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miércoles, 10 de junio de 2009

FE

FE

Manuel Taboada Berenguer

Fran siempre había envidiado esa aparente firmeza con las que los ateos le expresaban sus convicciones, e idéntico sentimiento le inspiraba la fe inamovible de los hombres de Dios. Y la causa estaba clara: a lo largo de su vida, siempre había navegado entre ambas orillas, sin atracar nunca en ninguna de ellas, ni dejar las velas al pairo del agnosticismo. Esta dicotomía interior, entre la fe de un San Francisco que creía sentir cuando la vida le sonreía, y la náusea de Sartre que le atacaba cuando la fortuna le daba la espalda, la sufría desde su temprana adolescencia, cuando (conformando una curiosísima paradoja) había rogado en las oscuras noches que Dios existiera, y la duda había hecho de él un hombre inseguro, cuya debilidad de carácter se manifestaba ante la más mínima perturbación que alterara el estado estacionario de su frágil equilibrio interior. Y esa alteración se había manifestado de nuevo, como tantas muchas otras veces, y había adoptado la envoltura del embarazo de Gloria. Gloria, su esposa, su fiel compañera, que hacía ya diez noches, le había confesado en la intimidad del dormitorio que se hallaba esperando un hijo, su primer hijo.

Y el miedo de Fran era muy concreto. No quería que su hijo pasara por lo mismo que había experimentado él, no quería que pudiera heredar de algún modo esa duda existencial que le perseguía desde las largas noches de invierno en su entonces recién perdida infancia. Quería comunicarle una fe, un ideal, algo en lo que creer y por lo que levantarse cada mañana. En definitiva, lo que quería no era la paz espiritual de su hijo, sino la suya propia.

No hay que pensar que Fran no había buscado esa paz. No, lo había intentado. Recodaba las largas charlas con su amigo Juan, un día seminarista y ahora sacerdote, por los largos pasillo del colegio mayor, en las que las preguntas de Fran se resumían siempre en la misma desesperada y casi infantil súplica: "si tan sólo hubiese una forma de saber..." Y los argumentos, réplicas y contrarréplicas de Juan también acababan siempre con la misma moraleja: "La respuesta está en tu interior, Fran, no intentes buscarla en otra parte". Pero Francisco aún no había conseguido encontrarla.

Gloria no había sido ajena a la preocupación de su esposo, pero poco podía hacer ella por ayudarle. Desde siempre, había creído en la existencia de algo superior, trascendente al mundo que la rodeaba, pero nunca se había planteado nada más. Con los pies mucho más pegados a la tierra, sus preocupaciones eran su trabajo de cada día, sus amigos, su familia, y ahora su futuro hijo. O hija, que todavía era pronto para decirlo.

Pero ese día, por voluntad de Dios o por causa del caprichoso azar, Fran se encontró con la oportunidad que ningún hombre ha tenido ni probablemente vuelva a tener jamás. Ocurrió por la noche, de vuelta a su casa, por el oscuro y largo camino que llevaba a través de los campos de maíz y de tabaco. Una noche fría y nublada, en la que Fran quedó de repente cegado por una terrible luz que pareció atravesarle hasta el alma, y que sin saber cómo recondujo todo su temor inicial frente al extraño fenómeno hacia una rara tranquilidad.

"¿Eres...Dios?", pensó, y al instante la pregunta se le antojó, sin saber muy bien por qué, ridícula. "No, Fran", contesto una voz dentro de su mente, "no somos ninguna clase de Dios". "Sólo somos entes pertenecientes a una civilización externa a tu planeta, de millones de años de antigüedad, que rompió ya hace mucho las ataduras de los cuerpos materiales, que viaja por caminos que están más allá del espacio y del tiempo, y que lo atraviesan como una aguja atraviesa la tela y vuelve a entrar y salir una y otra vez. Y, a veces, por una de esas coincidencias que sólo se dan cada cientos de miles de años, la aguja tropieza con un planeta; aún en menos ocasiones ocurre que está habitado, y todavía de manera infinitamente menos frecuente, encuentra en su camino algún tipo de inteligencia."

Fran, aunque aturdido, no había perdido en absoluto la capacidad de racionar, y un montón de preguntas fueron formuladas por su pensamiento antes de que pudiera darse cuenta. "¿Cómo conocéis mi nombre?", "¿Cómo habláis mi lengua?", "¿Cómo os habéis convertido en lo qué sois?", "¿Por qué yo?". Docenas de preguntas de este tipo se le ocurrían cada segundo. "Hay demasiadas cosas que no puedes comprender. El abismo que nos separa es demasiado grande como para que pueda darte una explicación que seas capaz de asimilar, pero basta decir que hemos alcanzado toda la sabiduría que tu universo puede contener. Nuestra civilización es una mente comunitaria que abarca todo el conocimiento que te rodea, desde el más fundamental hasta el más nimio, desde la trayectoria de cada una de las hojas que han caído, caen o caerán de todos los árboles en todos los pasados, presente y futuros otoños de tu mundo, hasta la formación de tu universo, que hubo antes y qué habrá después. Conocemos toda la realidad que te rodea porque estamos fuera de ella."

"No acabo de entender...¿Tenéis el conocimiento supremo?" Fran sintió un extraño cosquilleo que le hizo estremecer. "No existe tal conocimiento...es algo mucho más complejo, no está a tu alcance visualizar el concepto que tenemos de "sabiduría". Sí, ya sabemos lo que ronda por tu mente. Una parte de ti quiere hacernos una pregunta. Por lo general preferimos no interferir con aquellas inteligencias con las que tan raramente topamos en lo que tu llamarías nuestros "viajes". Las consecuencias de revelar una información a una civilización que no podría obtenerla de otra forma (esto es, por sí misma), suele tener unas consecuencias que, desde el punto de vista de lo que llamaremos nuestro "código ético", no son deseadas. Pero sabemos (y no preguntes por qué) que podremos contestar a la cuestión que nos plantees".

Los sentimientos de Fran en ese momento, inmune al terror que cualquier otro hubiera podido sentir, se asemejaban a los que probablemente experimentó Aladino cuando frotó la famosa lámpara mágica. "Un deseo", pensó, "pero sólo uno". ¿Por qué sólo uno? No sabría decirlo, pero ellos le indicaron que no permitirían más preguntas. Sólo una, una cuya respuesta siempre hubiese querido saber, una que podía cambiar su vida para siempre...

Aquella noche, como muchas otras noches desde hacia semanas, su marido estaba feliz. Gloria lo notaba en sus ojos, en su media sonrisa, en su mirada perdida en el lienzo del techo. De la manera que fuese, lo había superado, y ella no daba crédito a lo que estaba viviendo. Tampoco encontraba una explicación razonable, porque las personas no cambian de un día para otro, como había hecho literalmente su esposo. Pero ella era una persona práctica. No se planteaba la causa, sino que se esforzaba por convivir con el efecto. Y la convivencia resultaba en este caso no sólo fácil, sino maravillosa.

"Si es niña, la llamaremos Isabel, como mi madre. Y si es niño, Francisco". Fran giró la cabeza hacia ella y le sonrió. "Es una niña", dijo. "No digas tonterías. ¿Cómo vas a saberlo?". Su sonrisa se intensificó. "Lo sé, Gloria. Lo sé".

FIN

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