidad y autoridad. No uno de nosotros manipulando al otro.
—Tú me manipulas. Intentas cambiarme.
—¿Cuándo? —preguntó él.
—Ahora mismo. Ahora mismo estás intentando cambiarme.
—Sólo quiero que veas la contradicción que hay en lo que deseas.
—Ya veo —comentó ella—. Veo que estás resentido conmigo.
—Quieres pelear, ¿verdad? —preguntó Nat.
—Sólo estoy harta de tu hostilidad disimulada. Desearía que fueras honesto. Querría que expresaras tu hostilidad de forma directa en vez de utilizar esas maneras tortuosas, esas piadosas maneras pedagógicas. —Él guardó silencio durante un rato—. Puedes irte —dijo ella—. No tienes por qué quedarte aquí. ¿Por qué deberías hacerlo? Además, éste no es tu hogar. Es el mío. Es mi casa, mi comida, mi dinero. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has venido aquí?
No podía creer que estuviera oyendo lo que parecía oír.
—Sabes que no te gusto —continuó ella—. Lo has insinuado de mil formas distintas. Crees que no asumo la responsabilidad; crees que soy exigente, egoísta e infantil, que siempre quiero salirme con la mía, que no soy madura, que no te amo de verdad... que sólo quiero utilizarte. ¿No es verdad?
—Hasta... cierto punto —contestó.
—¿Por qué no me haces frente? —preguntó ella.
—Yo... no me involucré contigo para «hacerte frente» —contestó—. Te amo. —Ante eso, ella no tuvo nada que decir—. No lo entiendo —prosiguió Nat—. ¿Qué pasa? —Poniéndose de pie, se acercó a ella; quiso rodearla con los brazos y besarla—. ¿Por qué estás así?
—Oh —comentó ella, apoyando la cabeza contra su hombro—, es por algo que mencionó hoy el doctor Andrews. —Le rodeó con los brazos—. Dijo que siempre que hablaba de ti, en realidad no describía nada. Como si nunca te viera realmente. Como si nadie fuera real de verdad para mí. Fue algo tan parecido a algo que tú me dijiste... quizá sea verdad. Dios, si por un sólo momento pensara que es verdad... —Apartándose, alzó la vista y le miró—. Supón que es cierto lo que Charley siempre ha dicho de mí y que yo nunca he aceptado. Que lo he degradado y utilizado y absorbido para conseguir lo que deseaba. Fui tan malcriada de niña... Siempre conseguí lo que quería. Y si no, me daban rabietas. Y él tenía que emborracharse para regresar a casa y pegarme; era el único modo que tenía de luchar. —Le miró con expresión lúgubre—. Y que yo le ponía enfermo. Y... posiblemente quiero que muera porque ya no lo quiero; ya no le necesito más. Y que de forma deliberada me involucré contigo, arruiné tu matrimonio... sin mostrar ninguna preocupación por Gwen, ni siquiera por ti, para conseguirte, porque eres un buen material como marido y yo necesito un marido nuevo ahora que he agotado al anterior. Y si te quedas conmigo, te trataré igual que lo traté a él. Volverá a ser lo mismo otra vez; tú harás mis compras y mis tareas... te humillaré, y entonces no te quedará otro recurso que emborracharte y pegarme. Si alguna vez llegas a eso, moriría. Me mataría si me pegaras alguna vez. —En ese momento dejó de hablar, y su mirada se perdió, ausente, detrás de él.
—Nunca te pegaré —dijo él, acariciándole el cabello corto, seco.
—Charley no le había pegado a nadie antes.
—Lo importante es que tú y yo podemos hablar. Podemos discutir esto. Verbalizamos de la misma manera. Él no. —Ella asintió—. Podemos expresar nuestros resentimientos, tal como lo estás haciendo ahora. Somos capaces de tratar con ellos de forma directa.
—Enfrentémonos a ello —dijo Fay—: Soy torpe y vulgar. ¿Por qué me quieres?
—Porque eres una mujer inteligente y valiente. Me recuerdas a una de esas mujeres pioneras. —Pensó en ella con el cordero.
—¿No crees que te convertiré en un sirviente doméstico? —Se apartó y cogió un leño para encender la chimenea—. Eso es lo que quiero, un ejército de hombres: decoradores para que pinten cosas, para que pinten la casa, jardineros, electricistas, hombres que me corten el pelo, que arreglen la cocina... que añadan un nuevo cuarto a la casa cuando yo quiera un cuarto en el que trabajar con mi arcilla. ¿Me construirías tú un cuarto en el que trabajar?
—Claro —contestó, sonriendo.
—Supón que te arruinara. Que te hiciera abandonar las esperanzas de ir a la universidad. Que te pusiera un peso financiero encima y te atara el resto de tu vida... manteniéndome a mí y a las niñas, y que quisiera tener más hijos tan pronto como sea posible. De paso, ¿te conté lo de mi diafragma?
—Sí.
—Que te obligara a seguir en el negocio inmobiliario —continuó ella—, cuando en realidad tú quieres... —titubeó—, seguir una carrera... la que sea. —Con los ojos brillantes, preguntó—: ¿Qué dijiste que querías ser?
—Quizá abogado.
—Oh, Dios, entonces podrías demandarme.
—Quiero casarme contigo. Quiero divorciarme de Gwen y casarme contigo.
—¿Qué haremos con Charley?
—¿No le puedes pedir el divorcio? —preguntó, sintiendo la tensión en todo su cuerpo.
—Está mal —contestó Fay—. Sé que es muy burgués por mi parte... que muestra lo burguesa inútil que soy, pero creo que el divorcio está mal: el matrimonio es de por vida.
—Bueno —comentó él, sintiéndose fútil—, entonces, eso es todo.
—Supongo que es una lealtad equivocada —dijo ella—. Pero no puedo evitarlo. Cuando me casé con él, lo hice para lo bueno y lo malo; me tomé en serio esas palabras.
—De modo que la única forma en que podrías dejarlo sería si muriera —indicó.
—Si muriera, tendría que volver a casarme. Por el bien de las niñas. Necesitan un padre; es el padre el que establece la autoridad en el hogar. Relaciona a la familia con el mundo exterior, con la sociedad. La madre no hace más que mantener a todo el mundo alimentado, vestido y con calor.
Después de una pausa, y con cierta ansiedad, él dijo:
—¿Y por qué no se lo preguntas?
—¿Preguntarle qué?
—Qué preferiría —indicó él, sintiendo que estaba cometiendo un error al decirlo, pero, al mismo tiempo, deseando hacerlo—: Estar muerto o divorciado.
Al escuchar estas palabras, Fay exhibió esa mirada fiera y fría que él sólo le había visto una o dos veces con anterioridad. Pero cuando habló, su voz estaba totalmente bajo control, más tranquila que nunca. De hecho, tenía un tono profundamente racional, como si hablara desde las profundidades de su sabiduría y experiencia, desde su parte más educada. No desde la emoción, sino desde el conocimiento más ampliamente aceptado, más incontrovertible.
—Bueno —dijo—, quizá sea pedirle demasiado a un hombre que acepte la responsabilidad de los niños, en especial los hijos de otro hombre. No te culpo. Tú tienes una vida relativamente fácil. A la larga, dudo que fueras capaz de mantener a mi familia. En realidad, tendría que casarme con un hombre que pudiera mantenerme. Enfrentémonos a ello. Tú no tienes capacidad para hacerlo. —Le sonrió, la sonrisa breve y distante que él había aprendido a reconocer. Casi una sonrisa benigna.
A Nat no le quedaba mucho que decir. Se dirigió al armario y cogió la chaqueta.
—¿Es que me dejas? —preguntó ella.
—No veo ningún sentido en quedarme —contestó Nat.
—Lo mejor es que me dejes ahora. Y a la larga, probablemente también sea mejor para ti. En cualquier caso, es más fácil. ¿Verdad?
—No —contestó—. No lo es.
—Oh, sí que lo es —le contradijo ella—. Es lo más fácil del mundo. Lo único que tienes que hacer es ponerte la chaqueta y regresar a casa junto a Gwen. —Le siguió hasta la puerta. Su cara estaba pálida, casi palpitante—. ¿No me das un beso de despedida?
La besó.
—Ya nos veremos.
—Saluda a Gwen. Quizá podamos reunimos todos alguna vez para cenar. Charley volverá del hospital dentro de una semana o así.
—De acuerdo —dijo él.
Sin creerse que estuviera sucediendo, cerró la puerta a su espalda y atravesó la grava en dirección al coche. La luz de fuera se encendió; ella la había encendido para él. Se mantuvo hasta que salió marcha atrás por el sendero; después, en cuanto el coche alcanzó el camino, se apagó.
Volvió a casa atontado.
Y si no hubiera empezado a recoger los platos de la cena, pensó. ¿No habría sucedido? Llegó a la conclusión que sí habría pasado. Tarde o temprano. Nuestras hostilidades y dudas mutuas habrían emergido y chocado; sólo era una cuestión de tiempo. Es inevitable.
Pero todavía no podía creérselo, y ahora, mientras conducía, comenzó a tener miedo de cómo se sentiría cuando lo creyera, de cómo le afectaría cuando comenzara a ser real.

Al detenerse delante de su propia casa, vio un coche desconocido aparcado allí. Bajó del vehículo, subió los escalones y entró.
En la cocina, Gwen estaba sentada a la mesa con una copa de vino. Al otro lado se sentaba un hombre al que no había visto jamás, un joven rubio que llevaba gafas. Los dos alzaron la vista con consternación. Pero casi en el acto Gwen recuperó la compostura.
—Has llegado temprano —dijo con voz seca, hostil—. Pensé que tardarías más.
—¿Quién es éste? —preguntó Nat, señalando al joven. El corazón le palpitaba con fuerza—. No me gusta llegar a casa y encontrarme un coche desconocido aparcado a la puerta.
—Oh —dijo Gwen con la misma voz; su veneno, el enorme desprecio que mostraba hacia él, le asombró. Nunca la había oído hablar con tal sarcasmo, dándole a cada sílaba tanta crueldad, una articulación de crueldad hacia él, crueldad hacia todo. Como si en este momento de su relación no fuera capaz de sentir otra cosa. No quedaba nada más. Era todo su sentimiento—. Lo siento. Creí que tú y Fay estaríais juntos el resto de la velada. Tal vez el resto de la noche.
El joven empezó a ponerse de pie.
—No te vayas —dijo Gwen, dirigiendo su atención a él, pero empleando aún la misma voz—. ¿Por qué deberías irte? —Miró a Nat y dijo—: Estamos a punto de establecer algo. ¿Por qué no te vas y vuelves un poco más tarde?
—¿Estableciendo algo? —repitió él.
—Un entendimiento entre los dos. Éste es Robert Altrocchi. Vive en la esquina. Donde está la tienda de pájaros. Cría periquitos y los vende a las tiendas de San Francisco. —Nat guardó silencio—. ¿Te importa —continuó Gwen— si seguimos adelante? —Le hizo un gesto de despedida—. Ve a dar un paseo.
—Lárgate —le dijo Nat al joven.
Incorporándose con lentitud deliberada, Altrocchi apartó su copa de vino y comentó:
—Ya me iba. Tengo trabajo. —En la puerta se detuvo y le dijo a Gwen—. Entonces, ¿nos vemos a la hora de siempre?
Sin prestarle atención a Nat, Gwen contestó:
—Sí. Llámame, o te llamo yo. —Ahora su voz había adquirido, sin duda que con gran esfuerzo, un tono de afecto—. Buenas noches, Bob.
—Buenas noches.
Al rato oyeron que la puerta de entrada se cerraba, y el coche del hombre al alejarse.
—¿Cómo está Fay? —preguntó Gwen, todavía sentada a la mesa. Dio un sorbo al vino, y le miró por encima del borde de la copa.
—Bien.
—Tú puedes verla —comentó Gwen con voz temblorosa—, pero yo no puedo ver a otro.
—No me gusta llegar a casa y encontrarme con el coche de un extraño —dijo—. Yo nunca traje a Fay aquí. No está bien traer a alguien aquí. Es injusto. Puedes salir y ver a quien quieras, pero no los traigas aquí. También es mi casa.
—No podemos ir a su casa —indicó Gwen, alzando la voz—. Está casado y tienen un bebé de seis meses.
Al escuchar eso, experimentó una aplastante melancolía y desesperación. Así que ésta era la consecuencia de su relación con Fay. No sólo había estropeado y arruinado su matrimonio, sino el de otro, el de un hombre al que nunca antes en su vida había visto, un hombre con un recién nacido.
—Si es está bien para ti... —comenzó Gwen.
—Yo te di el ejemplo —la interrumpió. Ella no contestó nada—. Me lo estás devolviendo. Es mi paga. Un tipo al que nunca vi. Su mujer y su hijo tienen que sufrir para que tú puedas atacarme. Yo quiero casarme con Fay. Voy en serio. Tú no. ¿O sí? Sabes que no.
Gwen guardó silencio.
—Es terrible —prosiguió él—. Es lo peor que he oído jamás. ¿Cómo puedes hacer algo así? —En la cara de su mujer la expresión de sufrimiento y determinación aumentó. Todo lo que decía hacía que los sentimientos de ella fueran más fuertes—. Uno de los dos tiene que irse.
—Muy bien. Vete tú.
—Lo haré —dijo. Se dirigió al dormitorio y se sentó en la cama—. No me siento bien para hacerlo ahora. Después.
—No —indicó Gwen—. Ahora.
—Vete al infierno —dijo, sintiendo el sudor en la frente—. Cállate —añadió con voz débil—. No me hables más, o no seré responsable de mis actos.
—No me amenaces —contestó Gwen, pero dejó de hablarle y se fue al salón.
La oyó sentarse en el sofá.
La casa estaba en silencio.
Santo Dios, pensó. Hemos terminado. Mi matrimonio está roto. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha sucedido?
Mientras seguía sentado en el dormitorio, Gwen reapareció.
—Me iré yo. Así no tendrás que estar lejos de ella. Me iré a Sacramento y me quedaré con mi familia. ¿Puedo llevarme el coche?
—Si te llevas el coche, ¿cómo iré a trabajar? —El corazón le latía tan rápidamente y con tanta fuerza que le resultó un gran esfuerzo hablar; le agotaba todas sus energías, y después de cada palabra tenía que descansar.
—Entonces, llévame a Sacramento y vuelve.
—De acuerdo.
—Deja que vea qué tengo que coger. No intentaré llevarme todo esta noche. Regresaré mañana. Quizá no vaya a Sacramento esta noche. Está demasiado lejos. Tardaremos toda la noche en llegar allí. Me quedaré en un motel. Hay uno en Point Reyes, aquí mismo.
—No —dijo él—. Te llevaré a Sacramento.
Ella le estudió y, luego, sin decir una sola palabra, volvió a dirigirse al otro cuarto. Al principio no escuchó nada; después se dio cuenta de que ella empezaba a empacar sus cosas. Oyó el sonido de la maleta al ser arrastrada fuera del armario.
—He decidido que tienes razón —comentó sin moverse de su sitio—. No puedo llevarte a Sacramento esta noche. Espera hasta mañana... duerme aquí, y lo hablaremos por la mañana.
Desde el otro cuarto, Gwen dijo:
—No pienso dormir contigo aquí esta noche. Si quieres que me quede, vete a su casa y duerme con ella.
—Puedes dormir en el sofá —dijo él—. O lo haré yo.
—¿Por qué no vuelves a su casa? —Gwen apareció en el umbral—. ¿Por qué volviste tan pronto?
—Tuvimos una pelea. —No la miró, pero podía sentir sus ojos clavados en él—. Nada importante. Hubo un cordero que nació muerto y eso la perturbó. Fue horrible; parecía una cosa hecha de alquitrán líquido. —Entonces, empezó a contárselo. Durante un momento, Gwen le escuchó, y luego desapareció. Había ido al salón para seguir guardando sus cosas. Sintiendo rabia, se puso en pie de un salto y fue tras ella—. ¿No quieres oírlo? —preguntó.
—Tengo suficiente en qué pensar —dijo Gwen.
—Podrías escuchar esto —dijo, de pie en el centro de la estancia mientras ella hacía la maleta—. ¿Por qué no escuchas? Para mí es algo infernalmente importante, muy importante, y ni siquiera quieres escucharme. De verdad que me hace sentirme mal.
—Siento lo del cordero muerto. Pero no veo qué importancia tiene. Te dejé ir y quedarte con ella, y no dije nada; te dejé hacer lo que querías, y cuando venía alguien a visitarnos y preguntaba dónde estabas tú, yo decía que te habías quedado en Mili Valley a trabajar hasta tarde; nunca le conté a nadie lo vuestro.
—Gracias.
—No sé lo que vas a hacer cuando salga del hospital —dijo Gwen—. ¿Qué vas a hacer? ¿No lo descubrirá? Alguien se lo dirá... sabes que nadie puede guardar un secreto en estas ciudades pequeñas. Todo el mundo se conoce.
—Si te vas —comentó él—, entonces sí que no habrá ninguna duda. Ninguna en absoluto.
—¿Quieres que me quede para salvarte cuando venga a matarte, o de lo que se le ocurra hacerte cuando vuelva a su casa?
—No hará nada —contestó Nat—. Es un hombre enfermo. Permanecerá en cama durante meses, recuperándose. Estuvo a punto de morir. Aún puede morir. No haría falta mucho.
—Quizá la impresión de descubrirlo sea suficiente —dijo Gwen con amargura—. Entonces tendrás el camino despejado.
—La amo. Quiero casarme con ella. Es algo de lo que me siento orgulloso. Sé que suena increíble...
—No —cortó ella—. No suena increíble. Te sientes atraído hacia ella porque ves a las niñas, y sé que quieres tener hijos, pero no pudimos tenerlos por tus estudios. ¿Te va a pagar ella la universidad? De esa forma podrías tenerlo todo... ir a la universidad, y al mismo tiempo vivir en una casa grande y bonita con niñas y todo lo que deseas. Y chuletones para cenar. ¿Correcto?
—Quiero un hogar estable y una familia.
—¿Sabes lo que creo que será de ti si te casas con ella?
—¿Qué? —no pudo evitar preguntarlo.
—Serás un criado y un esclavo, y harás que ese lugar funcione. Mantendrás la casa en funcionamiento. Cuadrarás su presupuesto, bajarás los termostatos para ahorrar en la factura eléctrica...
—No —la interrumpió—. Sencillamente se ha acabado. No la volveré a ver más. Nos hemos separado.
—¿Porqué?
—Por lo que tú acabas de decir —contestó—. No quiero terminar como un sirviente, lavando los platos por ella.
Al decirlo sintió que todo el peso de su deslealtad le caía encima. Su traición hacia Fay, no hacia su mujer. Era Fay quien ahora tenía su lealtad, su sentido de estar moralmente obligado. Allí de pie en su propio salón, con su propia mujer, contándole a su esposa que había acabado con Fay, supo que la historia no había terminado, no si podía evitarlo. La atracción era demasiado fuerte. La anhelaba fervientemente. Anhelaba estar de vuelta en aquella casa con ella. El resto sólo era palabrería.
—No lo creo —comentó Gwen—. Nunca tendrás la fuerza necesaria para romper con ella. Te tiene completamente atrapado. Siempre se sale con la suya; tiene la mente de una niña de dos años... quiere lo que ve y lo consigue porque no le importa manipular a todo el mundo.
—Lo reconoce. Es la razón por la que va a la consulta del doctor Andrews. Está luchando contra ello.
Gwen se rió.
—¿Oh? ¿Eres optimista? Entonces, ¿por qué te has separado de ella? —No supo qué responder a eso—. No sé cómo te puedes relacionar con una mujer así. ¿Quieres que te manejen el resto de tu vida? ¿Anhelas volver a una relación de hijo-madre?
—Estoy cansado de oír hablar de eso —dijo.
—No me sorprende que estés cansado de escucharlo. Lo que me pregunto es si alguna vez te cansarás de vivirlo.
Saliendo fuera, se sentó en el coche y la esperó mientras hacía la maleta.


Catorce

En la cama del hospital, Charley Hume levantó la vista sorprendido de ver a Nathan Anteil en el cuarto.
—Hola, Charley —dijo Nathan.
—Qué me aspen —dijo Charley Hume, y volvió a echar la cabeza hacia atrás.
—Te he traído un par de revistas. —Dejó un ejemplar de Life y True al lado de la cama—. Dicen que vas a volver a casa en un par de días.
—Así es —acordó Charley—. Estoy preparado para el gran momento. —Se quedó observando a Nathan—. Me alegra verte. ¿Qué te trae hasta San Francisco?
—Pensé en hacerte una visita. Se me ocurrió que sólo había venido a verte una o dos veces, y siempre con alguien más. Tienes buen aspecto, ¿lo sabes?
—Estaré sometido a una dieta —dijo Charley—. ¿No es espantoso? Una dieta asquerosa. Para evitar que engorde. —Alargó la mano y cogió las revistas, dándose cuenta al hacerlo de que ya había leído Life. Su cuñado se la había traído de la biblioteca en su última visita. Sin embargo, le echó un vistazo—. ¿Cómo ha ido todo? —preguntó.
—Perfecto —contestó Nat.
—¿El mundo te trata bien?
—No tengo motivos para quejarme.
—Escucha, muchacho —empezó Charley; entonces se decidió a coger al toro por los cuernos—. Sé lo tuyo con mi mujer.
Vio que la cara de Nathan mostraba el impacto.
—¿De verdad? —preguntó Anteil. Juntó las manos, entrelazando los dedos... la carne se tornó blanca mientras las apretaba. Durante un momento no miró a Charley; después levantó la cabeza, diciendo—: Es la razón por la que estoy aquí. Quise venir y decírtelo, cara a cara.
—Y una mierda —comentó Charley—. Ésa no es la razón por la que estás aquí; has venido para averiguar qué voy a hacer cuando vuelva a casa. Te voy a decir lo que haré. Cuando regrese... —Bajó la voz y miró más allá de Nathan para comprobar si pasaba alguien por la puerta abierta que daba al pasillo—. ¿Por qué no cierras esa puerta?
Nathan se puso de pie, fue a cerrarla y volvió.
—Cuando vuelva a Drake's Landing —continuó Charley—, voy a matar a esa mujer.
Después de una larga pausa, Nathan se humedeció los labios y preguntó:
—¿Por qué? ¿Por mí?
—Demonios, no. Porque es una perra. Tomé la decisión en cuanto me recuperé, después del ataque al corazón. Uno de nosotros ha de matar al otro. ¿No lo sabías? ¿No te lo contó? Ella lo sabe. Cristo, no podemos vivir en la misma casa, y la única forma de que alguien se vaya, es estar muerto. Yo no me iré de otra manera. Y ella tampoco. No tiene nada que ver contigo. Palabra de honor. —Nathan guardó silencio. Miró el suelo—. Ella me metió aquí —prosiguió Charley—. Ella provocó este ataque al corazón. No tengo ganas de sufrir otro. El próximo será mi fin.
—No creo que la mates. Sientes ganas de matarla, pero eso es distinto.
—Te estaré haciendo el mayor favor que jamás te haya hecho alguien. No te opongas. Algún día me agradecerás haberte liberado de ella. No tienes las agallas de separarte por decisión propia. Lo sé sólo con mirarte. Dios todopoderoso, estás ahí sentado prácticamente suplicándomelo. Quieres que lo haga... porque sabes jodidamente bien que si no lo hago te verás envuelto en toda esta porquería... con ella... el resto de tu vida, y nunca tendrás paz. —Se detuvo para descansar. Hablar tanto le dejaba sin aliento y exhausto.
—No creo que lo hagas —repitió Nat. Charley guardó silencio—. Ella tiene rasgos esencialmente sanos.
—¡Por mi jodida espalda! —exclamó Charley—. No te engañes. Jamás alzó un dedo en toda su vida salvo para aumentar el poder sobre alguien de modo que pudiera usarlo en el futuro.
—Creo que soy capaz de tratar con ella —dijo Nat—. No me hago ilusiones falsas.
—Tienes una ilusión. No, dos. La primera es que la vencerás. La segunda es que dispondrás de tiempo para averiguarlo. Será mejor que te revuelques con ella durante los próximos días, porque es de lo único de que dispondrás. Ella lo sabe. Y si no, es más estúpida de lo que creía.
—Supón que rompemos. Supón que dejo de verla.
—Eso no marca ninguna diferencia. No tiene nada que ver contigo; yo no tengo nada en contra de ti. ¿Qué me importa si ella quiere revolcarse contigo? No significa nada para mí. Sólo es una mujer de mierda con la que da la casualidad de que estoy casado y con la que tengo mucho en contra, y con este corazón ahora sé que tarde o temprano me desplomaré muerto, así que no puedo esperar para siempre. Ya lo he postergado mucho tiempo. Debí haberlo hecho hace años, pero no dejé de postergarlo. Casi estuve a punto de perder mi oportunidad para hacerlo alguna vez. —Calló para recuperar el aliento.
—No me creo que se te hubiera pasado esa idea por la cabeza, esa idea de matarla, de no ser por la situación entre ella y yo.
—¿Me estás llamando mentiroso? —preguntó Charley.
—Sé que es por mí —insistió Nathan, gesticulando.
—Pues te equivocas. Créeme. Yo no te mentiría. ¿Por qué habría de mentirte?
—Si la matas —dijo Nathan—, me iré a la tumba considerándome responsable.
Ante eso, Charley tuvo que reírse.
—¿Tú? ¿Qué crees que significas tú en todo esto? ¿Cuándo te mezclaste en el asunto? Yo te lo diré. Hace unos diez minutos. ¡Diez segundos! Por mi jodida espalda. —Entonces, guardó silencio.
—Siempre sabré que fue por mezclarme con ella —repitió Nathan—. Tú, sencillamente, estás tan furioso porque has perdido el control de tus propios procesos mentales. Ya no sabes realmente cuáles son tus motivos.
—Sé cuáles son mis motivos —afirmó Charley.
En ese instante entró una enfermera en la habitación con una sonrisa de disculpa, examinó la mesita en busca de algo, les sonrió a los dos y se marchó, dejando la puerta abierta. Nathan se puso de pie y la cerró.
—Bueno, yo te lo diré —comentó despacio mientras regresaba—. Si intentas hacerle algo, la defenderé.
—¿Cómo defenderías a Cristo? —inquirió Charley.
—Haré lo que pueda para detenerte —indicó Nat.
—Ahora ya he oído todo —contestó Charley—. Tío, sí que lo he oído. Un jodido mocoso, un universitario, viene aquí y me dice que me va a frenar en una situación que sólo incumbe a mi mujer y a mí. ¿Por qué, jodido crío de mierda? No es asunto tuyo. ¿Quién demonios te crees que eres? Si no estuviera echado aquí, recuperándome para volver a Drake's Landing, me levantaría y te patearía las pelotas por el pasillo y te mandaría a la planta baja dando tumbos por las escaleras.
—Es una maldita lástima —dijo Nathan—, pero en lo que a mí respecta, eres un ser irracional, compulsivo... —Buscó las palabras—. En cualquier caso —continuó—, tengo la certeza de que podré manejar este asunto cuando llegue el momento. En mis libros, el tipo de hombre que le pega a una mujer es un montón de mierda blanda a la hora de la verdad. —Poniéndose de pie, se dirigió hacia la salida.
—Te tiene enganchado de verdad —dijo Charley.
—Nos veremos —anunció Nathan desde la puerta.
—Muchacho, sí que te tiene —intentó silbar para mostrar su incredulidad, pero sus labios estaban demasiado secos—. Escucha, te voy a decir lo que es esa perra. He leído libros. No sois los únicos que pueden hablar y discutir de cosas intelectuales. Os he visto sentados, hablando de Picasso y Freud. Escucha. Es una psicópata. ¿Lo sabes? Fay es una psicópata. Piénsalo.
Nathan no dijo nada.
—¿Sabes qué es una psicópata? —preguntó Charley.
—Claro.
—No, no lo sabes, porque si no, la reconocerías en el acto. La razón de que yo lo sepa es que he hablado con el doctor Andrews y él me lo dijo. —En realidad, era mentira. Pero estaba demasiado furioso para ceñirse a la verdad. Había leído el término hacía varios años en un artículo de la revista This Week, y la descripción encajaba bastante bien con Fay para despertar su interés—. No me hace falta estudiar en la universidad a distancia para saberlo. ¿Cuál es la clave de su conducta? Siempre quiere salirse con la suya. —Señaló a Nathan con un dedo—. Y no puede esperar, ¿verdad? Es como una niña; siempre quiere salirse con la suya y no es capaz de esperar. ¿No es una psicópata? Y no le importa nadie más. Eso es ser una psicópata. Sí. No te engaño. —asintió con gesto triunfal, jadeando—. El mundo es algo hecho para que ella exprima, y la gente... —Se rió—. Eso lo demuestra. La forma en que trata a la gente. Compruébalo.
—Reconozco que posee ciertas perturbaciones en su carácter —dijo Nathan.
—¿Sabes por qué se ha interesado en ti? De paso, no pensarás ni por un instante que engancharte con ella fue idea tuya, ¿verdad?
Nathan se encogió de hombros, todavía ante la puerta.
—Te necesita —prosiguió Charley—, porque sabía que si este ataque al corazón no me mataba, regresaría y la mataría a ella, y quiere un hombre que se interponga y la proteja. Exactamente lo que tú estás haciendo. —Pero incluso a él eso le sonó pobre e insatisfactorio—. Ésa es la razón —dijo, pero su tono carecía de convicción, y supo que no podría convencer a Nathan. Durante un momento lo tuvo, pero ahora lo había perdido—. Ésa es una de las razones —corrigió la afirmación—. Hay otras. También piensa que necesitará un marido cuando yo haya muerto. Es otra razón importante. Vosotros dos podéis pasar veladas charlando, cha-cha-cha, el resto de vuestras vidas. Os veo sentados a la mesa del comedor. —Mentalmente vio con tanta claridad la mesa, los ventanales que daban al patio, el campo... vio las ovejas, el caballo (su caballo) y el perro. El perro meneándole el rabo a Nathan tal como se lo había meneado a él, saludándole de la misma manera. Vio a Nathan colgando su chaqueta en el armario donde él colgaba sus chaquetas... donde las había colgado. Lo vio lavándose la cara y las manos en su baño, usando su toalla; abriendo el horno para ver qué había para cenar. Lo vio jugando con las niñas a los aviones... llevándolas con los brazos extendidos... Lo vio con sus hijas, su perro, su mujer, sentado en su mecedora, escuchando música en el equipo de alta fidelidad. Lo vio por toda la casa, usándola, disfrutando de ella, cómodo, viviendo en ella como su marido, como el padre de las niñas—. Pero no eres su padre —dijo en voz alta.
Y de pronto le importó un bledo vengarse de Fay; lo único que deseaba era estar en casa, en su salón, aferrándose a su vida. Ni siquiera quería montar el caballo o jugar con el perro o estar en la cama follando a su mujer... al demonio con eso; lo único que pedía era estar en casa, sentado, mirando por los ventanales. Mirando a las niñas, por ejemplo, mientras volaban sus cometas como aquel último día, con Fay corriendo por el campo con esas largas piernas suyas, corriendo con gracilidad, deslizándose sobre el terreno cada vez a más velocidad...
Se dio cuenta de que Nathan estaba hablando. ¿Qué decía? Algo como que comprendía que no era el padre de ellas. Se esforzó por escuchar, pero no pudo; se sentía demasiado mareado y cansado para escuchar. Así que se quedó mirando el pie de la cama, mientras Nathan hablaba.
Si tan sólo pudiera volver, pensó. Por favor. Nada más. Sólo volver. Con mi Elsie. Conducir mi furgoneta. Hacer las compras, colocar una tubería de desagüe para los patos... cualquier cosa. Limpiar las bañeras y las pilas y los retretes, sacar la basura... No me importa una jodida mierda lo que sea. Por favor.
A la mierda todo, pensó. Ya no queda nada. Nunca volveré; lo sé. Nunca veré de nuevo esa casa, nunca en un millón de años. Y este otro tipo, este mocoso sabelotodo, se irá a vivir allí y se apoderará de todo, y lo tendrá el resto de su vida.
Debería matarlos a todos, pensó. A ella y a él, y a ese hermano chiflado de ella, con esa ridícula historia pulp que escribió para obtener el placer sádico de leérmela. Ese chiflado. Es una familia de chiflados. Llenan el mundo. Como los chiflados de los platillos volantes de Inverness Park. Todos juntos trabajando como un equipo, como el equipo Eisenhower-Dulles.
Maldita sea, pensó, volveré y me los cargaré. Y aunque no regrese... también me los cargaré. De algún modo lo conseguiré.
—Escucha —dijo—. ¿Sabes quién soy? Soy la única persona en el mundo, la única que te puede salvar de esa jodida mujer. ¿No es verdad? Tú lo sabes. ¿Cierto? ¿Cierto?
Nathan permaneció en silencio.
—Nadie más puede hacerlo —afirmó Charley—. Tú no puedes, tu mujer no puede, el doctor Sebastian, ese viejo y anticuado párroco, no puede, su chiflado hermano no puede, los Fineburg no pueden... nadie en el Condado de Marin o en el Condado de Contra Costa o en el Condado de Sonoma puede, excepto yo, porque la mataría, y por Dios tú sabes que lo haré. Así que será mejor que reces por mí; será mejor que vayas a casa, te sientes en tu salón y veas la televisión y esperes y reces porque yo vuelva a mi casa y viva lo suficiente, porque tú eres el que va a beneficiarse; tú solo y nadie más. Y dentro de diez años, ¡demonios, diez días!, estarás tan contento. De verdad que lo estarás. Y hay algo en tu mente que te lo está diciendo. Es tu subconsciente. Así que vete a casa. No te metas donde no debes. Cuando te llame por teléfono, no lo cojas. Cuando se detenga delante de tu casa y toque la bocina del coche, no salgas. No le prestes atención. Sólo durante una semana. —Gritó las palabras—. ¡Una semana, y estarás bien! Entonces podrás seguir adelante y obtener tu licenciatura y convertirte en lo que te apetezca... de lo contrario, ¿sabes lo que será de ti?
Nathan no dijo nada.
—No tengo que decírtelo —comentó Charley, y en su interior experimentó la mayor sensación de triunfo y placer que había sentido en todo lo que había pasado. Casi fue una sensación mística. No tenía que decirlo, porque la expresión en la cara de Nathan mostraba que ya lo sabía—. ¿Sabes lo que eso significa? —le gritó Charley—. Que yo tenía razón. Si no, tú no lo sabrías. No está en mi cabeza. Es la verdad. Los dos lo sabemos. Los dos la conocemos, tú y yo, así que eso lo demuestra. ¿Verdad?
Nathan no dijo nada.
Por primera vez, pensó Charley, lo veo con claridad y sé que ella de verdad es así; no está en mi cabeza. De verdad es una perra de primera categoría, porque puedo leer en la cara de este chico y él puede leer en la mía, y las dos lo demuestran.
Gracias a Dios, pensó. Ya lo sé con certeza.
—¿Verdad? —repitió.
—Yo he reconocido sus defectos —contestó Nathan—. La primera vez que la vi no me gustó. Vi todas esas cualidades.
—Y el culo de un cerdo —dijo Charley—. Te colgaste con ella apenas la viste.
—No —dijo Nathan, alzando los ojos.
Y Charley vio que se había equivocado. Lo he perdido de nuevo, pensó. Maldición.
—Así que tuviste una sospecha —comentó. Pero había dicho lo que no debía, y ya no podía corregirlo—. Indica que en tu interior sabes que tengo razón.
—Nos veremos —se despidió Nathan. Abrió la puerta, salió del cuarto y la volvió a cerrar a su espalda.
Después de un rato, Charley pensó: quizá siga adelante y se quede con ella. El estúpido hijo de puta.
Estoy enfermo. Es verdad. ¿Qué voy a hacer si decide enfrentarse a mí? Antes del ataque al corazón, podría haberlo manejado con una mano; podría haberle partido el cráneo. Pero ahora estoy demasiado débil. De hecho, entre los dos, con la mente astuta de Fay, con su agudeza y sus atributos físicos, podrán conmigo. Tal como me encuentro ahora, entre los dos me superarían. Cabrones.
Mi problema, pensó, es que soy un estúpido. No sé hablar bien, no como ellos. La he jodido.


Quince

Mientras estaba en mi dormitorio cosiendo un corte en la falda azul de Elsie, oí el timbre y los ladridos de Bing. Seguí cosiendo, esperando que Jack fuera a abrir, pero al final me di cuenta de que se había encerrado en su habitación y no lo escuchaba, así que dejé las cosas y atravesé deprisa la casa en dirección a la puerta.
En el porche estaba Maud Mayberry, que vivía en Inverness Park. Era una mujer grande de tez rubicunda, cuyo marido trabaja en la fábrica de hilados cerca de Olema. La conocía de la asociación de padres y maestros.
—Pasa —dije—. Siento no haber oído el timbre en el acto.
Nos sentamos a la mesa del salón con unas tazas de café. Seguí cosiendo la falda de Elsie mientras la señora Mayberry charlaba de varios eventos que tuvieron lugar al noroeste de Marin.
—¿Has oído hablar del grupo de los platillos volantes? —preguntó al rato—. El de Claudia Hambro.
—¿A quién le importan esos lunáticos?
—Están prediciendo el fin del mundo —indicó la señora Mayberry.
Al escuchar eso dejé mi costura.
—Bueno, he de reconocérselo a Claudia Hambro —comenté—. Me quito el sombrero ante ella. Justo cuando empiezo a pensar que mi vida es un desastre y que soy una idiota incapaz de manejar la situación más sencilla, escucho algo así. Son unos psicóticos; de verdad que lo son. Deberían recibir tratamiento médico.
La señora Mayberry pasó a contarme los detalles. Los había obtenido de segunda mano, pero parecía creer que eran exactos. De hecho, se los había contado la mujer del joven reverendo que vivía en Point Reyes Station. Era evidente que el grupo de los platillos volantes esperaba ser evacuado al espacio exterior antes de que tuviera lugar la calamidad. Era la mierda más descabellada que jamás oí en toda mi vida; de verdad.
—Deberían encerrar a Claudia Hambro —dije—. Está diseminando esta infección como una plaga. Lo siguiente será que todos los que viven al noroeste del Condado de Marin subirán a Noren's Acres a esperar al platillo. Quiero decir, esto va a aparecer en los periódicos. Son las cosas que siempre lees. Ocurre cada década. Nunca pensé que sucedería con gente que yo conozco. Santo Dios... si hace unos días la hija de Claudia Hambro estuvo aquí, junto con las hijas de los Bluebird. Santo Dios. —Sacudí la cabeza; de verdad que era el fin. Y en esto se había mezclado mi hermano.
—Tu hermano está en el grupo, ¿no? —comentó la señora Mayberry.
—Sí.
—Pero tú no muestras ninguna simpatía.
—Mi hermano está tan chiflado como el resto del grupo, y no me importa quién me oiga decirlo. Desearía no haberlo traído aquí, no haber dejado que Charley me convenciera.
—¿Estás enterada de la historia que tu hermano escribió para el grupo?
—¿Qué historia?
—Bueno, según lo que dijo la señora Barón... fue ella quien me la contó, hizo un trabajo de escritura automática bajo hipnosis o bajo influencia telepática de su líder espiritual... que vive, según tengo entendido, en San Anselmo. Bueno, le llevó esa historia al grupo y la han estado leyendo y pasándosela, tratando de captar el significado simbolista que hay en ella.
—Cristo —comenté fascinada.
—Me sorprende que no hayas oído hablar de ella —dijo la señora Mayberry—. Han celebrado un par de reuniones especiales al respecto.
—¿Cómo iba a enterarme? —pregunté—. ¿Cuándo salgo? Santo Dios, tengo que bajar a San Francisco tres veces por semana, y ahora que mi marido está en el hospital...
—Es sobre ti y ese joven que se mudó aquí hace poco. Nathan Anteil, que alquiló la vieja casa de los Moldavi.
Sentí que el frío inundaba todo mi cuerpo.
—¿Qué quieres decir con eso de que es sobre mí y el señor Anteil? —pregunté.
—Bueno, no se la han enseñado a nadie fuera del grupo. Era lo único que sabía la señora Barón.
—¿Has oído algo sobre mí y el señor Anteil de otras fuentes? —inquirí.
—No —contestó—. ¿Cómo qué?
—Esa jodida Claudia Hambro —dije, y entonces, al ver la expresión de la cara de la señora Mayberry, me disculpé—: Lo siento. —Dejé a un lado la costura; estaba tan furiosa que apenas podía ver. Cogí el bolso, saqué un cigarrillo, lo encendí y al instante lo tiré a la chimenea—. Lo siento. Tengo que salir.
Fui corriendo al dormitorio, me quité los vaqueros y la camiseta y me puse una falda y una blusa; me cepillé el pelo, me pinté los labios, cogí el bolso y las llaves del coche y me preparé para salir de casa. Allí, a la mesa del comedor, estaba sentado todavía ese culo gordo de caballo, la señora Mayberry, mirándome como si fuera un bicho raro.
—He de salir un rato —le dije—. Adiós.
Bajé corriendo por el sendero y entré en el Buick de un salto. Un minuto más tarde conducía por la carretera a toda velocidad, en dirección a Inverness Park.

Encontré a Claudia en su jardín de cactus, limpiando la maleza.
—Escuche —empecé—, creo que si tuviera alguna responsabilidad social me habría telefoneado tan pronto como hubiera puesto las manos en esa cosa que escribió. Que Jack escribió. —Estaba sin aliento, después de subir corriendo por el sendero de baldosas desde el coche—. ¿Lo puedo ver, por favor?
Claudia se puso de pie, sosteniendo la paleta de limpiar.
—¿Se refiere a esa historia?
—Así es.
—La están leyendo. Se la hemos ido pasando al grupo. No sé quién la tiene.
—¿La ha leído? —pregunté—. ¿Qué dice sobre mí y Nat Anteil?
—Está redactada en la forma habitual de la escritura telepática. Puede leerla. Apuntaré su nombre, y cuando me la devuelvan se la llevaré.
Tenía una calma asombrosa, he de reconocérselo. De verdad que mantenía su pose.
—La demandaré. La llevaré a los tribunales.
—Ah, sí —dijo Claudia—. Usted tiene a ese abogado importante en San Rafael. ¿Sabe, señora Hume?, dentro de un mes nadie recordará o le importará nada de esto. Será destruido.
Exhibió su hermosa y desconcertante sonrisa. Con toda probabilidad no había otra mujer tan hermosa físicamente en el norte de California. Y parecía claro que no estaba asustada. No parpadeó, y yo sé que jamás he estado tan furiosa y trastornada en toda mi vida. Tuve la certeza de que sólo en un par de segundos pasados conmigo ya había cobrado ventaja. Era esa personalidad magnética suya, ese aplomo. De verdad es una mujer fuerte, pensé. No me extrañaba que controlara al grupo. Además, yo nunca fui buena en tratar con otras mujeres. Todo lo que podía hacer era mantener a raya mi genio y hablar lo más racionalmente posible.
—Le agradecería que me lo devolviera —dije—. Posiblemente usted puede contactar con los diferentes miembros de su grupo y averiguar quién lo tiene, y yo vendría a recogerlo. Con franqueza, no creo que resulte tan difícil. Si me da los nombres de la gente de su grupo, yo podría llamarlos ahora mismo.
—Volverá a mí. A su debido tiempo —dijo Claudia.
Me fui sintiéndome como una niña que ha sido reprendida por su maestra. Santo Dios, pensé. Esa mujer se adueña por completo de la situación; no se puede hacer nada. Sé que no tiene derecho a poner en circulación esa maldita historia, y ella también lo sabe, pero actuó como si hubiera solicitado algo del todo ridículo. ¿Cómo lo consiguió? Ahora me siento más deprimida que furiosa. Ni siquiera estaba asustada. Sólo noté lo incompetente e idiota que era, lo incapaz que era de manejar mis propios asuntos.
Al repasarlo mentalmente, comprendí que debería haber sido capaz de enfrentarme a ella y exigir, sencillamente, que me la diera, no amenazarla o gritar, sólo alargar mi mano sin decir nada.
Tan pronto como subí al coche decidí que iría a ver a Nathan para que él me consiguiera esa maldita cosa.
Después de todo, también lo involucraba a él.
Fui hasta su casa, aparqué y toqué la bocina. No apareció nadie en el porche. Apagué el motor, salí y subí los escalones. Nadie contestó a mi llamada, así que abrí la puerta, me asomé y grité su nombre. Nadie. El cabrón, pensé. Volví al coche y me puse a conducir sin rumbo fijo, sin más idea de lo que hacer que un bebé de un año.
Al cabo de media hora regresé a mi casa; eran las dos y media y las niñas estaban a punto de llegar. Gracias a Dios, la señora Mayberry se había ido. Me asomé al cuarto de Jack, pero no estaba ahí; seguro que escuchó mi conversación con la señora Mayberry y tuvo el buen sentido de largarse.
Fui a la cocina y me serví una copa.
Este es el pozo real, pensé. Lo saben en toda la ciudad, y no sólo eso, sino que está circulando entre los gilipollas más dementes y chiflados de toda Norteamérica. De todos los que podrían haberlo leído, tenían que ser ellos precisamente. Pero, ¿qué crees que dice? ¿Qué escribió el imbécil?
Llamé a mi abogado, Sam Cohen. Después de contarle la situación, me aconsejó que no hiciera nada hasta que hubiera visto el documento o como se llame. Le di las gracias y fui a servirme otra copa. Luego llamé al doctor Andrews. La recepcionista me informó que no podría hablar con él hasta las cuatro, que ahora tenía un paciente y que le volviera a llamar. Las niñas ya habían llegado. Colgué y salí al patio, y miré cómo uno de los patos franceses perseguía a la hembra almizclada por el corral. Primero la persiguió hasta el lugar donde estaba la comida; luego voló hasta el otro extremo, al abrevadero. El pato la siguió y ella volvió al lugar donde estaba antes.
A las cuatro y diez pude contactar con el doctor Andrews. Me dijo que me tomara un Sparine de los que me había recetado y que esperara hasta ver la maldita historia.
—Por entonces las granjas más alejadas ya sabrán lo mío con Nat —dije.
Con su habitual tono impasible farfulló algo sobre mantener la calma y estudiar la situación con la perspectiva que da el tiempo.
—Es lo que estoy haciendo, gilipollas —le dije—. Palurdo. Mi reputación en esta ciudad va a quedar arruinada. Usted nunca ha vivido en una ciudad pequeña; para usted es fácil decirlo, viviendo en San Francisco. Allí puedes joder a quien quieras que a nadie le importa. Aquí arriba, ya te están echando de la asociación de padres y maestros antes de que te hayas subido la cremallera. Dios mío, tengo a los Bluebird, y al grupo de baile... dejarán de mandar a sus hijos a mi casa, y ya no me entregarán el correo, me cortarán la electricidad... no me venderán comida en el Mayfair; tendré que ir hasta Petaluma cada vez que quiera una barra de pan... ¡ni siquiera podré llenar de gasolina el coche!
Andrews me indicó que me estaba excitando demasiado. Finalmente le dije que se fuera al infierno y colgué. Además, pensé, para eso están los analistas, para que te descargues con ellos.
En un sentido, tiene razón. Me estoy excitando demasiado.
A las seis, mientras las niñas y yo cenábamos —Jack aún seguía escondido en alguna parte—, se abrió la puerta delantera y Nat Anteil entró en la casa.
—¿Dónde has estado? —pregunté, incorporándome de un salto—. He tratado de hablar contigo todo el día. —Entonces, por la expresión de su cara, me di cuenta de que lo sabía—. ¿Podemos demandarlos? Por difamación o algo.
—No sé de qué estás hablando —contestó Nat.
—Espera. —Le saqué del comedor y lo llevé al estudio. Cerrando la puerta para que las niñas no nos oyeran, pregunté—: ¿Qué pasa?
—Bajé a San Francisco y estuve hablando con tu marido. Es evidente que Jack le contó lo nuestro; sea como sea, lo sabe.
—Jack se lo contó a todo el mundo —anuncié—. Lo escribió y le dio la historia a Claudia Hambro.
—Charley y yo mantuvimos una larga charla —dijo Nat, pero le interrumpí antes de que pudiera enfrascarse en uno de sus discursos de dos horas.
—Tienes que ir a casa de Claudia Hambro y recuperarla. Ofrécele cien pavos por la historia: eso será suficiente para que te la entregue. —Fui al escritorio, saqué la chequera, me senté y rellené un cheque—. ¿De acuerdo? Te lo encargo a ti. Está completamente en tus manos; es tu responsabilidad.
—Haré lo que pueda.
Sin embargo, se quedó de pie sosteniendo el cheque, sin hacer una maldita cosa.
—Vamos —dije—. Ve a conseguirla. ¿O se trata de una de esas tareas domésticas degradantes que tanto te ofenden?
—Tu marido dice que va a matarte cuando vuelva.
—Oh, y una mierda —comenté—. Yo lo mataré. Compraré una pistola y le pegaré un tiro. Ve a sacarle esa historia a Claudia Hambro, ¿quieres? No te preocupes por Charley; probablemente se muera de un ataque al corazón camino de casa. Lleva diciéndolo años. Un día que lo mandé a comprarme Tampax vino a casa y casi me mata. Es la clase de solución que se le ocurre a un hombre de ese tipo; resulta predecible, y cuando llevas casada con él...
Nat salió del estudio con el cheque en la mano.
—¿Vas a hacerlo? —pregunté, yendo tras él—. ¿La recuperarás? ¿Por mí? ¿Por nosotros?
—De acuerdo —dijo con voz muy cansada—. Lo intentaré.
—Despliega todo tu encanto sexy con ella. ¿La conoces? ¿La has visto alguna vez? Ve a casa y ponte ese maravilloso jersey rojo de esquiar que tienes, el que llevabas el primer día que te vi... Dios, te aguarda toda una experiencia cuando conozcas a Claudia Hambro. —Le seguí al exterior, hasta su coche—. Es la mujer más sensacionalmente hermosa que he visto en toda mi vida. Parece una princesa de la selva, con esa mata de pelo y esos dientes afilados.
Le expliqué cómo llegar y se marchó sin decir una palabra más.
Sintiéndome más alegre, entré en casa. Las niñas estaban jugando alrededor de la mesa, tirándose pelotitas de espinaca. Le di un azote a cada una y volví a sentarme, encendiendo un cigarrillo.
Estoy fumando demasiado, pensé. Tengo que conseguir que Nat me ayude a bajar un poco. En cuanto le dé un poco de confianza, es probable que me obligue a dejarlo por completo. Seguro que, además, piensa que es muy caro.
Más tarde, como Jack no había aparecido, limpié la mesa y le dije a las niñas que lavaran los platos. Sentada en el salón delante de la chimenea, me puse a meditar sobre lo que había comentado Nat acerca de Charley.
Y una mierda me va a matar, pensé. Aunque tal vez sí. Tendré que advertírselo al sheriff o algo. Hacer que alguien venga a casa y vigile.
Pensé en llamar al doctor Andrews a su casa y mencionarle lo de Charley. En el pasado había sido capaz de predecir lo que iba a hacer; entraba en su terreno profesional saber esas cosas. ¿Cómo demonios iba a saberlo yo? Quizá el ataque al corazón le había asustado tanto que podría llegar a hacerlo.
La puerta delantera se abrió. Durante un momento pensé que se trataba de Nat que regresaba con el documento, pero resultó ser Jack, con su vieja cazadora del ejército y las botas de montaña. Poniéndome en pie de un salto, exclamé:
—Maldito seas, no me importa que se lo cuentes a Charley, pero, ¿por qué demonios tenías que contárselo a todo el grupo de los platillos volantes de Inverness Park?
Bajó la vista avergonzado y sonrió de ese modo idiota.
—¿Qué escribiste en esa historia chiflada? —pregunté—. ¿Tienes una copia? ¿Sí? ¿No? ¿La recuerdas? Seguro que ya ni siquiera recuerdas lo que ponía, maldito... —No se me ocurrió ninguna palabra que le encajara—. Lárgate de aquí. Sal de mi casa. Vamos, ve a recoger tus cosas y vete. Mételas en el coche y yo te llevaré hasta San Francisco. Hablo en serio. —Por su reacción comprendí que no creía que hablara en serio—. No te quiero por aquí, lunático.
—Estoy invitado a quedarme con los Hambro —dijo con su voz aguda.
—¡Entonces vete con ellos! —grité—. Y haz que esa mujer venga a recoger tu mierda; dile que venga a buscarte. —Cogí algo, parecía uno de los juguetes de las niñas, y se lo tiré. Estaba tan furiosa que me había salido virtualmente fuera de mis casillas. Si se quedaba en casa de los Hambro jamás conseguiríamos que se fuera de la ciudad... podría quedarse con ellos y proporcionarles toda nuestra vida desde dentro, escribir un artículo telepático tras otro, suministrarles mierda para un número interminable de reuniones—. Y no esperes que te lleve yo —aullé, y corrí hasta la entrada y abrí la puerta—. Ve a su casa por tus propios medios. Y saca toda tu mierda de aquí esta noche.
Exhibiendo todavía esa estúpida sonrisa, pasó a mi lado y salió. Sin pronunciar una palabra —después de todo, ¿qué podía decir?—, se fue arrastrando los pies por el sendero y desapareció más allá de la oscuridad que se cernía detrás de los cipreses. Cerré de un portazo y me dirigí a toda velocidad a su cuarto, donde comencé a juntar toda su porquería.
Al principio traté de sacarla fuera, al sendero. Pero después de algunos viajes, lo dejé. ¿Por qué iba a sacar sus cosas por él? Matarme por un montón de basura...
Poniéndome más y más furiosa, lo tiré todo a la caja de cartón que habíamos intentado usar como jaula para el conejillo de indias de las niñas. Cogí un extremo y la saqué a rastras por la puerta de su cuarto, que daba a la parte de atrás de la casa, en dirección al campo y al incinerador. Entonces hice algo que al instante supe que estaba mal. Cogí la lata de cinco litros de gasolina que usábamos para la cortadora giratoria, vertí gasolina sobre la caja y le prendí fuego con mi encendedor. En diez minutos no eran más que rescoldos ardientes. A excepción de su colección de piedras, todo se había quemado, y me sentí aliviada. Ahora que lo había hecho dejé de sentirme mal; estaba contenta.
Más tarde oí que un coche se detenía en la entrada. Al rato Jack abrió la puerta delantera.
—¿Dónde están mis cosas? —preguntó—. Sólo veo unas pocas en el porche.
Yo me había sentado en la mecedora grande, de cara a él.
—Las quemé —contesté—. Las arrojé al incinerador... toda esa maldita porquería.
Me miró con esa expresión estúpida en la cara, con esa sonrisita.
—¿Las quemaste? —inquirió.
—¿Por qué no te vas? —dije—. ¿Qué te retiene aquí?
Después de quedarse ahí un poco nervioso, salió, dejando la puerta abierta. Le vi recoger la basura que yo había sacado fuera y meterla en el coche de Claudia. Luego Claudia dio marcha atrás por el sendero y se metió en el camino.
Guau, pensé. Bueno, ya está.
Saqué la botella de bourbon del armario de la cocina y, con una copa y un cubo con hielo, la llevé al salón, dejándolo todo en la mesita que había junto al sillón grande. Durante un tiempo me quedé allí sentada, bebiendo y sintiéndome cada vez mejor. Por lo menos había echado de la casa al imbécil de mi hermano, y eso era algo. Podría hacer que Nathan me ayudara en las muchas tareas que Jack había realizado. Las niñas le echarían de menos, pero Nat ocuparía su lugar.
Y entonces empecé a pensar en Nat y en Claudia Hambro, y dejé de sentirme mejor, para pasar a sentirme mucho peor. ¿Estaba en su casa? ¿Estaba todo el mundo allí, mi hermano y Nat? ¿Invitados de los Hambro?
No cabía duda de que Claudia Hambro era diez veces más atractiva que yo. Y Nat no la había visto antes. Su personalidad magnética... su habilidad para influir en las personas —mira cómo había cobrado ventaja conmigo—, y Nat era una persona mucho más débil que yo. No sólo eso, siempre había sido evidente que se trataba de la clase de hombre que una mujer puede manejar con facilidad. Yo lo descubrí desde el principio. Si una mujer de aspecto corriente como yo, con un encanto e inteligencia normales, podía obtener tal reacción de él, ¿qué podría conseguir Claudia?
Pensando en ello, me puse a beber como nunca antes lo había hecho. Después de un rato perdí la cuenta. En lo único que podía pensar era en Nat y en Claudia Hambro, y luego eso se mezcló con el regreso de Charley, que me mataría, y, posiblemente, también a las niñas... Vi a Charley de vuelta, en la puerta de entrada, con el frasco de ostras ahumadas, y me vi poniéndome de pie y yendo hacia él, alargando el brazo para coger las ostras, tan contenta porque me hubiera traído un regalo.
Comprendí que de verdad me iba a matar. Esta vez, cuando aparezca en la puerta, no me pegará: me matará.
Me levanté del sillón y le dije a las niñas que se metieran en la cama. Luego fui al fregadero, donde choqué con la lavadora y la secadora, y cogí el hacha pequeña que solía usar para cortar las ramas. Me dirigí al estudio y cerré la puerta y las ventanas, y me senté en la cama con el hacha en el regazo.
Seguía sentada allí cuando oí la llegada de un hombre a la puerta delantera. ¿Es él? ¿Es Charley, o Jack, o Nat? No podía salir del hospital esta noche; se supone que no va a salir hasta pasado mañana. Y Jack no tiene coche. ¿Oí un coche? Fui a la ventana y traté de ver el sendero, pero un ciprés me bloqueaba la visión.
—¿Fay? —llamó la voz de un hombre desde alguna parte de la casa.
—Estoy aquí —indiqué.
Al rato, el hombre llegó a la puerta.
—¿Estás ahí, Fay? —preguntó.
—Sí.
Intentó abrir la puerta y descubrió que estaba cerrada.
—Soy yo —dijo—. Nat Anteil.
Entonces me levanté y fui a abrirla.
Cuando vio el hacha, dijo:
—¿Qué sucede? —Al quitármela de las manos vio la botella vacía de bourbon; la había llevado conmigo al dormitorio, y la había acabado—. Santo Dios —musitó, y me rodeó con los brazos.
—No me abraces —dije—. Ve a abrazar a Claudia Hambro. —Con toda mi fuerza, lo aparté—. ¿Cómo fue? —pregunté—. ¿Un buen polvo?
Me cogió por el hombro y, llevándome y empujándome a medias, me condujo hasta la cocina. Allí me sentó a la mesa y puso agua a hervir.
—Vete al infierno —dije—. No quiero café. La cafeína me provoca palpitaciones nocturnas.
—Entonces te prepararé algo de Sanka —comentó, sacando el frasco de Sanka instantáneo.
—Esa imitación de café —contesté.
Sin embargo, dejé que me preparara una taza.


Dieciséis

A la una del mediodía su mujer iba a recogerle a la entrada principal del hospital y le llevaría a casa. Pero la noche anterior, él llamó a Bill Jaffers, el capataz de su planta en Petaluma, y le dijo que viniera al hospital con una furgoneta a las nueve de la mañana. Le explicó que su mujer estaba demasiado nerviosa para asumir la responsabilidad de conducirle a casa.
Así que a las ocho treinta se levantó de la cama del hospital, se vistió —corbata y camisa blanca, zapatos negros relucientes—, se cercioró de que tenía todas sus posesiones en la maleta, pagó la factura en la administración, y se sentó en los escalones de fuera esperando a Jaffers. El día era fresco y luminoso, sin niebla.
Finalmente, la furgoneta de la planta apareció y aparcó. Jaffers, un hombre corpulento y de pelo oscuro, con poco más de treinta años, salió del vehículo y subió hasta donde se encontraba Charley Hume.
—Eh, tiene un buen aspecto —dijo.
Empezó a recoger las cosas que había junto a Charley y a colocarlas en la parte de atrás de la furgoneta.
—Me siento bien —repuso Charley, poniéndose de pie.
Se sentía débil y con el estómago revuelto, y esperó a Jaffers para que le ayudara a meterse en la cabina.
Pronto se encontraron atravesando la parte baja de San Francisco, en dirección al Golden Gate. Como siempre, el tráfico era pesado.
—Tómate tu tiempo —le dijo a Jaffers. Según sus cálculos, Fay se iría de casa a eso de las once. No quería llegar antes de que ella se marchara, así que disponía de dos horas—. No vayas esquivando a todos como lo haces en horas de trabajo, gastando las ruedas que a ti no te cuesta nada reponer. —Se sentía muy abatido y se apoyó contra la puerta para mirar los coches, las casas y las calles—. Además, tengo que parar en el camino y comprar algunas cosas.
—¿Qué tiene que comprar? —preguntó Jaffers.
—No es asunto tuyo —contestó Charley—. Las compraré yo.
Un poco después aparcaron en el distrito comercial de uno de los suburbios de Marin. Dejando allí a Jaffers, bajó de la furgoneta y caminó con cuidado calle abajo, doblando por una esquina en dirección a una gran ferretería que conocía. Allí compró un revólver del 22 y dos cajas de balas. En casa tenía varias armas, tanto rifles como pistolas, pero sin duda Fay las habría cogido y escondido. Hizo que el dependiente le envolviera el revólver y las municiones de tal forma que nadie pudiera adivinar qué era; luego pagó en efectivo y salió de la tienda. Volvió a la furgoneta y acomodó el paquete en el regazo.
Mientras conducía, Jaffers dijo:
—Apuesto a que eso es para su mujer.
—Y no te equivocas.
—Tiene toda una mujer.
En Fairfax se detuvieron a comer algo en un restaurante con servicio para automóviles. Jaffers tomó dos hamburguesas y un batido de vainilla, pero él sólo una taza de sopa.
Mientras iban por la Autopista Sir Francis Drake, atravesando el parque, Jaffers comentó:
—Esto es hermoso. Solíamos subir hasta aquí siempre, cerca de Inverness, a pescar. Cogíamos salmones y róbalos. —Siguió describiendo el equipo de pesca que le gustaba. Charley escuchaba a medias—. Así que lo que pienso sobre el carrete giratorio —concluyó— es que es bueno, digamos, para la pesca en el mar, pero en corrientes de río no le veo la utilidad. Y Jesús, los buenos pueden costarte noventa y cinco pavos, sólo por el carrete.
—Seguro —murmuró Charley.
Eran las once y diez cuando llegaron a Drake's Landing. Debe haberse marchado, decidió. Pero cuando la furgoneta entró en el camino de los cipreses que daba a la casa, vio entre los árboles el destello del sol en el capó del Buick. Maldita sea, no se había ido.
—Pasa de largo —le dijo a Jaffers.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Jaffers, aminorando y girando para meterse en el sendero.
—No pares, esquirol —dijo con ferocidad—. Sigue conduciendo. No te metas en el sendero.
Confundido, Jaffers volvió a sacar la furgoneta al camino y prosiguió la marcha. Mirando hacia atrás, Charley vio que la puerta delantera de la casa se encontraba abierta. Era evidente que estaba a punto de salir.
—No lo entiendo —comentó Jaffers. Parecía que había unido la visión del Buick en el sendero con el deseo de Charley de continuar y no parar—. ¿No sabe ella que yo iba a recogerle? Por el amor de Cristo, ¿no quiere pararla antes de que se marche?
—Métete en tus asuntos o estás despedido —espetó Charley—. ¿Quieres quedarte sin trabajo? Así que ayúdame o te despediré; te escribiré la notificación con dos semanas de antelación ahora mismo.
—De acuerdo —dijo Jaffers—. Pero es una faena dejar que recorra todo el trayecto hasta Prisco ida y vuelta por nada. —Guardó un silencio lúgubre y siguió conduciendo.
—Aparca aquí —indicó Charley cuando llegaron a la parte alta de una subida—. Métete en el arcén. No, da la vuelta.
Aparcaron de una forma que le permitía seguir el camino hasta Inverness Park. Cuando el Buick saliera del sendero, lo vería.
—¿Puedo fumar? —preguntó Jaffers.
—Claro.
Quince minutos después, el Buick apareció en el camino y salió disparado hacia la autopista Uno.
—Ahí va —comentó—. Muy bien. Regresemos. Estoy cansado. Vamos, ponlo en marcha.
Esta vez encontraron el sendero vacío. Jaffers aparcó la furgoneta y empezó a trasladar las posesiones de Charley a la casa. Espero que no se haya olvidado nada, pensó Charley. Que no dé media vuelta y regrese. Bajó de la cabina del vehículo y, ayudado por Jaffers, subió por el sendero hacia la casa. Dentro, en el salón, se sentó despacio en el sofá.
—Gracias —le dijo a Jaffers—. Ya puedes marcharte.
—Quiere meterse en la cama, ¿verdad? —preguntó éste, haciendo tiempo.
—No. No quiero meterme en la cama. Si lo quisiera, me iría a la cama ya. Deseo quedarme sentado aquí. Puedes irte.
Después de titubear un rato, Jaffers se marchó. Allí en el sofá, Charley oyó cómo la furgoneta retrocedía por el sendero y salía al camino.
Fuera de dudas, disponía de todo el tiempo del mundo. Ella no llegaría al Hospital U.C. hasta la una, y luego necesitaría dos horas más para volver. Así que estaría solo hasta las tres de la tarde. No tenía por qué apresurarse. Podía descansar y recuperar las fuerzas; incluso podría echarse una siesta.
Subiendo los pies al sofá, se echó y apoyó la cabeza sobre un almohadón. Luego se volvió y miró por el ventanal al campo.
Allí, tan grande como la vida, estaba su caballo, pastando. Y por detrás vio a una de las ovejas. Cerca de ella había una forma pequeña y oscura que se movía de vez en cuando. Dios mío, pensó, un cordero. Esa oveja ha tenido un cordero. Trató de distinguir a las otras ovejas, ver si también ellas habían tenido sus corderos. Pero sólo fue capaz de dar con ésa. Daba la impresión de ser Alice, la más vieja de las tres. Es una buena oveja, se dijo, observándola. Con casi ocho años, y lista como mil demonios. Más inteligente que algunos humanos.
Vio que se le acercaba otra oveja, y cómo su cordero se dirigía hacia ella. La otra oveja lo empujó con el hocico en dirección a su madre. Creerías que un golpe así lo partiría en dos, pensó, pero no. Tiene que embestirlo hacia atrás, necesita su leche para sus propios corderos.
La vieja oveja grande y lista, de cara negra... Recordó a las niñas alimentando a Alice con la mano, esa cara grande, tranquila e inteligente a medida que agachaba el cuello para apoyar el hocico contra sus palmas lisas. No dobléis los dedos, les dijo. Como cuando le dais de comer al caballo... no levantéis nada que pueda arrancar. Tienen mucha fuerza en esas mandíbulas... trituran el pasto, como hojas giratorias. Cortadoras giratorias de hueso, y duran mucho más que esa pieza de mierda de hojalata.
De repente pensó: claro, cuando llegue al hospital y descubra que no estoy, llamará a Anteil y le enviará de inmediato aquí. Será aproximadamente a la una. Así que, después de todo, quizá no disponga de tanto tiempo.
Se levantó del sofá y se quedó un momento de pie. Dios, estoy débil. Uhh. Con pasos inseguros, se dirigió al baño. Allí, con la puerta cerrada, abrió el paquete. Se sentó en la taza y cargó el revólver.
Con el arma en el bolsillo de la chaqueta, salió al patio. El día se había vuelto cálido y el sol le hizo sentirse más fuerte. Fue a la valla, abrió el portón y se metió en el terreno de pastoreo.
El caballo, al verlo, trotó en su dirección.
Cree que tengo algo de comer para él, pensó. Un terrón de azúcar. El caballo ganó velocidad, trotando y resollando excitado.
Oh, santo Dios, pensó cuando se detuvo a unos centímetros de él, mirándole. ¿Cómo puedo hacerlo? Jodido caballo. Si son tan inteligentes, ¿por qué no sale corriendo? Sacó el revólver y quitó el seguro. Mejor que sea el primero, decidió. Alzando el arma —la mano le temblaba frenéticamente—, le apuntó a la cabeza y apretó el gatillo. No hubo retroceso, pero el ruido le hizo temblar. El caballo sacudió la cabeza, pateó el suelo, dio media vuelta y partió el galope. No le he dado, pensó. Le disparé a bocajarro y no le he dado. Pero, de pronto, cayó mientras corría; cayó de bruces, dio media vuelta y quedó tendido de costado, con espasmos en las patas. Relinchó. Charley se quedó donde estaba, observándolo. Entonces volvió a dispararle desde lejos. El caballo siguió dando coces, y fue hacia él para dispararle desde cerca. Pero cuando llegó ya había dejado de mover las patas. Todavía seguía con vida; lo supo por los ojos. Sin embargo, se estaba muriendo. La sangre le corría cabeza abajo, desde la herida del cráneo.
En el campo las tres ovejas miraban.
Caminó hacia la primera. Durante un rato no se movió; casi había llegado hasta ella antes de que —como siempre— agachara la cabeza y se alejara al trote, con sus anchos flancos sobresaliendo como alforjas. Ésta no había tenido corderos. Levantó el revólver y le disparó. Dio un salto violento y cobró velocidad. De manera errática, giró levemente hacia un lado. Le apuntó a la cabeza y volvió a disparar. La oveja cayó hacia delante, agitando las patas.
Con menos problemas se acercó a la segunda. Había estado tumbada, y cuando llegó a su lado empezó a levantarse. Consiguió dispararle antes de que se incorporara del todo; su peso, el peso de los corderos nonatos, la lastró.
Ahora tenía el problema de la oveja más vieja con su cordero. Sabía que no se espantaría porque estaba acostumbrada a que él se le acercara. Se dirigió hacia ella, y no se movió. Mantuvo los ojos clavados en él. Cuando aún se encontraba a unos metros, lanzó un balido. El cordero emitió su grito agudo, metálico. ¿Qué pasaba con él?, se preguntó. No lo había pensado. Bueno, tenía que estar incluido, concluyó. Aunque nunca antes lo he visto. Es tan mío como cualquiera de las ovejas. Levantó el revólver y le disparó a la oveja, pero ya se había quedado sin balas. El percutor sólo hizo un ruido seco.
Allí, de pie, cargó el arma. A lo lejos, los eucaliptos se agitaban con el viento del mediodía. La oveja y el cordero lo observaron y esperaron hasta que terminó de cargar el revólver y guardara la caja de balas en el bolsillo. Entonces, apuntó el arma y le disparó. Se le doblaron las patas y cayó de lado. En el acto le disparó al cordero, antes de que empezara a lanzar sus berridos. Como su madre, murió en silencio, y eso le hizo sentirse mejor. Regresó despacio a la casa, manteniendo las fuerzas. En la hierba no quedaba nada que estuviera erguido; ninguna forma de animal pastando. Había barrido el campo.
¿Dónde estaba el perro?, se preguntó. ¿Se lo habría llevado con ella? Eso le enfureció. Atravesó la casa y salió al porche delantero. A veces el perro pasaba el rato sendero abajo o al otro lado del camino. Soplando el silbato que llevaba en el llavero, lo llamó. Finalmente, un ladrido apagado sonó desde alguna parte de la casa. Ella lo había encerrado dentro, probablemente en uno de los baños.
Y, tal como pensara, encontró al collie en el baño del cuarto de invitados, meneando el rabo, contento de verle.
Lo sacó al patio y le disparó apoyando el cañón del revólver contra la oreja. Soltó un chillido, como un freno mecánico, tan agudo que apenas pudo oírlo. Dio un brinco, giró y se desplomó, agitando las patas.
Luego se dirigió al corral de los patos.
Mientras se hallaba ocupado disparándoles a través de la alambrada, pensó si alguien escucharía los disparos y llamaría al sheriff Chisholm. No, decidió. Siempre hay cazadores en esta época del año, disparándole a codornices, conejos o ciervos... lo que esté permitido cazar en ese momento.
Una vez que hubo concluido con los patos, buscó con la vista a las gallinas. Se habían alejado y no pudo verlas. Malditas sean, pensó. Las llamó, empleando el sonido que él y Fay hacían cuando les iban a dar de comer, pero no apareció ninguna. En cierto momento le pareció ver una cola roja moviéndose entre los cipreses... Posiblemente las gallinas se habían subido a los árboles para anidar y observarle. Sin duda que el ruido de los disparos las había espantado. Tan jodidamente astutas.
No quedaba nada a lo que dispararle, así que regresó a la casa.
El asunto de liquidar a los animales le había dejado exhausto. Tan pronto como entró en el salón, se quitó la chaqueta, tiró el revólver, se echó en el sofá y se quedó de espaldas con los ojos cerrados. Seguro que el corazón iba a dejar de funcionar; sentía cómo se preparaba para dejar de latir. Maldito seas, rezó, no pares, hijo de puta.
Pasado un rato se sintió mejor. Pero no se movió, continuó tumbado.
Quizá dos horas, pensó. Por entonces, o estaría muerto o tendría las suficientes fuerzas para ponerse otra vez de pie.
Desde el exterior, más allá del patio, oyó un sonido que le sugirió que uno de los animales no se encontraba muerto del todo. Escuchó gemidos, pero aunque prestó atención, no pudo discernir de qué animal se trataba. Probablemente el caballo, concluyó. ¿Debería salir y dispararle de nuevo? Por supuesto. Pero, ¿sería capaz? No, decidió. No puedo. Me caería muerto al ir o al volver. Tendrá que morir por su propia cuenta.
Yació en el sofá, escuchando los débiles sonidos del animal que moría en el campo, al tiempo que intentaba no morir él.

De repente, el ruido de un motor le despertó.
Bajó los pies al suelo y se levantó, mientras el corazón le latía con fuerza. Tanteó a su alrededor en busca del revólver, pero no consiguió encontrarlo.
Fuera, detrás de los ventanales, Fay apareció en el patio. Enfundada en su largo abrigo verde, se quedó mirando en dirección a la tierra de pastoreo. Entonces se puso de puntillas y se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos. Comprendió que había visto a los animales.
El grito que lanzó le resultó audible. Se volvió y le vio a través de los ventanales. Maldito revólver, pensó; todavía no lo había encontrado. Fay iba cargada con el bolso y algunos paquetes. Los dejó caer y corrió con sus tacones altos hacia el portón. Al llegar tuvo algunos problemas; no conseguía abrir el cerrojo. Él atravesó el salón a toda velocidad y abrió la puerta que daba al patio.
Al lado de la barbacoa, erguido, estaba el largo tenedor de dos puntas que usaban para sacar los chuletones. Lo cogió y fue a toda prisa hacia ella. Ya había conseguido abrir el portón, y se detuvo al otro lado para quitarse los zapatos. Tenía los ojos llenos de cautela. Cuando casi había llegado hasta ella, se alejó de un salto y se enfrentó a él sin quitarle los ojos de encima. Si tuviera el revólver, comprendió, ahora estaría muerta. Llegó a la valla y cruzó el portón abierto, saliendo al campo.
Fay, sin hablarle a él sino a alguien que había a su espalda, gritó con voz aguda:
—Quedaos donde estáis.
Eran las niñas. Girando la cabeza a medias, las vio, juntas en una esquina de la casa. Las dos iban vestidas con sus abrigos rojos y sus bonitas faldas con rebordes de encaje, y los zapatos de dos colores. El cabello cepillado. Mirándole a él, mirándole y mirándole. Ninguna lloraba.
Retrocediendo, Fay le dijo a las niñas:
—Marchaos. Id por el camino hasta la casa de la señora Silva. ¡Marchaos! —Su voz adquirió ese tono de mando, esa aspereza. Las dos niñas dieron un salto, dirigiéndose de manera automática hacia ella—. ¡Id a la casa de la señora Silva! —repitió Fay, gesticulando hacia el camino. En esta ocasión las niñas comprendieron.
Desaparecieron alrededor de la esquina de la casa.
Miró a su mujer.
—Oh —dijo ella casi con placer; tenía el rostro iluminado—. Ya veo... tú les disparaste. —Había retrocedido hasta el caballo muerto y echado una mirada rápida—. Vaya. Santo cielo.
El dió unos pasos más. Ella retrocedió la misma distancia.
—Hijo de puta —dijo—. Pederasta. Cabrón. Cabeza de mierda... —continuó sin parar, sin quitarle en ningún momento los ojos de encima.
Mientras le insultaba, se mantenía bajo control. Y él no dejaba de avanzar. Por supuesto, ella retrocedía a su ritmo. Con cautela.
—Llámame lo que quieras.
—Te diré a quién voy a llamar. Voy a llamar al sheriff Chisholm y haré que te encierren. Haré que venga la policía. Te enviaré a la cárcel. Chiflado. Loco. Enfermo de mierda.
No dejaba de marchar hacia atrás, sin permitir que se acercara a más de tres metros. Ya había recuperado el aliento. La vio girar la cabeza, calculando la distancia de la valla de alambre de espinos que había a su espalda y que marcaba el fin de sus tierras. Más allá, el terreno bajaba en una pendiente pronunciada e iba a parar a una zona de árboles y maleza, y luego a unos marjales y una corriente de aguas rápidas. En una ocasión los dos habían perseguido al pato ruso hasta allí, que se había refugiado entre las raíces de los sauces y les había llevado todo el día capturarlo. Entonces los pies se le habían hundido quince centímetros a cada paso...
No puedo, se dijo a sí mismo. Ella ahora retrocedía rápidamente; se estaba preparando para saltar la valla. Como un animal. Mirando primero. Cerciorándose. Un salto y al otro lado. Entonces huiría a la velocidad de la luz.
Pero todavía marchaba paso a paso. No se hallaba lo suficientemente cerca de la valla como para darle la espalda.
Él aceleró el ritmo.
—Ah —dijo ella, excitada.
Y dio media vuelta y atravesó la valla de un salto. Su cuerpo giró y se encontró al otro lado, aún girando, recuperando el equilibrio. Cayó de rodillas, salpicando barro y mierda de vaca. Se levantó de inmediato y corrió. Me muestra sus talones, pensó él, dirigiéndose a la valla y agachándose para arrastrarse entre los alambres.
Le llevó mucho, mucho tiempo atravesarla. Y, una vez al otro lado, apenas pudo erguirse.
Allí, a menos de tres metros, ella le observaba. ¿Por qué? ¿Por qué no salía corriendo...?
De nuevo avanzó, apuntándole con el largo tenedor. Ella reanudó la lenta retirada.
¿Por qué?, volvió a preguntarse mientras resbalaba un poco en la húmeda pendiente. Y entonces lo comprendió. Las niñas y los Silva se hallaban en el terreno que había detrás de la casa de los Silva, observando. Cuatro personas. Y ahora una quinta, una persona mayor, se les unió. Lo entendió. Ella quiere que lo vean. Dios, pensó, está haciendo que me vean. No saldrá corriendo, no huirá; quiere que yo siga y siga adelante. Es la prueba que necesita. Aquí. Aquí estoy. En campo abierto, persiguiéndola con este tenedor. Comprendiéndolo, lo agitó en dirección a ella.
—Maldita seas —le gritó. Ella exhibió su sonrisa fugaz, reflexiva—. Te mataré.
Ella retrocedió, un paso tras otro.
Dio media vuelta y emprendió el regreso hacia la casa. Ella se quedó donde estaba, sin alejarse más y sin seguirlo. Por fin llegó de nuevo a la valla. Se arrastró entre los alambres y entró otra vez en sus tierras. Estábamos en la propiedad de los Brackett. Ella todavía lo está. De pie en el campo de Bob Brackett, en su marjal de cuarenta acres sobre el que una vez tuvimos una opción de compra y dejamos pasar.
Cuando llegó al patio miró hacia atrás. Tres hombres, que habían salido de una de las casas que había camino arriba, marchaban decididos hacia él a través del campo de los Brackett. Fay caminaba rezagada detrás de ellos.
Abrió la puerta de atrás y se metió en la casa. Cerró la puerta a su espalda y tiró el tenedor de la barbacoa. Y los animales muertos, comprendió, son una prueba. Todos esos cuerpos muertos ahí afuera. Y todos oyeron mi amenaza. El doctor. Anteil. Las niñas me vieron pegarle aquel día. Demonios, lo saben todos.
En el suelo, al lado del sofá, encontró el revólver. Lo levantó y se quedó de pie con él en la mano, meditando. Luego se sentó. Los hombres se habían detenido junto a la valla; podían verle a través de los ventanales, sentado en el sofá con el arma.
Con ellos vio al sheriff Chisholm, que les decía que dieran media vuelta. El sheriff pasó por el costado de la casa y desapareció de la vista. Me cogerá en menos tiempo del que tarda una oveja en mover el rabo dos veces, pensó. Conoce su trabajo. Malditos granjeros palurdos.
Poniendo el cañón del revólver en su boca, apretó el gatillo.
Se encendió una luz. En vez de sonido. Por primera vez, lo vio. Lo vio todo. Vio cómo ella le había manipulado. Le había conducido a esto.
Lo veo, dijo.
Sí, lo veo.
Al morir, lo comprendió todo.


Diecisiete

Eso de quemarme las cosas fue algo muy sucio. Y no era la primera vez. Me hicieron exactamente lo mismo durante la Segunda Guerra Mundial e incluso antes. Es un patrón. Probablemente tendría que haberlo esperado. En cualquier caso, pude salvar mi colección geológica. Por supuesto, ninguna de las piezas que la formaban había sido consumida.
El día que Charley Hume se suicidó yo me había sentido inusualmente deprimido desde que me levanté. Por supuesto, en ese momento no sabía cuál era la razón de mi depresión. De hecho, la señora Hambro comentó mi estado de ánimo poco habitual. Pasé el día fuera, trabajando en los jardines terraplenados de los Hambro, una de las tareas que había asumido como forma de pagarles por su hospitalidad. Además, realizaba un trabajo similar para los otros miembros del grupo, incluyendo el cuidado de varios animales, como vacas, cabras, ovejas y pollos. Mi experiencia con los animales de Charley indicaba que tenía un talento natural para ello, e incluso pensaba en hacer un curso de cuidado de animales en Santa Rosa.
Mientras tanto mantenía mi vida espiritual a través del contacto con el grupo. Y la señora Hambro me había presentado a otros individuos sensibles del Área de la Bahía.
Mi depresión se hizo tan intensa a las cuatro de la tarde que dejé de trabajar y me senté en los escalones del porche delantero a leer el periódico. Poco después llegó la señora Hambro en su coche, aparcó y bajó muy excitada del vehículo. Me preguntó si había oído la noticia de que había sucedido algo terrible en casa de mi hermana. Le dije que no. Ella no sabía qué era —la había recibido de forma indirecta—, aunque tenía la idea de que o Charley había matado a Fay o había muerto de un segundo ataque al corazón, o algo parecido. El sheriff Chisholm estaba allí, y cierto número de coches que no eran de la ciudad, y también hombres que parecían ser funcionarios del Condado. En cualquier caso, se los había visto con trajes y corbatas oscuros delante de la casa.
Se me ocurrió que quizá debía ir, ya que Fay era mi hermana. Pero no lo hice. Después de todo, me había echado. Así que me quedé en casa de los Hambro el resto del día, y aquella noche cené con ellos.
A las ocho y media, Dorothy Bentely, que vivía un poco más abajo de Charley y Fay, nos comunicó las noticias. Era terrible. Apenas podía creérmelo. La señora Hambro consideró que debía ir, o, por lo menos, llamar por teléfono. Lo discutimos, y luego convocó una reunión especial del grupo para considerar toda la situación y ver qué significado tenía en el programa cósmico que se estaba desarrollando.
El grupo, después de discutirlo, llegó a la conclusión de que la muerte era un síntoma de la anarquía y disolución presentes en las últimas agonías de la Tierra antes de ser sustituida. Pero aún no habíamos decidido si yo tenía que ir allí. Pusimos a Marion Lane en trance —la señora Hambro fue quien la hipnotizó— y dijo que, probablemente, debía tratar de entrar en contacto con Nathan Anteil y averiguar si Fay quería verme. Debido a los datos que yo le había pasado al grupo acerca de Fay y Nat, éste había tomado un interés activo en su situación, viéndola como una manifestación en un plano terrestre de ciertas fuerzas supernaturales. Ninguno de nosotros tenía una idea muy clara sobre la naturaleza o el plan de estas fuerzas; no esperábamos que el objetivo se revelara hasta el momento final. Es decir, hacia últimos de abril de 1959. Mientras tanto, nos habíamos mantenido en contacto, como hacíamos con todo lo demás que estaba sucediendo.
Utilizando el teléfono que había en la biblioteca de la señora Hambro, llamé a Nat Anteil. Habíamos descubierto que siempre que empleábamos aquel teléfono —en contraste con la extensión que había en la cocina o el salón—, obteníamos mejores resultados. Era el teléfono con más suerte de la casa, y en una situación tan grave como ésta, quería que todo lo posible del universo fuera favorable.
Sin embargo, no hubo contestación a mi llamada. No cabía duda de que Nathan se hallaba en casa de los Hume.
Al día siguiente marqué el número de Fay varias veces, y por fin logré una respuesta. Sólo me dijo que estaba demasiado ocupada para hablar y que volvería a llamarme. Después colgó, pero no llamó. El siguiente contacto fue una nota impresa, que me envió por correo, en el que se fijaba el día y horario de los oficios religiosos.
No asistí, porque me parece, como dice Pitágoras, que el cuerpo es la tumba del alma y que por el hecho de nacer una persona ya ha empezado a morir. El atributo físico de Charley que estaría expuesto en el mausoleo carecía de importancia para alguien como yo, que está preocupado no con este mundo, sino con lo real, es decir, lo eterno. Charley Hume, o su esencia, el alma, la chispa, no se había extinguido; existía como siempre había existido, aunque ahora ya no podíamos verlo. Tal como lo dijera la señora Hambro, el hombre corruptible debía ponerse la inmortalidad, y yo pensaba que ésa era una buena manera de expresarlo. Así que yo no sentía que Charley nos hubiera dejado; aún seguía flotando en el cielo cerca de Drake's Landing. Y no pasarían muchos días más antes de que el resto de nosotros se uniera a él... un hecho que desconocía cuando se quitó su propia vida.
Durante aquella época, el tema de especulación por toda la zona de Point Reyes y la Bahía de Tómales era si Nat y Fay seguirían juntos o si la muerte de Charley haría que rompieran por el remordimiento. Al principio parecía haber dudas. Vecinos suyos, en especial la señora Bentely, informaron que Nat no pasaba mucho tiempo en casa de los Hume. Las niñas, temporalmente, habían dejado de ir a la escuela, así que no se les podía preguntar qué pasaba. Pero, luego se volvió a ver su coche yendo y viniendo de nuevo, y el consenso general fue que habían reanudado sus relaciones.
El artículo publicado en la Bay wood Press apenas mencionaba que Charley Hume, de Drake's Landing, se había «quitado la vida» debido al abatimiento producido por su mala salud. Mencionaba que había tenido un ataque al corazón y acababa de ser dado de alta en el hospital. No decía nada de Nat, sólo que le «sobrevivían su mujer, Fay, y sus dos hijas, Bonnie y Elsie.» El titular decía:
C. B. HUME SE SUICIDA
El grupo creyó que se podría haber dado una descripción mucho más completa, y yo preparé una presentación exhaustiva, describiendo en detalle la relación de Fay con Nathan e informando al público en general de que la verdadera causa de la muerte de Charley no había sido el abatimiento producido por su precaria salud, sino descubrir que durante el período de convalecencia en el hospital su mujer le había engañado con otro hombre. Sin embargo, la Baywood Press declinó publicarlo; de hecho, ni siquiera comunicaron haberlo recibido... aunque para ser justos con ellos, he de reconocer que tuvimos cuidado de no dar nuestros nombres o direcciones en caso de que se tomara una acción legal por el uso del correo, etc.
No obstante, no importaba si la Baywood Press prefería no publicarlo, ya que todo el mundo en la zona conocía la verdadera historia. Fue el tema principal de discusión en la oficina de correos y en la tienda de alimentación durante semanas. Y, ciertamente, en una democracia eso está bien. El público debe conocer los hechos. De lo contrario, no puede juzgar.
En referencia al elemento de juicio, observamos que la opinión media en la zona estaba muy en contra de Fay y Nat, y bastante a menudo oímos palabras de censura... aunque, por supuesto, no se les dijo nada directamente a la cara, y, decididamente, no en presencia de las niñas. Los Bluebird continuaron visitando la casa de Fay. Fay siguió dirigiendo el grupo de baile, y ninguna de las mujeres renunció o sacó a sus hijas. La única acción abierta tomada en contra de Fay y Nat fue que algunos residentes dejaron de saludarlos en la calle cuando los veían pasar en coche, y dos o tres madres que yo conozco dejaron de autorizar que sus hijas fueran recogidas por Fay para ir a jugar por las tardes a casa de los Hume. Pero, por supuesto, esto había comenzado antes de la muerte de Charley; tuvo lugar tan pronto como el grupo promulgó la presentación dramatizada original que yo les suministré. La señora Hambro la hizo mimeografiar y se la envió por correo a una lista de residentes que había obtenido del Partido Republicano en el Condado de Marin, de modo que personas que vivían tan lejos como Novato recibieron la información.
No creo que Fay o Nat fueran muy conscientes de esta desaprobación pública, ya que tenían muchos problemas personales que solventar. Como un hecho, sé que estaban preocupados porque las niñas oyeran algo desagradable, pero cuando eso no sucedió, su aprensión disminuyó. Aparte de aquello, parecían más interesados en cómo arreglar sus propias vidas, y no les culpé por estar concentrados en ello; no cabía duda de que tenían abrumadores problemas morales y prácticos que resolver.
Más o menos una semana después recibí una carta de un abogado de San Rafael llamado Walter W. Sipe, en la que me informaba que se me requería a las diez de la mañana del 6 de abril en su despacho de la Calle B. Tenía que ver con el testamento de C. B. Hume.
La señora Hambro expuso su firme convicción de que debía asistir. No sólo me urgió a hacerlo, sino que prometió que me llevaría en coche. Así que la mañana estipulada, habiéndome puesto una chaqueta, pantalones y corbata del señor Hambro, Claudia me dejó en la puerta del edificio del despacho del abogado.
En la oficina encontré a Fay y a las niñas y a algunos adultos que nunca antes había visto. Luego descubrí que unos habían trabajado para Charley en su planta de Petaluma y otros eran parientes que habían venido desde Chicago.
Nat, por supuesto, no se hallaba presente.
Trajeron unas sillas, nos sentamos y el abogado nos leyó el testamento de Charley. Apenas entendí algo de lo que decía. Siendo como es el lenguaje legal, todavía no estoy seguro de algunos detalles. En cualquier caso, el núcleo de la disposición de sus bienes es el siguiente. En su mayor parte, se preocupaba por sus dos hijas, lo cual es comprensible. Como durante años había desconfiado bastante de Fay —algo que yo ya había descubierto—, había iniciado un proceso de retirada de capital de su planta, colocándolo en acciones y valores a nombre de ellas. Todo lo hizo antes de su muerte. La fábrica, entonces, no valía ni la mitad de lo que se habría pensado; de hecho, estaba casi toda descapitalizada.
Según la ley de Propiedades de California, la mitad de los bienes adquiridos durante el matrimonio pertenecía a Fay. Charley, en su testamento, no podía disponer de ellos. Pero las acciones y valores ya no eran de él o de Fay, pertenecían a las niñas. De modo que había trasladado la mayoría de los bienes fuera de las manos de los dos, pasándolo a sus hijas. Además, había dejado instrucciones de que el grueso de sus bienes se colocara en un fondo para ser administrado por el señor Sipe en beneficio de las niñas, y que al cumplir veintiún años pasara directamente a ellas.
Así que las niñas no sólo eran propietarias de las acciones y valores, sino que tenían una parte de la fábrica de Petaluma. Las acciones, aunque les pertenecían a ellas, estarían manejadas por el hermano de Charley, que había volado desde Chicago. De acuerdo con las necesidades que tuvieran, él se encargaría de suministrarles fondos. Se debía permitir que las niñas vivieran con su madre, y al respecto Charley tenía mucho que decir.
Lo único que le había dejado a Fay era el Buick... es decir, su mitad, ya que la otra le pertenecía a ella. Mi hermana, por supuesto, según la ley de California, ya era propietaria de la otra mitad de la casa, y de la mitad de la propiedad personal que hubiera en ella. Charley no podía disponer de ello. Pero esto es lo que hizo con su mitad: me había dejado su parte de la casa a mí.

A mí, de toda la gente que había en el mundo. Así que Fay era dueña de una mitad y yo de la otra.
En lo referente a la propiedad personal que era de él, se la había dejado directamente a las niñas.
Me había dejado a mí tanto como a Fay, a menos que incluyáis el Buick, que no valía gran cosa.
En el testamento había una cláusula respecto a la tenencia de la casa. Ni Fay ni yo podíamos excluir a la fuerza al otro de las premisas. No obstante, sí podíamos llegar a un acuerdo sobre su venta o su uso. Por ejemplo, podíamos vender nuestra mitad al otro. O alquilársela por una suma que establecería como razonable el Bank of America de Point Reyes. También había establecido diversas sumas de dinero de su cuenta conjunta, una mitad de la cual le pertenecía para disponer como deseara. Me había dejado casi mil dólares para recibir ayuda psiquiátrica, si elegía aceptarla, y, si no, debía ser entregada a las niñas. Y había dejado dinero para los gastos del entierro.
Al haberse suicidado, se anulaban las pólizas de seguro, así que Fay no recibió nada de ellas.
En resumen, le había dejado todo a las niñas y nada a Fay. Y la propiedad de ella, bajo la ley de California, consistía en su mitad de la casa —sobre la cual había que pagar una alta hipoteca— y de la planta, que no ascendía a nada de lo que ella había esperado, ya que de ésta se había ido sacando capital a lo largo de los años. Por supuesto, podía contratar a un abogado, ir ajuicio y reclamar que gran parte de las acciones y valores en realidad le pertenecían a ella, ya que habían sido comprados tanto con su dinero como con el de Charley. Y podía recusar el testamento de muchas otras formas, por ejemplo, que le había dejado el Buick cuando no tenía derecho a hacerlo, pues ella lo había comprado antes de casarse. Tengo entendido que un testamento con esas cláusulas puede ser anulado. Pero Charley había establecido una que preveía la posible recusación de ella. Si la empleaba, el administrador de la parte de las niñas —esto es, su hermano Sam— debía ejercer acción legal contra Fay acusándola de ser una madre incompetente, y separar a las niñas de su cuidado, quedando su familia como custodios. Es muy posible que esa cláusula fuera invalidada, ya que era punitiva. Pero sólo por investigarla corría el riesgo de que entrara en vigor, ya que Sam se declaró dispuesto a seguir con los requisitos que establecía. Charley se había extendido en describir en el testamento —aunque vagamente— la relación que tenía con Nat, y también me mencionaba a mí como testigo específico de ello. No cabía duda de que la casa y los fondos que me dejara eran un incentivo para que yo cooperara en todo a favor de la cláusula de «madre incompetente» si Fay recusaba el testamento; por lo menos, así lo vi yo.
No lo hizo, aunque durante un tiempo ella y Nat lo discutieron. Sé que lo hicieron porque me encontraba presente. ¿Cómo no iba a ser así? Casi en el acto, tan pronto como conseguí transporte, me mudé de nuevo a la casa con Fay y las niñas, y, por supuesto, con Nat Anteil, ya que él estaba viviendo allí. Y esta vez no podían echarme, pues era tanto mía como de ella. Y no era para nada de Nat Anteil; no tenía ningún derecho legal a estar allí, y yo sí.
Así que cuando Claudia Hambro me llevó de vuelta en su furgoneta, junto con mis pertenencias, me estaba llevando de regreso a mi casa.
Cuando aparecí ante la puerta delantera, Fay y Nat se quedaron asombrados al verme. Sin decir una palabra —así de afectados estaban—, miraron mientras yo descargaba mis cosas de la furgoneta y me despedía de Claudia. Con voz lo suficientemente alta para que me oyeran, insistí en que Claudia y su marido, y el resto del grupo, vinieran a verme, que usaran la casa como lugar de reunión o para visitarme. Luego, agitando la mano en mi dirección, se marchó.
—¿Quieres decir que te vas a instalar así? —preguntó Fay—. ¿Sin discutir primero todo el asunto?
—¿Qué hay que discutir? —contesté, sintiéndome de maravilla—. Tengo el mismo derecho legal que tú para estar aquí.
Y en esta ocasión no había razón para que ocupara el trastero, como un sirviente. Ni tenía por qué realizar las tareas desagradables por ellos, como sacar la basura o fregar el suelo.
Me sentía en la cima del mundo.
Los dos se quedaron en el salón mientras yo empecé a preparar el estudio. Ésa era la habitación que había elegido como dormitorio. No hicieron movimiento de interferir, pero les oí hablar en voz baja y malhumorada.
Mientras colgaba la ropa en el armario del estudio, se me acercó Nat.
—Ven al salón y lo discutiremos —dijo.
Divertido, aunque deseando acabar de poner en orden mis cosas, le seguí. Fue agradable sentarme en el sofá y no verme obligado a retirarme a la parte de atrás mientras otros hacían lo que les daba la gana.
—¿Cómo demonios piensas pagar tu parte de la casa? —espetó Fay—. Son doscientos cuarenta dólares por mes, incluyendo intereses. Tú debes pagar la mitad. Ciento veinte dólares al mes. Lo cual no incluye impuestos ni seguro contra incendios. ¿Cómo podrás pagarlo? —Su voz salió aguda, llena de furia contra mí.
En realidad, yo no había pensado mucho en ello. Saberlo disminuyó algo el placer que experimentaba.
—Al adquirir la mitad de esta propiedad —dijo Nathan—, has adquirido la mitad de sus deudas. Eres responsable de los costes de mantenimiento y de las facturas, igual que Fay. ¿Sabes lo que cuesta la calefacción de esta casa? Ella no va a pagarlo todo, tenlo por seguro.
—Cincuenta dólares al mes —intervino mi hermana—. A eso ascenderá tu parte de la calefacción. Dios mío, te costará otros cien dólares al mes de facturas... llegará a trescientos al mes ser dueño de la mitad de esta casa. Como mínimo trescientos.
—Oh, vamos —dije—. No cuesta seiscientos dólares al mes mantener la casa.
Entonces, Nat sacó la gran caja de cartón en la que Fay guardaba las facturas del mes; también tenía la chequera y los cheques y facturas pasados.
—Asciende a eso —indicó—. Sabes que no tienes dinero. Tu parte va a caducar. ¿Cómo no iba a hacerlo? No puedes vivir aquí. Es imposible.
Lo único en lo que pude pensar fue en sonreírles, para dejar clara mi falta de ansiedad.
—Gilipollas —dijo Fay, y su voz siguió subiendo en tono acusador. Entonces le dijo a Nat—: Esto pasa por pagarle para que fuera a los tribunales a contar un montón de mentiras sobre nosotros... Santo Dios, Charley debía de estar fuera de sus cabales; al final debía de haberse vuelto paranoico, allí en el hospital, para creer toda esta mierda.
—Tranquilízate —la calmó Nat. Parecía el más racional—. Será mejor que vendas tu parte ahora mismo —me aconsejó—. Antes de que se te acumulen las deudas. —Hizo unos números en un trozo de papel—. Tu parte asciende a unos siete mil dólares. Y tendrás que pagar impuesto de herencia sobre ella... ¿lo sabías?
—¿Quieres decir que vosotros compraréis mi parte? —pregunté.
—Sí —contestó Fay—. De lo contrario, el banco se quedará con tu parte y no sacarás ni un centavo de todo esto. —Dirigiéndose a Nat, añadió—: Y entonces estaremos viviendo con el Bank of America.
—No tengo ganas de vender —repuse.
—No te queda elección —afirmó Nat.
—Ahora mismo hay que hacerle un pago al banco —dijo Fay—. Uno de ellos. Son ciento cincuenta y cinco dólares. ¿Tienes la mitad? Tienes que tenerla. Es tu parte. Ni te imagines que la voy a pagar yo... —Me agasajó con un nombre inimaginablemente vil. Hasta Nat pareció avergonzado.
Discutimos durante casi una hora sin llegar a ningún acuerdo. Entonces Fay se fue a la cocina a prepararse una copa. Mientras tanto, las niñas habían llegado de casa de alguna amiga. Las dos dieron la impresión de alegrarse al verme, y me puse a jugar con ellas al avión. Fay y Nat observaron con rostros lúgubres.
En cierto momento oí que Fay decía:
—...está jugando con mis hijas, ¿y qué puedo hacer yo al respecto? Nada.
Tiró el cigarrillo a la chimenea, falló y aterrizó en el suelo. Nat fue a recogerlo. Ella se puso a andar de un lado a otro del salón mientras Nat se quedaba sentado, mirando con ojos sombríos el suelo, cruzando y descruzando de vez en cuando las piernas.
Cuando me cansé de jugar con las niñas, las envié a sus habitaciones a ver la televisión, y luego me uní a Nat y a Fay en el salón. Me senté en la mullida mecedora que había sido la favorita de Charley. Acomodé las manos detrás de la cabeza, me eché hacia atrás y me puse cómodo.
Después de un rato de silencio, Fay habló de repente.
—Bueno, te diré una cosa: no voy a vivir en esta casa con este gilipollas dando vueltas por aquí. Y no permitiré que juegue con mis hijas. —Nat no comentó nada. Yo fingí no oírla—. Preferiría perder mi parte de la casa. La venderé o la regalaré.
—Puedes venderla —indicó Nat—. No te resultaría muy difícil.
—¿Y qué pasa ahora? —preguntó—. Ahora mismo. Esta noche. ¿Cómo voy a dormir aquí? —Mirando a Nat, dijo—: Dios, no podemos movernos; ni siquiera podemos comer o darnos un baño... nada.
—Vamos —dijo Nat, poniéndose en pie y haciéndole un gesto.
Salieron juntos al patio y se quedaron allí, lejos de la casa, para que yo no pudiera escucharlos.
El resultado de la conversación fue que decidieron abandonar la casa y mudarse a la más pequeña que alquilaba Nat, en la que él y Gwen habían vivido juntos. En lo que a mi concernía, era perfecto. Pero, ¿y las niñas? Esa casa era demasiado pequeña para cuatro personas, incluso para dos adultos y dos niñas. Al menos es lo que yo había oído. Sólo disponía de un dormitorio y un pequeña trastero en el que Nat se quedaba hasta altas horas de la madrugada haciendo trabajos para la facultad. Y, por supuesto, un salón, un baño y una cocina.
Aquella noche, a eso de las nueve, se llevaron a las niñas. Si se quedaron en casa de Nat o en un motel, no lo sé. En cualquier caso me preparé para acostarme solo en la casa vacía.
Experimenté una sensación extraña aquella noche mientras me quitaba la ropa, me ponía el pijama y me preparaba para acostarme en la cama de invitados que había en el estudio. Después de todo, había sido el estudio de Charley, un lugar donde había pasado mucho tiempo. Ahora estaba muerto y su mujer se había ido, llevándose a las niñas y dejándome a mí solo en la casa. Todos se habían ido. Todos habían abandonado esta casa que tanto esfuerzo les costó construir. ¿Y quién era yo? Durante un tiempo, mientras yacía en la cama, me sentí confundido. En realidad yo no era uno de los dueños de la casa... por lo menos, no en un sentido real. Quizá fuera propietario legal de una parte de ella, pero, ciertamente, jamás la consideré algo mío. Era como si alguien me señalara un cine o una gasolinera y me dijera que una parte me pertenecía. En algunos aspectos era como cuando de niño me dijeron que como ciudadano americano algún día sería «propietario» de una parte de cada puente, dique o calle públicos...
Durante un corto espacio de tiempo había vivido a gusto en ella. Pero no por la casa en sí misma, sino por las buenas comidas y el calor. Ahora, si quería calor, tendría que pagar la mitad de la factura. Y tendría que comprar mi propia comida, tal como tuve que hacer cuando vivía en un cuarto alquilado en Sevilla. Nadie me prepararía un chuletón en la barbacoa y me lo daría gratis.
Y los animales estaban muertos. Excepto las gallinas. Ahora, por la noche, habían entrado en su corral a dormir. No había patos. Ni caballo. Ni ovejas. Ni siquiera el perro. Se habían llevado sus cuerpos para hacer fertilizante.
La casa y la tierra que la rodeaba se encontraban en absoluto silencio, salvo por el esporádico ruido de las codornices entre los cipreses. Oí cómo se llamaban mutuamente, un sonido que imitan los adolescentes de Oklahoma: ah-ha-whoo-whoo. Una especie de grito de Okie.
Y entonces, tumbado en la casa oscura y vacía, oyendo la nevera en la cocina activarse de vez en cuando, y los termostatos de pared abrirse y cerrarse, sentí algo. Fay, las niñas y los animales se habían ido, pero alguien, aparte de mí, seguía allí. Charley todavía estaba en la casa, viviendo en ella como siempre había hecho desde que la construyera. La nevera que oía le pertenecía. Él había supervisado la instalación de los radiadores. Los diferentes sonidos eran producidos por objetos que le pertenecían, y Charley nunca los había abandonado. Lo sabía. No se trataba de una mera idea. Era una conciencia de Charley, tal como antes, durante su estancia en el mundo físico, había sido consciente de él. Por la vista, el olfato, el sonido, el tacto.
Durante toda la noche estuve tumbado, siendo consciente de su presencia en la casa. Nunca la dejó, ni siquiera por un momento. Su presencia era constante; jamás se atenuó.


Dieciocho

A las siete de la mañana del día siguiente me despertó el teléfono. Era Fay, que me llamaba desde donde estuvieran.
—Te compraremos tu parte de la casa —anunció—. Esto es lo que puedo darte: Mil dólares en efectivo y el resto en pagos mensuales de treinta y ocho dólares. Nos pasamos la mitad de la noche discutiéndolo.
—Lo que sucede es que quiero quedarme aquí —dije.
—No puedes. ¿Se te ha ocurrido pensar que todo lo que hay en la casa le pertenece a las niñas o a mí? Y que si lo deseamos podemos impedirte que uses la nevera o la pila... ni siquiera puedes usar las toallas del baño o comer en los platos que hay en la cocina. Santo Dios, ni siquiera puedes sentarte en una silla... esa cama en la que estás durmiendo no viene con la casa: forma parte de la propiedad personal, y Charley sólo te dejó la mitad de la casa. Las sábanas de la cama. ¡Los ceniceros! —No paró de enumerar las cosas, acalorándose progresivamente—. ¿Y cómo vas a comer? Apuesto a que crees que entrarás en la cocina y abrirás unas latas y paquetes de comida. ¿Piensas que la comida es tuya? No lo es. Y si comes, aunque sólo sea un bocado, te demandaré. ¡Te llevaré ajuicio!
No me había dado cuenta de ello. Lo que decía era verdad.
—Tienes razón —comenté—. Tendré que traer mis propios muebles.
—Creo que mandaré a los transportistas de Fairfax a que saquen todo lo que hay en la casa.
—De acuerdo —contesté, perplejo y con dificultad para pensar.
—Idiota. Todo lo que tienes en este mundo es la estructura vacía de esa casa... la mitad de su estructura. Y nosotros sí que podemos pagar nuestra parte de los recibos con lo que ganamos de la fábrica. —Y colgó.
Me vestí y me peiné. Luego fui a la cocina y me quedé allí de pie, preguntándome si debería prepararme el desayuno o no. Supón que mientras comía aparecía Fay con el sheriff o alguien. En cierto sentido, ¿no estaría robando comida?
Incapaz de decidirme, finalmente abandoné la idea de hacerme el desayuno. A cambio salí y me dirigí al corral de las gallinas para alimentarlas.
Qué vacío se veía el corral de los patos. Aún estaba el abrevadero que Charley les había construido, la pila de porcelana que les había puesto, y el sistema de drenaje en el que había estado trabajando. Incluso se veía un huevo de pato, enterrado a medias entre las hierbas con las que los patos habían hecho un nido. Y, en el cubo de basura, media saca de comida para patos. Casi veinticinco kilos.
Vagué por allí y fui hasta el establo que Charley había construido para el caballo. Ahí estaba la silla de montar colgada de la pared y el resto del equipo. Material por más de trescientos dólares.
Volví a la casa, me senté en el suelo, cerca del hogar, y me puse a pensar. Pasé la mayor parte de la mañana sumido en profunda meditación, y por fin llegué a la conclusión de que lo que tenía que hacer era encontrar un modo de ganar el suficiente dinero para cubrir mis pagos mensuales de la casa, incluyendo los impuestos y el seguro. También necesitaba el dinero suficiente para comprar comida, pues era evidente que Fay y Nat no me darían nada de la suya. Se me había pasado por la cabeza la idea de que podríamos retornar a algo parecido al viejo sistema, yo cuidando a las niñas —aunque no el trabajo sucio, como la limpieza— y ellos proporcionándome una cantidad justa de suministros. No obstante, eso ya quedaba descartado.
Después de hacer unos cálculos, llegué a la conclusión de que debería ganar casi quinientos dólares al mes para cubrir mis gastos de la casa, y no incluía las inesperadas facturas médicas o de mantenimiento. En cualquier caso, podría cubrir los recibos, comer, comprar ropa, etc., y adquirir algunos muebles de segunda mano.
Salí al camino e hice autostop hasta Point Reyes. Allí empecé a buscar trabajo.
El primer sitio en el que probé fue el garaje de la esquina. Les conté que no era mecánico, pero que tenía cierta disposición científica y era bueno para analizar y diagnosticar. Me dijeron que no disponían de ninguna vacante, así que crucé la calle y me dirigí al mercado. Allí tampoco había nada, ni siquiera un trabajo para abrir cajas y colocar la mercancía en los estantes. Luego probé en el gran almacén general. Dijeron que tal vez necesitarían a alguien que supiera conducir. Después fui a la oficina de correos, pero allí me explicaron que se requería un examen del servicio civil federal. Probé en los otros garajes y gasolineras, la farmacia, la cafetería —al menos tendría que haber habido un trabajo disponible como lavaplatos— y la tienda de ropa, hasta en la pequeña biblioteca pública. No había trabajo en ninguna parte. Probé en la tienda de ultramarinos, en el gran muelle de alquiler de máquinas de construcción, y por último en el banco.
El hombre del banco fue muy amable. Me reconoció como el hermano de Fay y nos sentamos a su mesa y hablamos durante largo rato. Le expliqué mi situación, por qué quería trabajar y cuánto tenía que ganar. El hombre me dijo que era casi imposible encontrar trabajo en cualquiera de las tiendas de la zona debido al pequeño volumen de negocios que realizaban. Mi mejor apuesta, me informó, era los ranchos lecheros del Point, o en Olema, en la fábrica de tejidos, o en el trabajo de pavimentación que se estaba llevando a cabo en la carretera de Petaluma, o en la estación RCA, sita en el camino del faro. Si sabía conducir, dijo, era probable que consiguiera un puesto como conductor del autobús escolar, pero, obviamente, eso quedaba descartado. En el verano podía recoger la cosecha, pero estábamos en abril.
De las diversas alternativas, me pareció que un trabajo en una de las granjas lecheras sería la mejor, pues me encantan los animales. Le di las gracias al hombre, regresé haciendo autostop al lado de la bahía de Inverness, y después, gracias a que me recogieron varias veces, logré llegar a algunos de los ranchos. Me llevó todo el día. El único trabajo disponible era el de ordeñador, lo cual me recordó lo que originalmente había dicho Charley, que el ordeño sería mi mejor posibilidad aquí en el campo.
Sin embargo, aunque ordeñar sonaba a trabajo interesante, sólo pagaban un dólar treinta la hora, y no sería suficiente para cubrir mis gastos. Además, tendría que vivir en los ranchos, y eso estropearía mi objetivo. Así que el ordeño quedaba descartado. Al anochecer, sintiéndome desanimado y cansado, empecé a hacer autostop para volver a la ciudad. Afortunadamente la gente de uno de los ranchos fue lo bastante amable como para darme un buen almuerzo, de lo contrario, no habría comido nada en todo el día. Llegué a casa a las nueve y media de la noche, completamente deprimido y extenuado, sin ningún proyecto de trabajo.
Encendí la luz del salón, y como la casa estaba tan fría, encendí un fuego en la chimenea, aunque era consciente de que la madera pertenecía a Fay y a las niñas, no a mí. Ni siquiera los periódicos viejos con los que solíamos iniciar el fuego eran míos, ni los cartones de leche que no tirábamos a la basura. Sólo eran mías las cosas que había traído al estudio desde casa de los Hambro.
Pensando en ello, me pregunté si algún miembro del grupo podría ayudarme a encontrar un trabajo que me proporcionara quinientos dólares al mes. Por lo tanto, me arriesgué y llamé por teléfono a la señora Hambro. Aunque se mostró receptiva, le pareció que no existía ninguna posibilidad de que encontrara un trabajo en el que pagaran esa cantidad. Dijo que en una zona rural los sueldos, por lo general, eran más bajos que en la ciudad, y que hasta para San Francisco quinientos dólares al mes era un salario bastante alto.
A las diez, mientras permanecía sentado delante del fuego, sonó el teléfono. Contesté. Era Fay de nuevo, que me llamaba desde donde estuvieran viviendo.
—Fui durante el día —dijo—. ¿Dónde estabas?
—Fuera.
—¿Vas a buscar ayuda psiquiátrica? —preguntó.
—No lo he pensado.
—Tal vez si fueras a ver al doctor Andrews comprenderías mejor tu situación. ¿Por qué no vendes tu parte de la casa? Hoy hablé con él y dice que te identificas con Charley y que te estás vengando de nosotros por su muerte. Nos consideras responsables de su suicidio. ¿Es ésa la razón por la que no quieres vender? Santo Dios, piensa en las niñas. Han vivido en esa casa desde que se construyó... En realidad, la hicimos para ellas, no para nosotros. Y realmente es lo único que me dejó ese hijo de puta, excepto esa fábrica que no vale nada y que apenas cubre sus propios gastos. He de tener la casa... la mitad es mía, y puedes apostar el culo a que jamás me desprenderé de mi mitad. Además, tú no podrías comprármela. ¿O sí podrías? Dios mío, ni siquiera puedes pagar tu mitad de la factura del agua del caballo.
Guardé silencio.
—Creo que iremos allí y lo discutiremos contigo —continuó Fay—. Te veremos en unos quince minutos.
Se cortó la comunicación antes de que pudiera decirle que me encontraba absolutamente agotado y a punto de irme a la cama. Había colgado. Nunca se le pasó por la cabeza preguntar si yo quería discutirlo con ella o no. Así es como siempre ha sido: jamás cambiará.
Aún más deprimido que antes, me senté a la espera de que llegaran. En cierto sentido tenía razón: el lugar adecuado para las niñas era esta casa, y como ella se negaba a vivir conmigo, las niñas no vivirían aquí a menos que yo me fuera. Fay, por supuesto, la consideraba su casa, y hasta cierto punto así era. Pero, ciertamente, no lo era en el sentido que daba a entender: que le pertenecía a ella y a nadie más. El hecho es que la casa pertenecía a Charley, y que él la había dividido entre ella y yo, con la idea obvia de que los dos viviéramos aquí. Charley dio por supuesto que como Fay y yo éramos hermanos, seríamos capaces de convivir. No tengo ni idea de lo que pensó que haría Nat Anteil. Es posible que no se diera cuenta de que su esposa le había abandonado y que su matrimonio se había acabado. Quizá supusiera que la relación entre Fay y Nat era sólo un asunto pasajero. No fue el único: ninguno de nosotros había pensado que continuaría. Si Charley hubiera vuelto y no se hubiera suicidado —y tampoco matado a Fay—, sin duda que sus citas con Anteil habrían llegado a su fin. En algunos aspectos, es una pena que Charley no lo viera. Para acabar con la situación sólo tenía que regresar a la casa... por lo menos, para impedir que se reunieran físicamente. Por supuesto, el lazo entre ellos quizá continuara, y ésa es la causa de que hiciera lo que hizo. Había querido castigarla. Yo creo que tenía razón. Ella se merecía todo lo que le pasó. Sin embargo, en última instancia, había sido más inteligente que él y, a cambio, consiguió que se suicidara. Aunque Charley hubiera redactado un testamento que la excluía de sus bienes, ella aún tenía su vida, su mitad de la casa, sus hijas y las pertenencias de la casa... hasta el coche. Y todo lo que quedaba de Charley era la presencia eterna que impregnaba la casa, la presencia que yo sentía con tanta intensidad cada vez que me encontraba allí.
De hecho, incluso ahora, mientras estaba sentado tratando de encontrar una salida a este dilema, sentía a Charley alrededor de la casa, en cada parte de ella, proporcional a la intensidad de su existencia mientras su parte física estuvo con vida. En especial en el estudio, donde había trabajado por la noche... ahí era donde más la sentía. Y la cocina, donde comía; el salón, donde se sentaba. No tanto en los dormitorios de las niñas, ni en el que ambos compartieron. Y casi nada en el cuarto de trabajo de Fay, donde ella hacía sus potes de arcilla. Su trabajo creativo.
Lo que Charley no había comprendido era que si la mataba nadie volvería a gozar jamás de un momento de felicidad. Pensad en el efecto que habría tenido sobre las niñas. Sus vidas se habrían arruinado. Él mismo no tendría nada, salvo la muerte como consecuencia de su débil corazón, a menos que también hubiera planeado suicidarse después. Nat Anteil ya había dejado a su mujer, y su breve matrimonio se había acabado, y, con Fay muerta, ¿qué podía esperar? ¿Quién habría ganado?
El nihilismo de la conducta de Charley quedaba demostrado con la matanza de los animales. Es lo que más me afectó; apenas conseguía entenderlo.
Es seguro que no había odiado a los animales tanto como a Fay; no podía haber pensado que éstos le habían traicionado... aunque, claro está, el perro había aprendido a recibir con alegría a Anteil en vez de ladrarle. Sin embargo, para seguir esa lógica, tendría que haber matado a sus propias hijas, ya que a las dos les caía bien Anteil, y, quizá, tendría que haberme matado a mí, ya que las niñas me querían mucho. Quizá lo planeara. En cualquier caso, a las ovejas no les importaba nadie en la Tierra, y los patos, hasta donde era posible llegar con sus mentes limitadas, le eran leales a él. Después de todo, fue él quien les construyó los corrales.
Después de meditarlo, llegué a la conclusión que no había tenido conciencia de que estaba matando a los animales, que sólo sabía que cuando regresara a casa después de haber permanecido en el hospital, habría cambios importantes que él mismo se encargaría de provocar, y dichos cambios afectarían a toda criatura viviente de la casa. Mató a los animales para demostrar que lo que hacía importaba. Que era capaz de hacer algo irreparable. Y, sin embargo, incluso al aceptar esa decisión, sentí entonces —y todavía siento ahora—, que las razones reales para sus actos se encuentran más allá de mi comprensión. No entiendo su tipo de mente ilógica, bárbara. No era un problema de razón científica; era instinto bruto. Quizá identificaba a los animales consigo mismo. Posiblemente ya empezaba a recorrer el sendero que le llevaría al suicidio. En alguna parte de su menté sabía que jamás mataría a Fay, que sería él quien al final recibiría el disparo, no ella. O, tal vez, ni siquiera había deseado matarla, sólo lo había fingido. Quizá todo el tiempo tuvo la idea de suicidarse, desde el instante en que compró el revólver.
En ese caso, ella no era culpable. Al menos, no tanto.
Pero siempre surge una confusión así cuando está involucrado un individuo nada científico. La ciencia se queda desconcertada por la irracionalidad del populacho. Los estados de ánimo de las masas son inescrutables: eso es un hecho.
Mientras analizaba en profundidad toda la situación, esperando a Fay y a Nat, escuché la llegada de su coche. Así que me puse en pie y me dirigí a la puerta delantera para encender las luces de fuera.
Sólo una persona salió del coche. Era Nat Anteil; mi hermana no había venido.
—¿Dónde está Fay? —pregunté.
—Alguien tenía que quedarse con las niñas —entró en la casa y cerró la puerta a su espalda.
Su explicación, aunque razonable, no me convenció. Tuve la intuición de que Fay no era capaz de obligarse a poner un pie en la casa mientras yo estuviera allí. Y eso hizo que me sintiera mucho peor.
—A veces resulta más fácil para dos hombres discutir asuntos de negocios —comentó Nat—. Sin una mujer.
—Es cierto.
Nos sentamos en el salón, uno frente al otro. Al mirarle, me pregunté cuántos años tendría. ¿Era mayor, o más joven que yo? Más o menos de la misma edad, decidí. Y mira lo que ha hecho con su vida. Un matrimonio que no había durado nada. Una relación con una mujer casada que había terminado en la muerte de un hombre inocente. Y, por lo que había oído, una posición económica bastante insegura. En lo único que me superaba, para ser sincero, era que se trataba de un hombre mucho más atractivo que yo. Tenía esa cara dulce, abierta, ovalada, y el cabello negro corto. También era alto, sin dar la impresión de ser flaco o huesudo. De hecho, a mí me parecía un jugador de tenis, con brazos y piernas muy largos, pero al mismo tiempo manteniéndose en buena condición física.
Además, respetaba su inteligencia.
—Bueno —dije—, es una situación difícil.
—Sin duda alguna.
Estuvimos un rato en silencio. Nat encendió un cigarrillo.
—Tú no quieres ser un perro enjaulado —comentó—. Es irrefutable que no puedes reunir el dinero para comprar la parte de Fay y, aunque fueras capaz, no podrías permitirte el lujo de vivir aquí; el mantenimiento de este lugar es enorme. Es una casa muy poco práctica. Personalmente, no me entusiasma la idea de que Fay se la quede. Es demasiado cara de calentar. Preferiría que la vendiera y nos mudáramos a una más pequeña, quizá una casa más antigua.
—Pero Fay tiene puesto su corazón aquí —comenté.
—Sí. Le gusta. Pero si se ve obligada a hacerlo, la venderá. Creo que a la larga se desprenderá de ella, ahora que hay que mantenerla sin la ayuda de Charley. En algunos aspectos, es más una carga que una inversión. —Se puso en pie y dio vueltas por el salón—. Es bonita. De verdad que es una casa maravillosa. Sin embargo, necesita a alguien muy desahogado económicamente para mantenerla. Es un drenaje constante. Una persona podría terminar siendo su esclava. No creo que eso me guste; por todos los infiernos, espero no llegar a esa posición.
No parecía estar habiéndome directamente a mí; sentí que en realidad pensaba en voz alta.
—¿Tú y Fay vais a casaros? —inquirí.
Asintió.
—Tan pronto como obtenga el divorcio de Gwen. Seguro que conseguiremos un divorcio en Méjico y nos volveremos a casar. Allí no exigen un período de espera.
—Pero Charley no le dejó mucho dinero... ¿no tendrás que buscarte un trabajo de horario completo para mantenerla a ella y a las niñas?
—Hay un fondo para la manutención de las niñas. Y ella obtendrá suficiente de la fábrica y de su propiedad en Florida para mantener esta casa.
—Realmente no quiero dar mi parte —dije—. Quiero vivir aquí.
—¿Por qué? —me preguntó, volviéndose para mirarme—. Dios mío, tiene tres baños y cuatro dormitorios... vivirías solo, en esta casa enorme. Fue construida para que vivieran cinco o seis personas. Sólo necesitas un cuarto alquilado. —Guardé silencio—. Aquí solo te volverías loco. Cuando Charley ingresó en el hospital, Fay casi se volvió loca, y eso que tenía a las niñas.
—Y a ti —comenté. No dijo nada—. Siento que debo quedarme aquí.
—¿Por qué?
—Porque es mi deber.
—¿Tu deber?
—Mi deber hacia él —contesté, soltándolo antes de darme cuenta de lo que había hecho.
Entendió sin dificultad a quién me refería.
—¿Quieres decir que sientes la obligación de vivir aquí porque te dejó la mitad de la casa?
—No exactamente.
No quería decirle que sabía que Charley aún estaba en la casa.
—Como no puedes hacerlo, poco importa si es o no tu deber —afirmó Nat—. Tal como yo lo veo, tu elección no radica en si vendes tu parte: radica en si la vendes y obtienes algún beneficio, o, sencillamente, la pierdes y no recibes nada. Con mil dólares en efectivo y treinta y ocho dólares al mes podrías establecerte muy bien en la ciudad. Alquilar un apartamento bonito, comprarte ropa, comer en buenos restaurantes. Salir por la noche y pasártelo bien. ¿Correcto? Y, mientras tanto, podrías utilizar el dinero que te dejó para ayuda psiquiátrica. Si recibieras ayuda psiquiátrica estarías mucho mejor, enfrentémonos a ello.
Había adoptado esa frase de «enfrentémonos a ello» de mi hermana. Es interesante observar cómo el vocabulario de una persona afecta al de otra. Todo el mundo que alguna vez ha tenido algo que ver con ella termina diciendo eso, y «en toda mi vida». Y «Santo Dios». Por no mencionar el lenguaje verdaderamente soez.
—Lo que pasa es que no quiero abandonar esta casa —repetí.
Y de pronto recordé algo que había olvidado. Y era algo que Nat desconocía. O si lo sabía, no lo aceptaba.
El mundo iba a llegar a su fin en un mes. Así que no importaba qué sucediera después. Yo sólo tenía que quedarme aquí un mes, no para siempre. Entonces ya no habría casa.

Le dije a Nat que no me podía decidir, que aún tenía que pensármelo. Regresó a su casa, y yo me quedé sentado en el salón casi toda la noche, meditando.
Por fin, a eso de las cuatro de la madrugada, tomé una decisión. Me metí en la cama del estudio y dormí, pues realmente necesitaba dormir. A la mañana siguiente me levanté a las ocho, tomé un baño y me afeité, me vestí, comí un poco de cereales Post's 40 Bran Flakes, tostadas y jamón —del que quedaba poco—, y luego emprendí la marcha por el camino en dirección a Inverness Wye. Existía la posibilidad de un trabajo que había pasado por alto y que quería intentar. En el Wye había un veterinario, no uno que sólo trabajaba con perros y gatos enfermos, como los de la ciudad, sino con ovejas, vacas, caballos y ganado más pequeño. Como ya en una ocasión había trabajado para un veterinario, me pareció que quizá ahí tuviera una oportunidad.
No obstante, después de hablar con el veterinario, descubrí que era algo familiar: el doctor, su mujer, su hijo de diez años y su padre. El chico alimentaba a los animales y barría el suelo, justamente lo que yo había pensado hacer, así que regresé a Drake's Landing.
Al menos había explorado esa posibilidad.
A eso de las doce y media llegué a casa. En el acto marqué el número de teléfono de Nat Anteil.
Contestó Fay. Era evidente que Nat estaba en el trabajo o estudiando.
—He tomado una decisión —le dije a mi hermana.
—Santo cielo.
—Te venderé mi mitad de la casa por los mil dólares de anticipo y el resto en pagos mensuales, si me dejas vivir en la casa todo el mes que viene. Y he de disponer de los muebles, la comida y todo, de modo que pueda vivir aquí de verdad.
—Es un trato —aceptó Fay—. Gilipollas, será mejor que no te comas ni uno de esos chuletones que hay en el congelador. Ninguno de los chuletones o los solomillos. Ahí hay carne por valor de cuarenta dólares.
—Muy bien —acordé—. Los chuletones no entran. Pero puedo comer cualquier otra cosa que encuentre. Y quiero el dinero de inmediato. Dentro de un día o dos, no más. Y no tendré que pagar ninguna factura este mes.
—Necesitamos algunas cosas —indicó Fay—. Todas las cosas de las niñas. Su ropa... santo Dios, mi ropa, un millón de cosas. No quiero sacarlas y tener que volver a llevarlas. ¿Por qué quieres tenerla por un mes? ¿No puedes volver a vivir con esos chiflados de los Hambro?
A pesar de que se había mostrado de acuerdo, intentaba echarme. Me di cuenta de la futilidad de tratar de establecer un pacto racional con ella.
—Dile a Nat que acepto si puedo quedarme un mes —dije—. Lo arreglaré con él. Tú no eres nada científica.
Después de algún intercambio más de palabras, se despidió y colgamos. En cualquier caso, yo lo consideré como un trato, aunque no hubiera nada escrito. La casa sería mía hasta finales de abril... o, con más precisión y realismo, hasta el veintitrés de abril.


Diecinueve

A las nueve de la mañana, Nat Anteil se reunió con su abogado en el pasillo de la tercera planta del juzgado de San Rafael. Le acompañaba su testigo, un hombre rollizo, de aspecto intelectual, que les conocía, a él y a Gwen, desde hacía varios años.
Los tres salieron del juzgado y cruzaron la calle hasta una cafetería. Se sentaron a discutir lo que el abogado deseaba y cómo lo quería. Era la primera vez en su vida que Nat y su testigo habían entrado en un juzgado.
—No hay nada por lo que ponerse nervioso —explicó el abogado—. Sube al estrado y yo le hago un montón de preguntas que usted contesta con un sí. Por ejemplo, ¿no es verdad que se casó el 10 de octubre de 1958?, y usted responde sí. Después le pregunto si no es verdad que ha sido residente del Condado de Marin por un período superior a tres meses, etc. Le pregunto si su mujer le trató de manera cruel y sin afecto, causándole una profunda humillación en público y ante amigos, y que dicho trato tuvo como resultado que sufriera privaciones mentales y físicas, lo cual le causó una incapacidad para realizar su trabajo, y que el resultado de todo esto fue que no pudo continuar con su vida y cumplir con sus obligaciones de forma satisfactoria para usted.
El abogado continuó, gesticulando con movimientos rápidos y cortos de la mano derecha. Nat notó que las manos del hombre eran inusualmente blancas y pequeñas, y que la muñeca no tenía vello. Las uñas mostraban una perfecta manicura, y pensó que casi eran las manos de una mujer. Resultaba evidente que el abogado no realizaba trabajo físico de ningún tipo.
—¿Qué hago yo? —preguntó el testigo.
—Bueno, usted subirá a declarar después del señor Anteil. Le pedirán que pronuncie el mismo juramento. Entonces yo le preguntaré si no es verdad que usted vivió en el Condado de Alameda durante tres meses y en el estado de California más de un año, y usted contestará que sí. Luego le pregunto si no es verdad que en su presencia usted vio a la demandada, la señora Anteil, comportarse hacia el señor Anteil de una manera que le produjo una profunda humillación, y que debido a ello usted le vio angustiarse psíquicamente y padecer privaciones físicas y mentales que le condujeron a consultar a un médico, y que hubo un cambio perceptible en él que a usted le llevó a comentar que no parecía... —el abogado gesticuló—, que ya no parecía encontrarse en el mismo estado de salud, y que sufría visiblemente como resultado del comportamiento de la señora Anteil hacia él. —Después se dirigió a los dos—. Verán, debemos establecer la influencia del comportamiento de la señora Anteil. No basta con declarar que ella le trató mal, por ejemplo, que dormía fuera, bebía o algo parecido, sino que usted en realidad sufrió un cambio perceptible como resultado de ello.
—Un cambio a peor —comentó el testigo.
—Sí —corroboró el abogado—. Un cambio a peor. —Y le dijo a Nat—: A usted voy a preguntarle si no es verdad que intentó salvar el matrimonio hasta donde le fue posible, pero que su mujer evidenció de forma clara y perceptible que no le interesaba su salud y felicidad, que no aparecía en su casa durante largos períodos de tiempo, que se mostraba reacia a informarle de su paradero durante esos prolongados intervalos, y que, en general, no se comportó de la forma que se espera de una esposa fiel.
Bebiendo el café, Nat pensó que iba a ser una prueba terrible; no sabía si sería capaz de cumplirla cuando llegara el momento.
—No se preocupe —comentó el abogado, tocándole el hombro—. Se trata sólo de un ritual. Suba al estrado y entone la fórmula adecuada. Entonces recibirá lo que desea... un veredicto de divorcio. No tendrá que decir otra cosa que no sea sí; sencillamente, conteste sí a las preguntas que le formule y los dos saldremos del juzgado en veinte minutos. —Miró su reloj—. Deberíamos volver. No conozco a este juez, pero les gusta empezar a las nueve y media.
El abogado era del Condado de Alameda, y Nat le había llamado porque en una ocasión los representó a él y a Gwen en una disputa sobre una propiedad que entablaron contra algunos vecinos. A los dos les caía bien. Les había ganado aquel juicio.
Regresaron al juzgado. Mientras subían los escalones, el testigo discutió algunos asuntos triviales con el abogado, cosas que tenían que ver con el factor económico que había detrás de las decisiones de los juzgados. Nat no prestó atención. Observó a un hombre mayor que estaba sentado en un banco con el bastón sobre el regazo, y a un grupo de personas que caminaban por la calle.
El día era cálido y soleado. El aire olía bien. Alrededor del edificio del juzgado unos pintores habían subido lonetas y escaleras; era evidente que el edificio estaba siendo remozado. Al entrar, los tres tuvieron que agacharse para pasar por debajo de unas cuerdas.
Cuando su abogado y testigo entraban en la sala, Nat le preguntó al primero:
—¿Tengo tiempo para ir al cuarto de baño?
—Si se da prisa —repuso el otro.
En el lavabo —un lugar notablemente limpio—, se tomó una pastilla que le había dado Fay, un tranquilizante, y regresó a toda velocidad a la sala. Se encontró con ellos cuando salían. El abogado le cogió del brazo y le condujo al pasillo con el ceño fruncido.
—Hablé con el alguacil —dijo en voz baja—. Este juez no permite que la vista sea conducida por el abogado.
—¿Qué significa eso? —preguntó Nat.
—Que yo no podré hacerles ninguna pregunta. Cuando suban al estrado, dependerán de ustedes mismos.
—¿No podrá guiarnos con sus preguntas? —preguntó el testigo.
—No, tendrán que contar sus propias historias. —El abogado los llevó de nuevo hacia la sala—. Lo más probable es que no seamos los primeros. Estudien los otros casos y traten de extraer de lo que escuchen lo que deben decir ustedes. —Mantuvo la puerta abierta; Nat pasó antes que su testigo.
Al rato se encontró sentado en un banco parecido al de una iglesia, mirando a una mujer de mediana edad situada en el estrado de los testigos que contaba cómo un tal señor George Heathers o Feathers había volcado el café sobre la señora Feathers en una barbacoa en San Anselmo, y que en vez de disculparse, la había llamado estúpida y mala madre delante de diez personas.
La testigo calló y el juez, un hombre corpulento y de pelo cano bien entrado en los sesenta años, con un traje a rayas, hizo una mueca de desagrado y dijo:
—Bien, ¿cómo afectó eso a la demandante? ¿Produjo algún cambio en ella?
—Sí —contestó la testigo—. Le quitó la felicidad. Y dijo que no podía soportar estar con un hombre que la trataba de esa manera y la hacía tan desdichada.
El caso continuó hasta el final. Después vino otro caso, muy parecido, con mujeres diferentes y un abogado distinto.
—Es un juez duro —musitó el abogado de Nathan por la comisura de los labios—. Mire, está revisando el acuerdo de bienes. Está planteando muchos problemas.
Nat apenas le oyó. El tranquilizante había empezado a surtir efecto, y miró por la ventana de la sala, en dirección al césped. Vio que los coches pasaban por la calle y los escaparates de las tiendas.
—Diga que tuvo que ir a ver a un médico —le murmuró el abogado—. Que ella le hizo enfermar físicamente. Diga que se ausentaba durante una semana entera.
Asintió.
En el estrado, una mujer joven, violentamente nerviosa y de pelo oscuro, contaba con voz apagada que su marido le había pegado.
Bueno, Gwen nunca me pegó, pensó Nathan. Sin embargo, estaba con ese estúpido en la cocina aquella noche que regresé pronto a casa. Puedo decir que tenía la costumbre de salir con otros hombres, y que cuando la interrogaba sobre quiénes eran y qué hacían, me gritaba y me insultaba.
—Usted preste atención a lo que diga el señor Anteil y corrobore sus afirmaciones —le susurró el abogado al testigo.
—De acuerdo.
Me provocó angustia y humillación, pensó Nathan. Perdí peso y empecé a tomar tranquilizantes. Me quedaba hasta tarde sin poder dormir, preocupándome por el dinero. Pedía dinero prestado y no me lo decía. Cuando no regresaba a casa por la noche, me veía obligado a llamar a todas las personas que conocíamos, informándole así a todo el mundo que no sabía dónde estaba mi mujer, o con quién se encontraba.

Cargaba elevadas facturas de gasolina en nuestras tarjetas de crédito. Me pegaba, me arañaba, me insultaba delante de la gente. Dejaba bien claro que prefería la compañía de otros hombres a la mía, y que no me respetaba.
Lo repasó una y otra vez mentalmente.
Poco después se encontró de pie en el estrado, de cara a las filas de bancos vacías y a las pocas personas presentes. Un poco a su izquierda y más abajo, se hallaba su abogado, tenso, sosteniendo un manojo de papeles y hablando a gran velocidad con el juez. Su testigo se sentaba incómodo en el primer asiento destinado al jurado.
—¿Su nombre completo es Nathan Rubén Anteil? —preguntó su abogado.
—Sí.
—¿Y vive en Point Reyes Station, en el Condado de Marin?
—Sí.
—¿Y ha sido residente en California durante un período superior a un año y residente del Condado de Marin por un período superior a tres meses? ¿Y usted es el demandante en esta disputa en la que solicita el divorcio de la señora Anteil ante el Juzgado Superior del Condado de Marin? ¿Y que el matrimonio entre usted y la señora Anteil terminó a efectos prácticos alrededor del 10 de marzo de 1959, y que en este momento usted y ella ya no viven juntos?
Respondió sí a cada pregunta.
—Quiere contarle a la sala —dijo su abogado— los motivos por los que desea divorciarse de la señora Anteil.
Entonces, el abogado retrocedió un poco. En la sala había algo de ruido, ya que en la parte de atrás un abogado consultaba en voz baja con su cliente, y dos personas en la parte delantera hablaban y movían los pies. Nat empezó a responder.
—Bueno —comenzó—, los motivos son que en su mayor parte... —Se detuvo, sintiendo la fatiga y la languidez provocadas por la pastilla... una sensación de peso—. Los motivos son... que ella nunca estaba en casa. Siempre estaba fuera, y cuando volvía, aun cuando yo le preguntaba dónde había estado, lo único que hacía era insultarme y decirme que no era asunto mío. En repetidas ocasiones dejó bien claro que prefería la compañía de otros hombres a la mía.
Trató de pensar qué más decir. Cómo continuar. Lo único que parecía capaz de hacer era mirar a la hierba que había detrás de las ventanas, al césped cálido, verde y seco. Se sentía terriblemente somnoliento, y los ojos empezaron a cerrársele. Su voz se había apagado, y sólo con un gran esfuerzo fue capaz de reanudar algún tipo de declaración.
—Me daba la impresión —prosiguió— que todo el tiempo sentía desprecio hacia mí. No podía contar nunca con ella para que me apoyara en algo. Seguía su propio camino. Jamás se comportó como una mujer casada. Era como si no estuviera casada. El resultado fue que ya no pude ganar mi sustento. Enfermé y me vi obligado a acudir a un médico. —Calló, y luego pensó en el nombre del médico—. El doctor Robert Andrews, de San Francisco.
—¿Cuál fue la naturaleza de esa enfermedad? —preguntó el juez.
—Lo que se llama un mal psiconeurótico —contestó Nathan. Aguardó, pero el juez no hizo ningún comentario. Entonces, continuó—: Era incapaz de concentrarme o de trabajar, y todos mis amigos lo advirtieron. Duró bastante tiempo. En una ocasión, de pie en el porche, ella me lanzó tantos insultos que hasta el párroco de la ciudad los oyó. Dio la casualidad de que venía a visitarnos.
Eso sucedió el día en que Gwen se llevó sus cosas. Era evidente que algún vecino se dio cuenta de lo que estaba pasando, que su matrimonio se disolvía, y había llamado al viejo doctor Sebastian. El anciano había llegado en su antiguo Hudson del 49 justo cuando estaban en el momento más acalorado de la discusión. Gwen, en el porche delantero, sostenía unas cuantas toallas y le estaba gritando que era un bastardo inútil y que en lo que a ella concernía se podía ir al infierno. El anciano volvió a subir al Hudson y se marchó. En apariencia, había abandonado la idea de ayudarles, bien porque considerara que ya era demasiado tarde y nada podía hacer, o porque los insultos de Gwen eran demasiado fuertes para él. Sencillamente, era muy frágil para soportar la tensión.
En cualquier caso, pensó Nat, mientras observaba el cálido césped bajo los rayos del sol, las tiendas y la gente, Gwen terminó de guardar sus cosas y la llevó en coche a casa de su familia en Sacramento. Incluso le devolví las fotos de ella que llevaba en mi cartera.
La sala se hallaba en silencio, esperando oír lo que tuviera que añadir sobre la ruptura de su matrimonio.
—Me resultó intolerable ser tratado de esa forma —dijo—, como si en relación con otros hombres yo no tuviera importancia. A veces encontraba coches de desconocidos aparcados delante de mi propia casa, y cuando regresaba a mi hogar descubría que dentro había hombres que nunca había visto. Y cuando le preguntaba quiénes eran, se encolerizaba tanto y me insultaba de manera tan completa que hasta ellos se sentían avergonzados. Le pedían permiso para marcharse, pero ella les decía que se quedaran.
Qué extraño es, pensó, estar aquí arriba contando estas cosas.
—En cualquier caso —prosiguió—, le daban ataques en los que deliberadamente destruía objetos que eran importantes para mí.
Mientras guardaba sus cosas, se encontró con un gato de escayola que habían ganado en el Parque de Atracciones. Lo sostenía en las manos, preguntándose cómo empaquetarlo, cuando él le dijo que lo consideraba suyo. En ese instante, ella dio media vuelta y se lo arrojó. El gato se estrelló contra la pared, a su espalda.
—Le daban ataques violentos —indicó—, en los que no era capaz de controlarse.
Su abogado le hizo un gesto de asentimiento —le pareció que con impaciencia—, y de pronto se dio cuenta de que había terminado. Se puso de pie y bajó del estrado. El abogado llamó a declarar al testigo, y Nathan se vio sentado en la primera silla del jurado, escuchando cómo su amigo contaba que había llegado a casa de los Anteil para encontrar allí al señor Anteil solo, y cómo, en frecuentes ocasiones, cuando los había encontrado juntos, se había visto forzado a escuchar lo que consideraba andanadas injustas y humillantes por parte de la señora Anteil, dirigidas a su marido.
El juez firmó el documento. Después, el abogado y el juez intercambiaron unas pocas palabras. Finalmente, Nathan, su testigo y el abogado atravesaron el pasillo y salieron de la sala.
—¿Lo concedió? —le preguntó.
—Oh, claro —contestó el abogado—. Ahora vamos a secretaría a solicitar el decreto interlocutorio para usted.
Mientras bajaban las escaleras, el testigo comentó:
—¿Sabes?, Gwen es una de las mujeres más tranquilas que he conocido. Me sentí raro ahí en el estrado hablando de sus «andanadas» verbales. En mi vida la oí alzar la voz.
El abogado emitió una risita. Nathan no dijo nada, pero experimentó una sensación de liberación, después de haber soportado la tensión de la sala. Entraron en la secretaría, un lugar inmenso y muy iluminado, en el que hileras de personas trabajaban ante escritorios y archivos. En un mostrador que abarcaba todo el ancho de la habitación, unos cuantos individuos solucionaban sus asuntos con los diversos ayudantes del secretario.
—Bueno, ya se ha acabado —comentó el testigo mientras el abogado esperaba los documentos.
¿Hubo alguna verdad en lo que dije?, se preguntó Nathan. Alguna. Parte era verdad, parte invención. Es extraño perder la visión, mezclarlo todo. Ya no sé lo que sucedió, sólo tuve que hablar, contar lo que parecía apropiado. En voz alta, dijo:
—Como los juicios de Moscú. Confesar cualquier cosa que quisieran.
De nuevo el abogado se rió entre dientes. El testigo le guiñó un ojo.
Pero sí se sentía mejor. El temor de la prueba... ya había terminado, igual que una representación teatral de la escuela. Un discurso en un congreso.
—Es estupendo que terminara —le comentó a su abogado.
—Muchacho, ese juez sí que fue duro —dijo éste al salir de secretaría—. No me dejó dirigir el interrogatorio... probablemente tenía mal las tripas y quería vengarse del mundo.
Se separaron en el exterior, bajo los rayos del sol. Se dijeron adiós y se dirigieron a sus respectivos coches.
Eran las once menos veinte. Sólo había pasado una hora y diez minutos desde que la sala iniciara sus sesiones.
Divorciado, pensó Nathan. Se acabó. Ahora debe de estar declarando otra persona.
Llegó al coche, abrió la puerta y se sentó.
No obstante, una historia extraña para contar, pensó. ¿Cuándo no estuvo ella en casa? Sólo cuando nos separamos.
Debería sentirme culpable por haber subido al estrado y soltar todas esas mentiras, esa sarta de embustes. Ese recital sin inspiración. Sin embargo, la sensación de libertad superó a la culpa. Maldita sea. Estoy tan contento de que haya acabado...
En el acto le invadió la duda. ¿Cómo puede haber terminado? ¿Quieres decir que ya no estoy casado? ¿Qué le pasó a Gwen? No lo entiendo. ¿Qué pasó? ¿Cómo pudo suceder algo así?
No es posible, pensó. ¿Qué quieres decir con que ya no estoy casado?
Miró por la ventanilla del coche. No tiene sentido. La desesperación, como si estuviera a punto de venirse abajo y llorar, surgió en su interior, apareció por todos los lados, en todo su cuerpo. Maldita sea, no puede ser. No es posible.
Esto es lo más terrible que me ha pasado jamás, pensó. Es raro. Es mi fin, el de mi vida. ¿Y ahora qué voy a hacer?
¿Cómo llegué a meterme en esta situación?
Permaneció sentado mirando pasar a la gente, preguntándose como podía haber sucedido algo así. Me dejé liar en algo terrible. Es como si todo el cielo fuera una red que hubiera caído sobre mí para atraparme. Probablemente fue ella quien lo hizo, Fay planeó esto y yo no tuve nada que ver con el asunto. No tengo control sobre mí mismo, ni sobre nada de lo que ha sucedido. Y ahora empiezo a despertar. Estoy despierto. Y descubro que todo me ha sido arrebatado. Me han destruido, y ahora que estoy despierto lo único que puedo hacer es darme cuenta de ello; no puedo hacer nada más. Ya es demasiado tarde. Ya ha sucedido. El impacto de subir al estrado y soltar esa historia me lo hizo ver. Una mezcla de mentiras y fragmentos de verdad. Entretejidos. Incapaz de ver dónde empieza cada uno.
Finalmente, colocando la llave en el contacto, puso en marcha el coche. Pronto se encontró conduciendo por San Rafael, de regreso a Point Reyes Station.
Al llegar a su casa la vio en el patio delantero. Había encontrado un cubo con bulbos de gladiolos y tulipanes que Gwen había traído de la ciudad. Llevaba vaqueros, sandalias y una camisa de algodón, y estaba excavando con una paleta unos surcos poco profundos para los bulbos a lo largo de la entrada. No se veía a las niñas.
Al abrir la puerta de la valla le oyó y se volvió, alzando la cabeza.
—No lo conseguiste —dijo, cuando percibió la expresión de su cara.
—Lo conseguí.
Dejó la paleta en el suelo y se puso de pie.
—Debe de haber sido una prueba terrible —comentó—. Santo Dios, estás muy pálido.
—No sé qué hacer.
No era lo que había querido decir, pero no fue capaz de pensar en otra cosa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, acercándose a él y rodeándole con sus brazos delgados y fuertes.
—Abrázame —dijo, sintiendo sus brazos, su autoridad y convicción.
—Te estoy abrazando, estúpido.
—Mira dónde estoy —comentó él, contemplando por encima de ella los bulbos que aún quedaban. Ya los había plantado casi todos. En una ocasión el cubo había estado lleno—. Me tienes colocado en un punto terrible. No puedo hacer nada. Realmente me tienes jodido.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—No tengo matrimonio.
—Pobrecito. Estás asustado. —Los brazos le apretaron con más fuerza—. Pero, ¿lo conseguiste? ¿Te lo concedió?
—Estaban obligados a concedérmelo —contestó—. Se presentó de forma apropiada. Para eso están los abogados.
—¡Estás divorciado! —exclamó Fay.
—Tengo un decreto interlocutorio. Dentro de un año estaré divorciado.
—¿Te causó algún problema el juez?
—No dejó que el abogado dirigiera el interrogatorio. Estuve solo ahí arriba.
Empezó a contárselo todo, cómo había sido la sesión, pero sus ojos mostraban esa expresión arrobada, distante; no estaba escuchando.
—Quería decírtelo —comentó ella cuando él se detuvo—. Las niñas te han hecho una tarta. Una celebración. Una vela. Tu primer divorcio. Ahora están dentro, peleándose por la capa que le pondrán para decorarla. Les dije que lo mejor era esperar a que llegaras tú y te preguntaran cuál preferías.
—No quiero nada. Me siento completamente exhausto.
—No entraría en un juzgado ni en un millón de años —comentó ella—. Preferiría morirme. Te sería imposible arrastrarme a un juzgado. —Soltándole, se dirigió hacia la casa—. Las niñas estaban tan preocupadas... Temían que algo saliera mal.
—Deja de hablar y escúchame.
Ella se detuvo; tanto sus palabras como su movimiento en dirección a la casa cesaron. Esperó con curiosidad. No parecía tensa. Ahora que él había vuelto con su decreto, se sentía aliviada; no parecía que hubiera prestado verdadera atención a lo que había dicho.
—Maldita seas —exclamó—. Nunca escuchas. ¿No te importa lo que tengo que decir? Te diré qué es: me salgo de todo esto, de todo este maldito asunto.
—¿Qué? —preguntó con voz entrecortada.
—He llegado hasta donde he podido. Ya no aguanto más. Cuando salí de la sala del juzgado lo comprendí. Al final lo comprendí.
—Vaya, santo cielo.
Se quedaron cara a cara, sin hablar. Con la punta de una sandalia ella pateó un montoncito de tierra. Nunca antes la había visto tan abatida.
—¿Cómo te funcionó el Sparine? —preguntó por último.
—Bien.
—¿Pudiste tomártelo antes de entrar en la sala? Me alegro de que lo llevaras. Es muy bueno, en especial para algo así, que te sobrecarga. —Entonces, recobrándose, dijo—: No comprendo cómo me puedes dejar. ¿Qué sería de ti? Este es el peor de todos los momentos posibles. Has pasado por una situación terriblemente traumática estas dos últimas semanas. Los dos. Y este asunto del divorcio, tener que ir al juzgado, fue lo definitivo. —Se mostró atenta; bajó la voz, y su expresión cambió a una de profunda agudeza. Le cogió del brazo y lo condujo hacia la casa—. No has comido nada, ¿verdad?
—No —contestó. Se puso tenso, negándose a dejar que ella lo manejara.
—Realmente estás furioso, ¿no? Nunca me habías mostrado tanta hostilidad.
—Así es.
—Supongo que debió de haber estado en ti todo el tiempo, enterrada en tu subconsciente. El doctor Andrews afirma que, si sientes hostilidad, es mejor soltarla antes que guardártela. —No sonó furiosa; parecía resignada—. No te culpo —comentó, mirándolo, de pie, muy cerca de él, con la cabeza ladeada y las manos a la espalda. La transpiración, por el calor del día, brillaba en su garganta; vio cómo aparecía, se evaporaba y reaparecía, palpitante—. ¿No podemos hablarlo un poco más? —preguntó. En vez de adoptar su pose infantil, se puso muy racional—. Una decisión tan sería debería discutirse. Entra, siéntate y come. Además, ¿adónde piensas ir? Si alguien tiene que irse, santo Dios, ésta es tu casa... No puedes dejar que nos quedemos aquí si sientes eso hacia mí. Nos iremos a un motel. Quiero decir, no es problema.
Ante eso, guardó silencio.
—Si me dejas, no tendrás ni una maldita cosa —continuó Fay—. Quizá posea unos rasgos de personalidad que deberían cambiarse... es la razón por la que voy a ver al doctor Andrews, ¿no? Y si mi conducta es equivocada, ¿no puedes indicarme la forma correcta de actuar? ¿No puedes ponerme en mi sitio? Quiero que me digas lo que debo hacer. ¿Piensas que respeto a un hombre al que puedo empujar de un lado a otro?
—Entonces, déjame ir —contestó.
—Creo que estás chiflado si te vas.
—Quizá. —Dio media vuelta y se alejó.
Con voz firme, Fay dijo a su espalda:
—Le prometí a las niñas que las llevaríamos esta tarde a Fairyland.
Apenas pudo creer lo que escuchaban sus oídos.
—¿Qué? ¿Qué demonios es «Fairyland»?
—Está en Oakland —le dijo, mirándole con serenidad—. Lo oyeron en el programa de Popeye. Quieren ver el castillo del Rey Fuddle. Les dije que iríamos cuando regresaras.
—Yo no lo prometí. Tú no me lo dijiste.
—Bueno —comentó—, sé que no te gusta que te molesten.
—Maldita seas —exclamó—. Me has comprometido sin mi consentimiento.
—Sólo será un par de horas. Está a una hora de coche de aquí.
—Es más probable que sean dos.
—Nunca deberías romperle una promesa a un niño. Además, si vas a dejarnos, deberías hacer algo para que te recuerden. ¿Quieres que la última impresión que tengan de ti sea que te importan un bledo sus intereses?
—No importa qué última impresión tengan de mí, porque tú conseguirás contarles algo que me haga parecer débil y horrible...
—Están oyendo —interrumpió Fay.
Habían aparecido las niñas en el porche. Traían la tarta en una bandeja.
—¡Mira! —gritó Bonnie.
Las dos le miraron con ojos resplandecientes.
—Preciosa —comentó.
—Bueno, ¿es pedirte demasiado? —preguntó Fay—. Luego, nos puedes dejar.
Las niñas, que obviamente no prestaban atención a lo que estaban hablando los adultos, gritaron:
—¿Qué capa te gustaría que le pusiéramos? Mamá dijo que te esperáramos y que te lo preguntáramos a ti directamente.
—¿Queréis ir a Fairyland? —Entonces, bajaron corriendo los escalones, colocaron la tarta sobre la balaustrada y la dejaron allí abandonada—. Muy bien —afirmó por encima del griterío—, iremos. Pero salimos inmediatamente.
Fay se quedó observando con los brazos cruzados.
—Iré a coger una chaqueta —anunció. Y después a las niñas—: Y vosotras coged una chaqueta también.
Las niñas entraron corriendo en la casa.
Se metió en el coche, sin decirle nada a Fay, que se quedó esperando a las niñas. Mientras lo hacía, cogió los cigarrillos de donde los había dejado, encendió uno y levantó un poco más de tierra.

Los aullidos de los niños le agotaban. Por doquier había niños gritando y corriendo, entrando y saliendo de los edificios con forma de libro, brillantes y recién pintados, que conformaban la idea que tenía el Oakland Park Department de Fairyland. Había aparcado a bastante distancia, ya que no estaba seguro de por dónde se entraba, y la caminata ya le había agotado.
Bonnie y Elsie aparecieron al final de un tobogán, les saludaron agitando las manos y se apresuraron a ir a unirse con los otros niños en la escalera que las volvía a llevar al interior.
—Es un lugar agradable —comentó Fay.
En el centro de Fairyland, los corderos de Little Bo Peep estaban siendo alimentados con un biberón. La voz de mediana edad de una mujer, amplificada por los altavoces, sugirió a los niños que fueran corriendo a verlo.
—¿No es gracioso? —dijo Fay—. Venimos hasta aquí para ver cómo alimentan a unos corderos. Me pregunto por qué los alimentarán con biberones. Supongo que creen que queda mejor.
Después de que las niñas hubieran terminado con el tobogán, siguieron correteando. Ahora habían encontrado la fuente de los deseos y tonteaban allí; él apenas notó su presencia.
—Me pregunto cuál será el castillo de Fuddle —inquirió Fay. Él no respondió—. Esto es agotador. Supongo que tú ya has tenido suficiente por un día.
Al rato llegaron a un puesto de refrescos. Las niñas pidieron zumos de naranja y perritos calientes. Justo detrás, vieron la ventanilla de venta de billetes y la estación del pequeño ferrocarril. Sus vías estrechas entraban y salían de Fairyland, adentrándose entre los árboles de más allá. Cuando venían hacia aquí, habían visto las vías desde el coche; de hecho, las habían seguido hasta la entrada principal, que, por supuesto, se hallaba en el extremo opuesto de donde estaban. Tuvieron que rodearlo a pie.
Mientras andaban, buscando en vano el portón, Fay le había dicho:
—¿Sabes?, eres un schlimozl.
—¿Qué es eso? —preguntaron las dos niñas.
—Un Schlimozl es una persona que siempre llega a la ventanilla de venta de billetes justo cuando se ha vendido el último asiento del graderío. Y no tiene dinero suficiente para reservar un sitio.
—Ése soy yo —contestó él.
—Veréis —le explicó Fay a las niñas—, ha aparcado en el lado opuesto de la entrada, y hemos tenido que dar la vuelta a pie. Si hubiera conducido yo, habría aparcado, nos habríamos bajado y la habríamos tenido allí mismo. Justo delante de nosotros. Pero un Schlimozl siempre tiene mala suerte. En él es un instinto.
Sí, pensó. Es verdad en mi caso. Hay una mala suerte que me mete en cosas en las que yo no quiero meterme, y me mantiene dentro. Me retiene allí. Y no puedo hacer nada para salir.
—Es mi destino —siguió Fay—, casarme con un Schlimozl. Aunque quizá nuestra suerte se equilibre.
Se puso en la cola con ella y las niñas para comprar billetes para el pequeño tren. Le dolían las piernas y se preguntó si sobreviviría a la cola, y después a la espera del regreso del tren y la recogida de pasajeros. En este momento se hallaba en alguna parte del parque, fuera de vista. Un sinnúmero de niños que ya habían comprado los billetes esperaban ansiosos en la plataforma detrás de la ventanilla.
—Nos llevará por lo menos media hora —le dijo a Fay—. ¿Vale la pena?
—Es la atracción principal —contestó Fay—. ¿No es lo que hacen todos? Las niñas tienen que montar en el tren.
Así que esperaron.
Por fin llegó ante la ventanilla y compró cuatro billetes. Luego se abrieron paso hacia la plataforma. El tren ya había regresado; los niños y sus padres bajaban en tropel, y el acomodador les señalaba el camino de salida. Una nueva carga de pasajeros corrió a los coches y empezó a subir. Eran pequeños y de forma irregular. Las cabezas de los ocupantes casi estaban forzadas a chocar, como si por montar en los coches se volvieran viejos, dando cabezadas y durmiéndose.
—En cierto sentido, esta Fairyland es una desilusión —comentó Fay—. No me parece que les proporcione a los niños mucho que hacer; en realidad, no pueden meterse en esas casitas... sólo pueden mirarlas. Como en un museo.
El cansancio le impidió responder. Ya no sentía ninguna relación con el ruido y el movimiento a su alrededor, el enjambre de niños.
Un acomodador empezó a recorrer la plataforma, recogiendo los billetes. Contaba en voz alta. Al llegar a Nathan, se detuvo.
—Treinta y tres. —Entonces cogió el billete de Elsie y le dijo a Nathan—. ¿Van todos juntos?
—Sí —contestó Fay.
—Bueno, espero poder meterlos a todos —comentó, cogiendo el billete de ella, el de Bonnie y el de Nathan.
—¿A cuántos puede acomodar? —preguntó Fay.
—Depende del número de adultos —contestó el acomodador—. Si la mayoría son niños, los podemos meter apretados. Pero un adulto es otra cuestión. —Se marchó con los billetes.
—Creo que entraremos —dijo Fay—. Se llevó nuestros billetes.
Sus billetes habían sido los últimos recogidos. A su espalda, una familia de cinco miembros se mostraba inquieta y preocupada.
No subirán esta vez, pensó Nathan. Tendrán que esperar. Miró más allá del puesto de refrescos, a la casa robusta que había construido el tercer cerdito.
Cuando regresó el tren, atravesaron con los demás el portón y salieron a la plataforma exterior, al lado de la vía. Los nuevos pasajeros subían a medida que los coches se vaciaban. El acomodador empezó a cerrar las puertas de alambre de los coches. La familia con billetes se detuvo ante el portón.
—No —indicó el ayudante—. No pueden pasar si tienen billetes.
Qué extraño, pensó Nathan, viendo a un niño pequeño al que no le habían recogido el billete y que estaba de pie, esperanzado, al lado del tren, manteniendo el billete en alto. Aquí, si tenías billete, te impedían el paso. Si no, podías pasar. Las niñas y Fay se apresuraron en ir hacia los coches de atrás, junto con los demás. A él le pesaban los pies y se quedó rezagado. Los niños pasaban rozándole y montaban en los coches.
Cuando llegó al último coche descubrió que Fay y Elsie ya habían encontrado sitio. El acomodador empezó a cerrar la puerta y, luego, al ver a Bonnie, le dijo:
—Sitio para una más.
La levantó y se la paso a Fay, dentro del coche.
Alrededor de Nathan, los otros niños sin billete desaparecieron en el interior de los coches. Sólo quedaron unos pocos; y al rato sólo quedó él en la plataforma. Todo el mundo se había sentado menos él. La puerta de alambre del coche de Fay ya había sido cerrada, y el acomodador empezaba a alejarse.
—Me olvidé de usted —dijo de repente el acomodador.
Nathan sonrió. A su espalda, detrás del portón, la gente agitaba las manos y gritaba con simpatía. ¿O no era simpatía? No lo sabía. Se vio caminando al lado del hombre, hasta el comienzo del tren. Éste no dejaba de hablar, contándole cómo se había olvidado de él. Al llegar al primer coche, el acomodador miró dentro y dijo:
—Aquí. Puede subir aquí.
Subió, empujado a través de la pequeña entrada, y se encontró de cara a cuatro Boy Scouts con uniformes azules. Le miraron mientras intentaba sentarse. Por último, le dijo al primer Boy Scout:
—¿Por qué no te corres un poco?
En el acto éste se corrió y pudo sentarse. La cabeza rozaba el techo del coche y se veía obligado a encorvarse hacia delante. No quedaba más alto que los exploradores; sólo más grande, más torpe, llenando más espacio... como había indicado el acomodador. Se cerró la puerta de alambre y el acomodador le hizo una señal al maquinista.
Después de una serie de ruidos, el tren dio una sacudida y empezó a moverse.
El suelo vibraba bajo los pies de Nathan, con regularidad, sin variación. Se alejaron de la plataforma y de la gente que agitaba las manos y gritaba. Casi de inmediato se encontraron fuera de Fairyland, entre los robles y la hierba.
Sentado en la parte delantera del tren, podía mirar más allá de la locomotora y ver la zona hacia la que se dirigían. Vio las vías delante, las pendientes de hierba, un camino a la derecha. Detrás del camino había más robles y, más allá, el lago. De vez en cuando captaba la silueta de unos excursionistas. Miraban el tren y, en cierto momento, el Boy Scout que tenía a su lado empezó a saludar con la mano y, luego, nervioso, cambió de parecer. Nadie habló en el coche. El ruido de las ruedas era tan constante que nadie esperaba que se detuviera; todos seguían con paciencia el paseo, contemplando el paisaje.
El tren siguió con decisión, siempre a la misma velocidad.
El ruido, la vibración invariable y el ritmo le atenuaron la fatiga de las piernas. A pesar de lo apretado que estaba, empezó a sentirse más cómodo. Los robles lo adormecían. La inevitabilidad del avance del tren... Siempre delante de ellos veía las vías, y el tren no podía hacer otra cosa que seguirlas. Y ellos no podían hacer otra cosa que permanecer donde estaban, enjaulados en los pequeños e irregulares coches, encerrados detrás de las puertas de alambre, encorvados y recogidos en las posturas que habían adoptado. Sus rodillas se tocaban; sus cabezas casi se tocaban; ni siquiera eran capaces de mirarse, a menos que la suerte les hubiera colocado en aquella postura. No obstante, nadie se quejaba. Nadie intentaba moverse.
Qué raro debo parecer, pensó. Aquí, con estos Boy Scouts con sus uniformes azules. Un adulto deformado y doblado donde no debería estar. Donde debería haber varios niños, en un tren infantil, en un parque de atracciones para niños. ¿La ciudad de Oakland pensó en mí? Ciertamente, no. Ésta es la suerte del schlimozl. Encerrado aquí, lejos de Fay y las niñas. Solo aquí, mientras ellas van juntas atrás.
Sin embargo, no despertaba emociones reales en él. Experimentó una relajación de la tensión física: nada más.
¿Es lo único que está mal?, se preguntó. ¿Sólo la acumulación de tensiones, preocupaciones y miedos? ¿Nada de importancia duradera? ¿Puede la vibración constante del tren para niños calmarme y llevarse lo que sea que está confrontándome? Esta sensación de desesperación y perdición...
Ya no sentía el miedo, sólo la intuición de que había sido manipulado contra su voluntad y arrastrado a una situación planeada para el libre uso de otra persona.
Ciertamente, no queda esperanza de salir de aquí, pensó. Y ni siquiera es terrible; posiblemente, de ser algo, sea gracioso. Embarazoso. Eso es todo. Un poco de vergüenza para comprobar que ya no controlo mi vida, que las decisiones importantes ya han sido tomadas, mucho antes de que yo fuera consciente de que estaba teniendo lugar algún cambio.
Cuando la conocí, o, más bien, cuando ella miró por la ventanilla de su coche y nos vio a Gwen y a mí... ahí es cuando se tomó la decisión, si es que se tomó alguna vez. Ella la tomó tan pronto como nos vio, y el resto fue inevitable.
Es probable que sea una buena esposa. Será leal, e intentará ayudarme a hacer lo que quiero hacer. Al final, su pasión por controlarme decrecerá; toda esa energía que tiene se desvanecerá. Yo también produciré cambios sustanciales en ella. Nos alteraremos el uno al otro. Y algún día será imposible saber quién condujo a quién. Y por qué.
El único hecho, comprendió, será que estaremos casados y viviendo juntos, que yo me ganaré la vida, que tendremos dos hijas de un matrimonio anterior y, quizá, hijos nuestros. Una pregunta válida será: ¿Somos felices? Pero sólo el tiempo lo dirá. Y ni siquiera Fay puede asegurar esa respuesta; en ese aspecto final, es tan dependiente como yo.
Ella puede conseguir todo lo que desea y todavía ser desdichada, pensó. Quizá sea yo quien salga de esto con prosperidad y paz. Y ninguno de los dos tiene la capacidad de saberlo con certeza.
Cuando el tren terminó su viaje y regresaba a la plataforma, vio a la gente en fila para emprender su recorrido. El Boy Scout próximo a él por fin hizo acopio de valor y saludó con la mano; algunas personas le devolvieron el gesto, y ello animó a otros a seguir su ejemplo.
Nathan también agitó la mano.


Veinte

Con el dinero que recibí de mi hermana como anticipo en efectivo por mi parte de la casa, abrí una cuenta en el Bank of America de Point Reyes Station. Tan pronto como fue posible —después de todo, no quedaba mucho tiempo—, empecé a comprar las cosas que necesitaba.
Primero pagué doscientos dólares por un caballo y lo hice llevar en camión a la casa, donde lo solté en las tierras de pastoreo. Tenía casi el mismo color del caballo de Charley, tal vez un poco más oscuro, pero el mismo tamaño, hasta donde yo podía recordar, y con la misma buena condición física. Estuvo corriendo todo un día; luego se calmó y comenzó a comer hierba. Entonces, dio la impresión de sentirse en casa.
Después me dediqué a comprar ovejas de cara negra. Con eso tuve más problemas. Al final, me vi obligado a ir a Petaluma para adquirirlas. Pagué unos cincuenta dólares por ejemplar: tres ovejas. En cuanto a los corderos, me encontraba indeciso. Finalmente, llegué a la conclusión de que Charley no los había considerado suyos, así que no compré ninguno.
Adquirir un collie como Bing resultó francamente difícil. Tuve que coger el autobús hasta San Francisco y recorrer varios criaderos antes de encontrar uno de su clase. Hay todo tipo de collies, y alcanzan diferentes precios. El que se parecía a Bing costó unos doscientos dólares, virtualmente casi lo mismo que el caballo.
Por los patos pagué sólo un dólar y medio por ejemplar. Los compré cerca de casa.
Mi razonamiento consistía en que todo estuviera como se suponía que debía estar. Me parecía que existía una buena probabilidad de que el veintitrés de abril Charley Hume regresara a la vida. Por supuesto, no era una certeza. El futuro jamás lo es. En cualquier caso, creía que esto aumentaba las probabilidades. Según la Biblia, cuando el mundo llegue a su fin, los muertos se levantarán de sus tumbas ante el sonido de la última trompeta. De hecho, cuando los muertos empiecen a levantarse será una de las señales por las que se sabrá que está llegando el fin del mundo. Es una de las verificaciones firmes de la teoría. Durante el mes que viví en la casa, sentí que su presencia se hacía más y más fuerte, más real, a medida que Charley se acercaba al momento de su retorno a la vida.
Lo sentía especialmente por la noche. Más allá de toda duda, estaba próximo a reanudar su existencia en este mundo. Sus cenizas —había sido cremado, de acuerdo con los términos de su testamento—, por error, habían sido enviadas al Mayfair, y allí las había recogido el doctor Sebastian (los dependientes del Mayfair le habían llamado y explicado la situación), quien se las llevó a Fay. Ella llevó la urna al rancho de los McClure y dispersó las cenizas sobre el océano. Así que cuando regresara, lo haría en la zona de Point Reyes, y encontraría su casa tal como había estado, con el caballo, el perro, las ovejas y los patos, todo lo cual le había pertenecido... Era seguro que se levantaría allí.
Por las tardes, cuando el viento procedente del Point soplaba con más fuerza, podía salir al patio y ver restos de ceniza en el aire. De hecho, varias personas de la vecindad comentaron sobre la inusual concentración de ceniza que había en el aire a la puesta del sol. Esto le daba al sol poniente una profunda tonalidad rojiza. Más allá de cualquier duda, algo de tremenda importancia estaba a punto de suceder; se podía sentir incluso si no habías recibido ninguna advertencia previa.
Cada día que pasaba mi estado de excitación aumentaba. Hacia finales de mes apenas dormía ya.
Cuando llegó el veintitrés de abril, desperté antes de que hubiera salido el sol. Me quedé un rato en la cama, tan nervioso que apenas podía contener mi agitación. Entonces, a las cinco y media de la mañana me levanté, me vestí y tomé el desayuno. Lo único que fui capaz de comer fue un cuenco de Wheat Chex, y un plato de compota de manzana. Encendí un fuego en la chimenea, y empecé a dar vueltas alrededor de la casa. No sabía con exactitud dónde vería por primera vez a Charley, así que intenté cubrir todas las partes de la casa, visitando las habitaciones por lo menos una vez cada quince minutos.
Al mediodía tenía tal conciencia de él que no paraba de dar vueltas con la cabeza y percibirlo con el rabillo del ojo. Sin embargo, a las dos experimenté una definitiva sensación de desilusión. Comí un sándwich de queso y un vaso de leche, lo cual me hizo sentir mejor, pero la sensación de su presencia no se reforzó.
Cuando dieron las seis de la tarde, y todavía no había vuelto a la vida, empecé a inquietarme. Así que llamé a la señora Hambro.
—Hola —saludó con su áspera voz.
—Soy Jack Sevilla —anuncié (que quería decir, por supuesto, Jack Isidore)—. Me preguntaba si habías sentido algo concreto.
—Estamos meditando. Creí que ibas a estar con nosotros. ¿No recibiste nuestro mensaje telepático?
—¿Cuándo me lo enviasteis? —pregunté.
—Hace dos días. A medianoche, cuando las líneas son más fuertes.
—No lo recibí —indiqué con cierta agitación—. En cualquier caso, debía quedarme aquí. Estoy esperando que Charley Hume vuelva a la vida.
—Bueno, yo creo que deberías estar aquí —insistió, y percibí un deje de enfado en su voz—. Quizá exista una buena razón para que no obtengamos los resultados esperados.
—¿Quieres decir que es por mi culpa? —pregunté—. ¿Por no estar allí?
—Tiene que haber algún motivo —repuso—. No entiendo por qué has de estar allí y esperar que una persona en especial vuelva a la vida.
Discutimos un rato, y colgamos en un estado de ánimo que no se acercaba a los sentimientos amistosos. De nuevo me puse a dar vueltas por la casa, en esta ocasión inspeccionando cada armario, por si hubiera regresado y estuviera encerrado en un lugar del que no pudiera salir.
A las once y media de la noche ya me encontraba seriamente preocupado. Una vez más llamé a la señora Hambro, pero nadie cogió el teléfono.
A las doce menos cuarto la preocupación me tenía virtualmente fuera de mí mismo. La radio estaba encendida y escuchaba un programa de música y noticias. Finalmente, el locutor anunció que en un minuto sería medianoche y pasó una publicidad de la United Airlines. Entonces dieron las doce. Charley no había regresado a la vida. Y era el veinticuatro de abril. El mundo no había acabado.
Jamás en mi vida estuve tan desconcertado.

Mirando hacia atrás, lo que de verdad me enfurece es que había vendido mi parte de la casa casi por nada. Mi hermana me la había arrebatado, aprovechándose de mí de la forma en que se aprovecha de todo el mundo. Y yo había vuelto a renovar el lugar con un caballo, un perro, ovejas y patos. ¿Qué obtuve de ello? Muy poco.
Me senté en la gran mecedora del salón, sintiendo que había alcanzado de verdad el punto más bajo de mi vida. Estaba tan deprimido que apenas podía pensar; mi mente se hallaba en un estado de completo caos. Todos los datos que poseía me parecían una matraca y carecían de sentido.
Comprendí que, sencillamente, ya no quedaba duda: el grupo había estado equivocado.
No sólo Charley Hume no había retornado a la vida, sino que el mundo no se había acabado, y vi que Charley tenía razón en lo que dijo hace tiempo sobre mí: a saber, que yo era un artista de mierda. Todos los hechos que había aprendido no eran más que un montón de mierda.
Allí sentado, me di cuenta de que era un chiflado.
¡Vaya descubrimiento! Todos estos años desperdiciados. Lo vi con tanta claridad como el infierno; todo eso sobre el Mar de los Sargazos, la perdida Atlántida, los platillos volantes y la gente que salía del interior de la Tierra... no eran más que mierda sin sentido. Así que el título supuestamente irónico de mi trabajo no resultaba nada irónico. O, quizá, era el doble de irónico. Pues era mierda de verdad y yo no lo veía, etc. Sea como fuere, me sentía realmente horrorizado. Toda esas personas de Inverness Park eran un puñado de lunáticos. La señora Hambro era una psicópata o algo por el estilo. Tal vez algo peor que yo.
No me extrañaba que Charley me hubiera dejado mil dólares para psicoanálisis. De verdad que me encontraba al borde del precipicio.
Santo Dios, ni siquiera se produjo un terremoto.
Y ahora, ¿qué me quedaba por hacer? Disponía de unos pocos días más en la casa, y tenía un par de cientos de dólares en efectivo de lo que Fay y Nathan me habían dado. Dinero suficiente para volver al Área de la Bahía e instalarme en un apartamento decente, y quizá encontrar algún tipo de trabajo. Probablemente, podría volver a trabajar para el señor Poity en el Servicio de Neumáticos One-Day Dealer's, aunque ya había saturado a mi jefe con toda mi mierda.
Así que no había quedado tan mal parado.
Por supuesto, no es inteligente pasarse en eso de echarte la culpa. Yo había tenido una teoría que no podía ser verificada hasta el veintitrés de abril, y, por lo tanto, hasta ese momento no se podía afirmar rotundamente que estaba loco por creerla. Después de todo, el mundo podría haber llegado a su fin. En cualquier caso, no fue así. Todos ellos, Fay, Charley y Nathan tenían razón.
Tenían razón; pero, pensando en ellos, llegué a la conclusión, después de un período de dura meditación, de que ellos no eran mucho mejor que yo. Quiero decir, también hay un montón de basura en lo que ellos tienen que decir. A su manera, están muy cerca de ser un grupo de lunáticos, aunque, posiblemente, no resulte tan evidente como en mi caso.
Por ejemplo, cualquiera que se suicida es un chiflado. Enfrentémonos a ello (como dice Fay). E incluso en aquel momento fui consciente de que matar a esos animales desvalidos fue un ejemplo del cerebro lunático en marcha. Y, luego, está ese chiflado de Nathan Anteil, que se acababa de casar con una chica muy agradable y se deshace de ella en cuanto se mezcla con mi hermana... eso no es exactamente un modelo de lógica. Separarte de una mujer dulce e inofensiva y cambiarla por una arpía como Fay.
En lo que a mí respecta, mi hermana es la más loca de todos, y sigue siendo la peor; aceptad mi palabra. Es una psicópata. Para ella, las personas no son más que objetos que puede manejar a placer. Tiene la mente de una niña de tres años. ¿Es eso cordura?
De modo que no me parece que yo deba ser la única persona que ha de cargar con la responsabilidad de creer en una idea reconocidamente ridícula. Lo único que deseo es que la culpa se reparta con justicia. Durante uno o dos días consideré la idea de escribir a los periódicos de San Rafael para contarles la historia en forma de una carta al editor; después de todo, están obligados a publicarla. Es su deber, como servicio público que son. Pero al final lo descarté. Al demonio con los periódicos. Nadie lee las cartas al editor salvo otros locos. De hecho, el mundo está lleno de locos. Es suficiente para deprimirte.
Después de meditarlo y sopesar todos los aspectos, decidí hacer uso de la cláusula del testamento de Charley Hume y aceptar los mil dólares para el psicoanálisis. Así que reuní todas mis cosas, las empaqueté y le pedí a un vecino que me llevara a la terminal de autobuses de la Greyhound. Un par de días antes de lo que debía, abandoné la casa que Charley y Fay habían construido —la casa de Fay— y regresé al Área de la Bahía.
En el autobús consideré cómo localizar al mejor analista. Al final me decidí por buscar los nombres de los que ejercían en el Área de la Bahía y visitarlos a todos. Empecé a desarrollar mentalmente un cuestionario para que rellenaran, diciendo el número de pacientes que habían tenido, el número de curas, el número de fracasos absolutos, extensión de tiempo involucrada en las curas, número de curas parciales, etc., con intención de trazar un gráfico sobre esa base y calcular qué analista sería el más idóneo para ayudarme.
Me parecía que lo menos que podía hacer era emplear el dinero de Charley de forma inteligente y no despilfarrarlo en algún charlatán. Y, considerando las elecciones realizadas en el pasado, resulta bastante obvio que mi juicio no es de los mejores.


FIN


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